Una faceta importante durante el Paleolítico Superior es la pintura rupestre en cuevas y abrigos rocosos. Sin que en ningún momento alcance la relevancia que tiene en el Viejo Continente, cada vez tenemos mayor constancia de su valor en la visión del mundo y el ritual del hombre de finales del Pleistoceno. En Norte y Centro América lo cierto es que las representaciones apenas incluyen escenas de fauna extinta, sino animales típicos del Holoceno, y muy raramente grandes herbívoros. En diversos abrigos y cuevas de Sonora y Baja California, en la cueva de Loltún en Yucatán y en Oaxaca aparecen hombres atravesados por flechas, escenas de caza y pesca, venados, águilas, alces, etc. En América del Sur, se han encontrado en similares ambientes formas negativas o improntas de manos en el sur de Argentina, con puntos, cruces y círculos, combinados con un estilo de escenas de cacería y diversos motivos geométricos. En Lauricocha y Toquepala, Andes Centrales, se ha hallado más de un centenar de figuras de hombres y animales en distintos momentos de persecución y caza. Todas ellas se han interpretado dentro de un contexto ritual y de ceremonias de propiciación.
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El arte rupestre español es una de las muestras más interesantes y amplias del panorama mundial. Nos encontramos con dos focos claramente diferenciados, desde el punto de vista geográfico, estilístico y cronológico: el área cantábrica y el arco levantino. En la cornisa cantábrica se desarrolla el arte rupestre paleolítico, fechado entre los años 30000 y 8000 a.C. Se trata de un estilo naturalista, en el que abundan los animales, realizado por artistas anónimos en las paredes de las cuevas que habitaban. Las pinturas de Altamira son el mejor ejemplo de este arte rupestre, consideradas por los especialistas la "Capilla Sixtina del Arte Paleolítico". El arte rupestre del arco mediterráneo es tremendamente original, ya que no tiene paralelo próximo en otros horizontes culturales. Su cronología se establece entre el VI y el III milenio a.C., apreciándose diversas fases estilísticas, que van del naturalismo al esquematismo. Paredes y cornisas de abrigos son el marco donde se hallan estas impactantes obras de arte. No en balde, la originalidad de este fenómeno artístico le valió la declaración de Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO en el año 1998.
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El primer arte de la Humanidad aparece en la etapa de la historia llamada Paleolítico Superior, que comprende entre los 30.000 y los 8.000 años a.C., en números redondos. En esos tiempos existía en Europa un clima rudo, con alternancia de largos milenios de frío húmedo y frío seco, siempre dentro de lo que comúnmente se denomina un período glaciar, y con otras etapas, llamadas interglaciares, de clima menos riguroso y algo más cortas. Los hombres que habitaron en este periodo vivían de la caza y la recolección y habitaban en cuevas o abrigos rocosos, de forma estacional. En estos lugares desarrollaron un arte, el primero de la Humanidad. Las paredes de las cavernas fueron decoradas con pinturas, al tiempo que realizaron pequeñas esculturas y objetos de arte mueble. Con un foco principal en la cornisa cantábrica, el arte paleolítico tiene numerosos puntos dispersos en la geografía de la Península Ibérica. En la España cantábrica son más de 60 las cuevas con arte. El arte rupestre o parietal paleolítico en España fue descubierto por el santanderino Marcelino Sanz de Sautuola que, desde 1875, excavaba en la cueva de Altamira. Otras dos piezas clave en estos descubrimientos fueron el abate Henri Breuil, toda una vida dedicada al arte prehistórico, y Herminio Alcalde del Río. En el arte parietal hay que distinguir el que se encuentra en el interior de las cavidades del realizado en sus bocas o en abrigos abiertos. La naturaleza de los soportes disponibles condiciona, como es lógico, la realización de las obras. Grabado y pintura, o la combinación de ambos, dominan en el interior de las cuevas. El repertorio de temas del arte paleolítico se concreta en figuras de animales, figuras humanas -incluidas manos aisladas- y signos de difícil interpretación. Predominan las representaciones de animales, hasta el punto que se ha podido escribir que el arte del Paleolítico es un arte esencialmente animalista. El caballo es el animal más representado; le siguen bisontes, uros, cabras y renos. A lo largo del último siglo han existido diversas interpretaciones sobre el significado del arte paleolítico, como la de la magia propiciatoria, la de la reproducción animal y humana, la del arte por el arte, la del totemismo, etc. Para los investigadores actuales, quien sostenga solamente una de estas hipótesis se equivoca. Sobre el terreno, en la profundidad de las galerías humanas, ante las figuras milenarias, cada uno se interroga y no sabe por qué teoría inclinarse. Altamira es el máximo exponente del arte paleolítico español. La llamada Sala de Polícromos alberga una de las mejores colecciones de pintura rupestre del mundo. Esta sala fue considerada por Breuil "la Capilla Sixtina del Arte Paleolítico", pues las figuras se caracterizan por su gran realismo y expresividad. Aparte del Cantábrico, el otro gran foco de arte rupestre prehistórico en España lo encontramos en la zona levantina. Tanto por su estilo como por su temática, el denominado arte rupestre levantino es una de las manifestaciones plásticas más personales de la Prehistoria hispana, ya que no existen paralelos próximos en otros círculos culturales peninsulares, europeos o incluso de otros continentes. Esta originalidad le ha valido la catalogación como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1998. El marco en el que se realizaron los frisos pictóricos de este arte levantino son las paredes y, más raramente, las cornisas de abrigos o covachos rocosos, abiertos por la naturaleza en diversos puntos de las serranías del tercio oriental peninsular, desde los Pirineos hasta la Penibética. Cronológicamente, estas pinturas fueron realizadas entre el V y el III milenio a.C. El empleo casi exclusivo de la pintura; el uso de pinceles de pelo o plumas finas; la utilización de rojo, negro y blanco; figuras siempre monocromas; y su tamaño reducido son las características principales del Arte levantino. Desde el punto de vista estilístico, el Arte levantino muestra todo tipo de concepciones, desde el naturalismo hasta el esquematismo, pasando por diversas fases de estilización y llegando al geometrismo. Los aspectos que se reproducen en el Arte levantino pueden quedar englobados en tres grandes apartados: actividades económicas, actividades bélicas y manifestaciones de carácter lúdico o religioso, si bien existen algunas escenas difíciles de clasificar. Como bien hemos podido comprobar, el arte rupestre prehistórico en España presenta una amplia variedad de yacimientos, estilos y temática. Este arte rupestre, patrimonio de todos, debe contar con la máxima protección de todas las instituciones, para que el arte de nuestros antepasados pueda ser admirado también por nuestros herederos.
