La expulsión de los hicsos, cuyo rastro se desvanece en Palestina tras las campañas de Ahmosis, inaugura una nueva etapa en la historia de Egipto, ya que la restauración del poder faraónico presenta a partir de entonces rasgos anteriormente desconocidos en el comportamiento político faraónico, como es el expansionismo militar por Asia, que permite atribuir el calificativo de Imperio a la modalidad de gobierno conocido entonces por Egipto. Es evidente que en la segunda mitad del II Milenio las relaciones internacionales sufren una modificación sustancial, basada en el surgimiento de grandes formaciones imperiales, como la Babilonia casita, el Imperio Mesoasirio o el Imperio de Hatti; en ese marco, los faraones de las dinastías XVIII, XIX y XX lograron mantener el estado egipcio en el umbral exigido por las grandes potencias de la época, que corresponde a la fase final de la Edad del Bronce y que se desintegra en torno al 1200 con la denominada crisis de los Pueblos del Mar.
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Entre los años 1550 y 1076 a.C., gracias a la creación de un ejército casi profesional y a las unidades de carros, llega el momento de gloria para Egipto. Es el Imperio Nuevo, en el que se sobrepasará la segunda catarata, ocupando la Nubia alta. Tutmosis I establecerá la frontera en el Éufrates y dominará de manera permanente Palestina y Siria, mientras que, por el sur, alcanzará la cuarta catarata, consiguiendo la expansión máxima del Imperio. Pero las regiones ocupadas por Egipto serán ambicionadas por los países vecinos. En primer lugar el Imperio de Mitanni, con el que Egipto se enfrentará por el control del norte de Siria. Mitanni obtendrá la zona de Alepo y Qatna, pero su caída supondrá el avance del Imperio Hitita, que ocupará la zona siria abandonada por Mitanni. Hititas y egipcios se enfrentarán en diversas batallas, siendo la más famosa la de Qadesh, en 1274 a.C., que protagonizaron Muwatalli y Ramsés II, consiguiendo el rey hitita el control de los territorios sirios. Hacia el año 1076 comienza una nueva crisis, conocida como III Periodo Intermedio, que se prolongará hasta el 712 a.C. Nubia se hace independiente y Egipto pierde el control de Palestina. Algunos reyes de origen libio se establecen al este del Delta, mientras Bubastis se convierte en la capital y declina Tebas. Posteriormente, Egipto se desmembrará en pequeños estados y los reyes etiopes de Napata pasarán a controlar el Alto Egipto y tomar Menfis. Entre los siglos VIII a.C. y IV d.C., Egipto verá cómo es sucesivamente dominado por gentes del exterior. En el año 525 a.C. el país se convierte en provincia del imperio persa. En el 332, Alejandro Magno lo ocupa y, en el 163 a.C., se inicia la influencia romana. El Egipto de los faraones será, a partir de entonces, un viejo y misterioso tesoro enterrado en la arena.
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Si los siglos XV y XVI fueron una etapa decisiva para la formación de los Estados protonacionales, de las nuevas organizaciones políticas que pretendían cerrarse en torno a un marco propio que las caracterizaran territorialmente, con una marcada tendencia a la unificación (administrativa, social, religiosa) y a la centralización política, no fue menos cierto que dicha época asistió también al desarrollo de grandes construcciones imperiales que alcanzaron en su transcurso la madurez necesaria para convertirse en potencias de primerísima fila en el plano de las relaciones internacionales, gracias a que supieron construir una maquinaria de poder (demográfico, económico, burocrático, militar) sobre la que sustentar su expansionismo y su supremacía en amplias zonas. El caso del Imperio turco fue quizá el más relevante, pues durante el Quinientos logró su máximo esplendor, en un dominio que se extendió por tres Continentes (Europa, Asia, África). La creación de este vastísimo conjunto territorial no se produjo por motivos de herencia, enlaces matrimoniales o relaciones dinásticas, sino pura y simplemente por efecto de conquistas que iniciadas en el Medievo se continuaron a lo largo de varios siglos hasta alcanzar su mayor extensión en el siglo XVII. Originarios del Asia Central, los turcos otomanos se establecieron en la península de Anatolia a raíz de la destrucción, a fines del siglo XIII por los mongoles de Gengis Khan, del que hasta entonces había sido el primitivo imperio de los turcos selyúcidas. En poco tiempo la belicosa tribu de los turcos otomanos, ya asentada tras su marcha hacia el Oeste, se apoderó de núcleos importantes en el Asia Menor, volcando su esfuerzo a continuación contra los grupos