En los primeros años del siglo XII se desarrolla en Francia un tipo de sepulcro denominado "gisant" que se caracteriza por aparecer la figura yacente sobre la tumba. Su difusión llegó al norte de Francia y tuvo importante éxito como observamos en los sepulcros de Ricardo Corazón de León y su esposa que se conservan en la abadía de Fontevrault, esculpidos entre 1200 y 1256, o el sepulcro de Enrique el León y su esposa Matilde, fechado entre 1230-1240 y que se conserva en la catedral de San Blas de Brunswick. En Castilla se sigue el modelo francés llamado "enfeu" que consiste en un sarcófago excavado en la pared, con la figura yacente encima, como observamos en el sepulcro del obispo Martín II Rodríguez de la catedral de León, realizado hacia 1250. En siglos posteriores, las figuras van abandonando su estatismo habitual y se convierten en personajes vivos, que oran como el infante Alfonso de Castilla de la Cartuja de Miraflores de Burgos, fechado entre 1489 y 1493, o que leen un libro como el famoso Sepulcro del Doncel de la catedral de Sigüenza.
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En los tratados, alianzas, convenciones o coaliciones del siglo XVIII se debatieron multitud de cuestiones de carácter internacional que nos indican los extraordinarios avances en este campo: la libertad de los mares, la libertad de pesca, el derecho al saludo, el libre comercio de los neutrales en tiempo de guerra marítima, la confiscación de la propiedad privada enemiga en el mar, el derecho de visita, el contrabando de guerra, derecho y condiciones del bloqueo, la prohibición en momentos bélicos del comercio colonial, los peajes en los estrechos, el derecho de intervención, las condiciones de los beligerantes, la inviolabilidad y prerrogativas de los embajadores, la extensión del sistema de embajadas permanentes, las mediciones o los derechos de la población civil no beligerante. Según las ideas de H. Grocio (1583-1645), el Derecho internacional estaba conectado con el natural, que proporcionaba el marco general teológico-filosófico para el desarrollo de las diferentes ramas del Derecho. Así, las doctrinas internacionales derivaban del Derecho natural, y éste, a su vez, de la teología moral. Esta relación se fue relajando hasta que en el siglo XVIII se llegó a la plena separación del Derecho natural y del internacional de la teología moral. Con la progresiva secularización se produjo el tránsito hacia una consideración histórica del Derecho, que concluyó con el paso del iusnaturalismo al positivismo. Tales transformaciones tuvieron lugar en el Continente, mientras en Gran Bretaña se intentaban fundamentar las cuestiones jurídicas internacionales partiendo más de la práctica de los Estados que de las normas de Derecho natural. Por su parte, la doctrina española del siglo XVIII presentaba unos caracteres de pobreza y falta de originalidad sorprendentes, en comparación con las anteriores aportaciones de Vitoria y Suárez. De la tradición internacionalista se pasó a tratar el derecho de gentes como una moda importada con tendencias extranjerizantes, por ejemplo, las obras de los hermanos Abreu, Ortega y Cotes o Pérez Valiente. Después de Pufendorf, muerto en 1694, que se propuso aislar el pensamiento jurídico de la teología moral y del Derecho positivo para basarlo sólo en la razón humana, destacó Cristian Thomasius (1655-1728) en la defensa de los mismos criterios, con el que dio comienzo el denominado siglo del derecho racional de la Ilustración. Sin embargo, Leibniz (1646-1717) adoptó una posición conciliadora y afirmó, por una parte, la necesidad de unas relaciones morales para la legislación y, por otra, resaltó la fundamentación del Derecho internacional en los acontecimientos concretos de la vida política. Con semejantes planteamientos, J. Dumont, muerto en 1727, publicó su Corpus documental universal, colección de fuentes donde explicaba que la base del Derecho internacional no radicaba en la voluntad de los Estados, sino que el derecho derivado de los tratados extraía su legalidad de una norma del Derecho natural previa, es decir, se refería a una ordenación divina superior. Incluso el poder de los reyes provenía del Derecho internacional, legitimador de las leyes públicas y privadas, y cada uno de los Estados formaba parte de una