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El arte rupestre tiene como soporte la roca natural y se manifiesta mediante la aplicación de pintura o modificando la superficie a base de la técnica del grabado más o menos fino, ancho o profundo. Generalmente aparece al aire libre, pero cada día aumentan los testimonios que aseguran la existencia de un arte calcolítico en cueva en donde se puede hallar tanto pintura como grabado atribuidos a este período. Las diversas modalidades del soporte y de las técnicas, así como las preferencias regionales por determinadas formas de expresión, fuerzan a diferenciar una serie de ciclos u horizontes artísticos que se desarrollan a lo largo del Calcolítico. Sin embargo, conviene advertir que, como en un saco sin fondo, muchos grabados rupestres españoles (incluidos los de las islas Canarias) clasificados de esquemáticos, no pertenecen al Calcolítico. La investigación está tratando de deshacer equívocos y llevar a sus justos términos (dentro de los problemas) el abuso de la etiqueta sin ninguna connotación cultural. Por otra parte, los trabajos más recientes están demostrando que las manifestaciones artísticas de carácter rupestre (incluyendo la categoría de arte en estructuras) fueron durante el Calcolítico más complejas y singularizadas de lo que se ha supuesto tradicionalmente. En aras de la brevedad y la simplificación del texto, se mencionan únicamente aquellos ciclos artísticos mejor conocidos y de mayor tradición bibliográfica: Pintura esquemática. Es el arte rupestre más característico y de mayor amplitud puesto que, con mayor o menor intensidad, se extiende por toda la geografía de la Península Ibérica. El soporte más común son los abrigos y paredes bañadas por el sol, localizados en lugares abruptos o fragosos, generalmente nucleizados en conjuntos aunque con cierta distancia entre unos lugares y otros. La caliza y la cuarcita son las piedras preferidas y sólo excepcionalmente se utilizará el granito u otras rocas. La pintura, por lo común dentro de la gama roja, negra en menor medida y blanca por excepción, traza dibujos muy simples, reducidos a meros esquemas lineales y motivos abstractos, difíciles de relacionar con entidades reales. El tamaño, generalmente pequeño, tiende a no sobrepasar los 20 cm aunque el artista puede expresar con las diferencias la jerarquía o la importancia de una determinada figura o dibujo. Así, conocemos determinados personajes tocados con cuernos, plumas... o metamorfoseados de animal que sugieren la representación de posibles jefes o de oficiantes religiosos, cuyo elevado rango, o el papel que desempeña en el plano social, impone destacar el tamaño de la imagen pintada. La temática abunda en la figura humana por lo común asexuada o definida por la agregación de detalles muy escuetos que hacen referencia a los senos o al sexo. Detalles de este tipo definen determinadas actitudes o adornos, siempre que el dibujo permita reconocer esta entidad humana que llega a reducirse a la simple línea vertical. Otro tanto se puede decir de los animales, sobre todo los cuadrúpedos, condensados en las líneas básicas del tronco y de las patas y en las referencias a destacadas cornamentas, especialmente si se trata de ciervos. Ramiformes, dibujos a modo de sol, lineas en zig-zag, escaleras... remiten a las mismas connotaciones simbólicas y a los mismos elementos que los conocidos en la decoración cerámica, incluso mucho más diversificados porque el campo artístico del arte rupestre es más amplio y son mayores las posibilidades del dibujo. Los ojos, enmarcados por grandes cejas y tatuajes, junto a determinados signos cuya silueta guarda estrechas semejanzas con los ídolos, refuerzan esta idea de comunidad mental y de simbolismo compartido, con tal grado de abstracción que se llega a suprimir todo dibujo y reducir la grafía pintada a la reiteración de puntuaciones y barras con carácter monotemático. Respecto a la composición se pueden diferenciar dos grandes tendencias. Una, que parece fuera de toda norma, nos muestra los dibujos concentrados en un determinado espacio, ocupando el panel sin cesar en el ritmo aparentemente anárquico de los dibujos. Otra tendencia está en distribuir los dibujos por el panel rocoso de una manera más armónica, observando diversos esquemas compositivos (verticales, horizontales, en ángulo...) que permiten seguir la cadencia de los grupos, cada uno con unas asociaciones de referencia al pequeño conjunto, delimitado en muchos casos por la propia topografía de la roca. Incluso no faltan ocasiones en que se advierten las preferencias por situar determinados motivos en un espacio concreto. Dentro de este orden mental, el accidente rocoso puede convertirse en un elemento más del mensaje proyectado, llegando