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Hijo de Filipo II de Macedonia y heredero del trono en 336 a.C., lo que le deja como soberano de su pueblo y hegemón de los griegos, no necesitó Alejandro sino pocos meses para idear y poner en práctica una expedición al Asia y ver de asestar un golpe en su propia carne al hasta entonces todopoderoso imperio de los persas. Antes de que terminara el 335 estaba ya fijada la marcha sobre Asia para la primavera del 334 a.C. En poco tiempo fueron arrancados al persa las ciudades griegas de Jonia y el resto de Asia Menor, avance espectacular entre el doble paréntesis que constituyen las batallas del Gránico y de Iso con que se abre y se cierra. Las ciudades de Fenicia se sometieron sin problemas, unas de grado y otras por miedo o por simple realismo; los argumentos de Alejandro eran contundentes. La única excepción la protagonizó Tiro, que jugó a la independencia y le tocó sufrir nueve meses de asedio para acabar vencida. La caída del único símbolo de resistencia dejaba Palestina sentenciada, una vez que el ejército greco-macedónico se dirigió hacia el sur, camino de Egipto, en vez de hacerlo hacia el corazón del imperio. Dos veces pasó Alejandro por la tierra de Israel, cuando bajó al país del Nilo y al regreso. Prueba de la rapidez de la expedición es que, a pesar de los nueve meses de paralización ante Tiro, los invasores estaban en Egipto ya en 332. Naturalmente, el territorio palestino queda bajo el control de los nuevos dueños. Es de señalar que los judíos y -no tanto- los samaritanos acogieron a los conquistadores pacíficamente, sin apenas excepción. Seguramente Alejandro no inspiraba temores de más dura servidumbre, e incluso quizá permitiera abrigar esperanzas de mejora. Gaza resistió dos meses, es cierto, y los samaritanos obligaron a Alejandro, al regreso de Egipto, a sofocar una revuelta, en la que fue quemado vivo el gobernador macedonio, lo que valió a los insumisos un severo castigo. Dice Flavio Josefo que, como consecuencia de los hechos, Alejandro entregó Samaria a los judíos; tal vez la realidad fuera la incorporación samaritana al distrito controlado por el gobernador macedonio de Judea. El trato dispensado a los judíos -Jerusalén abrió sus puertas al conquistador- fue indudablemente mejor que el recibido por los samaritanos, y que la reacción de unos y otros no fuera idéntica se explica por la enemistad que de tiempo atrás les enfrentaba. Hubo judíos que sirvieron como mercenarios de Alejandro y otros se asentaron en la recién fundada ciudad de Alejandría, en el Delta; y esta colonia judía es de primera época, pues estaba instalada en pleno núcleo antiguo, lo que hace verosímil que fuera incluso fundacional. Alejandro concedió plenitud de derechos a los judíos alejandrinos, la comunidad más privilegiada y pujante de cuantas existirían en la diáspora helenística y, posteriormente, romana. En el año 331 ya estaba Alejandro posesionado de Asia Menor, Fenicia, Palestina y Egipto, de donde se tituló faraón, y amenazando muy seriamente al Imperio persa en puntos vitales. Antes de que acabara el año, había vuelto a Tiro; por Damasco subiría a Tapsaco y cruzaría el Eufrates; daría, y ganaría, la fundamental batalla de Gaugamela; entraría en Babilonia y en Susa, y llegaría a las dos grandes ciudades persas vecinas, Persépolis y Pasargada. Ahora sí que había herido, y con la rapidez de un rayo, al gran Imperio oriental. Ni quedaban esperanzas para los persas, ni había la menor posibilidad de que se modificara la situación de Palestina y los demás israelitas de retaguardia; y al menos los judíos no tenían razón ninguna para sentirlo, no tanto por lo mal que lo hubieran pasado bajo el dominio aqueménida, no demasiado, cuanto por lo que se prometían y estaban ya recibiendo de los greco-macedónicos. Alejandro murió pronto y su descomunal e inviable imperio no pudo sobrevivirle. Varios de sus generales se repartieron la herencia un tanto traumáticamente y se constituyeron diversos reinos independientes, todos helenizados, que tras dificultades y enfrentamientos acabarían por cristalizar en un mapa complejo y cambiante. Correspondió Egipto al general Ptolomeo, hijo de Lago, quien iniciaría aquí la larga dinastía Lágida que por casi tres siglos controló el país del Nilo a través de la sucesión de doce Ptolomeos y siete Cleopatras, la última de las cuales es la famosa que coquetearía con los romanos y protagonizaría el fin del reino helenístico de Egipto. Al territorio de estos Lágidas correspondería Palestina por algo más de un siglo, a pesar de que otros dos reinos vecinos, el de los Antigónidas de Macedonia y el de los Seléucidas de Siria, tuvieran sus particulares pretensiones. No corrieron mal las cosas para los judíos con el dominador que les cupo en suerte. Los Ptolomeos respetaron intereses, derechos y privilegios, y en Israel hubo continuidad en los modos de vida y autonomía religiosa plena. Decir que también paz tendría un poco de exagerado. En esta época la estructuración sacerdotal del Templo era ya un hecho y el culto jerosolimitano comienza a ganar poder de atracción, no sólo entre los judíos del entorno, sino en otras regiones palestinas, Galilea por ejemplo, y en la dispersión. Es importante esto último, pues Jerusalén viene a ser el centro de una diáspora que está sembrando ya el mundo próximo-oriental y mediterráneo, de habla griega, en proporciones que harán muy pronto superior el número de los desperdigados que el de los habitantes en la propia tierra de Israel. Innecesario es decir que la más activa de las comunidades dispersas era la de Alejandría. Durante el control de Palestina por los griegos de Egipto se va dejando sentir la impregnación en la zona de aspectos culturales, ideológicos y comportamentales helenísticos, sin excesivo atentado en principio a la identidad del judaísmo y de las comunidades del Libro; aunque sectores puristas, los hasidim, se mostraron intransigentes ante las novedades de ambiente y se apegaron fanáticamente a las viejas tradiciones hasta en lo más externo y formal. La helenización fue todavía más fácil en la dispersión. Tanto es así, que muy pronto se advierte la necesidad de contar con traducción griega de la Ley y los demás escritos bíblicos, y aun algunos textos de la Escritura, tardíos, se redactan directamente en griego, y no entramos en la cuestión de los cánones judíos, su diversidad y lo que comprenden y rechazan. La primera traducción griega del Antiguo Testamento es la llamada de los Setenta y surge en el Egipto de la primera parte del siglo II a.C., aunque quizá sea legendaria la participación indirecta en la empresa por parte de Ptolomeo II Filadelfo, de que nos da noticia una carta del pseudo-Aristeas a Filócrates, fechable en el siglo II a.C. No importan aquí problemas como la unitariedad o no de la versión de los Setenta, sus revisiones y si es traducción, como normalmente decimos, o targúm, como algunos autores pretenden. Lo importante es lo que significa de helenización en las comunidades judías dispersas, que por lo general, salvo las contadas sinagogas hebreas conocidas, tendrán por lengua de uso no otra que la griega de la koiné helenística. Pero hay algo que señalar: este baño cultural externo no fue suficiente para evitar que en algún lugar, como Egipto, todavía en el siglo II a.C., surgiera un nuevo género literario sin precedentes, el escrito antisemítico. Si los judíos palestinenses no tuvieron tanta paz cuanta deseaban y necesitaban, fue porque las discordias entre Siria y Egipto los tomaron al medio y su tierra fue no pocas veces campo de batalla. Precisamente era ese territorio interpuesto lo que ambas potencias se disputaban. Las cuatro guerras sirias de los egipcios, dos llevadas por Ptolomeo II Filadelfo, la tercera por Ptolomeo III Evérgetes y la cuarta por Ptolomeo IV Filopator, constituyen la sucesión de sacudidas que tocó soportar durante largos decenios a los sufridos pobladores de Palestina. Se comprende que, pese a la benevolencia ptolemaica, los judíos esperan un cambio de situación que les librara de una guerra en la que se dirimían intereses ajenos, pero que les afectaba más que a nadie. De ahí que pudieran producirse reacciones como las del sumo sacerdote Onías II, quien con motivo de la tercera guerra siria, negó la satisfacción de los tributos debidos, clara forma de resistir al dominio insuficiente de Ptolomeo III. La infidelidad del sumo sacerdote elevó a un primer plano a la familia de los Tobíadas, uno de cuyos miembros, José, recibió el encargo de atender el cobro de tributos y velar por los intereses del reino lágida; pero la política de este personaje no sólo fue provechosa para quien le nombró y, generosamente, para él mismo, sino que tuvo menos felices consecuencias en lo social, provocando distancias y suscitando resentimientos. Dentro de la propia familia Tobíada surgieron tensiones y desavenencias, en especial entre el propio José y su hijo Hircano, heredero en el favor de Ptolomeo IV. Por unas cosas y otras, Palestina estaba descontenta, dividida e incluso preparada para un cambio de dueño, que muchos estaban deseando. A la muerte de Ptolomeo IV Filopator, en 204 a.C., subió al trono real egipcio un hijo de muy corta edad, Ptolomeo V Epífanes, a quien sus particulares circunstancias hacían incapaz de afrontar las debilidades del reino y las apetencias enemigas. Era el momento justo para que Antioco III de Siria intentara la anexión de Palestina, empresa en la que su país y él mismo habían fracasado tantas veces. En el año 201 era ya Antioco dueño de la tierra de Israel, y los intentos egipcios por recuperarla fracasaron del todo, a pesar de los medios que la camarilla regente aplicaron a las expediciones y de que confirieron el mando al griego Escopas, el más reputado de sus generales. Mientras esta Palestina rendida a los Seléucidas estuvo entre dos frentes -Egipto mantenía la Siria occidental- hubo posibilidades de vuelta a la anterior situación. Cuando en 198 los sirios arrebatan todas sus posesiones asiáticas a los egipcios, la suerte de la tierra de Israel estuvo echada como parte del gran imperio de los Seléucidas. En estos años de enfrentamientos los judíos, por cuyo control se disputaba, quedaron escindidos en dos bandos irreconciliables, favorables a cada uno de ambos estados en lucha; deducción que es legítimo hacer de la situación previa e información explícita en tal sentido que nos aporta una traducción recogida por San Jerónimo. Sin embargo, todo hace pensar que la mayoría estaba a