gran comunidad jurídica que garantizaba la armonía; así, la política tenía dos vertientes: el interés particular y el derecho, y la idea moral radicaba en que la segunda triunfase sobre la primera. Resultado de una evolución, las ideas de Bynkershoek (1673-1743) le convirtieron en el fundador del método positivista en el Derecho internacional. No partía de principios generales de Derecho natural, al contrario, basaba sus postulados en los hechos políticos existentes. En su obra De dominio maris (1702) realizó el primer estudio detallado del derecho de guerra marítima y formuló el principio de las aguas litorales o territoriales como sujetas a la soberanía del Estado ribereño. Aunque no señalaba las facultades que correspondían a las países costeros y su naturaleza jurídica, sostuvo que la soberanía política sobre el mar litoral sólo podía exigirse cuando fuera ejercitada o impuesta de manera efectiva y llegaba donde alcanzaba una bala de cañón, aproximadamente tres millas marinas. En Quaestiones iuris publici (1737) estudiaba los aspectos comerciales y marítimos de su época y examinaba las relaciones entre beligerantes, proclamaba la inviolabilidad del territorio neutral que permitía el paso de tropas, analizaba las relaciones entre neutrales y contendientes y trataba los problemas de contrabando, bloqueo y propiedad privada en momentos de conflicto. Ya definidos como internacionalistas del Setecientos, también dentro del positivismo, C. Wolff (1679-1754) y E. Vattel (1714-1767) subrayaron el carácter peculiar del Derecho internacional. Wolff publicó, en 1750, su obra Institutiones iures naturae et gentium, donde reconocía la existencia del Derecho internacional natural, anterior e impuesto a los Estados; del derecho positivo, fundamentado en él consentimiento presunto de los Estados, a los que suponía reunidos en una comunidad internacional creada por un pacto entre las naciones; del derecho consuetudinario, aceptado tácitamente por los países y, por último, del derecho de gentes derivado de los tratados y basado en el reconocimiento expreso de los pueblos. De esta forma, la comunidad internacional necesitaba leyes que dirigieran sus relaciones, asentadas en las leyes naturales emanadas del derecho de gentes voluntario, que admitía el derecho de la guerra y de la paz, como Grocio, pero lo ampliaba con el derecho de gentes consuetudinario y convencional. Para E. Vattel, el derecho de gentes se dividía en necesario, consistente en una aplicación justa y razonada de la ley natural a los países, obligados a su cumplimiento, y positivo, derivado de la voluntad de los Estados, y se subdividía, a su vez, en voluntario, convencional y consuetudinario. Vattel se diferenciaba de Wolff en que su derecho de gentes voluntario no procedía de una comunidad internacional instituida por la misma naturaleza, ya que no reconocía otra unidad entre los Estados que la establecida entre todos los hombres. De este modo, llevaba hasta sus últimas consecuencias la doctrina de la plena soberanía del Estado, obstaculizando la noción de comunidad internacional. En la segunda mitad de la centuria, el pensamiento jurídico cayó bajo el influjo de la obra de Montesquieu (1689-1755) El espíritu de las leyes, publicada en 1748. Sus ideas sobre las características del Estado, el Estado de derecho o la división de poderes se correspondían con las nociones más relevantes jurídico-internacionales del momento. Para él, cada Estado representaba un sistema de equilibrio con la fijación de trabas que hacían inviable su preponderancia. También, la división de poderes estaba sin lugar a dudas inspirada en las concepciones doctrinales contemporáneas. Por su parte, J. J. Moser (1701-1785) publicó, de 1778 a 1781, el Ensayo sobre el derecho de gentes europeo más reciente, donde, tras una minuciosa recopilación de datos, resultado de la observación directa, manifestaba la existencia de un derecho de gentes establecido mediante tratados y costumbres. En la misma línea que J. Bentham (1748-1832), que publicó en 1780 sus Principios de Derecho internacional en defensa de la paz perpetua, Kant (1724-1804) abogaba, en Elementos metafísicos del derecho (1790), por una confederación de Estados libres en busca de la paz, para lo cual los tratados no debían contener estipulaciones que