a integrar el microrrelieve como parte de la composición o del motivo, aspecto que se acusa claramente en motivos oculados o en la representación de soles sin que nos quede claro hasta qué punto el capricho del relieve condicionó el tema o; por el contrario, fue el tema el que buscó deliberadamente el recoveco rocoso más adecuado para enfatizar la sugestión que trasmite la voz del dibujo. Pese a todos los caracteres que se enumeran para identificar y unificar el espíritu que subyace en la pintura esquemática, a nivel regional se detectan claros localismos con preferencias por ciertos tipos humanos, determinados ídolos, presencia o ausencia de tales motivos, etc. Tradicionalmente la pintura esquemática se ha considerado como auténticas pictografías, a medio camino entre la escritura y el dibujo. Ciertamente, el uso de un repertorio hasta cierto punto limitado en referencias, y la insistencia, al igual que en el arte mueble, en asociar determinados signos o motivos, multiplicando el número, cambiando la disposición, añadiendo nuevos elementos, etc., sugieren que estas expresiones mentales están codificadas y, aunque no se trate de la existencia de un auténtico control de la sintaxis a manera de la auténtica escritura, las recurrencias fuerzan a pensar que existe una organización interna o una estructura mental compartida e inteligible que guía las referencias del artista y la lectura por los demás del contenido del mensaje. El significado de la pintura esquemática, como casi todo el arte rupestre, es hermético. También desconocemos por qué razones se eligieron los lugares en donde con toda certeza se fueron acumulando nuevos dibujos a lo largo del tiempo o se repintaron los más antiguos. Incluso en la franja mediterránea, caracterizada por el desarrollo del arte levantino, los abrigos con arte esquemático tienden a no coincidir con el soporte elegido para las manifestaciones más antiguas; en caso de una intromisión, es frecuente que el arte inrusivo se limite a la periferia de los grupos, respetando los dibujos, típicamente levantinos. Por otra parte, en la mayoría de los conjuntos, por no decir en todos, se ignora cuál es su contexto cultural o a qué poblados o grupos hemos de atribuir estas manifestaciones rupestres. Hilvanando recurrencias y sobre todo por el predominio de los elementos típicamente calcolíticos, se puede asegurar que una buena parte de esta pintura genéricamente clasificada de esquemática es calcolítica o está dentro de esta mentalidad, pero algunos elementos (por ejemplo, la presencia de ciertos tipos de armas e incluso la tendencia a figuras humanas más corpóreas o menos esquemáticas) demuestran que esta pintura ocupa un tiempo más dilatado, sobre todo fuera del área que culturalmente es más avanzada o más precoz en el cambio cultural. Tampoco debe descartarse que si este modo de expresión esquemática y simbólica arranca del Neolítico, algunos de estos abrigos puedan alcanzar mayor antigüedad. Aunque el soporte preferido para la pintura esquemática sea al aire libre o en paredes bañadas por la luz, tampoco se desdeñaron los lugares cerrados, es decir, las cuevas. En estas ocasiones, las menos frecuentes, el contexto se puede identificar mejor y suele ser funerario. Pero en la mayoría de los conjuntos de arte esquemático no está suficiente contrastada la posibilidad de generalizar esta función de vínculo con la muerte. Todo lo contrario, emplazamiento, altura, visibilidad, diferencias en el tamaño de los abrigos elegidos como soporte, variedad temática, etc. hacen sospechar que existe un orden interno en la conformación del conjunto y que tanto el hecho de pintar en las rocas como el de acceder periódicamente a estos mismos lugares debía tener una connotación religiosa. Cuando sobre un mapa se localiza la dispersión de las tumbas megalíticas y la situación de los lugares con arte rupestre dos son los resultados: a) El arte ocupa una zona marginal o externa respecto a la localización 28 de las sepulturas megalíticas. Casi en todos los casos estas tierras marginales, por lo quebrado del relieve, son más aptas para la ganadería que para el cultivo. b) La expansión de este fenómeno artístico, a partir del Mediodía, parece trazar una cadencia en ascenso, rellenando el vacío generado por la ausencia o escasa representación de tumbas megalíticas. Las preguntas sin respuesta son: ¿las zonas que soportan los conjuntos de pintura esquemática fueron espacios compartidos por varias comunidades o marcan barreras entre los territorios? ¿Sustituyen estos conjuntos pintados las referencias focales atribuidas a los megalitos? Si tomamos como paradigma la función social e ideológica que se atribuye a los megalitos, el arte rupestre podría explicarse como referencia a un lugar