eslavos balcánicos. Ya a finales del XIV habían penetrado en Europa, derrotado a búlgaros, servios y albaneses (batalla de Kosovo en 1389), ocupado la zona griega (toma de Atenas en 1397) y puesto cerco a Constantinopla, capital de lo que quedaba del ya casi desaparecido Imperio Bizantino. Superado en los primeros años del siglo XV el peligro que supuso en la propia península de Anatolia la presencia otra vez de los mongoles, el sultán Mohamed I (1413-1421) logró consolidar el Reino otomano. Renovado impulso le dio su hijo, Murad II (1421-1451), sometiendo a casi toda la península de los Balcanes. Con su prolongada estancia en el poder establecería una característica que se repetiría con frecuencia en el transcurso de esta época de avance otomano, siempre en beneficio de la estabilidad del Imperio, pues la mayor parte de los sultanes que le sucederían gozaron de dilatados periodos de mandato. Prueba de ello fueron las tres décadas del gobierno (casi idéntica duración a la de su padre) de Mohamed II (1451-1481), iniciadas con una de las conquistas más conocidas de la historia: la toma de Constantinopla en 1453. Caía así el último baluarte del Imperio Romano de Oriente, lo que suponía además un notable triunfo de la ley coránica, del credo musulmán, con lo que ello significaba de pérdida para el Cristianismo occidental. Murad II había sido el creador de esa fuerza incontenible de las llamadas tropas nuevas, de los jenízaros; su hijo supo sacarle un notable rendimiento convirtiéndola en eficaz instrumento de su política de conquista. Los éxitos de Mohamed II fueron repetidos y destacados: en 1456 ocuparía Belgrado, aunque de forma provisional; en 1460 le tocó el turno a Morea y a las islas todavía defendidas por los griegos; en 1463 el ejército otomano destruyó el Reino de Bosnia; en 1468 fueron los albaneses los que definitivamente tuvieron que rendirse; en 1480 ocurrió la tan temida por Occidente penetración en Italia con la toma de Otranto que amenazaba directamente a Venecia y al Papado. Hacia el Este los triunfos no fueron menos llamativos: ocupación de Trebisonda en 1461 y de Crimea en 1479.
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Durante más de un siglo el Imperio otomano había mantenido una situación preponderante. Sus posesiones llegaban en Europa hasta Hungría central, había arrebatado el Asia Anterior a Persia, y por el norte de África su área de influencia incluía Trípoli, Argel y Túnez. Sin embargo, el esplendor escondía factores de debilidad que iban a provocar una lenta pero inexorable decadencia. La figura del gran visir fue reforzando posiciones en detrimento del sultán, que se vio cada vez más envuelto en luchas internas por el poder de las diversas facciones que intentaban acaparar ese cargo. La inexistencia de una línea sucesoria clara, como en los demás imperios musulmanes, dio lugar a conspiraciones y enfrentamientos entre banderías. El mantenimiento de los príncipes en el serrallo, sin educación ni experiencia política, con el objeto de no propiciar demasiadas candidaturas al trono y controlarlos mejor, trajo como resultado las mismas disputas dinásticas, pero con príncipes poco cualificados, a veces absolutamente ineficaces y dominados por conspiraciones de harén. Los sultanes se mantuvieron alejados de su pueblo, encerrados en palacio, sin encabezar el ejército ni presidir el Consejo de Visires. La rivalidad entre hermanos por el trono solía terminar en el asesinato de los que perdían. La lucha por el poder entre sultán y gran visir dio lugar a la excesiva movilidad en este puesto y, por tanto, a la debilidad del gobierno. A ello contribuía el deterioro de las instituciones que habían reforzado el poder del sultán, descompuestas en múltiples facciones enfrentadas. Por otra parte, el ejército jenízaro tampoco era el mismo que con su disciplina y ferviente fe había conquistado tan amplios territorios. De un lado, los puestos de mando del imperio, hasta entonces de marcado carácter militar, pasaban a manos de letrados, los "efendis", en muchas ocasiones de origen extranjero, a los que no se les exigía su conversión a la fe musulmana; estos letrados, que habían iniciado su carrera como traductores, eran más proclives a la diplomacia que a la guerra. De otro, cuando había que ir al combate, el ejército se mostraba más inclinado a buscar su medro personal que el servicio del sultán. Finalmente, los "timars", feudos concedidos como premios a los militares, se habían convertido en hereditarios, transformando a los guerreros en señores acomodados no muy proclives a aventurarse en empresas en las que ya no necesitaban ganar nada