favor del nuevo dominador. Escribe Flavio Josefo (Antigüedades Judías, XII, 3) que los sirios trataron a los judíos con gran deferencia por las pruebas de fidelidad que le dieron en la guerra y por el valor que demostraron, y en el decreto que líneas abajo atribuye al rey Antioco III insiste en la buena acogida dispensada a los ejércitos sirios y el concurso material incluso que brindaron contra las guarniciones egipcias. Realmente no se vieron los judíos palestinos defraudados por el cambio. Antioco se mostró benevolente y agradecido. Facilitó el regreso de los fugitivos; declaró la exención tributaria de Jerusalén por tres años y la reducción definitiva de los impuestos en un tercio; repuso en la libertad y bienes a las familias que habían quedado reducidas a esclavitud; reafirmó el estatuto de privilegios; reparó el Templo con subsidio estatal, facilidades y exención de portazgos y peajes para los materiales de importación, y contribuyó generosamente en dinero y especie a la reanudación del culto sacrificial. Y las simpatías de Antioco III por los judíos no se limitaron, según sabemos, a los que habitaban Palestina, sino que se extendió también a los de la dispersión. Desde hacía no poco tiempo mantenía Antioco relaciones estrechas con Filipo V de Macedonia, amistad de la que se había beneficiado en sus guerras contra Egipto. Los dos aliados acabaron enfrentándose a la gran potencia occidental que era Roma, y eso fue el principio del final personal del capaz monarca seléucida: embarcado en una serie de campañas, humillado en Apamea por los romanos, mermado territorialmente su imperio, sumido en problemas financieros y envuelto en tensiones intestinas, acabó asesinado, víctima de una situación calamitosa que no había podido evitar y en parte había propiciado. Sólo muy indirectamente afectaron a los judíos de Palestina estas desdichas mientras Antioco vivió. Los problemas para ellos eran los cotidianos y los derivados de las intrigas y conflictos de intereses de las dos familias preeminentes que ya vimos compitiendo en la etapa ptolemaica: la de los Tobíadas y la de los Oníadas. Su irreductibilidad continuaba, provocando continuos conflictos. Cuando la crisis siria llega directamente a Palestina, reina ya Seleuco IV Filopator, quien, respetuoso como su padre con los privilegios judios, no pudo evitar sin embargo la tentación de meter mano en los tesoros del Templo, agobiado por la obligación de satisfacer a Roma la indemnización de guerra estipulada por la derrota de Antioco III y por la retención de su joven hermano Antioco, rehén en poder de los romanos como garantía de pago. Gracias a la intervención del sumo sacerdote Onías III se evitó in extremis el expolio del templo, lo que narra un tanto colorista y teofánicamente 2 Macabeos, 3, 1-40. Una joya, el mencionado príncipe Antioco, rehén en manos de Roma. Había sido ya liberado cuando murió asesinado Seleuco, lo que le puso fácil acceso a la corona vacante. Con él comienza una nueva etapa para los judíos súbditos de Siria, especialmente los de Palestina, pues su reinado se caracteriza por un cambio radical en la política seguida a su respecto, ya que lejos de respetar las peculiaridades israelitas, en especial las religiosas, intentó por todos los medios, incluso los violentos, someterles a los modos de vida griegos, asistido por Jasón, miembro traidor de la familia Oníada, que se había hecho nombrar sumo sacerdote en lugar de Onías III. Empieza ahora un proceso acelerado de helenización que no queda interrumpido ni siquiera con la ruptura entre Antioco y Jasón, y que tendrá consecuencias a las que seguidamente aludiremos. El nuevo rey seléucida decretó la prohibición de las prácticas judaicas, la circuncisión y los sacrificios, castigando las infracciones con pena de muerte, erigió un altar a Zeus en el templo de Jerusalén, lo que para los judíos era el no va más de la humillación y del desprecio a la religiosidad de Yahvé, y trató de idéntica suerte al templo samaritano del Garizim. La Ley quedaba abrogada como referencia normativa, anulado el decreto de Antioco III que reconocía los privilegios y convertida Jerusalén en polis helenística con cuanto en lo jurídico, social y cultural ello comportaba. Encontró el rey la ayuda decidida del partido helenizante, cuya más destacada figura era Jasón. Este personaje había tomado incluso delantera en el proceso reclamando algunas de estas medidas y solicitando permiso para erigir un gimnasio y organizar un efebeo bajo promesas millonarias. Con la llegada de la práctica griega del deporte en total desnudez comenzó a ser la circuncisión motivo de vergüenza, hasta el punto de que hubo intentos de operaciones quirúrgicas reparadoras. La moda griega, por otra parte, aportaba unas connotaciones idolátricas que no era siempre posible separar, cosa que ocurría muy claramente con los juegos atléticos, de atávicas implicaciones religiosas. Erigido además el gimnasio jerosolimitano adosado al Templo, el deporte paganizado de jóvenes judíos desnudos era afrenta añadida al Dios de Israel. La helenización forzada fue impuesta mediante violencia y represión. Los judíos quedaron escindidos en posturas enfrentadas ante el ataque helenizante. Unos, empeñados en fomentarlo; otros, decididos a resistirle hasta el final. Nadie indiferente. El descontento de amplios sectores y los últimos atrevimientos de Antioco, tales como el expolio del Templo y el degüello de una multitud desprevenida, fueron el determinante de la rebelión macabea. Se inició ésta entre circunstancias favorables y desfavorables. La represión de Antioco había sido contraproducente y el atentado a las tradiciones religiosas, excesivo, mientras en Siria había disensiones y crisis; pero, en contrapartida, Antioco tenía una quinta columna simpatizante y la reacción fue muy desigual. Inició la lucha Matatías, miembro de la familia Asmonea, uno de cuyos hijos, Judas, de sobrenombre Macabeo, se convirtió muy pronto en el pilar fundamental de la resistencia por su decisión y su capacidad combativa. Las acciones fulgurantes y extendidas de Judas hicieron toda Palestina escenario de una rebelión generalizada, que obligó a los sirios a adoptar medidas para sofocarla. Los problemas del rey seléucida en otro frente le impidieron movilizar efectivos bastantes, pues, aunque sus tropas superaban con mucho numéricamente a los insurrectos, la lucha guerrillera que éstos desarrollaban pegados al terreno compensaba suficientemente la inferioridad. Lograron resonantes victorias y aun pudieron conseguir la conquista de Jerusalén, que les permitía restaurar la pureza religiosa y borrar la abominación extranjera, inyección de moral tan importante como cabe suponer para unos sublevados que habían acometido su aventura bajo el entusiasmo religioso, aunque más adelante se introdujeron también aspiraciones políticas. Contra los sectores hasideos, piadosos intransigentes, que despolitizaban su aversión a Siria y no querían más que Ley, culto y esperanza en Yahvé, lo que les hacía poco simpatizantes de la guerra, los Macabeos buscaban en el propio esfuerzo la liberación del pueblo. Y llevaban buen camino de conseguirla, pues, cuando Antioco murió en 164 a.C. luchando contra los partos, no había logrado reducir el levantamiento. Nuevo rey el jovencísimo Antioco V Eupator, su regente Lisias venció a Judas en Bet-Zacarías y se habría hecho dueño de Jerusalén de no haberle llegado noticias preocupantes desde retaguardia, que le obligaron a abandonar el campo tras concesiones que suponían para los judíos el fin de la persecución y de la ilegalidad de sus creencias. Pero las aspiraciones macabeas iban ahora bastante más allá en el terreno político, circunstancia que dejaba a todos, salvo los hasidim, descontentos: los macabeos y sus seguidores porque entendían que la libertad religiosa era insuficiente, los partidarios del proceso de helenización porque veían reforzados a los macabeos y se sentían abandonados por los sirios. El enfrentamiento interno estaba servido. Pero es que además se precipitaban los acontecimientos mediante un relevo de personas en ambos lados: Demetrio I, hijo de Seleuco IV, hizo asesinar a su joven primo y se instaló en el trono con el título de Soter, y murió Judas Macabeo, no sin anotarse nuevas victorias, dejando como sucesor a su hermano Jonatán. Respectivamente cada una de estas dos sustituciones tuvieron lugar en 162 y 160 a.C. Para la causa macabea la desaparición de Judas fue fatal, puesto que Jonatán no tenía la capacidad y el atractivo de su hermano y las circunstancias le llevaron, además, a cambiar la guerra por la política, y eso le perdió. Metido en acuerdos con el impostor Alejandro Balas, un pretendiente del trono sirio, y convertido en sumo sacerdote -un sumo sacerdote asmoneo era un escándalo que los puristas no podían tolerar, por cuanto que vulneraba el derecho de sucesión dentro de la familia sadocita-, Jonatán topó con problemas internos y externos que pudieron con él. Sospechoso para los sirios, enemigo declarado del nuevo rey Demetrio II Nicator, contestado entre su gente y embarcado en aventuras diplomáticas y militares poco claras, acabó Jonatán prisionero del reino seléucida mediante engaños y fue asesinado en Ptolemaida nada más entrado el 142 a.C. Quedaba Simón, otro de los Macabeos, como continuador de la tarea de sus hermanos. Simón dio un giro a la política de su hermano en relación a Siria entablando negociaciones con Demetrio II y arrancándole un decreto de amnistía, exenciones fiscales y el reconocimiento de la situación de hecho, que suponía en la práctica renuncia siria a toda pretensión de recuperar Judea como parte del imperio. Los mismos judíos legitimaron la sucesión de Simón en el sumo pontificado, al menos de forma provisional, en tanto no tuvieran seguridad de que Yahvé prefería mejor solución que la de la continuidad asmonea. Con su poder reconocido y la independencia de Judea recuperada también de iure, Simón hizo lo posible por acrecentar territorialmente el nuevo Estado independiente, no sólo desde conveniencias estratégicas y buscando la viabilidad, sino también pensando en lo que había sido el territorio histórico de los antepasados. Hay un hecho que no conviene perder de vista: el reconocimiento de Judea libre no suponía retirada general siria de Palestina y ni siquiera remoción de las guarniciones del seléucida en los lugares, ahora independientes, en que habían conseguido sobrevivir. Los nuevos logros hubo que irlos arrancando paulatinamente y con determinación. Aseguró