de actividad ritual, propiciador de ceremonias que afianzaran las alianzas y reafirmaran la conexión entre los pequeños grupos dispersos. Es decir, estos núcleos con arte actuaron en los distintos lugares como una especie de polo que mantenía las relaciones sociales por mediación de rituales periódicos. Grabados del Noroeste: En territorio galaico, extendiéndose al norte de Portugal, se conocen una serie de grabados, muy particularizados en su forma de expresión y soporte (dentro de una línea que enlaza más con lo Atlántico que con el Mediterráneo) a los que suele denominarse insculturas o petroglifos (especie de escritura en piedra). Aparecen siempre al aire libre, en rocas graníticas que afloran en superficie, con preferencia por las rocas más lisas y una distribución preferentemente litoral (la mayor concentración en la provincia de Pontevedra). En su emplazamiento tienden a circundar los asentamientos, en los límites del territorio, ocupando zonas libres de cultivo y poco visibles. Los dibujos con dominio del tema geométrico más que figurativo se trazan con surcos de cierta profundidad y perfil en U bastante abierto. Atendiendo al arte puramente prehistórico la investigación más reciente se pronuncia por un ciclo relativamente corto, iniciado en la transición entre los milenios III y II a. C. Motivos muy contados podrían señalar los comienzos de este arte durante el Calcolítico, alcanzando su máxima expresión durante el Bronce Antiguo. El repertorio de la época que nos ocupa es marcadamente simbólico: cazoletas, puntos y distintas combinaciones de círculos (concéntricos, radiados, etc.) como tema dominante. Con más dudas, algunas espirales y cérvidos (de tendencia realista aunque de silueta simple y convencional) y sobre todo algunos pocos dibujos de aspecto idoliforme por su paralelo con los ídolos cilíndricos, siempre en una proporción mínima, con ausencia total de la figura humana. Entre las armas figuradas únicamente cabría la posibilidad de relacionar con este momento algunos de los puñales identificados como de tipología campaniforme, aunque en esta área las pautas culturales son algo diferentes al resto de la Península. Todos estos sujetos pueden aparecer en agrupaciones monotemáticas o formando ciertas combinaciones. Estos grabados se interpretan siempre en sentido simbólico-religioso, con cierto dominio de la idea solar, sin descartar posibles relaciones con lo funerario o incluso con el aspecto trascendente que pudo jugar el ciervo entre estas poblaciones.
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Tal vez la manifestación artística más conocida de Argentina, cuyos ejemplares se encuentran en todos los museos y colecciones del mundo, sean las urnas funerarias de la cultura Santa María, que corresponde ya al período tardío y se desarrolló en el valle del mismo nombre, al norte de la provincia de Catamarca. Sus asentamientos tienen forma de poblados concentrados, a veces rodeados de murallas defensivas y ubicados en lugares casi inexpugnables. Las viviendas se aglutinan a modo de panales, construidas de piedra. Aparecen también caminos, obras hidráulicas, corrales de ganado y centros ceremoniales. Su economía fue de carácter mixto, agrícola y ganadera. Las famosas urnas se presentan en distintas variantes en torno a un tipo característico. El cuerpo es ovoidal con la base cónica, y el cuello recto y largo se abre en la boca. La decoración combina la pintura con un modelado rudimentario en forma de una figura vagamente antropomorfa cuyo rostro se encuentra en el cuello de la urna y los brazos se colocan sobre el cuerpo. Los motivos pintados son de carácter diverso y llenan completamente el espacio a base de temas geométricos e incluso figurativos. Los diseños, rígidamente establecidos, se repiten una y mil veces, pero en multitud de combinaciones diversas donde probablemente entraba la libre imaginación del artista, ya que no se encuentran dos urnas iguales, aunque el lenguaje empleado en ellas sea siempre el mismo. Otro interesante exponente del arte santamariano son los grandes discos de metal, bronce generalmente y que parecen tratarse de escudos. Alcanzan los 40 cm de diámetro y en una de sus caras se decoran con cabezas humanas trianguloides y serpientes de doble cabeza. Frente a la profusión decorativa de las urnas destaca la limpieza y simplicidad de estos escudos, cuya ornamentación se dispone de manera sencilla, equilibrada y armoniosa, dejando, si es necesario, grandes espacios vacíos. Todas las manifestaciones del arte santamariano parecen reflejar un fuerte carácter guerrero, tanto en sus representaciones como en el carácter de sus objetos, entre los que las urnas para el entierro de niños hacen pensar inevitablemente en la práctica de sacrificios.
