El esquema básico de la evolución cultural, con fundamento arqueológico, aludido en relación con Tartessos y su espacio geográfico del Mediodía peninsular, se repite en sus líneas esenciales en las zonas del sudeste y Levante que figuran entre las principales para el desarrollo de las culturas ibéricas. En efecto, la Edad del Bronce, con la facies regional característica del Bronce valenciano, se cierra con una etapa de recesión reconocible como del Bronce tardío o de la primera etapa del Bronce final. La consolidación de este último significa una ruptura con las fases anteriores y el comienzo de una renovación cultural de gran impulso, animada por los influjos de las culturas de los campos de urnas, de origen centroeuropeo y extendidas más acá de los Pirineos, y, sobre todo, por la irradiación de la brillante cultura tartésica. La intensidad de la impronta tartésica se empezó a comprobar hace algunos años en los yacimientos de los Saladares, en Orihuela (Alicante), y de Vinarragell, en Burriana (Castellón), y se ha confirmado posteriormente en muchos otros: la Peña Negra de Crevillente (Alicante), los Villares de Caudete de las Torres (Valencia), Puntal del Llops, en Olocau (Valencia), entre ellos. Las cerámicas con decoración bruñida, los vasos carenados y demás signos materiales del Bronce final tartésico se hacen comunes en los yacimientos que, seguidos de una etapa orientalizante, constituyen la base estructural de la plena cultura ibérica. La investigación arqueológica ha venido, una vez más, a confirmar aspectos de la realidad cultural que sugerían las fuentes literarias. En la problemática "Ora Marítima" de Avieno se sitúa el límite de los tartesios en las inmediaciones de la desembocadura del río Sicano (el Júcar), por donde se hallaba una ciudad limítrofe, Herna, que ha de identificarse con alguno de los centros de la zona alicantina. La irradiación más al norte de la misma oleada aculturadora puede seguirse en yacimientos como los acabados de citar, y en la aparición de productos como las urnas de tipo Cruz del Negro o las fíbulas de doble resorte, que alcanzan las zonas septentrionales de Cataluña -según se comprueba en Agullana (Gerona)- e incluso atraviesan los Pirineos. Con estos precedentes, lo que suele entenderse por culturas ibéricas clásicas, se manifiestan ya con plenitud desde fechas que la investigación más reciente ha ido remontando a tiempos más antiguos de lo que hasta no hace mucho se pensaba. Ya en el siglo VI a. C., rasgos principales de la cultura ibérica aparecen perfectamente definidos, y sus centros más activos estarán en condiciones de ofrecer muy pronto algunas de las más vigorosas creaciones de toda la historia de la cultura ibérica, entre ellas su mejor escultura. No extrañará que los focos más precoces y activos de la producción artística ibérica se hallen hacia la alta Andalucía y las zonas albaceteña y murciana, en lo que parece corroborarse la procedencia de un flujo civilizador originario de la zona nuclear de Tartessos, cuya teórica trayectoria podría trazarse aguas arriba del Guadalquivir hacia el sudeste, siguiendo una ruta ilustre, la llamada vía Heraclea. Aunque estas indicaciones deban hacerse con todas las cautelas, porque nuevos hallazgos -de los que tan pródigos en cantidad y en importancia vienen siendo los últimos años- pueden cambiar sensiblemente el signo de nuestras deducciones, parece confirmarse una impresión ya antigua, según la cual, la vanguardia cultural y artística mantenida por el occidente andaluz durante la época tartésica, se traslada a la alta Andalucía y el sudeste durante las etapas correspondientes a las culturas ibéricas. Los agentes del proceso y el rumbo de la nueva orientación cultural hay que vincularlos a un fenómeno complejo, inserto en la general maduración de las civilizaciones urbanas mediterráneas, determinado para nuestro caso, entre los factores fundamentales externos, por estímulos tan importantes como los derivados de la colonización focense, o la consolidación de Cartago como gran potencia colonial del Mediterráneo occidental, a