Simón su posición política y la libertad del Estado mediante una actividad diplomática que le llevó a contactos con poderes exteriores, como el de Esparta y, sobre todo, el ya impresionante de la República Romana. En la Judá liberada comenzó un período de recuperación y de bienestar, al que no fueron ajenos acontecimientos como el éxito de una salida al mar y el control del puerto de Jaffa, vital para los intereses judíos. Acometió también Simón una reorganización de los asuntos internos, tan deteriorados por la larga sumisión, las intervenciones dirigistas extranjeras, la división interior y la guerra. Tuvo que restaurar la Ley, pacificar al pueblo, moralizar las costumbres y dar carácter a la convivencia dentro del nuevo Estado. Y, si las tradiciones judías no engañan, todo esto lo alcanzó con creces el sumo sacerdote. Nadie discutía ya su significación y su poder; nadie se acordaba de los restos davídicos o sadocitas que hubieran podido representar la legitimidad real los unos y la sacerdotal los otros. Las circunstancias habían tenido la suficiente virtud como para imponer un hecho consumado. Con Antioco VII Sidetes en el trono seléucida hubo un nuevo intento sirio de dar marcha atrás a los acontecimientos, reclamando la devolución de diversas zonas, intentando recuperar el control de Judea y exigiendo el pago de indemnizaciones y tasas. A punto estuvo Simón de ceder al menos en lo económico ante las pretensiones sirias. Una enemistosa expedición militar de los seléucidas y una afortunada victoria de los príncipes asmoneos Judas y Juan Hircano, hijos de Simón, hizo innecesaria la claudicación ante las exigencias. La Judea independiente y territorialmente ampliada se había salvado. Y la obra de Simón, lo mismo. Entre tan favorables vientos, nada hacía prever dificultades internas para el sumo sacerdote. Sin embargo, su vida acabó en 134 a.C. por una conjura palaciega encabezada por su yerno Ptolomeo. Con él cayeron también Matatías y Judas, sus hijos. Sólo el más joven de la familia, Juan Hircano, pudo escapar y recibir la herencia de su padre. Con la muerte de Simón termina 1 Macabeos y, dado que 2 Macabeos recoge acontecimientos anteriores, puede decirse que termina la historia del Israel vétero-testamentario. Pero la historia del Nuevo Testamento no se abre hasta que los textos evangélicos suministran noticias de la Palestina romana arrancando del reinado de Herodes el Grande. ¿Qué ocurre entre el acceso de Juan Hircano al sumo sacerdocio y el fin del reinado de Herodes? Es éste un período de gran complicación; de ambiciones, movilidad, intrigas, inestabilidad, cambios y guerras. Roma tiene esta región en su punto de mira, y a los no pocos problemas locales añade, para más dificultad, sus propias discordias particulares, pues no en balde es el tiempo de la crisis de la República, de los generales ambiciosos y de las guerras civiles. Lo primero que hizo Juan Hircano fue buscar venganza en Ptolomeo, el asesino de su padre y sus hermanos, a quien asedió en la fortaleza de Doc. Siempre anduvo frenado en sus ataques porque Ptolomeo mantenía como rehén a la viuda de Simón, madre del sitiador. Al final, el asesino dio muerte a la madre de Hircano y pudo escapar. Inmediatamente se produjo una nueva intentona de Antioco VII, quien sometió Jerusalén a duro cerco y arrancó de Hircano una capitulación bastante onerosa, aunque muy lejos por fortuna de lo que habían sido las condiciones en que se encontró Judea decenios atrás. Sólo las dificultades internas de Siria, con sucesión vertiginosa de varios reyes y algún usurpador entre 129 y 126, dejaron a los judíos en libertad de acción y a Juan Hircano como líder sin cortapisas de un Estado a los efectos independiente. La política que en adelante llevaría fue la de ampliar el territorio de Judea mediante repetidas expediciones de conquista, y le favorecería no poco el abandono de los asuntos por Siria en esta parte. Avanzó hacia el sur, por Idumea, el este, por Transjordania, y el norte, por Samaria y la baja Galilea. La incorporación de Samaria fue más conveniencia estratégica y preocupación de fronteras lógicas que identificación espiritual e histórica con las gentes de una región tan atípica y poco clara. Los samaritanos negaban su identidad con los judíos e incluso, cuando les convenía, que el Dios de unos y otros fuera exactamente el mismo. Pero no se sostendrían Galilea y Transjordania si quedaba Samaria al medio como cuerpo extraño. Cuando tomó Siquem y el monte Garizim, arrasó Hircano los recintos religiosos cismáticos en un afán de limpiar la religiosidad samaritana, mas su éxito fue en el mejor de los casos parcial. Samaria invocó repetidas veces a Siria y esperó de esta potencia pagana y extranjera que la liberase de los discutibilísimos hermanos de Judea, esperanza que se vería defraudada. Otro de los aspectos destacables de la política de Juan Hircano fue el de sus relaciones con Roma, cordiales, encaminadas a la consolidación de su poder y significación política en el Asia anterior; con esta potencia occidental firmó Hircano un tratado de alianza. Después de un largo gobierno murió Hircano a edad avanzada, respetado y querido. Pero no sin que hubiera conatos de división interna entre dos grupos que entendían el judaísmo de manera distinta: los saduceos, instalados en la helenización, y los fariseos, nacionalistas tradicionales. Ambos sectores acabarían contendiendo en política y condicionando las actuaciones de los sucesivos Asmoneos. Ocuparon el poder tras Juan Hircano sus hijos Judas Aristóbulo I, de corto mandato, y Janeo Alejandro, conquistador inquieto y sanguinario impenitente. Posiblemente el primero, con seguridad absoluta el segundo, dieron nuevas bases al poder, pues desde el sumo sacerdocio que ejercía la familia pasaron a autoconcederse el título de rey. Con Janeo llega el ahora reino de Judea a su máxima extensión. Sólo en tiempos de los grandes monarcas de la dinastía única, muchos siglos atrás, el pueblo de Yahvé había alcanzado extensión y significación semejantes. Durante su reinado, sin embargo, no todo fue gloria militar, sino que tuvo que hacer frente continuamente a la guerra sorda y a veces abierta que le mantuvieron los del sector fariseo, ante quienes se empleó con dureza inaudita cuando le llegó la ocasión. Su balance fue, de todas maneras, positivo y elevó el reino a estimables cotas de prosperidad. No podemos cerrar las líneas dedicadas a este monarca sin recordar que nombró gobernador de Idumea a un hombre de la región llamado Antípatro; basta para justificarlo decir que uno de los hijos de este idumeo se llamaba Herodes. A la muerte de Janeo en 76 a.C., estallan los problemas. Su viuda, Salomé Alejandra, mantiene la realeza reconociendo el sumo sacerdocio en su hijo Hircano II, lo que comporta separación de los poderes civil y religioso, y se reconcilia con los fariseos. Su otro hijo, Aristóbulo II, busca el apoyo de los sectores helenizados, que lo dieron muy de grado, pues la política que se llevaba estaba marginando claramente al grupo saduceo. El fallecimiento de Salomé en 67 a.C., tras un gobierno de nueve años, dejó planteada en el reino la guerra civil, de cuyos dos bandos enfrentados eran líderes sus dos hijos citados. Esta división intestina fue para los romanos una buena ocasión de intervenir. Lo hicieron a favor de Hircano II, aunque el imperialismo de Roma acabó manifestándose en su auténtico ser: Hircano mantuvo su título de sumo sacerdote, pero se le desposeyó de su condición política. Pompeyo había liquidado el reino de Siria, lo que dio paso a la provincia romana de ese nombre; a esta nueva demarcación quedaría unida Samaria, tan reticente a reconocer la autoridad de Jerusalén. Bajo el sumo sacerdote quedarían Galilea, Perea en Transjordania y naturalmente Judea, en dependencia directa del gobernador romano. El distinto status de Samaria y el resto de las regiones dependía no de la lógica geográfica, sino del reconocimiento o rechazo del culto de Jerusalén. No llegó la paz a Palestina con este cambio, pues Roma se sume en las guerras civiles y están intactas las ambiciones de algunos personajes de la zona, como Aristóbulo II y sus hijos, y el citado Antípatro y los suyos. Los enfrentamientos entre Pompeyo y César y luego entre Octavio y Marco Antonio se dejan sentir en la región, cuyos líderes toman partido y resultan de rechazo vencedores y vencidos. Entre estas discordias romanas sale reforzado Antípatro, quien ve situados a sus hijos en sendos gobiernos: Herodes como administrador de Galilea y Fasael al frente de Judea y Perea. La desaparición de este último y el fracaso final de la familia de Aristóbulo II dejan a Herodes consolidado y con un nuevo título concedido por Roma: rey de Judá. Se trata de Herodes el Grande, el monarca citado por los Evangelios en relación con el nacimiento de Jesús.
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El carácter bélico que presidió el comienzo de las relaciones entre Roma y la Península Ibérica ocasionó que, desde las postrimerías del siglo III a. de C., las tropas romanas acamparan en su territorio. De este modo, los establecimientos militares representan la primera manifestación de la arquitectura romana en suelo peninsular, así como la primera actividad de tipo urbanístico, de las que apenas se posee evidencia arqueológica. No obstante, gracias a las citas de algunos autores griegos y latinos, sabemos que tras el desembarco de Cneo Escipión en el puerto de Emporion (Ampurias), en el 218 a. C., el ejército romano estableció una guarnición estable o praesidium en la zona superior de Tarraco (Tarragona), reforzada por un dispositivo de defensa, del que se conservan tres torres y dos lienzos de muralla, que a lo largo del siglo II a. C. desempeñó un importante papel como base militar con ocasión de las campañas contra la Celtiberia. Unos pocos años más tarde, en el 195 a. C., Emporiom volvió a acoger un nuevo contingente militar comandado por el Cónsul M. Porcio Catón, desplazado para sofocar una revuelta de indígenas. Del campamento instalado con tal motivo, sobre el que más tarde se dispuso la ciudad romana, recientemente, se han recuperado algunos restos, destacando un conjunto de cisternas para el almacenamiento de agua. Los campamentos, cuya primera descripción nos proporciona Polibio, presentaban una serie de cánones constructivos referentes a su planta, que debía ser de forma cuadrangular con los ángulos redondeados, con una relación entre longitud y anchura y una superficie determinada. No