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El arte sumerio nació, ante todo, como una manifestación del sentimiento religioso, siendo destinado a la glorificación oficial de la fe y del poder político tan íntimamente unido a aquélla. En este sentido, el arte sumerio fue un arte anónimo, colectivo y de una continuidad estética acusada, copiándose una y otra vez los modelos antiguos, tenidos como paradigma. En cambio, en las artes menores, al ser mucho más personales, se alcanzaron cotas de originalidad, caso de la glíptica y de la orfebrería, donde la variedad de temas y la soltura técnica revelan la existencia de grandes artistas. La actividad principal de los sumerios fue la construcción de templos y palacios, entes que se convirtieron en centros absolutos del quehacer cotidiano y que significaban la condición primordial de toda existencia, ya que sin el binomio dios-rey o, lo que es lo mismo, templo-palacio, no podía existir la ciudad o la aglomeración humana. Sin embargo, la arquitectura estuvo muy condicionada por los pobres materiales de construcción existentes en el país (adobe y ladrillo, caña, palmera). La carencia de madera y piedra dificultaron su desarrollo y en buena parte han sido las causantes de que apenas nos haya llegado nada. Conocemos muy poco de los templos de Eridu, de Gawra, de Uruk (Templo de caliza, Templo blanco), todos ellos de planta rectangular, o de Tutub, también rectangular, pero rodeado por una doble muralla ovalada. Nada ha sobrevivido del famosísimo templo Eninnu de Girsu, restaurado por Urbaba y reconstruido por Gudea, y tan sólo nos han llegado algunos restos de la monumental torre escalonada del templo de Ur. De los palacios sumerios (Eridu, Kish, Tell Brak, Ur, Eshnunna) es también poco lo conservado, con excepción del palacio de Mari, reconstruido y ampliado a lo largo de su historia. Muy poco se puede decir de los edificios civiles sumerios (casas, almacenes), así como de sus obras de ingeniería (murallas, caminos, canales, puertos fluviales, fortalezas). Como se dijo, los sumerios alcanzaron un gran nivel artístico en la glíptica, manifestado en sus sellos de botón o cilíndricos (verdadera tarjeta de identidad personal de sacerdotes y funcionarios). Los millares de ejemplares llegados nos sorprenden tanto por su dominio técnico como por la amplísima variedad de temas de desbordante imaginación. Obra cumbre del relieve sumerio es el Vaso de Uruk, soberbia pieza de alabastro de casi un metro de altura, que representa en sus tres frisos escenas alusivas a la procesión y ritual de las fiestas del Año Nuevo. Piezas relivarias de buen nivel artístico son algunas estelas (Estela de los buitres de Eannatum, Estela de la victoria de Naram-Sin, Estela de Urnammu), placas (Placa de Khafadye, Placas de Urnanshe y de Dudu de Lagash) y mazas votivas (Maza del Museo de Copenhague, Maza de Mesilim de Kish). También la estatuaria de bulto redondo conoció obras excepcionales: la Cabeza de la dama de Uruk (en realidad, una placa), de rasgos muy naturales y serena expresión; el gran número de esculturas de diferentes tamaños y épocas (el grupo de orantes del templo de Abu en Eshnunna, las estatuas de Ibih-il y de Lambi-Mari, la estatua de Manishtusu y las magníficas estatuas de Gudea -sentado o de pie- de las que nos han llegado una treintena y que constituyen el culmen de la estatuaria sumeria). Con excepción de unas esculturillas y los clavos de fundación, muy pocas son las obras artísticas trabajadas en metal que han pervivido hasta hoy. Se reducen a unos candelabros (Kish) y pedestales para ofrendas (luchadores de Tell Agrab), la maqueta de una cuadriga de onagros (Tell Agrab) y un panel con el águila Imdugud (El Obeid), todos ellos en cobre y de época protodinástica. De época acadia nos han llegado dos magníficos ejemplares en bronce: una espléndida cabeza de rasgos mayestáticos -cabeza que a nuestro entender simboliza la concepción teocrática de la monarquía- y que pudo representar a Sargón I de Akkad o a Naram-Sin, y la parte inferior de una figura femenina, hallada en Dohuk, con una dedicatoria a Naram-Sin. Donde los sumerios alcanzaron gran perfección fue en la orfebrería, según demuestran los objetos hallados en las tumbas reales de Ur (ajuares, joyas de la reina Puabi, arpas, carnero rampante, casco de oro de Meskalamdug, etc.) y el magnífico Vaso de plata de Entemena, quizá la obra cumbre de la orfebrería sumeria, realzado con finas incisiones. Mención especial debe hacerse de los llamados estandartes, en realidad magníficos paneles con incrustaciones de concha y lapislázuli embutidos en asfalto sobre madera. Señalamos el de Ur, muy divulgado, en donde se recogen escenas de guerra (victoria?) y de paz (fiesta?) y el de Mari, en muy mal estado, procedente del templo de Ishtar, con representaciones de altos dignatarios. Ese fino trabajo de incrustación puede verse también en las cajas de resonancia de las arpas, tableros de juego y otros objetos, la mayoría de ellos localizados en Ur, o en los mosaicos de Kish y El Obeid (friso con escenas de vaquería). En síntesis, todo este arte, de bastante interés y de notable calidad, manifiesta los orígenes de un vasto círculo cultural que continuado y ampliado por asirios y babilonios alcanzaría su proyección en la cuenca mediterránea.