personalmente. La descentralización del Imperio, por último, era excesiva, no habiendo nunca conseguido el poder turco asimilar a los pueblos conquistados, que permanecían ajenos y con el pago de tributos como población inferior, sin integrarse a través de la cultura o la lengua. El resultado fue un nulo sentimiento de lealtad a un poder extranjero, sin ningún vínculo de pertenencia a un mundo común, lo que en determinados momentos propiciaría levantamientos o rebeliones y siempre un latente deseo de independencia que acabaría minando al Imperio. A esta situación no era ajena la penosa situación financiera del Imperio a fines del siglo XVI, la cual, además de obligar a devaluaciones monetarias, créditos desmesurados y enajenación del patrimonio del sultán, animaba a vender todos los cargos públicos posibles. Administración, ejército, imanes, profesores, jueces, todos los puestos se compraban con dinero y, por tanto, se accedía a ellos por las posibilidades económicas, desanimándose el esfuerzo y el trabajo personal. Durante el reinado de Amurates IV desapareció al fin la costumbre de reclutar a los jenízaros entre los cristianos, cambiándose esta práctica por la venta de los cargos, con el resultado de un ejército compuesto de soldados que rehuían la batalla e incluso desertaban llegado el momento. Por otra parte, los impuestos sobre las poblaciones eran cada vez más abusivos y fomentaban las insurrecciones. Tras la caída de Mohamed Sokukllu (1565-1579), el gran visir perdió su posición dominante en provecho del harén durante el período conocido como "sultanato de las mujeres". La veneciana Baffa, mujer de Amurates III y madre de Mohamed III, fue quien controló entonces la situación. Ahmed I, aun desembarazándose de ella, sería incapaz de dominar el gobierno, siendo reemplazado por sus ministros. Al poder de las mujeres sucedió el de los cabecillas de los jenízaros, los Agas, que incluso asesinaron al joven Osmán II (1618?1622) cuando decidió establecer reformas que frenasen la corrupción y afirmasen el poder del monarca. La preponderancia de los Ags se mantuvo durante los reinados de Mustafá I el Imbécil (1622-1623) y Amurates IV (1623-1640), a pesar de que Kösem, la reina madre, se mostró con mucha autoridad en los primeros momentos, antes de verse desbancada por los jenízaros, que aprovecharon en su favor las abundantes revueltas campesinas. El desorden que se extendía por el Imperio llegaba hasta la Corte, donde los enfrentamientos familiares causaban la desaparición por asesinato de la mayor parte de los candidatos al trono. Al anterior sultán le sucedió su hermano, Ibrahim I (1640-1648), que sólo tenía a su favor ser el único superviviente; por lo demás, fine un monarca débil, cruel y dominado por las mujeres, que acabó también por ser asesinado. Le sucedió un niño, Mohamed IV (1648-1687), cuya minoría estuvo dominada por las disputas entre su abuela y su madre, la atomización de los poderes locales y el descontento generalizado. Todo ello explicaba la evidente decadencia en aquellos tiempos difíciles en los que, a la enemiga tradicional del Imperio persa, del Sacro imperio y de Polonia, se unía la expansión rusa, dando lugar a la llamada "cuestión de Oriente", que se prolongaría hasta el siglo XX. A esta difícil situación habría que añadir el impacto de la expansión colonial inglesa y holandesa, que dañaría al comercio otomano, tanto en su vertiente mediterránea como pérsica. Enemigos en demasiados frentes como para poder ser detenidos por un Imperio debilitado por las divisiones internas. No obstante, la importante maquinaria militar levantada por los otomanos fine capaz de mantener todavía una apreciable política exterior, aunque cada vez con más dificultades. A fines del Quinientos se establecieron treguas frecuentes con la Monarquía española que serían la base de una paz duradera entre ambas potencias, las dos con intereses apremiantes en otras zonas. El tradicional enfrentamiento con los Habsburgo había provocado que en 1593 éstos ocupasen gran parte de Hungría central y Rumanía, aunque la alianza con el húngaro rebelde Esteban Bocskay cambiaría momentáneamente las tornas, permitiendo a los turcos llegar de nuevo a las puertas de Viena. En la frontera oriental, por el contrario, la subida al trono persa del gran Abbas I supuso un gran peligro para la Sublime Puerta. En 1603 el soberano sefévida le arrebató Azerbaidján y el Cáucaso, que Amurates III había conquistado en 1590, y en 1638 Bagdad e Iraq central, aunque en ese mismo año fueron recuperadas estas regiones y por el tratado de Kasr-i Sirin (1639) se fijó la frontera entre ambas potencias.