obstante, estas normas no eran respetadas de un modo tajante, ya que las peculiaridades del terreno sustancialmente condicionaban la planta. La técnica constructiva podía constar de simples bastiones de tierra y empalizadas de madera, precedido todo ello de un foso, o bien, cercado con un vallum o muralla fabricada con dos muros de mampostería rellenos de piedra menuda, incorporando con frecuencia cada cierto intervalo torres de vigilancia. La distribución interna se regía a partir de dos ejes fundamentales, denominados vía Principalis y la vía Praetoria, que se cruzaban en ángulo recto, organizando la disposición de las construcciones que albergaban a las tropas y a los distintos servicios, en la que ocupaba un lugar preferente el edificio principal o praetorium. Como es lógico, la importancia de estos dispositivos militares guardaba una relación directamente proporcional a la envergadura de las operaciones a ejecutar. Destacan entre ellos los relacionados con la toma de Numancia, la llamada Circunvalación, gran obra de ingeniería que cercó la pequeña ciudad mediante siete campamentos establecidos en los cerros limítrofes, unidos entre sí por una muralla de enorme grosor y altura de unos 9 km de longitud, reforzada con fosos, empalizadas y torres de vigilancia. Además de los establecimientos militares hay que mencionar la fundación de una serie de ciudades, casi todas a lo largo del siglo II a. de C.: Italica (junto a Sevilla), Tarraco (Tarragona), Gracchurris (junto a Alfaro, La Rioja), Carteia (en la bahía de Algeciras), Corduba (Córdoba), Valentia (Valencia), Palma (Palma de Mallorca) y Pollentia (Alcudia, Mallorca), a las que habría que añadir alguna otra, como Emporiae (Ampurias) o Baetulo (Badalona); así como otras que, aunque no figuran como fundaciones romanas, cayeron bajo el dominio de Roma muy tempranamente, como es el caso de Carthago Nova (Cartagena) y Saguntum (Sagunto). En líneas generales, todavía es muy escasa la información que poseemos sobre el aspecto arquitectónico que presentaría una buena parte de ellas, debido a que en su mayoría han venido siendo objeto de ocupación hasta nuestros días de forma ininterrumpida, lo que ha provocado una transformación radical del paisaje urbano de época romana, cuyos vestigios, de haber resistido el paso del tiempo, se hallan sepultados en el subsuelo de nuestras ciudades. No obstante, el incremento de las investigaciones arqueológicas en los últimos tiempos está contribuyendo a mejorar esta situación. En cualquier caso, hay que tener presente que el proceso de urbanización estuvo asociado al de monumentalización y que son éstos, los monumentos, los elementos que definen la configuración urbana de una ciudad. Por lo tanto, urbanismo y monumentalización son dos conceptos que difícilmente pueden entenderse por separado. De entre todas las ciudades mencionadas destaca Emporiae por los datos que disponemos sobre su configuración urbana en el período que nos ocupa. Creada en torno al año 100 a. C. a partir del campamento militar de comienzos del siglo II a. C., la planificación de la nueva ciudad incluyó la construcción de las murallas y la delimitación de un sistema de manzanas de calles (insulae) de 70 x 35 m (2 x 1 actus), así como la instalación del centro monumental, el foro, situado frontalmente sobre el eje principal de la ciudad. Este foro constaba esencialmente de un área sagrada con un templo central elevado sobre podio y rodeado por un pórtico de tres lados en forma de herradura, dotado de un espacio subterráneo (criptopórtico), dividido en dos naves por medio de pilares, al igual que en el pórtico. El templo dominaba el espacio cuadrangular de la plaza dotada de pórticos con tabernae en el lado meridional. Tanto el esquema compositivo como los aspectos metrológicos -se ha podido deducir que la unidad de medida utilizada para la construcción del foro fue el pie itálico de 27,50 cm- y estilísticos permiten situar el conjunto emporitano como un exponente más de la tradición constructiva desarrollada en la Campania y Lacio meridional a lo largo del siglo II a. C. Igual interés poseen los escasos vestigios pertenecientes a la arquitectura doméstica en los que se pone de manifiesto la introducción de esquemas arquitectónicos itálicos, donde se advierte la presencia de un eje principal que determina la disposición de la entrada (vestibulum), atrio y habitación principal (tablinum). También en torno al año 100 a. C. se fundó Baetuto (Badalona), de la que se conoce parte de su estructura defensiva del momento fundacional, así como restos de viviendas y de unas termas fechadas en el segundo tercio del siglo I a. C. Su creación junto con la de otros núcleos como Iluro (Mataró) o Blanda (Blanes) respondió a la necesidad de crear centros de control para la explotación de un territorio de acuerdo con el modelo de producción romano, de lo que se deduce que en el Noreste peninsular el proceso de romanización se hallaba muy avanzado tras un siglo de ocupación militar. Es muy posible que el ejemplo más antiguo de edificio religioso romano en la Península sea el localizado en Italica (cerro de Los Palacios), correspondiente probablemente a un templo de triple cella fechable en la fase fundacional de la ciudad, en torno al 200 a. C. No se trata del único caso conocido en suelo peninsular, puesto que Saguntum también ha deparado un edificio de planta cuadrada y cella tripartita, construido a lo largo del siglo II a. C. de acuerdo con un esquema que permite pensar en la existencia de un foro presidido por este templo, siguiendo modelos de clara inspiración itálica. Otros dos templos de similares características y en no mejor estado de conservación, vienen a completar este importante grupo de edificios religiosos. Se trata del localizado en el emplazamiento del posible foro de Carteia, datable hacia mediados del siglo I a. C. y del templo situado en el foro de Pollentia, fechado a comienzo de la época imperial. El traslado a Hispania de los conflictos civiles de Roma en el siglo I a. C. favoreció entre otras consecuencias la fundación de nuevos establecimientos con objetivos militares y socioeconómicos como por ejemplo Metellinum (Medellín, Cáceres) y Castra Caecilia, en los alrededores de Cáceres, creados por Q. Caecilio Metelo para detener el avance de Sertorio. Todavía son muy escasos los vestigios arquitectónicos identificados que puedan asociarse con esta etapa, como los pertenecientes a unos posibles almacenes de grano en Osca (Huesca), centro de operaciones de Sertorio durante los acontecimientos bélicos de principios de siglo I a. C., descubiertos en excavaciones recientes. En otras ocasiones son conocidos únicamente por el testimonio de algún autor antiguo, como por ejemplo la escuela que estableció Sertorio en Osca para la formación en las costumbres romanas de los hijos de la nobleza ibérica; la basílica de Corduba a la que se dirigía Q. Casco Longino cuando sufrió un atentado en el año 48 a. C.; los pórticos del foro de Hispalis (Sevilla), donde se instaló una de las dos legiones de Varrón. En algún caso, la información no es tan detallada, pero no por ello es menos valiosa. Así, sabemos que en el año 45 a. C., después de la batalla de Munda, una parte importante de la ciudad de Corduba fue destruida por las tropas de César, lo que sin duda debió repercutir en su desarrollo monumental posterior. Junto con la política de nuevas fundaciones, es preciso mencionar cómo a partir de la segunda mitad del siglo II a. C. y comienzos del I a. C., desde el punto de vista arquitectónico, comienza a advertirse en algunos asentamientos indígenas los primeros efectos del proceso de romanización, como demuestra esporádicamente la arqueología, en menor medida en lo monumental y de forma más palpable en el ámbito de la arquitectura privada. Algunos de estos exponentes monumentales son aún mal conocidos, como un gran edificio localizado en la acrópolis de Contrebia Belaisca (Botorrita, Zaragoza), erigido, cuando menos a finales del siglo II a. C., con muros de adobe sobre cimentación de piedra, compuesto en planta baja de cinco naves estrechas y alargadas, abiertas a otras tantas puertas y precedido de un pórtico columnado como vestíbulo, para el que se ha sugerido una función religiosa o bien de carácter comercial como almacén. En otras ocasiones, los edificios están mejor identificados, como en Azaila (Cabezo de Alcalá, Teruel), donde se conoce un pequeño templo in antis y unas termas, pero en cualquier caso, se trata de actuaciones concretas determinadas por las fuertes limitaciones del asentamiento que impiden el desarrollo de un programa arquitectónico a gran escala. En el ámbito de la arquitectura privada, destacan las estructuras descubiertas en Caminreal (Teruel) o Fuentes de Ebro (Zaragoza), en los que se advierte la presencia de elementos con una apariencia externa romana, si bien su tratamiento está limitado por intereses preexistentes. Parece verosímil que algunas de estas manifestaciones arquitectónicas iniciales, como las citadas de Contrebia Belaisca y Azaila, denoten la presencia de un arquitecto romano aplicando esquemas propios, aunque ejecutados por manos indígenas, y destinados a una clase social dominante o privilegiada en el seno de la sociedad indígena. Así parece atestiguarse de forma clara en una casa de Caminreal (Teruel), en uno de cuyos suelos de opus signinum, pavimento típicamente romano, se hace constar el nombre, Likinete, y la procedencia del indígena que encargó no sólo este suelo sino la casa entera. César, desde su posición privilegiada de vencedor de la contienda de las guerras civiles, imprimió un fuerte impulso a la creación de centros urbanos, algunos de los cuales pudieron tener originariamente carácter de campamentos militares, como Norba (Cáceres), Scallabis (probablemente Santarém) o Pax Julia (Beja), estos dos últimos en Portugal. No obstante, la labor de César se dirigió más a la consolidación de la estructura urbana mediante la potenciación y la promoción de status privilegiados -colonia o municipio- de fundaciones romanas más antiguas y de centros indígenas para impulsar o ratificar su definitiva integración en el imperio. Es precisamente en esta época cuando en el valle del Ebro se establece la primera colonia romana, Colonia Victrix Julia Lepida Celsa (Velilla de Ebro, Zaragoza) que llevó aparejada la consolidación de fórmulas del urbanismo itálico, como el modelo de casa con atrio, que sólo de manera incipiente habían comenzado a desarrollarse en el curso del siglo I a. C.