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Dentro del área circuncaribe, que comprende las islas Bahamas, Antillas, Barbados, Trinidad y Tobago, y en tierra firme, el centro y este de Venezuela y parte de las Guayanas, destacó con fuerza la cultura y el arte de los llamados taínos, que en el momento del descubrimiento ocupaban parte de las Antillas Mayores y Bahamas, fundamentalmente Puerto Rico y La Española (República Dominicana y Haití). La denominación taíno no es aborigen, sino que designa a los grupos de lengua arawak en las Antillas Mayores, para distinguirlos de los grupos de la misma lengua del continente. Parece fuera de toda duda, por el momento, que las islas del Caribe fueron pobladas desde Suramérica. Los pobladores más antiguos del área, cazadores de mamíferos paleo-indios, anteriores al 5000 a. C., se han localizado solamente en tierra firme y no será hasta el llamado período Meso-Indio (5000-1000 a. C.), cuando aparezcan los primeros pobladores en las islas. Son pueblos pescadores y recolectores de mariscos que se localizarán solamente en las Antillas Mayores, por lo que es probable que colonizaran las islas en canoas tras recorrer largas distancias. Restos de estos grupos, de lengua Ciboney y denominados marginales, permanecieron durante siglos, pero empujados a lugares muy concretos del oeste de Cuba y pequeñas islas cercanas y de la península suroeste de Haití por pueblos más tardíos de economía agrícola. A partir del 1000 a. C., con el comienzo del período Neo-Indio, hace su aparición en el área la agricultura de la mandioca y la cerámica, sin antecedentes conocidos y aparentemente traída por movimientos de población a lo largo de la costa de Venezuela y hacia las Antillas Menores y Mayores. En las islas, las diversas oleadas colonizadoras se identificarán por distintas tradiciones cerámicas, todas claramente suramericanas. Desde el Neo-Indio II (300 d. C.), se reconocen cerámicas saladoides en Puerto Rico y La Española y para el 700-900 d. C., grupos subtaínos, con cerámica ostionoide, aparecen en La Española, Cuba y Jamaica. La fecha más temprana de la cerámica de la cultura taína, conocida como chicoide, es la de 850 d. C. en la República Dominicana, llegando hasta la época del contacto. Por último, habría que mencionar a los pueblos de lengua Caribe, localizados en las Antillas Menores, también agricultores y ceramistas, pero de cultura menos compleja, de gran tradición guerrera, que habían conquistado a los arawak de las islas menores, matando a los hombres y uniéndose con sus mujeres y que estaban siendo absorbidos por la superior cultura arawak. Los taínos representan el desarrollo cultural más complejo de las Antillas y de toda el área circuncaribe. Su economía tenía una fuerte incidencia en la agricultura, destacando el cultivo de la yuca (mandioca dulce), con la que elaboraban el cazabe, o torta de harina que se tostaba sobre un burén. Cultivaron también el maíz, la batata, el maní y la piña, y recolectaban frutas silvestres entre las que destacamos el mamey, la guanábana, la papaya o la guayaba. La agricultura se practicaba con el sistema de roza (tala y quema) y también de camellones, o levantamiento de amontonamientos circulares de tierra para facilitar el cultivo de los tubérculos. La coa o bastón cavador era el instrumento tradicional, de amplia difusión, con variantes, en toda la América indígena. La pesca, en el mar o en agua dulce por varios procedimientos, la recolección de crustáceos y moluscos y la caza, practicada con arco y flecha o con dardos y propulsores, fueron importantes complementos para la subsistencia. Los asentamientos variaban en su composición, desde una sola casa multifamiliar hasta poblados compuestos por unas mil. Los poblados disponían de una o más áreas ceremoniales, en forma de un espacio rectangular, delimitado por un montículo de tierra o lajas de piedra que podían llevar motivos grabados. La residencia del cacique se situaba en uno de los lados de esa plaza y era denominada el caney, gran estructura rectangular con techo a dos aguas y una marquesina frontal de recibo, y que podía hacer las veces de templo donde se guardaban los cemíes, los ídolos más importantes del poblado. El bohío era la vivienda de la gente común, de planta circular y tejado cónico y que igual que el caney era una residencia multifamiliar. La organización sociopolítica era el cacicazgo -la palabra cacique procede precisamente de la lengua arawak-, o más precisamente una confederación de jefaturas, en las que un cacique principal gobernaba una especie de provincia, dividida en a modo de distritos, gobernados cada uno por un jefe, que a su vez regían una serie de poblados, cada uno con su líder respectivo de carácter mágico-religioso. El arte y la religión se encuentran estrechamente unidos entre los taínos. Según fray Ramón Pané, que realizó una serie de observaciones sobre la cultura de los taínos entre 1494 y 1498 por lo que puede considerarse el primer etnógrafo del Nuevo Mundo y cuyo libro fue el primero escrito en español en América, su religión se centraba en el culto de unas divinidades llamadas cemíes. El principal de ellos era Yúcahu Bágua Maórocoti, especie de principio inmortal, y había otros muchos dedicados a la agricultura, a los fenómenos meteorológicos o a los antepasados. La palabra cemí se aplica también a la representación de esos dioses tanto en piedra como en madera, en un muestrario de variada escultura que además conforma una serie de objetos en los que se mezclan las funciones mágicas utilitarias. La ceremonia religiosa principal era la inhalación de la cohoba, o polvos alucinógenos, por parte de los caciques y behiques o sacerdotes para ponerse en comunicación con los cemíes. Pero parece que también la acción de tallar un cemí se relacionaba con la inhalación de la cohoba, ya que era el behique quien tras realizar la ceremonia de la cohoba a un tronco determinado, dictaba la forma en cómo debía ser tallado, ya que en el propio árbol se manifestaba el cemí que debía representarse.