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La que habría de ser la ciudad más importante de la historia mesopotámica desde el punto de vista cultural, Babilonia, no tiene entidad propia hasta un momento muy reciente. En efecto, su I dinastía es fundada a comienzos del siglo XIX por los amorreos que se habían establecido coincidiendo con el final de la III dinastía de Ur. Precisamente los dos primeros monarcas de Babilonia llevan nombre amorita; sin embargo, los tres siguientes tienen onomástica acadia y, finalmente, hay otros seis de nombre amorita. El primero de esta última tanda es Hammurabi (1792-1750), que consigue convertir un modesto reino de unos cincuenta kilómetros de radio, en un amplio imperio que incluía no pocos territorios extramesopotámicos. No cabe duda de que el predominio amorita es total en las principales cortes de la época. Durante el período inicial, la nueva dinastía está sometida a una situación secundaria en el teatro político de Mesopotamia, dominado por la rivalidad entre Isín y Larsa en el sur y por Asiria en el norte. Sin embargo, el ascenso al trono de Hammurabi se produce en circunstancias óptimas, pues Asiria se encuentre en declive desde la muerte de Shamshiadad, lo que le permite intervenir decisivamente en la política de sus vecinos septentrionales. Tan sólo el rey de Larsa, Rim-Sin, posee una capacidad bélica reconocida. Seguramente por eso, desde su ascenso al trono, Hammurabi se presenta como un fortísimo competidor del aguerrido Rim-Sin, al que paulatinamente va arrebatando sus dominios. Las conquistas de Hammurabi no son fulminantes, más bien obró implacablemente pero con gran cautela para no arriesgar sus posiciones. La toma de Larsa no se produce hasta casi treinta años después de su ascenso al trono. Después cae Eshnunna, que había jugado un importante papel diplomático y militar como estado independiente desde su emancipación del lejano reino de Yamhad y en 1759 destruye Mari, tan sólo nueve años antes de su muerte. Tal vez el carácter reciente de las anexiones y la incapacidad de control efectivo sobre los nuevos dominios sean las causas que provoquen la oleada de insurrecciones que habrán de padecer sus sucesores. El imperio de Hammurabi, al igual que los restantes reinos de la época, divide sus territorios en provincias, pero frente a la acción administrativa de la III dinastía de Ur, el imperio de Hammurabi no designa gobernadores para las ciudades; éstas pierden su función política y se reducen, desde la óptica institucional, a meros centros administrativos regidos por alcaldes y una asamblea de ancianos. Y con la pérdida del sentido político de las ciudades, los viejos conceptos de Súmer y Acad dejan de tener esencia en sí mismos, para quedar englobados bajo un término más amplio y aglutinador, como es el de Babilonia, que se opone al otro territorio unificado en el norte y que corresponde a Asiria. Toda la acción judicial del imperio babilonio depende del poder central, todos los jueces son de designación real y sólo al rey deben obediencia, frente a la justicia dependiente de los templos que había sido la tónica precedente. Por otra parte, la actividad económica puede estar algo más diversificada que en épocas anteriores si atendemos a la creciente cantidad de documentos de carácter privado, pero la corona sigue siendo el principal agente económico. Las donaciones a los templos ponen de manifiesto, quizá, su pérdida de bienes raíces, pero Hammurabi pretende convertirlos en verdaderos centros financieros, que es la dinámica que van adquiriendo desde entonces. Los enormes gastos infraestructurales y el mantenimiento de una enorme maquinaria militar requieren un soporte financiero que sólo una economía saneada en los templos puede aportar. Los más favorecidos dentro del sistema parecen los comerciantes (tamkaru), agrupados en corporaciones frecuentemente de carácter familiar, trabajan por lo general por cuenta propia, lo que les permite afrontar préstamos a un interés escandaloso que repercute en perjuicio de quienes los solicitan, que terminan perdiendo las tierras con que avalaban los créditos. Los beneficios de los comerciantes sólo se veían limitados por las cargas impositivas a las que los sometía la corona. Pero la situación económica no es demasiado favorable si tenemos en cuenta el deterioro que las contiendas permanentes ejercen sobre las infraestructuras y el abandono de los cultivos como consecuencia de las levas forzosas de campesinos. La dedicación del monarca a la restauración de las obras de infraestructura y los repartos de tierras a los veteranos, no impidieron el agotamiento de los campos que es el fundamento de una profunda crisis agraria que se expresa con contundencia a finales del período paleobabilónico, aunque en determinadas regiones, como el valle del Diyala, se había manifestado con anterioridad provocando el colapso de un reino como Eshnunna, agotado en inútiles e interminables querellas externas en las que pretendía encontrar solución a los problemas que tenía en casa. Pero al margen de todo esto, la obra más afamada del reinado de Hammurabi es su código legal, aparecido en Susa adonde fue llevado como botín de guerra probablemente en el siglo XII durante el declive de la dinastía casita. No era la primera vez que se intentaba implantar una norma jurídica común para todos los habitantes del estado multinacional; con