contexto
Establecido como rey de los judíos tras el asesinato de César y la derrota de los conjurados magnicidas, Herodes inició un largo mandato que acabó en 4 a.C., año de su muerte. No le perdonaron los malos momentos. La presión ambiciosa de Cleopatra le puso en dificultades y le mermó los territorios durante cierto tiempo. Los últimos Asmoneos le disputaron el trono inútilmente. Logró superar también el momento más delicado de su mandato, que fue el triunfo de Octavio sobre Marco Antonio, por quien él había tomado partido. Obsequioso y hábil, Herodes consiguió convencer a Octavio Augusto de que le interesaba la continuidad en el reino de Judea. Ya en los postreros años de su vida, le tocó vivir fuertes discordias en su propia familia, que pretendió solucionar mediante la pena capital de tres de sus hijos con el visto bueno de los romanos, la última de las tres muertes ejecutada pocos días antes de que al propio rey le llegara el fin. En los largos años de reinado, encarnó Herodes una monarquía de tipo helenístico, fastuosa, sometida al poder romano. Dependía directamente de Roma, de los triunviros primero, de Octavio Augusto después, y no a través del gobernador de Siria, por quien, de todas formas, pasaban algunos asuntos de interés general para la zona. El tipo de integración en el Imperio era teóricamente envidiable, pues la condición de reino aliado se apoyaba en el carácter de no tributario. Esa condición de aliado no le permitía, sin embargo, a Herodes libertad para llevar los asuntos a libre albedrío, sobre todo aquéllos que, al tocar la esfera de lo internacional, podían menoscabar el equilibrio que a Roma interesaba. La posibilidad de declarar la guerra por su cuenta no le estaba reconocida al rey de Judea. La alianza le convertía más bien en una pieza del aparato romano en la frontera oriental, garantía de seguridad y de actuación al dictado. Herodes cumplió esta misión a entera satisfacción de los dominadores, hasta el punto de poner sus tropas al servicio de Roma cuando se le señaló como necesario, lo que ocurrió en diversas ocasiones. Los romanos controlaron también al monarca en los momentos difíciles de sus crisis familiares. En contrapartida, Roma apuntaló el poder de Herodes y le concedió mecanismos valiosos, como el derecho a solicitar extradiciones o el de proponer a quien le sucediera. Nunca inquietaron a este instalado personaje ambiciones que preocuparan a los dominadores y le mermaran de su crédito ante ellos. Su disponibilidad ante Augusto fue incondicional y demostró continuamente al princeps su admiración o su capacidad de adulación interesada. De fronteras adentro, Herodes supo dar a su reino seguridad y prosperidad. No hubo revueltas populares que le inquietaran ni manifestaciones de descontento dignas de tener en cuenta. Un buen manejo de la propaganda, una política de evergetismo y de imagen sabiamente llevada, un nivel de vida suficiente y la eficacia policial que era del caso se encargaron de asegurar esa paz interior que en lo popular conoció su reinado. Las perturbaciones de origen individual o de grupos reducidos -las provocadas por los asmoneos, por los saduceos- las abortó sin complicaciones, con crueldad incluso, lo que no extraña en quien pudo ajusticiar a tres hijos propios. Pero estos problemas nunca corrieron el riesgo de generalizarse. En su política de prestigio destacan grandes obras públicas, entre las que habría que señalar su palacio de Jerusalén, la torre Antonia, la reconstrucción embellecida y magnificada del templo -al templo herodiano pertenece el actual Muro de las Lamentaciones-, esa magna obra de arquitectura e ingeniería que era el Herodium, su fortaleza-mausoleo, las fortalezas de Massada y de Maqueronte, los abastecimientos de agua e infraestructuras de comunicaciones y, especialmente, la fundación de nuevas ciudades de corte helenístico, que tuvo el detalle, como buen aliado inferior, de dedicar directa o indirectamente al princeps a quien se debía. Desde características especiales, se habla normalmente de estilo herodiano para las construcciones de la época. Los aludidos problemas familiares provocaron el desmembramiento del reino cuando se produjo la muerte de Herodes. La decisión última pudo ser de Augusto, quien no sólo aceptó previamente la división, sino que se permitió modificar ligeramente el testamento del rey difunto. Arquelao -se le menciona en el Evangelio de San Mateo- quedó al frente de Judea, Idumea y Samaria; Herodes Antipas recibió Galilea y Perea en calidad de tetrarca, y a Filipo se le concedieron las regiones muy nororientales de Auranítide, Traconítide y Batanea. Arquelao, que no supo ganarse a sus súbditos por su mal gobierno, fue desposeído y desterrado en 6 d.C., quedando su territorio convertido en provincia romana, al tiempo que se reconocía a la comunidad israelita el derecho a autorregirse en los asuntos religiosos e internos y la administración de justicia que no comportara pena de muerte. El ius gladii, la pena capital, tenía que pasar a través de la autoridad romana. Esta es, brevemente expuesta, la situación política que existiría cuando el juicio y muerte de Jesús, un cuarto de siglo después del derrocamiento de Arquelao: Judea y Samaria bajo un prefecto romano, entonces Poncio Pilato, y Galilea bajo el tetrarca Herodes Antipas. En esta nueva etapa, los judíos tenían ya la obligación de pagar tributo al Imperio romano. No fue el citado Poncio Pilato el primer gobernador de Judea. Entre el año 6 d.C. y el 26 de la misma era, que fue cuando este personaje accedió al cargo, se sucedieron cuatro prefectos: Coponio, Marco Ambibulo, Anio Rufo y Valerio Grato. De ninguno de ellos conocemos gran cosa, lo que para una fuente como Flavio Josefo significa que no hubo complicaciones dignas de mención. Los movimientos nacionalistas -dirigidos por Judas el Galileo- que estallaron tras la caída de Arquelao debieron ser sofocados por Coponio, pero desconocemos los detalles de una aventura que, sin duda, no llegó demasiado lejos. De Anio Rufo se conserva parte de una inscripción conmemorativa que ni dice nada ni tiene especial significación. Por su parte, Valerio Grato, de prolongado gobierno, no destacó más que por su afanado manejo de sumos sacerdotes, pues, tras desposeer a Anás, hizo varios cambios sucesivos hasta que encontró uno a su gusto, el yerno del anterior, Caifás, quien se mantendría en el cargo durante todo el mandato del prefecto posterior, Poncio Pilato. Diez años ocupó Pilato la prefectura, entre 26 y 36 d.C., según los cálculos más verosímiles. Hombre de Sejano, el valido de Tiberio, pudo llevar a Judea como misión la de domeñar políticamente a los judíos, apretarles el cerco y hasta humillarles; conocido es el antijudaísmo de Sejano, su protector. Nuestra información al respecto de Pilato no contradice esta suposición. Por carácter, era capaz de sentirse cómodo en tal tarea. Lo que de él se nos narra en concreto bien parece apuntar en el sentido antedicho. Si Filón de Alejandría no exagera, en Pilato había un hombre cruel y testarudo, que no encaja en la imagen de debilidad que le prestan los Evangelios. Episodios resonantes, recogidos por Flavio Josefo y el propio Filón, le dejan más cerca del retrato que hace este último que del de los textos evangélicos. Se trata de una serie de provocaciones y de represiones que no lo muestran ni como flexible ni como benevolente con sus administrados. Se atrevió a amonedar con símbolos paganos, lo que no habían hecho sus predecesores, ni repetirían quienes le siguieron. Introdujo en Jerusalén las efigies imperiales, lo que provocó la indignación judía, por lo que aquello tenía de atentado a sus convicciones religiosas, la protesta en Cesarea, el bloqueo militar y la amenaza de muerte a los manifestantes, la resistencia de éstos y la claudicación final del gobernador. Dispuso del tesoro del templo, a fin de construir una acometida de agua para el abastecimiento de Jerusalén, con la consiguiente revuelta judía y la represión militar sobre la muchedumbre, ordenada por el propio Pilato, que acarreó numerosas víctimas. Más intento de provocar que afán de dar honra al emperador hubo, según Filón, en la colocación de los escudos dorados en el palacio de Herodes, episodio no identificable con el de las efigies militares, citado más arriba. Sería de recordar, por último, la masacre de los samaritanos, acto de crueldad gratuito y premeditado por el que hubo protestas contra Pilato ante Vitelio, el gobernador de Siria. Habría, pues, que interpretar la intervención del prefecto de Judea en el proceso y muerte de Jesús a la luz del talante que reflejan los episodios anteriores. No podía el Sanedrín judío condenar a Jesús a la pena de muerte, porque el ius gladii correspondía al prefecto; a él se acude en demanda de tal castigo, y cede. Menos por debilidad o miedo a las autoridades judías y a la muchedumbre, que no era cosa que él conociera, que por convencimiento de conveniencia política, romana o personal. La resistencia previa a la condena no parece que responda a sentido íntimo de la justicia, del que Pilato no parece anduviera muy sobrado. La caída de Sejano y el cambio de política del emperador Tiberio, con respecto a los judíos, propiciaron a la larga la remoción de Pilato, quien fue convocado a Roma para dar explicaciones y resultó condenado. Tras él ocuparon la prefectura de Judea dos gobernadores, Marcelo y Marulo, que no parecen ser, contra lo que algún autor ha dicho, una sola y única persona. El mandato sucesivo de ambos corrió entre 36 y 41 d.C. Previamente al nombramiento del primero, Vitelio viajó de Siria a Judea para tranquilizar los ánimos y convencer a los judíos del rechazo de Roma a cuanto había significado la detestable política de Pilato. No duró demasiado la calma recobrada. El nuevo emperador de Roma, Cayo Calígula, continuador, al principio, de una política benevolente por su amistad con Herodes Agripa, bajo quien unificó en calidad de reino las dos tetrarquías que habían sido de Herodes Antipas y de Filipo, fue luego endureciendo su actitud como efecto de su cada vez más decidida exigencia del culto imperial. Tuvo problemas con las comunidades judías de diversos lugares, entre ellos algunos de Palestina, y concibió el plan de desacralizar el templo de Jerusalén. Pudo Agripa salvar la situación in extremis, mediante persuasión y argumentos que calmaron a Calígula y le forzaron a dar contraorden, pero no fue sino el asesinato del emperador lo que evitó males mayores. Claudio, el nuevo princeps, suprimió la prefectura de Judea en el año 41 y añadió el territorio al reino de Agripa hasta la muerte de éste, en 44. No quiso Claudio reconocer a Agripa II como sucesor y restauró la provincia, por la que fueron pasando hasta siete gobernadores, unos incapaces, otros corrompidos, que no pudieron o quisieron evitar el malestar judío, rayano en desesperación, que provocaría en 66 la revuelta conocida como primera guerra judaica; el último de ellos fue Gesio Moro, cuyo mandato no pasó de simple anarquía y pillaje sobre un pueblo en práctica rebelión. Quedan por decir algunas cosas al respecto del gobierno romano de Judea, su estatuto, su territorio, el título de los gobernadores y los poderes que tenían atribuidos. Era una provincia imperial, no senatorial, gobernada por prefecto de rango ecuestre. Su territorio no permaneció invariable entre el momento de su constitución y la primera guerra judaica. Entre 6 y 41 d.C. integraban la provincia Samaria, Judea e Idumea, pues los restantes territorios palestinos estaban bajo responsabilidad de los tetrarcas. El reino concedido a Herodes Agripa I, entre 41 y 44, sumaba la extensión de las tetrarquías y de la provincia romana. Al recuperarse el estatuto de provincia, Galilea y Perea quedaron incorporadas al territorio gobernado por los prefectos romanos, mientras que los territorios transjordanos más excéntricos pasaron a Herodes Agripa II, a quien Roma no quiso conceder sino un reino muy mermado. Hubo, con