servían de pretexto en el inicio de nuevas guerras, reconocía la facultad de cada Estado para disponer su política interna, suprimía los ejércitos permanentes, prohibía la petición de empréstitos con fines bélicos, negaba la posibilidad de cualquier Estado para inmiscuirse en los asuntos internos de otro y perfilaba un derecho de guerra más humanitario. E. L. Ompteda (1746-1803) dio una nueva sistematización al derecho de gentes al mejorar la división internacional vigente, derecho de la guerra y derecho de la paz, y en sus trabajos analizaba: en primer lugar, los derechos y obligaciones de los pueblos; en segundo lugar, las relaciones pacificas, y en tercer lugar, las relaciones bélicas. Por, último, la corriente positivista alcanzó el máximo desarrollo con J. F. Martens (1756-1821). De acuerdo con su opinión, la fuente principal del derecho de gentes era la costumbre, según se observaba en la historia, ya que los tratados internacionales no obligaban nada más que a los Estados signatarios, pero podían indicar los principios generales reconocidos del derecho de gentes; sin embargo, la costumbre internacional imponía los criterios jurídicos a todas las naciones por igual. Además, el Derecho internacional no tenía aplicación universal, pues el Derecho europeo originaba una comunidad de Estados de similares características culturales; sólo era universal el Derecho natural, aunque relegado a un segundo plano como algo referente a la teología moral. Ya en el siglo XVIII, el Derecho internacional privado manifestaba un cierto equilibrio con la nueva escuela estatutaria francesa, donde los autores mantenían posiciones diferentes, unos más inclinados a la personalidad y otros a la territorialidad. En realidad, los estatutos eran en su mayoría sentencias del antiguo derecho consuetudinario de las ciudades y de los comerciantes, si bien, en parte, se había introducido derecho nuevo. En esta etapa se abordaban las dificultades desde un único punto de vista: la regla de derecho o única ley de obligada consulta. Importaba si el estatuto, la regla jurídica, era personal o territorial, es decir, si tenía o no efectó fuera del territorio para el que se dictó. Por tanto, existía un conflicto entre estatuto personal, estatuto real o estatuto formal, sin que el poder del soberano estuviera por encima de las leyes o se tomasen en consideración los derechos subjetivos existentes. En la escuela estatutaria francesa del siglo XVIII destacaron las aportaciones de L. Froland, muerto en 1746, L. Boullenois (1680-1762) y J. Bouhier (1673-1746). Los tres juristas tuvieron puntos de partida comunes en cuanto a la distinción entre estatutos personales y estatutos reales, lo que, sin duda, otorgaba poca o ninguna originalidad a sus sistemas; sin embargo, en cada uno de ellos existían ideas propias de gran influencia posterior. L. Froland resaltaba la personalidad estatutaria, señalando la mayor importancia que la persona tenía sobre los bienes y rechazando el estatuto mixto. Sus principales aportaciones se centraban en el conflicto móvil, cuando el afectado cambiaba de domicilio se alteraba su situación jurídica; el reenvío, basado en la aplicación de la costumbre general frente a la vigencia de una costumbre anómala en un lugar concreto, y, por último, las calificaciones o naturaleza jurídica atribuida a la circunstancia tratada en un momento dado. L. Boullenois se inclinaba por la territorialidad de las leyes y distinguía entre conflictos internacionales y conflictos interregionales, ya que abogaba por una comunidad internacional de Estados donde era preciso imponer la paz y el buen entendimiento. También hace una doble división de las leyes personales: en primer lugar, las leyes personales universales, formadas por aquellas que determinaban el Estado y condición del hombre para todos los actos y las que atribuían un estado de rango universal, como las que posibilitaban la emancipación de un menor; en segundo lugar, las leyes personales particulares, necesarias sólo para ciertos actos limitados. La doctrina de J. Bouhier se consideraba la más personalista de la escuela y consistía en sobreponer el estatuto personal al real. No rechazaba del todo el principio de la existencia de las costumbres, pero sí entendía que la persona se colocaba por encima de los bienes.