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Tartessos es un nombre cargado de resonancias históricas, tanto si se presta oído al eco que tuvo en la misma Antigüedad, cuanto -o más- si la atención se ciñe a la animada polémica que viene suscitando en nuestro tiempo, entre historiadores y arqueólogos, y desde hace no pocos años. El hispanista alemán Adolfo Schulten, responsable principal de una particular agitación por lo tartésico a comienzos del siglo XX, dejó en su testamento científico la encomienda inaplazable de desenterrar Tartessos. Y así se ha hecho, aunque no como él imaginaba, ni sólo en el lugar donde sus pesquisas le llevaron a hurgar en busca de la mítica ciudad perdida, como una Atlántida orteguiana: en el Coto de Doñana. Sí es un hecho que en el último medio siglo se ha puesto cerco al problema histórico de Tartessos con una intensa y fructífera investigación arqueológica, con el trasfondo de una mirada -todo lo atenta que ha sido menester- a los datos lingüísticos y a los textos antiguos, interpretables de mejor manera a partir de las nuevas referencias. Los muchos problemas que se aprietan en la cuestión tartésica no están, ni mucho menos, resueltos; pero en el estado actual de la investigación pueden proponerse líneas básicas de los procesos culturales e históricos, en las que asentar con bastante firmeza la realidad histórica y cultural de Tartessos. Ha gozado de mucha aceptación la hipótesis que veía en Tartessos el fruto de una evolución milenaria enraizada, al menos, en el Calcolítico, la época en que, por buena parte del Mediodía peninsular, brillaron las primeras culturas del metal; grandes sepulturas colectivas de cámara y recios poblados amurallados -como los de Zambujal, junto a Lisboa, y Los Millares, en Almería, por citar dos puntos extremos geográficamente- son sus manifestaciones materiales más importantes. Los sepulcros megalíticos fueron llamados tartésicos por Gómez Moreno, expresión sintética de una hipótesis, por tanto, antigua, muy defendida hoy a partir de secuencias estratigráficas en las que presumiblemente se corroboraría ese proceso largo de maduración que desembocaría en la civilización tartésica. Sin embargo, el análisis arqueológico de numerosas secuencias viene a dar por zanjada esta cuestión, con la conclusión más firme de que Tartessos se perfila como un fenómeno cultural fundamentalmente nuevo, asociado a un horizonte arqueológico bastante bien definido ya, correspondiente al Bronce Final y los comienzos de la Edad del Hierro. No quiere decir que no tengan importancia las fases anteriores, sea el Calcolítico, sea el más inmediato e interesante Bronce Pleno, con la referencia clásica de la cultura del Argar. Durante estas fases se forjan, en los milenios tercero y segundo antes de la Era Cristiana, sustratos y tendencias que explican la floración de Tartessos; pero existe una cesura que no permite explicar la ebullición cultural asociable a esa floración como consecuencia de la trayectoria anterior, y, en el balance que pudiera hacerse entre lo viejo y lo nuevo, predomina lo último. La cesura con las etapas históricas anteriores se detecta a fines del segundo milenio, tras una compleja fase de atonía conocida como del Bronce Tardío, que se extiende, aproximadamente, entre el 1300 y el 1100 a. C. La renovación del pulso cultural y económico -histórico, en una palabra- se sitúa en la transición del segundo milenio al primero, en que empieza el Bronce Final con un gran empuje, que se manifiesta en una excepcional acumulación de novedades de importancia. Empiezan por una reorganización territorial con la que arranca la definición de la estructura urbana que llega a nuestros días. Se ocupan ahora, por vez primera en la mayoría de los casos, y tras una interrupción o profunda decadencia en los demás, centros como Huelva, Tejada la Vieja, Sevilla, Carmona, Coria del Río, Carambolo, Asta Regia, y muchos otros. Ponen de manifiesto la importancia del foco geográfico del bajo Guadalquivir, y la virtualidad de unos centros escogidos en función de la proximidad de lugares adecuados para el desarrollo de una economía polifacética -agrícola, ganadera, minerometalúrgica- y, sobre todo, de su aptitud para una fácil comunicación que permita un activo comercio. Son los planteamientos de una organización verdaderamente urbana, que empieza ahora a configurarse, con toda la complejidad que se deriva del alto nivel de desarrollo que ello supone, proyectada tanto a cada centro de población en particular, como a la organización general de un amplio territorio, contemplado de forma imprescindible como escenario propio del nivel cultural urbano. La cultura material de este Bronce Final, calificable de tartésico, se muestra con gran brillantez, reconocible en sus productos más característicos: las cerámicas bruñidas y pintadas, las armas de bronce, y un rico conjunto de estelas funerarias. Su interpretación arqueológica ha dado lugar a diversas hipótesis acerca de esta etapa inicial de Tartessos y, por ende, de su origen como civilización. Se ha hablado de la imposición de poblaciones celtas o indoeuropeas llegadas desde el interior peninsular, después de una larga migración por el continente europeo. También, como últimamente se viene insistiendo, de un fenómeno vinculado al llamado