el paso del tiempo, algunas modificaciones de límites escasamente significativas. El título oficial latino de los gobernadores de Judea era el de praefectus, por lo que carece de rigor el de procurador, que algunas fuentes antiguas, tal vez por mala adaptación desde el griego, han impuesto hasta nuestros días. Una inscripción de Cesarea, dada a conocer en 1962, atribuye a Pilato el título de praefectus Iudaeae, y este testimonio, por su carácter, prácticamente oficial, deja zanjado el problema del término que se debe utilizar. Residían estos prefectos en Cesarea, ciudad moderna, helenística, más adecuada al gusto de los ocupantes romanos, pero además sin los inconvenientes de Jerusalén, la ciudad santa, en la que era muy fácil herir la susceptibilidad de los judíos. Cuando los prefectos subían a Jerusalén se alojaban en el palacio que había sido de Herodes, más posiblemente, contra lo que la tradición ha dicho, que en la fortaleza Antonia. Las funciones de los prefectos, enumeradas con toda la brevedad que se nos impone, eran las de mando militar sobre tropas auxiliares, pues las legiones no quedarían estacionadas en la región hasta mucho más adelante; amonedación; administración de justicia en asuntos que excedieran de las competencias que tenía el Sanedrín, como los litigios que afectaran directamente a Roma, las penas capitales y los casos que tuvieran que ver con etnias no sujetas a los órganos judíos; poderes financieros, en especial la percepción y el control de los impuestos y la custodia del vestido de ceremonia del sumo sacerdote, atribución humillante para los judíos por cuanto significaba, que tuvieron los primeros prefectos, entre ellos el propio Pilato. En el judaísmo palestino de época romana surge uno de los episodios de mayor trascendencia en la historia religiosa universal: la predicación y muerte de Jesús. La vida pública de esta figura y el fracaso humano que supuso la muerte en la cruz, debieron de conmocionar no poco en la Palestina gobernada por Herodes Antipas y Pilato, aunque es, con mucho, mayor la significación que los hechos de Jesús adquirirían con el tiempo en la fe de los creyentes que lo que pudieran captar los contemporáneos directos. La enseñanza de un líder religioso reformador y la ejecución de quien se presentaba -o de aquél a quien se veía- desde pretensiones mesiánicas, no podía ser en la época hecho sobresaliente en el ámbito judío, un caso más, y mucho menos fuera de él; salvo para quienes le siguieron de cerca y quedaron conmovidos por su doctrina y su carisma o por ambas cosas, le temieron. Resonancia en el Imperio, ninguna. Si Tácito (Anales, XV, 44) escribe: "El autor de este nombre, Cristo, fue mandado ejecutar por el procurador Poncio Pilato durante el imperio de Tiberio", no tiene el hecho por significativo en sí, lo que hace es remontarse a la raíz del fenómeno al que concede importancia, que es la existencia del cristianismo cuando Nerón se embarca en la primera persecución. Jesús -hablando humanamente y prescindiendo, por tanto, de la dimensión teológica- fue un judío que predicó para judíos, que perturbó lo suficiente como para que, por una vez, hubiera acuerdo entre las autoridades de los ocupantes y de los ocupados, y muriera como tantos otros judíos por razones religiosas, políticas o de ambos caracteres a la vez. La predicación de Jesús está enraizada en el judaísmo y tiene por puntos fundamentales el verdadero sentido de la ley, el amor y el reino de Dios, cuestión esta última estrechamente relacionada con dos dimensiones del espíritu propio de la época, la apocalíptica y el mesianismo. De su vida no sabemos demasiado de absolutamente cierto, aunque es posible que sean históricas, si no a la letra, sí en aproximación, muchas de las cosas que se le atribuyen por la tradición posterior; el problema está en discernirlas. Sí es cierto que procedía de Nazaret, en Galilea; que fue bautizado por Juan en las aguas del Jordán; que en su torno se reunieron discípulos y seguidores; que predicó lo dicho más arriba; que se le atribuían prodigios; que se enfrentó a las autoridades judías por el tenor de su enseñanza, y que la autoridad romana le tuvo, al final, por peligroso y accedió a la pena de crucifixión que le demandaron los judíos. No se puede negar tampoco, afirma L. García Iglesias, que a los pocos días de su muerte la tumba apareció vacía y un grupo de seguidores comenzó a proclamar el convencimiento de que había resucitado. Cuestión que nunca ha dejado de interesar es la razón de su muerte y a quién habría que atribuir la responsabilidad última. La tradición cristiana ha sido contraria a los judíos y ha tendido a descargar en lo posible a Pilato, achacando su claudicación final a debilidad y al miedo a que Roma entendiera que descuidaba los intereses del Imperio. La investigación judía, contrariamente, ha minusvalorado la intervención de la muchedumbre y de sus dirigentes para presentar al prefecto como único culpable. Quedó ya dicho que el Pilato de la historia no coincide en sus rasgos con el de los Evangelios, por lo que no pudo actuar como en éstos se nos presenta. Su intervención hubo de ser más directa y activa, más voluntaria. Los judíos no se aprovecharon de las dubitaciones de Pilato; u ocurrió lo contrario o, lo que es más fácil, hubo confluencia de intereses entre el uno y los otros. Los sectores judíos que chocaron con la doctrina de Jesús y tuvieron su actividad por peligrosa fueron, según los Evangelios, los sumos sacerdotes, los escribas, los ancianos, los herodianos y los fariseos. Hay que reconocer, no obstante, la escasa fidedignidad de tales referencias. En cuanto a Roma y sus razones para ejecutar a Jesús, sería de señalar la apariencia de contestación política que pudiera haber en lo que Jesús decía y hacía. Desde un conocido libro de Brandon, sobre todo, se ha manejado mucho la posibilidad de que Jesús tuviera simpatía por los zelotas, nacionalistas violentos, o fuera incluso uno de ellos, cosa que otros niegan con calor. Es la afirmación o negación, más interesada en el primer caso, parece, de Jesús como revolucionario. Aun concediendo que no hubiera en Jesús sino mesianismo espiritual nada impide que desde fuera pudiera ser interpretado como político por los romanos y además como impostura por los judíos, y que obraran todos en la ya conocida consecuencia.
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Hombres de hierro habían aupado a Psamético desde el principado de Sais a la dominación del país. Así lo decían y creían los griegos" (Heródoto, 11, 147 ss.), refiriéndose a los mercenarios jonios y carios que, revestidos de corazas férreas, se habían convertido en excelentes tropas de élite. Ellos intensifican la presencia griega en Egipto, reciben sus pagas en tierras y ganados, al modo tradicional en el país, y se incorporan a éste como colonos. Neco, el padre del fundador, era príncipe o general libio de Sais, hijo tal vez (aunque esto no se llegue a probar) de aquel Bócoris muerto en la hoguera por el etíope Shabaka. De ser esto cierto, se establecería un nexo familiar entre la XXIV y la XXVI Dinastías. Primero Neco y después Psamético lograron capear el temporal de la dominación asiria, y salir de ella airoso Psamético en 663. Probablemente es cierto que sus hombres de hierro, los mercenarios griegos, le dieron la fuerza necesaria para imponer su autoridad en el Bajo Egipto sobre las colonias militares libias. La presencia y el ascendiente de los griegos son manifiestos durante toda la época saítica y lo mismo la rivalidad entre ellos y los militares libios. La ocupación de la Tebaida se produjo en los términos señalados por la ley. La esposa del dios reinante, Shepenupet II, hermana de Taharka, adoptó como sucesora a Nitocris, hija de Psamético; con el tiempo ésta adoptará a Anchnesneferibre, hija de Psamético II, y de este modo la Tebaida seguirá tranquila en manos de la dinastía hasta la conquista de Egipto por los persas (525). El artífice de este pacífico arreglo fue el conocido gobernador de la Tebaida, Mentemhet, tan fiel servidor antes de los etíopes como en adelante lo sería de Psamético I; pero su fama no se cimenta tanto en sus dotes diplomáticas como en la cantidad y calidad de los retratos que legó a la posteridad, dentro de todos los estilos posibles de su época. Con sumo tacto y sin prisa -como si supiese que tenía por delante 54 años de reinado- llevó a cabo Psamético (663-609) la reforma que dotaba al país de una administración centralizada y pretendía restaurar el sistema del Imperio Antiguo. Hombres nuevos, sin tradiciones ancestrales ni raíces en sus lugares de origen, eran los peones del rey en la nueva administración. Casi toda la titulatura del Imperio Antiguo fue restablecida, su lenguaje, sus fórmulas, tuvieran o no sentido en la actualidad. Vista por fuera parecía una verdadera restauración. Los agentes del faraón trabajaban a sus órdenes lo mismo en las oficinas del gobierno central que en las delegaciones de provincias. El arcaísmo triunfaba también en la administración. Era un espejismo. Los tiempos no estaban a favor del movimiento. Una sociedad profundamente dividida en clases y aferrada a su derecho consuetudinario desde la era de los Ramesidas no era terreno abonado para dejarse reformar; había demasiadas fuerzas en contra. El plan de crear un cuerpo de fuertes servidores del Estado, capaces de anteponer los intereses de éste a sus ambiciones personales, se reveló como inviable. La solicitud del sacerdote Peteese lo demuestra. El egoísmo de los funcionarios y de los sacerdotes tenía raíces demasiado profundas. Los reyes no iban a tener otra alternativa que recurrir una vez más al respaldo del ejército. Los Saitas, con la excepción de Neco, que invirtió todos sus fondos en el fomento de la marina de guerra y del comercio exterior, construyeron mucho y fomentaron la ulterior helenización del país con la fundación de la primera polis griega en suelo egipcio, Naucratis, precursora de Alejandría. Tras estas notas de historia general, vayamos a los monumentos de estos siglos, no tantos como quisiéramos porque si de Tanis tenemos pocos, de Sais no tenemos ninguno.
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<p>Alrededor del año 3000 a. C. Egipto da señales de la inquietud que había de llevar al país a su unificación y a su entrada en la historia con plena conciencia de que realizaba algo nuevo y nunca visto. Como los documentos de ese proceso son también obras de arte, algunas de primerísimo orden, vamos a empezar examinándolas por grupos y, dentro de lo que cabe, por orden cronológico. Las primeras muestras artísticas de calidad serán los cuchillos y las paletas, destacando los monumentos del rey Narmer.</p>