anterioridad, Entemena, Urukagina, Urnammu y Lipitishtar, todos ellos de origen sumerio, habían dictado normas o leyes que más o menos fragmentariamente han llegado a nuestro conocimiento. Sin embargo, el Código de Hammurabi es el texto legal más extenso de todos ellos y nos permite restaurar con cierta precisión el mundo babilonio de aquel momento. El Código está avalado por el propio dios Shamash, que aparece en escena recibiendo a Hammurabi, en la parte superior de la estela en la que nos ha llegado. En contraposición con las legislaciones precedentes, en las que las sanciones tratan de reparar económicamente el perjuicio ocasionado, el Código de Hammurabi se basa en la llamada Ley del Talión, es decir, un castigo idéntico al daño. Subyacen aquí dos concepciones diferentes del derecho: una indemnizadora, la otra supuestamente preventiva, con lo que cada una conlleva de carga ideológica. La finalidad conservadora del orden establecido en esta segunda modalidad se pone especialmente de manifiesto en el hecho de que las penas son diferentes en función del estatuto jurídico del agraviado y del reo. Por otra parte, el estudio del Código permite observar cómo la sociedad está dividida en tres grupos diferentes: "awilum", que corresponde al hombre libre, "mushkenum", el sometido a algún tipo de dependencia, y el esclavo, "wardum". Como los esclavos no constituyen la principal fuerza de trabajo, ni la posición privilegiada del awilum está fundamentada en la existencia de esclavos, no podemos considerar el mundo babilonio como una sociedad esclavista. El awilum es representante de la clase de los propietarios -independientemente de su capacidad económica- mientras que el mushkenum debe ser considerado como el asalariado por cuenta del Estado, que no goza de los privilegios de la clase propietaria y que por tanto se encuentra en una posición servil o semi-libre. De aquí se desprende también que el mundo mesopotámico está basado en la existencia de dos únicas clases sociales, los propietarios y los no propietarios, en el seno de las cuales se pueden dar diferentes situaciones jurídicas o económicas. Y es precisamente ese orden de cosas el que Hammurabi pretende consolidar con su Código, aunque para ello sea necesario mitigar ciertos privilegios corporativos o de clase que repercutían negativamente sobre los sectores sociales más débiles. Por ello, la defensa de la mujer, de los huérfanos, o de cualquier otro grupo social marginal, no puede ser interpretada como síntoma de la sensibilidad humanitaria del monarca, sino como instrumento legal necesario para reducir el conflicto social. Por debajo de los esclavos wardum, se encuentran los prisioneros de guerra, que eran considerados instrumentos de trabajo. A pesar del intento unificador, no tenemos certeza de que el Código de Hammurabi tuviera amplia difusión y aplicación. Su fama en la propia Mesopotamia se debió más bien al hecho de que su texto, de gran calidad literaria, fue vehículo de aprendizaje para los escribas. Al margen del código, la Babilonia de Hammurabi desarrolló una intensa actividad literaria, germen de la inagotable cultura que será referente para el resto de las comunidades mesopotámicas. La personalidad política de Hammurabi ensombrece el resto de su dinastía que, sin embargo, aún habría de sobrevivir unos ciento cincuenta años, hasta 1595. Pero esa no es la causa de la decadencia real que conoce el imperio paleobabilónico tras Hammurabi. Sus sucesores se vieron envueltos en múltiples conflagraciones que lesionaron gravemente una economía en situación crítica. En primer lugar serán las ciudades del sur mesopotámico las que se levanten contra el poder imperial y a partir de 1720 aproximadamente se establece una dinastía, enfrentada a Babilonia, en el extremo sur de Mesopotamia, que se conoce como País del Mar y que tiene quizá como capital la ciudad de Ur. Por otra parte, Eshnunna también se independiza y, en el oeste, el antiguo territorio de Mari queda unificado bajo el nuevo reino de Khana, con capital en la importante ciudad de Terqa, que no logra alcanzar el esplendor de la época de Mari. La compartimentación del estado territorial no favorece la acción contra la presión de los nómadas que mencionan los textos. Ahora se producen cabalgadas de gentes denominadas casitas, cuya procedencia remota se desconoce, aunque descienden a Mesopotamia desde el Zagros. Los documentos del reino de Khana nos permiten asegurar que algunos de estos casitas habían logrado asentarse allí y pronto los encontraremos participando en el colapso de Babilonia. Éste se produce por el efecto militar de la campaña del rey hitita Mursil I; sin embargo, Mursil no es más que el último eslabón de una cadena rota por la profunda crisis agraria que azota al país y por las tensiones del comercio interestatal. En definitiva, es la desestructuración económica la que impide una defensa efectiva del estado. El interés económico de los hititas en la ruta que une la zona central de Mesopotamia con Siria y con la propia Anatolia -desestabilizada por la debilidad de Babilonia-, termina provocando la expedición de Mursil contra la ciudad, que es saqueada en 1595 y la estatua del dios supremo Marduk es conducida al exilio. De este modo concluye la dinastía amorrea que había gobernado durante el Imperio Paleobabilónico y sobre sus ruinas se lanzarán los casitas que, sin dificultad, se ensoñorean del territorio.