los que pueden añadirse otros muchos, entre ellos la proximidad de una cultura tan personal y activa comercialmente como la etrusca. En el orden interno, junto al peso de los sustratos, los contactos de los pueblos ibéricos del Mediodía y la franja costera mediterránea, con las culturas del interior peninsular, de raigambre céltica, determinarán también facetas destacadas en la evolución general de la civilización, artística y de todo orden, de los iberos. Si en una exposición tan concisa como la obligada aquí, puede decirse lo anterior sobre las causas que lanzaron y conformaron la cultura ibérica en sus áreas principales, no resulta igual de fácil aludir en un par de líneas a las razones que condujeron al oscurecimiento artístico de la baja Andalucía, de lo que fue solar principal de Tartessos. Hay que pensar en una crisis más acentuada por el resquebrajamiento de esta mitificada civilización, pero tal vez no todo fue decadencia o marginación, porque también hay signos de recuperación tras la fase más aguda de la crisis en el siglo VI a. C. Habrá que esperar a nuevas investigaciones que profundicen en las causas de la pobreza artística de la Turdetania, y reservar la discusión de nuestras propias opiniones para acometerlas con más reposo en mejor ocasión. El caso es que la cultura ibérica se muestra con una gran riqueza en el capítulo de las creaciones artísticas, que, muy importantes en sí mismas, en su estricta dimensión artística, multiplican su interés como medio privilegiado del que valerse para penetrar en el conocimiento de una cultura avanzada y compleja, pero huérfana de tradición literaria conservada y conocida. Se hace, por ejemplo, inmediata la evidencia de un arte heterogéneo que denuncia la diversidad de los pueblos ibéricos, aunque tal designación globalizadora, aplicada en función de lo que dicen los autores antiguos que tratan de Iberia, puede mantenerse tras contemplar un arte al que conviene también la designación única y sintética de ibérico, con todas las matizaciones que para cada sector o cada pueblo haya que hacer. Muy sumariamente -y soslayando la densa problemática en torno a los nombres, orígenes y localización- hay que mencionar, entre los pueblos ibéricos, a los siguientes, de suroeste a nordeste: los turdetanos, descendientes directos de los tartesios, con los que se mezclaron, en las provincias occidentales de Andalucía, los celtici de que habla Plinio; tierras arriba del Guadalquivir se hallaban los túrdulos (llegados también a las costas del golfo de Cádiz y presentes en la Lusitania: los llamados turduli veteres; los bastetanos (relacionables, quizá, con los mastienos o mastetanos) se extendían por las provincias de Jaén, Granada y Murcia, y tenían por vecinos, en las comarcas de Sierra Morena, a los oretanos; los libiofenicios o bastulofenicios ocupaban las zonas costeras de Málaga, Granada y Almería; los contestanos, edetanos e ilercavones cubrían el País Valenciano y algunas zonas limítrofes; y en Cataluña vivían los ilergetes, los cosetanos, los layetanos, los ausones y otros. Por el interior, quedan muy vinculados culturalmente al ámbito ibérico los celtíberos, designación genérica de pueblos, a su vez, diversos. Todos estos pueblos, con su diversidad étnica, cultural y artística, cubrieron el último capítulo de la historia de su producción de obras de arte bajo el signo de la dominación romana. Este hecho crucial desde el punto de vista político e histórico, tendrá su lógica consecuencia en el terreno del arte, pero no será siempre para someter a su corriente unificadora cualquier asomo de distinción o de personalidad ibérica; antes al contrario, el revulsivo, entre otras cosas económico, que supuso la incorporación al Imperio, dará lugar a algunas de las más características producciones artísticas ibéricas, como las cerámicas, algunas de las escultóricas, las del interesante campo de la numismática, y otras. Así ocurrió, sobre todo, en la época republicana, hasta que con el Imperio, el arte se politiza como nunca antes, y al servicio de Roma se hará ya más romano que ibérico.