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El acorazado Bismarck es botado el 14 de febrero de 1939 en los astilleros Blohm und Voss de Hamburgo en medio de un griterio ensordecedor y flamante de banderas. Se trata de una extraordinaria obra de la ingeniería naval alemana, una verdadera fortaleza flotante que los técnicos nazis más fanáticos consideran casi indestructible. El desplazamiento final del poderoso acorazado es un misterio guardado celosamente por el Alto Mando alemán. Los corresponsales de prensa presentes en la botadura dudan que el III Reich respete con su mayor navío de guerra el límite fijado por el tratado de Versalles: 35.000 toneladas. Lo cierto es que, una vez montada la poderosa unidad, su perso a plena carga supera la respetable cota de las 50.000 toneladas. Su obra viva es una muralla infranqueable para la artillería de mayor calibre de la Royal Navy, pues se halla protegida por cinco planchas de acero, seprada por compartimientos estancos. Tras el éxito obtenido por sus cruceros Scharnhorst y Gneisenau en el Atlántico, que en febrero y marzo de 1941 han hundido o capturado 22 mercantes británicos con 115.000 toneladas, Hitler pretende repetir la hazaña. Impetuosamente, el Führer envía a combatir a la unidad más poderosa de su moderna Marina de Guerra, el Bismarck, antes de que finalice la construcción del otro acorazado gemelo, el Tirpitz, que debía formar con aquel una formidable pareja de gigantes del mar. En la noche del 19 de mayo de 1941, el Bismarck, acompañado del crucero pesado Prinz Eugen, zarpa del puerto de Gotenhafen rumbo al fiordo noruego de Kors. La idea es sorprender a los numerosos convoyes que abastecen Gran Bretaña. Para ello, aprovechando el factor sorpresa y la niebla, hay que atravesar la ruta del norte de Islandia, el estrecho de Dinamarca. Componen la mayor parte de la tripulación del Bismarck jóvenes de poco más de veinte años. También van a bordo quinientos cadetes de menor edad, la flor y nata de la juventud hitleriana con vocación marinera, educados en la fe ciega del destino de una raza superior. Manda el grupo naval alemán el almirante Lütjens, controvertido jefe tras aquella famosa y última misión, al que se ha calumniado de nazi furibundo y marino incompetente. La mayor parte de los modernos autores justifican sus decisiones navales y los investigadores han comprobado claramente que no era nazi -como sostendría la película ¡Hundid el Bismarck! - ni siquiera consentía en buena parte de la situación creada, como se demuestra por sus enérgicas protestas contra la campaña judía en Alemania. El comandante directo del Bismarck era otro competente marino, capitán Lindemann, que, al parecer fue partidario de una acción más conservadora que la adoptada por su jefe. A primeras horas del 21 de mayo de 1941, el almirantazgo británico recibe la comunicación urgente de que dos navíos de guerra enemigos han cruzado los estrechos de Belt, Kattegat y Skagerrak. Inmediatamente, el crucero de batalla Hood y el acorazado Prince of Wales zarpan rumbo al estrecho de Dinamarca, marcado todavía por el límite de los hielos al norte de Islandia. Prácticamente, toda la Home Fleet, Flota Metropolitana de Gran Bretaña, se moviliza tras los barcos alemanes. Los británicos comprenden enseguida que la pareja de barcos contrarios pretende realizar idéntica misión contra el tráfico mercante que el Scharnhorst y Gneisenau. A las 19 horas y 22 minutos del 23 de mayo, el crucero Suffolk, dotado de radar, descubre por fin al gran acorazado alemán y su escolta y mantiene con ellos un prudente contacto visual en el estrecho de Dinamarca. Comienza así la caza del Bismarck. A las cinco y media de la madrugada del 24 de mayo el Hood y Prince of Wales (35.000 toneladas) detectan a unos 25 kilómetros a los navíos enemigos. Durante dos minutos los adversarios se observan, temiendo cada cual el poderio ajeno. Al menos en teoría, los britanicos tienen ventaja, ya que el acorazado Prince of Wales puede batir sin dificultad al crucero pesado Prinz Eugen, pues son diez cañones de 356 mm contra ocho de 203 milímetros. Por su parte, el Hood debe hacer frente al Bismarck con idéntico armamento pesado: ocho piezas de 381 mm. en cuatro montajes dobles. Botado en 1918, el gran crucero de batalla de la Royal Navy desplaza 46.000 toneladas a plena carga (4.000 menos que su formidable oponente), pero por su estructura está peor protegido que el coloso alemán. El almirante Lütjens duda qué camino seguir. Las órdenes recibidas excluyen el combate directo con las grandes unidades navales británicas, para dedicar su atención a destruir convoyes poco protegidos. Sin embargo, cuando la distancia queda reducida a 23 kilómetros, la suerte está echada; es imposible retroceder sin presentar batalla. En el otro lado, el vicealmitante Holland contempla preocupado desde el puente del Hood la mole del Bismarck y la más pequeña del crucero pesado. Son puntos oscuros que destacan en la línea gris del horizonte, mientras cada hombre piensa en la terrible incertidumbre del colosal duelo. Los timbres de los cuatro buques enfrentados han colocado a sus tripulantes en zafarrancho de combate. Los ascensores llevan los proyectiles desde las entrañas de los poderosos ingenios navales hasta la boca de la recámara de cada cañón. Un atracador hidráulico introduce primero el reluciente proyectil y los saquetes de pólvora. Atornillados los cierres, se colocan los estorpines. Los grandes calibres de 15, 14 y 8 pulgadas elevan sus bocas al cielo, mientras la dirección de tiro prepara sus cálculos a gran velocidad. Mediante telémetros y radares (éstos aún primitivos) son medidas distancias, y la central calculadora convierte los datos en alzas y derivas, que ya definitivamente pasan a las torres acorazadas artilleras. Casi a un tiempo los navíos abren fuego, aunque el vicealmirante Holland se adelanta en dar la orden más dramática. Son los primeros instantes de increíble tensión. Tras tres salvas sin resultado, el acorazado alemán logra enmarcar al Hood en su rosa de tiro. A los seis minutos exactos de iniciarse el gran combate, una inmensa llamarada de color amarillo, y rojo brota del crucero de batalla más grande del mundo. Una columna de humo muy densa se eleva al cielo, mientras cae al mar envuelta en una bola de fuego incandescente una de las torres dobles pesadas con piezas de 381 mm. La quinta andanada del Bismarck resulta de terrorífica eficacia, cuando un colosal incendio se propaga en pocos segundos por la parte central del navío enemigo. Es el tiro de gracia para el Hood, alcanzado de lleno en el pañol de municiones de popa. Partido en dos, el veterano crucero de batalla se lleva al fondo del Atlántico a 1.497 tripulantes; quedan vivos de la tragedia sólo tres testigos. Tras su sensacional triunfo, Lütjens ordena dirigir el fuego sobre el acorazado Prince of Wales, cuyos hombres han asistido aterrados e impotentes al trágico final del buque insignia de la Royal Navy. Este, centrado por el fuego del Bismarck y del Prinz Eugen, resulta seriamente alcanzado: dos piezas inutilizadas y grandes destrozos en el puente, con importantes pérdidas de personal. Su única posibilidad de seguir a flote es huir, cosa que hace ante la pasividad de los dos buques alemanes. Poco después se uniría a los cruceros Norfolk y Suffolk, conduciendo la caza del Bismarck, Aún se preguntan los historiadores navales por qué dejó Lütjens que escapara el acorazado británico. La única respuesta válida es que su misión era destruir los convoyes británicos, estrangular el tráfico con las islas, y que el marino alemán se atuvo a sus directrices; hundir aquel acorazado no influiría en el curso de la guerra, dada la inferioridad de la Marina alemana; mandar al fondo del mar dos docenas de mercantes era más rentable para Berlín. Mientras Lütjens se debatiría en estos u otros pensamientos para olvidarse del Prince of Wales, le llegaron los partes de pérdidas: no había ni un solo muerto, pero el buque había recibido un impacto que le hacía perder combustible y dejar un amplio rastro. Otro proyectil había originado también desperfectos que reducían su velocidad en dos nudos. Poca cosa, aunque luego sería causa del desastre. En Londres se clama venganza y el almirantazgo lanza todas sus fuerzas en busca del acorazado enemigo. Sus rutas de aprovisionamiento están en grave peligro y, además, hay que vengar al Hood. Hacia la zona, guiados por el grupo perseguidor, se dirige el almirante Tovey, con el acorazado King George V, el crucero de batalla Repulse el portaaviones Victorious y una docena de destructores. Desde Gibraltar sale la fuerza H, con el crucero de batalla Renown, el portaaviones Ark Royal y el crucero pesado Sheffield, más su escolta de destructores. Los acorazados Rodney y Ramillies, que escoltaban dos convoyes, fueron separados de ellos y lanzados tras la pista del Bismarck. Todo ese inmenso dispositivo hubiera servido de poco si Lütjens hubiese seguido hacia el sudoeste, donde les esperaba apoyo submarino y donde hubiera sido difícilmente alcanzable, porque sus más peligrosos enemigos, los acorazados y portaaviones británicos eran más lentos -salvo el herido Prince of Wales y el King George V- y los buques capaces de alcanzarle, los cruceros de batalla, eran más débiles que el Hood y, por consiguiente, víctimas seguras del coloso alemán. Durante todo el día 24 los dos buques de Berlín navegaron velozmente hacia el sur, seguidos por Norfolk, Suffolk y Prince of Wales a poca distancia. Al anochecer, el Bismarck viró en redondo y atacó a sus perseguidores, que rápidamente abrieron distancias para escapar de los certeros cañones alemanes. En la hora siguiente, y aprovechando la confusión, el Prinz Eugen cambia de rumbo y, a toda máquina, rompe el contacto. Cuando el grupo perseguidor vuelva a agruparse y reemprender la caza, sus pantallas de radar ya sólo registrarán la presencia del Bismarck. Es, pues, seguro que a esas horas Lütjens había renunciado a su misión corsaria por el Atlántico. Los motivos manejados por los expertos son escasez de combustible, a causa del perdido o contaminado con agua salada por el impacto recibido. Eso le aconseja volver a casa, pero ¿por dónde?. Regresar, de nuevo, por el estrecho de Dinamarca, parece imposible, pues tendría que desafiar a toda la flota británica. Así, elige algo teóricamente más arriesgado, entrar en el puerto de Brest, ante las propias narices de Londres, pero algo que, con fortuna, podría lograr en poco más de cuarenta y ocho horas y sin tropiezos desagradables. A esas horas del ocaso del día 24 otro marino que teme el tropiezo es Tovey. Si su grupo choca con el Bismarck sabe que, tras la experiencia del Hood, bien pudiera ocurrirle lo mismo. Su única ventaja son los aviones del Victorious, pero el tiempo es malo. Con todo debe jugarse esa carta. Así, a las 0,04 horas del domingo 25, los torpederos del portaaviones lograban localizar y atacar al acorazado alemán. Bajo un feroz fuego antiáreo, que abate dos aviones y toca a casi todos los demás, lanzan sus torpedos. Sólo uno hace blanco, choca contra la coraza lateral, hace temblar al buque, mata a un marinero y levanta sólo la capa de pintura. Es de noche y llueve, Lütjens está contento. Esa situación favorece sus propósitos. Ordena zafarrancho de combate y un cambio de rumbo que le hace caer disparando con todas sus piezas sobre el grupo perseguidor. Luego vuelve a cambiar de rumbo y sigue disparando unos minutos. Cuando los británicos vuelven a agruparse, el Bismarck ha desaparecido de sus radares. Son las 3,06 horas del 25 de mayo. El acorazado alemán navegará a toda máquina hacia Brest durante las próximas treinta y una horas. Los buques de la Royal Navy le buscarán, primero en dirección suroeste, luego hacia el noreste. Lütjens ha ganado más de medio día, pero cometió el error de lanzar un mensaje diciendo que regresaba a puerto. Lütjens creía estar localizado, pues sus instrumentos detectaban las señales de radar británicas; no sabía que eran tan débiles que su rebote no alcanzaba a los buques emisores. Su mensaje no orientó mucho a la flota británica, pero sí a la observación aérea. A las 10,30 del 26, el Bismarck fue avistado por un Catalina, aparato de reconocimiento de gran radio de acción. El júbilo fue enorme en la sala de operaciones del almirantazgo, en Londres; pero el almirante Tovey no se alegró tanto. Dos de sus grandes unidades, el Prince of Wales y el Repulse, navegaban hacia puerto faltos de combustible; lo mismo les ocurre a la mayor parte de sus destructores. Él mismo se hallaba a más de 130 millas por la popa del buque alemán y aún más lejos navegaba el Rodney, que apenas si sacaba más de 21 nudos de sus máquinas. En definitiva sólo la fuerza H, que se hallaba a unas 110 millas del Bismarck navegando con rumbos encontrados, podría intervenir. El grave problema de Tovey era que lanzar al crucero de batalla Renown, apoyado por el crucero pesado Sheffield y cuatro destructores contra el Bismarck era condenarles a una segura destrucción. Sólo una posibilidad le quedaba, que los aviones del Ark Royal lograsen alcanzar y detener al acorazado de Berlín. En éste se vive una rutina de guerra, sin excesiva tensión, al anochecer del lunes, 26 de mayo. La acogedora