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El rasgo principal del Barroco, en lo que al arte del desnudo se refiere, consiste en la realización de obras sagradas impregnadas de la misma sensualidad que las profanas. El San Sebastián de Guido Reni, la Susana de Guercino, la Betsabé de Rembrandt o la Susana de Rubens son buenos ejemplos. Pero será en los asuntos mitológicos donde el desnudo adquiera su mayor esplendor. El Imperio de Flora de Poussin, la Alegoría de la Fecundidad de Jordaens, Venus y Adonis de Carracci o la Venus del espejo de Velázquez son excelentes muestras de la sensualidad barroca llevada al tema del desnudo. El Rococó nos traerá las raíces del desnudo moderno, añadiendo importantes dosis de erotismo a las obras, como observamos en las pinturas de Fragonard: La camisa quitada o La rosquilla. Boucher, el otro gran maestro de la pintura galante, continuará con sus representaciones de Venus pero ya empieza a tratar el tema de las odaliscas, habitual en la pintura decimonónica. En la pintura italiana del siglo XVIII se continúa con el barroquismo anterior, como observamos en el Castigo de Amor de Sebastiano Ricci. La reacción al decorativismo del Barroco vendrá de la mano del Neoclasicismo. Los pintores buscan sus fuentes en la Antigüedad y David será el primer maestro de referencia; sus desnudos continúan con la temática mitológica, como apreciamos en Psiqué y Cupido o Venus y Marte. Pero es Ingres el pintor que más tratará el tema del desnudo: la Bañista de Valpinçon, la Gran Odalisca o el Baño turco son algunos magníficos ejemplos. El Romanticismo no abandonará el desnudo como tema, aportando importantes dosis de exotismo y orientalismo, como observamos en las Mujeres turcas en el baño o la Mujer con un loro, lienzos ambos de Delacroix, sin renunciar a la intensidad dramática de los desnudos masculinos de Gericault. Pero será el Realismo el movimiento que nos muestre a las mujeres y los hombres tal y como son, de carne y hueso. Buena muestra de esto sería el curioso lienzo de Courbet titulado el Origen del mundo, las Bañistas o El sueño, trabajos del mismo autor. Esta tendencia a abandonar la idealización se continúa en el Impresionismo. El Desayuno en la hierba y la Olimpia de Manet; las Bañistas de Renoir o las jóvenes de Degas son algunos de los ejemplos de desnudos que nos presenta este movimiento. El desnudo también será un interesante tema para la vanguardia. Expresionistas como Kirchner o Rouault; simbolistas como Puvis de Chavannes o Gustave Moreau; fauvistas como Matisse; cubistas como Picasso o Braque; miembros de la Nueva Objetividad alemana como Christian Schad; artistas pop como Hockney; pintores naïf como Foujita o el Aduanero Rousseau; surrealistas como Paul Delvaux, Salvador Dalí, Marc Chagall o Rene Magritte. Todos se interesarán tarde o temprano por el desnudo. Pero si tenemos que elegir un pintor del siglo XX que cultive especialmente esta temática, hemos de elegir a Amedeo Modigliani, cuyos magníficos desnudos no dejan de estar cargados de inquietud, de tensión interior y desasosiego.
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El desnudo ha sido una de las temáticas más tratadas por los artistas a lo largo de la Historia del Arte, a pesar de las prohibiciones religiosas y morales que siempre pesaron sobre este asunto. En la Prehistoria encontramos los primeros ejemplos con las famosas Venus, representaciones femeninas posiblemente relacionadas con la fertilidad. En el mundo egipcio también se trata el desnudo, especialmente en la decoración de las tumbas. El desarrollo artístico de la Dinastía XVIII alcanzará su momento culminante en la época de Akhenatón, etapa caracterizada por el naturalismo de las figuras. En Grecia el desnudo alcanza la culminación en la escultura con las obras de los grandes maestros: Fidias, Policleto, Mirón o Praxíteles. La decoración de las cerámicas nos permite contemplar un buen número de desnudos, e incluso escenas de fuerte intensidad erótica. Estas escenas cargadas de erotismo las volvemos a encontrar en la decoración de las tumbas etruscas. Y que duda cabe que el mundo romano asumirá todas las influencias mediterráneas también en la temática del desnudo. Las paredes de las villas se cubrirán de escenas mitológicas y cortesanas. Mosaicos y frescos nos permiten contemplar los cánones de belleza de esta época. En la Edad Media se produce una fuerte reacción religiosa contra el desnudo. La idealización que caracteriza tanto el mundo románico como el gótico nos presenta unas estilizadas figuras que sólo aparecen desnudas en la representación de los primeros momentos de la creación o como ejemplo del pecado. En el Renacimiento se produce un significativo cambio de mentalidades. La antigüedad clásica será la nueva referencia artística, por lo que los desnudos vuelven a hacer acto de presencia. Muchos de los artistas se inspiran en los relieves o las estatuas griegas o romanas, si bien buena parte de los desnudos están rodeados de significado religioso. Pero la gran novedad la encontramos en el tratamiento de los asuntos mitológicos, donde los artistas pueden dar todo lo que llevan dentro. Así Botticelli nos presenta el Nacimiento de Venus o la Primavera; Tiziano realiza sus famosas Poesías para Felipe II; Durero rompe con el idealismo de tiempos anteriores en su Adán y Eva; Leonardo busca las proporciones hasta en el cuerpo humano; Miguel Angel culmina el estudio anatómico con sus maravillosos Ignudis o la Creación de Adán. El cuerpo humano se descubre definitivamente y dará lugar a la ampulosidad del Barroco.