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Territorios muy alejados, pero históricamente vinculados al Próximo Oriente, padecen situaciones análogas en este traumático paso a la Edad del Hierro. En efecto, en los países situados al este de Mesopotamia se ha ido produciendo lentamente, desde antes del cambio de Milenio, la penetración de los indoiranios, de entre los que van a destacar dos pueblos asentados en la parte occidental del Irán: los medos y los persas, que relativamente pronto se van a organizar bajo la forma monárquica como reflejo de la realidad circundante. A finales del siglo VII el reino medo comienza a intervenir activamente en la política mesopotámica y gracias a su alianza con Babilonia consigue tomar Nínive en 612, lo que marca el principio del fin de Asiria y el auge de Media y Babilonia. Sin embargo, a mediados del siglo VI Media es absorbida por la dinastía Aqueménida, artífice del Imperio Persa, que comienza así una irresistible expansión y que culmina antes de la conclusión del siglo con la anexión de todos los territorios que forman parte del Próximo Oriente, incluido Egipto, que ya antes había experimentado la conquista asiria. Por tanto, podemos afirmar que la segunda mitad del I Milenio no va a ser más que la historia del Imperio Persa, con sus vicisitudes locales, hasta que desaparezca ante el fulminante avance del ejército macedónico capitaneado por Alejandro Magno. El triunfo del macedonio aún es causa de perplejidad, pues el potencial en el que se fundaba el poderío del Gran Rey y el del dinasta eran tan abismalmente desequilibrados que no se puede achacar exclusivamente a la capacidad táctica de Alejandro o al arrojo de sus soldados el resultado de la confrontación. En realidad, Alejandro no hace más que someter a una prueba irresistible al Imperio Persa: la de la coherencia de sus estructuras. Y éstas se manifestaron tan frágiles que nuestro asombro ahora está causado por la posibilidad de haber mantenido la ficción imperial de un modo tan inconsistente.
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Antes del siglo XV existían intercambios mercantiles, religiosos y culturales en el Indico, entre éste y las costas asiáticas del Pacífico, por un lado, y el mundo europeo, por otro; desde las montañas del Tíbet descendían las caravanas hasta la Europa oriental y otras, cargadas de oro, esclavos y caballos, atravesaban el desierto sahariano poniendo en comunicación el África negra con el mundo mediterráneo. Pero no existía exacta noción de la situación de cada una de esas partes entre sí, relaciones entre ellas, conocimiento de las distancias y el tiempo de unas y otras. Serán los viajes exploratorios de los navegantes del Cuatrocientos, como nos recuerda Magalháes Godinho, los que van a situar en un mar común las pequeñas humanidades compartimentadas, unir los dos extremos del mundo conocido con la travesía del Atlántico y hacer emerger de lo desconocido al Nuevo Mundo que se interpone entre el Occidente europeo y el Oriente asiático. Con excesiva frecuencia tiende a situarse en 1492 el inicio de una nueva época. Sin embargo, el descubrimiento de Colón forma parte de un largo proceso que hacía casi un siglo había comenzado Portugal. En esta fecha mítica, Bartolomé Dias ya había doblado el cabo de Buena Esperanza y poco después Vasco da Gama atravesará el Indico, consiguiendo al fin alcanzar la ansiada ruta hacia las especias orientales. En los años de engarce de los siglos XV y XVI se abrió un nuevo sistema de relaciones, ahora interplanetarias, aunque aún falten siglos para que éstas afecten de forma decisiva las formas de vida de los hombres. Estaba reservado a la Monarquía portuguesa la tarea de integrar África y Asia en los circuitos económicos mundiales, después de crear la ruta marítima de las Indias.