Bronce Atlántico, como si el Bronce final tartésico fuera una de sus facies regionales. No es éste el lugar adecuado para la discusión reposada de estas hipótesis, que no nos parecen aceptables. La primera, porque la penetración de gentes celtas del interior debe asociarse a las etapas finales de Tartessos, de cuya crisis debió ser uno de sus agentes y es uno de sus síntomas. En cuanto a lo segundo, sin negar contactos o débitos con el Bronce Atlántico, deben tomarse éstos como integrados en la complejidad cultural de una civilización de signo distinto. En nuestra opinión, como para muchos otros, Tartessos es una civilización vinculada fundamentalmente a las culturas mediterráneas. Su etapa inicial y formativa, previa a la colonización fenicia, puede ser una de tantas consecuencias de la proyección hacia Occidente de las culturas del ámbito egeo como producto de la crisis de la civilización micénica, a fines del segundo milenio, náufraga en el torbellino originado por la acción de los llamados Pueblos del Mar. Algunos de éstos, junto con gentes del amplio círculo micénico, debieron emigrar hacia nuestra Península, al amor de sus buenas condiciones naturales y de su riqueza minera. De todo ello debían de tener noticia los micénicos, por contactos demostrados ya por el hallazgo de cerámicas micénicas en Montoro (Córdoba), que no deben de ser, con seguridad, las únicas que proporcionen las excavaciones arqueológicas. Como para Italia se acepta, estamos a las puertas de tener por válida la idea de que los relatos de los nostoi, esto es, los retornos de los participantes de la guerra de Troya, que se repartieron por todo el Mediterráneo y llegaron a la Península Ibérica, no son sino la versión novelada de acontecimientos que, en civilizaciones principales mediterráneas, como la misma romana, se recordaban sobre sus remotas etapas de formación.
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El período Clásico marca el máximo esplendor de las culturas mesoamericanas, donde los sistemas socioeconómicos y políticos, el conocimiento intelectual y las artes, las concepciones ideológicas y el ritual, tienen un desarrollo espectacular. En buena medida, estos mecanismos están ligados a la aparición de grandes ciudades en las que se concentran grupos de diversa afiliación étnica y social, que están jerarquizados y necesitan instituciones complejas para su organización. Además, la especialización artesanal estuvo ligada a la potenciación de las redes comerciales a larga distancia y a un incremento considerable de la comunicación.
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El pueblo visigodo se instala sobre la Hispania romana como resultado de una larga peregrinatio, que se inicia en los países escandinavos para recorrer el este europeo y prácticamente todas las regiones de la cuenca mediterránea. El punto final de la peregrinatio es, sin lugar a dudas, la creación -muy a principios del siglo VI- de un reino independiente y estable en los territorios de la Península Ibérica. Territorios que, no se debe olvidar, están profundamente romanizados y que, por tanto, ven en la llegada de los ejércitos visigodos a un usurpador de sus tierras y, evidentemente, a un bárbaro, en el sentido etimológico de la palabra. Tanto los restos arqueológicos como las fuentes escritas nos hablan de una intensa actividad edilicia -religiosa y civil- que demuestra la importancia que tuvieron no sólo los edificios, sino también las profesiones tales como arquitectos, artesanos, escultores, etcétera. A pesar de lo dicho, el lector no debe imaginar que la arquitectura visigoda conservada corresponde siempre a edificios en pie o ricamente ornamentados. Al contrario, el estudio de la arquitectura visigoda y su decoración, como tantas otras producciones y realizaciones llevadas a cabo por la mano del hombre y descubiertas por la arqueología, se debe realizar gracias al minucioso rastreo de múltiples y variados tipos de información. Cabe señalar, por ejemplo, que prácticamente todas las iglesias son de naturaleza rural y que no se conoce -con la suficiente precisión deseada- la topografía de las ciudades, debido mayoritariamente al progreso y remodelaciones urbanísticas de las diferentes épocas. Así, de la capital del reino visigodo, Toletum, tan sólo se ha identificado la iglesia donde se celebraron los sucesivos concilios, en la zona de la Vega Baja. Otro ejemplo que se puede traer a colación es el de Mérida, la antigua y prestigiosa Emerita Augusta, donde las excavaciones llevadas a cabo en la denominada basílica de Santa Eulalia pretenden identificar allí el lugar de culto citado en el "Liber vitas sanctorum patrum emeretensium". E incluso las excavaciones de un gran edificio de la zona de Santa Catalina, en la misma ciudad, que podría ser identificado con el denominado, pero poco conocido, xenodochium de Masona, citado en dicho libro de los padres de Mérida. El estudio de la arquitectura de época visigoda se debe realizar de forma minuciosa y sin pretender dar soluciones artísticas y de homogeneidad a este período. La arqueología, compaginada con el estudio de los textos y de las fórmulas artísticas, podrá ofrecer resultados satisfactorios, si se acompaña de una reflexión profunda de los problemas que la arquitectura visigoda suscita.