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Uno de los objetivos de la pintura del Renacimiento es crear efectos de perspectiva. Para ello se situarán los personajes en un entorno arquitectónico o paisajístico, dotando a la composición de un efecto espacial. En un primer momento, los paisajes serán meros telones de fondo, pareciendo totalmente ficticios. Pero a medida que pasa el tiempo, las figuras se van integrando de manera más acertada en el paisaje y éste va adquiriendo más importancia en la composición, llegando un momento en que el paisaje se convertirá en un asunto autónomo, como podemos observar en esta Vista de Toledo que pintó El Greco. En época barroca el paisaje se convertirá en una temática independiente. Uno de los primeros pasos en esta dirección lo dará Annibale Carracci con su Huída a Egipto, donde las figuras se ven desbordadas por un bucólico paisaje de corte clásico. Pero el gran maestro del clasicismo en el paisaje será el francés Claudio de Lorena; sus obras consiguen unos maravillosos efectos poéticos gracias a la atmósfera con dorada niebla producida por la luz solar. Normalmente, son muy similares, siguiendo una composición predispuesta, muy idealizada. Sus composiciones resultan sumamente equilibradas, y sientan el modelo que se tomará durante todo el paisajismo posterior. Poussin será uno de sus principales seguidores y sus pinturas están en esta línea clasicista inaugurada por Carracci, mostrando sus paisajes bajo la excusa de tratar temas religiosos o mitológicos, en un momento en que el género paisajístico comienza a alcanzar su autonomía. En los Países Bajos este género alcanzará una importante difusión. La razón debemos buscarla en el aumento de la demanda de este tipo de cuadros por parte de la burguesía, verdadero motor de la economía holandesa de la época. Los paisajistas holandeses nos ofrecen una visión más naturalista de su entorno, abandonando el clasicismo italiano. En España el género paisajístico apenas tiene importancia frente a la pintura religiosa, aunque encontramos algunos ejemplos siguiendo la línea clasicista. Velázquez y sus vistas de la villa Medicis son un caso aparte, ya que gracias a su interés por la luz se consideran como un paso hacia el impresionismo.
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A lo largo del siglo XX la altura de los rascacielos alcanzará cotas nunca antes vistas. En 1890 se construye el World Building, obra de George B. Post, con 94 metros de altura. En 1892 Burnham y Root levantan en Chicago el Masonic Temple hasta los 92 metros a la altura del tejado. El Manhattan Life Insurance Company Building de Nueva York supera los 100 metros sólo un año más tarde. Kimball y Thompson son los arquitectos. George B. Post alcanza los 96 metros con su St. Paul Building, construido entre 1895-98 En 1899 R.H. Robertson diseña el Park Row Building, edificio de 118 metros de altura. El Singer Building de Ernest Flagg mide 187 metros y se construyó entre septiembre de 1906 y mayo de 1908. La torre Metropolitan Life Insurance supera los 200 metros. Fue construida entre 1907 y 1909 por Napoleon LeBrun e hijos. El Woolworth Building se construye entre 1910 y 1913, alcanzando los 241 metros de altura. Su arquitecto es Cass Gilbert. En 1930 se finaliza el Manhattan Company Building, superando ya los 300 metros. Ese mismo año se inaugura uno de los rascacielos emblemáticos de la Gran Manzana neoyorquina: el Chrysler Building con 319 metros de altura, diseñado en forma de aguja por William van Alen. Un año más tarde el Empire State Building se elevaba hasta los 381 metros, convirtiéndose en un clásico de la imagen de Nueva York. Shreve, Lamb y Harmon fueron los encargados del diseño de este edificio. La fiebre de la altura se detuvo hasta que en 1973 se inauguraron las Torres Gemelas del World Trade Center, obra maestra del arquitecto Minoru Yamasaki derribadas por un atentado terrorista el 11 de septiembre de 2001. Poco tiempo le duraría, no obstante, el record a las Torres Gemelas ya que al año siguiente se finalizaba la construcción de la Sears Tower en Chicago, de 443 metros, obra de Bruce Graham y el gabinete de Skidmore, Owings and Merrill. El 28 de agosto de 1999 se inauguraban las Torres Petronas en Kuala Lumpur (Malasia). El gabinete de arquitectura de Cesar Pelli sería el encargado del diseño, levantando las dos torres hasta los 452 metros.