base de Brest, en la Francia ocupada, apenas si dista 500 millas y al amanecer del día siguiente estarían dentro del radio de acción de la Luftwaffe y contarían con una tranquilizante pantalla aérea. En el Ark Royal el contraalmirante Somerville, que ha recibido la tajante prohibición de atacar al Bismarck con sus buques, dispone sus anticuados Swordfish como último argumento. Quince aparatos, cargados cada uno de ellos con un torpedo de 455 mm. se aprestan al despegue. Los pilotos no están en las mejores condiciones, pues han volado toda la tarde en busca del buque alemán y hastan han atacado por confusión al crucero Sheffield, que se ha acercado a 25 millas del Bismarck para tenerlo controlado. Sus torpedos, sin embargo han sido afinados al máximo, pues los lanzados contra el Sheffield mostraron deficiencias en el mecanismo de explosión. Despegan casi de noche, a las 20 horas, con una mar picada que cubre de espuma la pista de despegue del Ark Royal, A las 20,47, guiados por el Sheffield, atacan los aviones del capitán Coode. Su lentitud, pese al camuflaje del crepúsculo y las nubes, permite el zafarrancho de combate en el Bismarck. Entran en acción hasta las grandes piezas de 380 mm con disparos de metralla. Un centenar de cañones y ametralladoras antiaéreas hacen trepidar la mole de acero. Los atacantes se ocultan entre las nubes, tras los chubascos, entre las olas. El Bismarck, a 28 nudos de velocidad, navega cubierto de espuma tratando de escapar de los letales peces explosivos. El capitán Coode no pierde la cabeza, la lluvia, el terrible fuego antiaéreo... dificultan mucho la misión, por eso no ataca en masa, busca su oportunidad y lanza a sus aparatos cuando existe un resquicio para el éxito. Un aparato estalla en el aire, cinco más son alcanzados en el momento de lanzar y se retiran renqueando. Tras cuarenta minutos de ataque, sólo un impacto, contra el blindaje lateral, que apenas si tiene más efecto que un fogonazo. Queda un último avión por lanzar. El Bismarck lo ve venir. Dispara contra él con todo, a la vez que el timonel mete la caña 12° a babor para escapar al torpedo. Este surca el agua oscura y estalla a popa del Bismarck. Aparentemente su efecto ha sido nulo. Los alemanes respiran aliviados cuando se ven navegar a toda máquina sobre el agua. Los británicos comprueban desesperanzados que su torpedo nada hizo. El Bismarck no ha movido ni un metro su curva trayectoria... sin embargo, Coode aprecia rápidamente que algo ocurre: su presa no varía el rumbo, sino que traza dos círculos consecutivos a gran velocidad. Ya para entonces el capitán Lindemann ha advertido a Lütjens que tienen una grave avería: el torpedo ha bloqueado los dos timones, inmovilizándolos 12° a babor. Primero tratan de gobernar con las hélices, pero no resulta posible. Luego, luchan por volar el timón para continuar el rumbo a base de motor. Todo imposible. La noche del 26 al 27 de mayo es tremenda. Durante toda la noche el coloso avanza penosamente dando tumbos y esquivando los ataques con torpedos de cuatro destructores y el crucero Sheffield. Todos ellos recibirán alguna herida aquella noche. Entretanto, Tovey navega a toda máquina con el King George V, seguido del Rodney y del Norfolk. Lütjens espera su llegada, con los cañones a punto. Antes de amanecer envía su último telegrama a Berlín: "El buque ha quedado ingobernable. Lucharemos hasta la última granada. ¡Viva Alemania!" A las 8,47 de la mañana del 27 de mayo, a 24.500 metros de distancia, abre fuego el Rodney con seis piezas de 406 mm. Dos minutos después responde el Bismarck, con cuatro piezas de 381 mm. En ese momento disparan también el King George V y el Norfolk, y minutos después se les une el crucero pesado Dorsethire. El Bismarck, que sólo avanza a ocho nudos y que no puede cambiar de rumbo, se convierte en un blanco perfecto, sobre el que cae una cascada de proyectiles. Su puente se convierte en un infierno, sus piezas son desmontadas una tras otra, la cubierta es un mar de fuego batida por una catarata de metralla. Con todo, su artillería, cada vez menos abundante, cada vez menos precisa, sigue funcionando, disciplinadamente hasta las 9,31, en que dispara la última granada. Los británicos, pretextando que no había arriado su bandera (cuestión más que imposible bajo la tempestad de metralla), siguieron disparando sobre él hasta las 10,16 horas. El consumo británico de munición fue en aquéllos ochenta y nueve minutos de 2.876 proyectiles de los calibres 406, 356, 203 y 152 mm. Pero el Bismarck no se hundía, pese a que Lindemann (Lütjens debió morir al principio de la acción) ordenó la apertura de los grifos de las sentinas y bodegas para que el buque no quedara en manos británicas. Finalmente, el Dorsethire le alcanzó con tres torpedos que constituyeron el golpe de gracia. Según los británicos durante aquella batalla se lanzaron contra el Bismarck 71 torpedos y al menos ocho hicieron blanco... A las 10.39 de la mañana se hundía el Bismarck; los supervivientes alemanes, poco más de un centenar, y los marinos británicos pudieron ver cómo en la proa del buque, sobre una de las torres, se mantenía erguido y en posición de saludo el capitán del navío Lindemann. Cuando desapareció se encontraba a 400 millas de Brest. Al día siguiente, Churchill enviaba un telegrama al presidente Roosevelt comunicándole el fin del Bismarck que era "una obra maestra de la ingeniería naval".
obra
La Era es el lienzo más grande pintado por Goya y uno de los más llamativos. Formaba parte de los cartones para tapiz que servían como modelo para la decoración del comedor del Príncipe en el Palacio de El Pardo. Sus compañeros eran las Floreras, la Vendimia y la Nevada, formando así una serie dedicada a las cuatro estaciones del año, interesándose el artista por captar la luz de cada una de ellas.Goya nos ha sabido mostrar perfectamente un descanso en la recolección del trigo, actividad tradicional en la época veraniega y conocida por todo el mundo, por lo que no debe recurrir a la alegoría. Vemos a unos hombres descansando mientras se ríen de la borrachera de uno de los que forman el grupo de la izquierda; otro hombre ronca sobre las gavillas mientras las mujeres "pelean" con los niños, o para que estén quietos o para que coman. La alegría recorre así toda la escena.La composición piramidal que tanto gustaba a Mengs vuelve a ser empleada por Goya, sabedor de la moda de la época, para conseguir un sonado éxito. La luz del atardecer del estío está muy bien obtenida, destacando la luz sobre las tonalidades amarillas del trigo. Pero lo mejor de la obra son los gestos de las figuras, poniendo de manifiesto ya en los cartones su posterior faceta de retratista. Sin embargo, no se pueden alabar los dos caballos, excesivamente pequeños.
contexto
Hasta mediados del siglo IV a. C., pocos griegos dudaban del carácter bárbaro de los macedonios. Pueblo lejano, con lengua propia y dedicado principalmente al pastoreo de sus grandes yeguadas, nadie hubiera pensado que, con el tiempo, se convertiría en señor de Grecia y promotor de su cultura en los más lejanos rincones del mundo, incluso en los aún por entonces desconocidos. En realidad, poco es lo que sabemos de la cultura macedónica antes del reinado de Filipo. Parece, eso sí, que desde muy pronto sus monarcas advirtieron el brillante mundo que se desarrollaba al sur de sus territorios, e impulsaron la helenización de su reino. Pero lo cierto es que las colonias, generalmente controladas por Atenas, apenas difundían otra cosa que sus obras artesanales, y lo único relativamente helenizado del reino, a niveles más elevados, era la casa real. Los monarcas emitían monedas en estilo griego, y su mayor orgullo radicaba en poder ir, como griegos, a las Olimpiadas: en efecto, de toda Macedonia sólo su familia era considerada helénica, por ser, según la leyenda, descendiente de Heracles. Haciendo gala de su pasión por lo griego, algunos reyes intentaron atraer a su corte, con generosas dádivas, a famosos literatos y artistas: Arquelao I (h. 413-399 a. C.), por ejemplo, recibió la visita de Zeuxis, del músico Timoteo de Mileto, del poeta épico Quérilo y de los grandes trágicos Agatón y Eurípides. Pero lo cierto es que tales contactos no debieron de superar el nivel de un esnobismo cortesano.
contexto
Burckhardt, en efecto, acertó en su premonición acerca del surgimiento de una poderosa fuerza en Europa. "El poder absoluto" levantó su cabeza en buena parte de Europa, y fuera de Europa, en la primera mitad del siglo XX. La I Guerra Mundial no significó el triunfo de la democracia. La dictadura triunfó en Rusia (1917), Hungría (1920), Italia (1922), España (1923, luego en 1939), Portugal (1926), Polonia (1926), Lituania (1926), Yugoslavia (1929), Alemania (1933), Letonia (1934), Estonia (1934), Bulgaria (1935), Grecia (1936) y Rumanía (1938). Muchas de esas dictaduras -militares o civiles- fueron simplemente regímenes autoritarios más o menos temporales. La dictadura soviética, el fascismo italiano y el régimen nacional-socialista alemán constituyeron, en cambio, un fenómeno histórico enteramente nuevo. Eran dictaduras que aspiraban a la plena centralización del poder y al total control y encuadramiento de la sociedad por el Estado a través del uso sistemático de la represión y de la propaganda. El hecho de las dictaduras no escapó a los observadores contemporáneos. El politólogo alemán Carl Schmitt trató de sistematizar su estudio en su libro de 1921 Die Diktatur. Varios escritores describieron con especial acierto el horror de las utopías "totalitarias" en novelas inquietantes de desalentador pesimismo como Nosotros, de Zamiatin, escrita entre 1919 y 1921; Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley; El cero y el infinito (1940), de Arthur Koestler; El aeródromo (1941), de Rex Warner; 1984, de George Orwell, publicada en 1949. En 1936, el historiador francés Élie Halévy escribió que el mundo había entrado irremisiblemente en "la era de las tiranías". Incluso fechó su nacimiento en agosto de 1914. Su tesis era que la naturaleza ambigua de las ideas socialistas modernas más el avance del poder del Estado durante la I Guerra Mundial habían hecho que individualismo y liberalismo no fuesen ya, en casi ninguna parte, la base de la legitimidad del poder.
contexto
La que en Rusia se denominó "La era de los saludos a la victoria" se abrió el 5 de agosto de 1943, después de la proclamación especial de Stalin, que anunciaba la liberación de Orel y Belgorod. La profunda voz del locutor de radio pronuncio por primera vez frases destinadas a convertirse durante los dos años sucesivos en una "músicas familiar": "Orden del comandante en jefe supremo Popov al coronel general Koniev... Hoy, 5 de agosto, las tropas supremas al frente de Briansk, en colaboración con las tropas de los frentes occidental y central, han conquistado, después de mantener una dura batalla, la ciudad de Orel. También hoy las tropas de los frentes de la Estepa y de Voronez han roto la resistencia enemiga conquistando la ciudad de Belgorod". Después de dar los nombres de las unidades que entraron en primer lugar en las dos ciudades, y después de anunciar que desde este momento se denominarían "regimiento de Orel" y "regimiento de Belgorod", por primera vez se radió un mensaje de este tipo: "Esta noche, a las 24 horas del día 5 de agosto, la capital de nuestra Patria, Moscú, saludará a las valerosas tropas que han liberado Orel y Belgorod con doce salvas de artillería disparadas por 120 cañones. Mi más sincero agradecimiento a las tropas que han tomado parte en la ofensiva... Gloria eterna a los héroes que cayeron en la lucha por la libertad de nuestra Patria. ¡Muerte a los invasores alemanes! El comandante en jefe supremo, mariscal de la Unión Soviética, Stalin". Con pequeñísimas variaciones, ésta fue la fórmula destinada a convertirse en el texto consagrado que Rusia escuchó por la radio más de trescientas veces antes de la victoria final sobre Alemania y sobre Japón.