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Poco después de la caída de la dinastía Yüan en China y de la expulsión de los mongoles del Celeste imperio, la nobleza turca también arrebató el poder a los mongoles en el khanato del Turquestán. Pero aquí un personaje turco-mongol, llamado Tamerlán, lograría en poco tiempo crear el llamado segundo Imperio mongol. Tamerlán (Timur Leng o Timur el Cojo) nació en 1336 en Transoxiana, cerca de Samarcanda, en el seno de una familia noble del clan mongol turco de los Barlas. Su sobrenombre de el Cojo le vino a raíz de que una ballesta atravesara su pierna. Las fuentes historiográficas timúridas lo han querido hacer descender de un compañero de Gengis-Khan, si bien era de origen turco. De extraordinarias dotes militares, pero sin ninguna clase de escrúpulos, sabe cómo ampliar rápidamente su poder aprovechando la desintegración del khanato de Yagathai y encauzando el espíritu de conquista de las tribus turcas, a las que había forzado ya antes a someterse a su poder como visir del khan de Yagathai. Tamerlán fue un ferviente musulmán que aglutinó en torno a su originario Turquestán un inmenso Imperio que tuvo como capital Samarcanda. Su política económica fue muy distinta de la tradicional de los mongoles, ya que interrumpió la habitual ruta comercial que iba desde Europa hasta China, a la vez que prohibió en sus dominios la acción de los misioneros cristianos, que hasta entonces habían sido respetados. Fue un conquistador nato en la línea destructora de los turco-mongoles, y su gran imperio se mantuvo únicamente por sus continuas guerras y por la ocupación militar. Primero sometió Persia y parte de Asia Menor. De 1376 a 1378 luchó contra la Horda Blanca de Siberia occidental y en 1391-1395 contra la Horda Amarilla. En 1397 sometió Jorezm y en los años 1398-99 emprendió una campaña contra la India, destruyendo Delhi. En 1400 conquista Siria, un año después tomó Bagdad y en 1402 venció al ejército otomano del sultán Bayaceto en la batalla de Angora (Ankara). Su obsesión fue la conquista de China, preparando una gran campaña militar contra ella en 1404, pero apenas iniciada murió a los setenta y un años. La grandiosidad territorial del imperio de Tamerlán careció de la más mínima homogeneidad institucional y administrativa, le faltó la faceta de hombre de Estado que tuvo en cierta manera Gengis-Khan. Al vencer a los turcos otomanos su figura despertó gran admiración en Occidente, que le vio como un valedor de la Cristiandad frente al poderío más próximo y peligroso de los sultanes otomanos de Bursa. En este contexto admirativo hay que situar la embajada de Ruy González de Clavijo que en nombre de Enrique III de Castilla se presentó en su corte, y que nos ha dejado uno de los documentos más interesantes del último gran conquistador turco-mongol. Samarcanda, capital del imperio timúrida, se convirtió en una esplendorosa y rica metrópoli. Gracias a su posición se convirtió en el principal mercado y nudo caravanero de Asia, que Tamerlán embelleció con la construcción de la gran mezquita, que siguió el modelo de la mezquita de las Mil Columnas de Delhi; el mausoleo de Bibi Khnaum, su primera mujer; la calle funeraria de Shah Zinde, en la que están enterrados los miembros más destacados de su familia, y, finalmente, su propio mausoleo. Del rico y enorme palacio de Tamerlán en Samarcanda nada se ha conservado, a excepción de lo que nos han dejado los testimonios literarios y las miniaturas persas. Siguiendo la costumbre de los pueblos de la estepa, Tamerlán dividió sus conquistas entre sus hijos y nietos, aunque dejó a uno de ellos, Xahruj, la supremacía sobre los demás. Samarcanda continuó hasta principios del siglo XV como una gran capital comercial y artística, si bien políticamente, a la muerte de Xahruj, en 1447, el imperio timúrida se fraccionó hasta desaparecer, disperso entre los Estados rivales más próximos.