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Posiblemente, el retrato es el género escultórico preferido en Roma. Su origen está vinculado con una práctica funeraria lo que provocará su aspecto profundamente realista ya que los patricios tenían la costumbre de hacer mascarillas de cera de sus difuntos para conservarlas en los atrios de sus hogares. Los etruscos ya realizaron retratos cargados de fuerza y realismo como el famoso Arringatore. El retrato en época republicana se debe, en su mayoría, a artistas griegos. Aun así, se interesa por la personalidad grave y sería de los modelos, aportando energía y decisión a las estatuas. Entre los primeros retratos imperiales destacan los de Augusto, bien como pontifex maximus o en calidad de cónsul cum imperium, pero siempre interesándose el artista por el realismo del modelo. De esta manera, el cabello liso y caído en mechones sobre la frente se convierte en moda hasta época de Trajano, en los inicios del siglo II. La barba empezará a generalizarse en época de Adriano, aumentando considerablemente de tamaño en la segunda mitad del siglo II, al tiempo que el cabello se hace más rizado y voluminoso como se observa en los retratos de Marco Aurelio o Caracalla. En la segunda mitad del siglo III se intensifica la expresión del rostro a través de un modelado seco y duro, como se pone de manifiesto en los retratos de Constantino. En cuanto al retrato femenino, de época republicana se conservan escasos ejemplares, destacando el busto de Clitia que el artista nos presenta surgiendo del cáliz de una flor. En época de Augusto, las mujeres presentan un peinado bajo, con raya en el centro y ondulado en los lados, como observamos en el de Agripina. Bajo los Flavios, en el último tercio del siglo I, el peinado femenino se transforma gracias a Julia, la hija de Tito, que impone un cabello rizado, a modo de nimbo alrededor de la parte superior del rostro. A mediados del siglo II se produce un nuevo cambio ya que el peinado baja de nuevo y se recoge en la nuca gracias a un moño. El peinado bajo continuará descendiendo a la largo de la centuria siguiente.
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Al lado de la actividad de los banqueros privados, en el siglo XVII se extendió por aquellas partes de Europa, cuya economía presentaba un mayor grado de evolución capitalista, el sistema de bancos públicos nacido en la Italia medieval. La incorporación de los logros de la tradición bancaria italiana respondió al doble impulso del desarrollo de los negocios privados y de la demanda estatal de crédito. El más activo de entre los bancos del norte de Europa durante este siglo fue el Banco de Amsterdam (Wisselbank), fundado en 1609. En un principio, la banca europea respondía a los intereses comerciales, al constituirse como entidades de depósito y al llevar a cabo transferencias entre las cuentas abiertas por los comerciantes. Ello favorecía la fluidez de los negocios. Más tarde, los bancos fueron convirtiéndose también en entidades de crédito. El Banco de Amsterdam jugó también un activo y necesario papel al imponer orden en la diversidad de monedas que afluían al mercado holandés. El comercio de metales preciosos constituyó, en este sentido, una vertiente importante de su actividad. Sin embargo, al igual que ocurría en otros bancos, como el de Rotterdam o el de Hamburgo, el Banco de Amsterdam no realizaba descuentos de letras de cambio ni emisión de billetes. Estas modernas funciones bancarias sí fueron en cambio asumidas por el Banco de Inglaterra, fundado en 1694. La emisión de papel moneda, aunque con un valor casi anecdótico, ya había sido probada por el Banco de Estocolmo a mediados de siglo. Pero el auténtico protagonismo del Banco de Inglaterra, como institución pionera en la emisión de billetes reembolsables a la vista por moneda metálica a solicitud del tenedor, está fuera de duda. La emisión de billetes que actuaban como pagarés al portador (running cash notes) estuvo ligada al crédito estatal, función a la que, a su vez, estuvo vinculado el propio nacimiento del Banco de Inglaterra.
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Durante el siglo XVIII se mantuvieron, en general, las altas tasas de natalidad-fecundidad, pero no hubo una evolución completamente uniforme. Abundan los países con tendencia a su aumento en relación con un clima económico favorecedor del matrimonio. Ocurrió, por ejemplo, allí donde hubo procesos colonizadores. Pero el proceso adquirió especial relevancia en Inglaterra y E. A. Wrigley y R. S. Schofield han demostrado que fue éste el motor principal de la expansión demográfica inglesa. Se trata, no obstante, de un caso peculiar, ya que Inglaterra mantenía un régimen demográfico de baja presión, es decir, en el que predominaban los controles o frenos preventivos -edad de matrimonio y celibato definitivo más elevados, con su corolario de fecundidad relativamente más baja- sobre los positivos -mortalidad, siempre menor, en líneas generales, en Inglaterra que en el resto de Europa-. En este contexto, y con el estimulo de los cambios económicos, la reducción de la edad de la mujer al primer matrimonio -de 26,2 años en 1740-1749 a 24,9 en 1750-1799- y de la proporción del celibato definitivo femenino -en el primer cuarto de siglo alcanzaba el 15 y en algunos momentos el 20 por 100; en el último, era inferior al 7 por 100- trajo como consecuencia el incremento de la tasa de natalidad, del 31-33 por 1.000 a casi el 40 por 1.000 a lo largo del siglo. La adecuada respuesta económica al crecimiento de la población hizo que no se llegara a poner en peligro seriamente la delicada relación población-recursos, permitiendo un desarrollo con menos dificultades que en el Continente. Pero hubo casos de evolución contraria. En Francia, concretamente, la tasa de natalidad, mantenida en torno al 40 por 1.000 hasta 1770, descendió luego, muy lentamente al principio, más acusadamente desde la Revolución, quedando en el 32 por 1.000 en 1805-1809. La explicación reside en la cada vez más generalizada práctica de la contracepción, ya detectada desde bastante tiempo atrás entre la elite social de algunas ciudades, no sólo francesas, y propagada primero al resto de la sociedad urbana, donde se siguió practicando más intensamente, y después al medio rural -se engaña a la naturaleza hasta en las aldeas, denunciaba, desde sus postulados populacionistas, J. B. Moheau en 1778-. En Rouen, por ejemplo, la fecundidad cayó en un 40 por 100 entre mediados del siglo XVII y el período 1760-1789; se estima que en este último período más de la mitad de las parejas -sólo entre el 5 y el 10 por 100 a finales del siglo XVII- controlaba conscientemente la natalidad. Su difusión por el campo, sin embargo, fue bastante desigual, aunque en determinadas áreas se practicara con cierta intensidad antes de la Revolución. Ésta no haría sino extender e intensificar, si bien irregularmente, una práctica que, casos particulares al margen, aparecía en Francia con casi cien años de anticipación respecto al resto de Europa. El interés por no dividir las herencias en exceso, la mayor preocupación por la vida material, la posibilidad de educar mejor a pocos que a muchos hijos, la tendencia a evitar las molestias y peligros de los embarazos y partos por parte de unas mujeres que se preocupan por sí mismas más que en el pasado, o el triunfo del individualismo han sido algunas de las razones esgrimidas para explicar -siempre insuficientemente- un fenómeno que, en cualquier caso, traduce un debilitamiento de la influencia religiosa sobre la sociedad francesa. El mismo que se manifiesta en otros aspectos, como el incremento de la proporción de embarazos prenupciales y, sobre todo, de nacimientos ilegítimos: aunque en el mundo rural permaneció muy baja, llegó a alcanzar el 8-12 por 100 en las ciudades, y hasta cerca de un tercio del total de los bautismos la suma de ilegítimos y abandonados en el París de los años setenta.