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En el año 441 tuvo lugar la revuelta de Samos, cuyas vicisitudes concretas se conocen bastante bien gracias a la atención que le presta Tucídides. En sí misma, fue significativa de las vinculaciones existentes entre las relaciones políticas de Atenas con las ciudades del imperio, las que se daban entre éstas y los problemas internos de cada una. Las concepciones que se refieren unitariamente a la rebelión de Samos deben revisarse, pues se trata de un conflicto de orden interno, que, desde luego, fue posible sólo dentro del panorama general de las relaciones entre ciudades. Se produjo, en efecto, un conflicto entre Mileto y Samos por el control de Priene. Los de Mileto, en situación desventajosa, pidieron ayuda a Atenas, pero también tenían el apoyo de algunos samios que pretendían renovar la politeia. Su victoria significó el establecimiento de la democracia. Contra ellos se rebelarían los exiliados y algunos de los que se habían quedado a pesar del nuevo régimen. Entre ellos estaba Meliso de Samos, filósofo pitagórico que escribiría contra los políticos demócratas atenienses. Atenas derrotó a los rebeldes por medio de una expedición que fue dirigida personalmente por Pericles. Desde luego, no puede desprenderse un automatismo absoluto entre las intervenciones atenienses y el apoyo a la democracia. Al parecer, en la primera intervención en Mileto, los atenienses habían llegado a determinados acuerdos entre los que se encontraba el respeto al sistema oligárquico existente. No obstante, parece que la tendencia va en el otro sentido y el autor anónimo de la "Constitución de Atenas" atribuida a Jenofonte señala precisamente el caso de Mileto como efecto de un error excepcional. Si permitían el gobierno oligárquico en las ciudades, a los atenienses se les creaban problemas, mientras que tenían garantizada la fidelidad en el caso de que apoyaran el poder del demos. Tal era la base de las relaciones según este autor. Así, el demos ateniense se sentía seguro. Ello coincide con los comentarios que, en general, se hacían sobre la represión tras las revueltas y los intentos secesionistas, que recaía sobre los más ricos y poderosos, al menos durante los años de la Pentecontecia. Según Aristófanes, los juicios por traición siempre iban dirigidos contra los más poderosos de las ciudades aliadas, eran los ricos y los gordos los que recibían habitualmente los castigos. Los comentarios generales de Tucídides y Aristóteles van por el mismo camino. Para el primero, los atenienses son los sostenedores del demos, mientras que los espartanos apoyarán a los pocos cuando se inicie la guerra del Peloponeso. Aristóteles, en cambio, se refiere a la expulsión de las oligarquías por parte de Atenas y de las democracias por parte de los espartanos. Hay que reconocer, sin embargo, que la regla general no se cumple en cada caso y, sobre todo, que las circunstancias posteriores, durante la guerra, harán que se alteren muchas actitudes por coyunturas específicas, desde los temores a la represión del contrincante hasta las alianzas circunstanciales por beneficios inmediatos en los enfrentamientos bélicos.
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El desarrollo de los controles marítimos se convirtió lógicamente en cauce de enriquecimiento para las familias poderosas. La proliferación de las acciones proporciona ventajas en el control de los mares y en las posibilidades de acceso a nuevos territorios, que podían ser objeto de reparto como cleruquías, y a poblaciones susceptibles de ser sometidas a esclavitud. La población libre ateniense se acomoda momentáneamente al predominio de las tendencias oligárquicas, adaptadas a los nuevos modos de acceso a la riqueza. Ahora la oligarquía no se opone a la política naval, sino que encauza en provecho de sus propios intereses el desarrollo naval de la época de Temístocles. Durante la primera década posterior a la guerra, las fuentes se refieren a la colaboración entre Arístides y Temístocles, situación que finalizó en el momento en que este último quedaba fuera del juego político a través del ostracismo, de la acusación espartana y del exilio junto a los persas. La tradición continúa alabando la moderación del primero. En algún momento, tal vez de modo anacrónico, Aristóteles le atribuye la propuesta de que el ciudadano ateniense viva de la hegemonía que se viene configurando. Sin embargo, el político verdaderamente prominente y significativo de este período, en el plano de la política interna, fue Cimón, hijo de Milcíades. Estratego de éxito en las acciones de la flota, ganó tal prestigio que le permitió ejercer la estrategia desde 478 y conservar la influencia política hasta 461, con una prolongación posterior accidentada y circunstancial, reflejo del cambio de los tiempos. Para Cimón, es importante que sean los atenienses quienes lleven el peso militar de la Liga, con lo que los aliados pueden permanecer en paz y tranquilidad bajo su protección, mientras aquéllos obtienen tierra y botín. La relación imperialista se va articulando y estructurando. Sin embargo, esa articulación se realiza de modo individual. El sistema hegemónico se convierte en el sustento económico para la recuperación del modo de redistribución de la ciudad arcaica, a través de acciones benéficas por parte de los más ricos. El propio Cimón se caracterizó y obtuvo fama por su generosidad en el reparto del botín, modo de atraer voto para perpetuar el control dentro del sistema democrático. Además, se decía que mantenía sin vallas sus propiedades territoriales para que todos pudieran acceder a ellas y tomar cuanto necesitaran. Aunque posiblemente, de acuerdo con Aristóteles, haya que limitar esta práctica a los miembros de su demos, se trata, de todos modos, de una práctica evergética políticamente instrumentalizada como medio de reproducción del poder. También se decía que ofrecía comidas y financiaba los entretenimientos del ocio del pueblo. Para el sofista Gorgias, la riqueza le servía para obtener honra, timé, concepto abstracto, pero también concreto, pues se refiere frecuentemente al ejercicio de las magistraturas, como los honores latinos. No era elocuente, dice como elogio Estesímbroto de Tasos, escritor contrario a los personajes sobresalientes de la democracia ateniense. Sus méritos estaban en la política, pues sus prácticas, en este sistema evergético, hacían innecesario el uso de la oratoria para atraer los votos, como ocurrirá en épocas sucesivas.