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En el panorama de nuestra Antigüedad, las culturas protohistóricas tienen un gran atractivo cuando se las contempla desde la particular sensibilización de la conciencia histórica de la época en que vivimos. Sea porque la curiosidad intelectual conduce a ponderar con especial énfasis las etapas de formación; sea porque los problemas que siempre arrastran consigo estos períodos consustancialmente oscuros -en los que anidan con éxito las fábulas o las leyendas inventadas de entonces a ahora-, son un constante reto para quienes gustan de los platos fuertes en materia histórica; sea porque la búsqueda de justificaciones a nacionalismos o raíces culturales, con propósitos menos o más inocentes, suele conducir a hurgar en estos períodos formativos para alimentar argumentos o urdir coartadas; sea por todo ello y alguna cosa más, la civilización tartésica, la cultura castreña, las culturas celtibéricas y la misma cultura ibérica y otras de nuestra Protohistoria despiertan un considerable interés. La cultura ibérica, entre otras e importantes razones de su indiscutible atractivo, tiene en su haber la producción de un arte personalísimo, un arte que se constituye por méritos propios en argumento de uno de los grandes capítulos de nuestra Historia del Arte. Pero esta realidad incuestionable conviene contemplarla conscientes también de que es un arte cargado de facetas problemáticas, de aspectos discutidos y discutibles, para lo que conviene la reflexión introductoria de que se ocupa este texto. Es bueno apresurarse a decir que, a la altura de la investigación más reciente, muchos problemas están resueltos, o despejadas algunas de las incógnitas que lastraban el camino ascendente de su mejor comprensión. Pero algunos progresos son todavía muy recientes, fruto a veces de hallazgos afortunados de los últimos años, y apenas tienen eco, si alguno tienen, en mucha de la literatura habitualmente disponible; y sigue habiendo problemas en bastantes cosas. De lo esencial de todo ello, de los problemas aún existentes, o de las soluciones últimamente obtenidas, daré resumidas cuentas en las páginas que siguen. Para empezar no está de más pararse en una cuestión previa: la de si puede hablarse, sin equívocos, de un arte propiamente ibérico. O, dicho de otra manera, si el arte ibérico es un concepto claramente perfilado en sus connotaciones culturales, en su ámbito geográfico, en su marco cronológico.Porque en esto, como para el conjunto de la cultura a la que corresponde, la delimitación del arte ibérico se presta a confusión, ya que no sólo por los lógicos cambios de la evolución en el tiempo, sino por la diversidad de las culturas del ámbito que, en principio, puede aceptarse como ibérico, las manifestaciones artísticas y culturales no se muestran con la misma intensidad o los mismos caracteres en todas partes. Por ejemplo, con argumentos culturales o lingüísticos suele insistirse en la clara diferencia que ofrecen las culturas ibéricas que se desarrollan en el territorio comprendido desde la alta Andalucía al Levante peninsular, respecto a la documentada en la baja Andalucía; en esta última región se desarrolla la cultura turdetana, heredera directa de la tartésica, que se presenta con rasgos distintos a las ibéricas del Sudeste y Levante, según algunos las única y propiamente ibéricas, de modo que en la consideración de lo ibérico habría que excluir las manifestaciones de la baja Andalucía. En cualquier caso, es indiscutida la clara distinción respecto a las culturas del interior y de la vertiente atlántica, menos evolucionadas y con creaciones artísticas y culturales muy distintas, y con un importante componente étnico en las causas diferenciadoras por la repartida presencia de elementos célticos. Un cuadro así, muy simplificado sin duda, pero muy mostrativo de la realidad con que se suele topar, enriquecida en sus matices, cualquier interesado en esta cuestión, muestra ya en su radical simplicidad la dificultad de aceptar, sin más consideraciones, planteamientos de partida que pueden resultar, a la larga, engañosos. En principio, la penetración, al menos cultural, de las activas civilizaciones de la periferia peninsular hacia el interior va mostrándose cada vez más acusada y desde tiempos más antiguos según avanza la investigación, de forma que el celtiberismo como fenómeno cultural, y en menos medida de fusión étnica, va cobrando nueva apariencia, desdibujando las fronteras de las radicales distinciones de antaño. También, en sentido contrario, la penetración étnica y cultural de los celtas en las culturas desarrolladas de la periferia es un fenómeno indiscutible, sin que sea el caso entrar ahora en pormenorizar dónde y con qué intensidad según los tiempos. Más que entrar en ello, resulta conveniente dedicar algunas líneas a aclarar lo que más directamente interesa aquí, que es el sentido de lo ibérico.
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El desarrollo del conocimiento de la civilización ibérica en general, lo que por sí sólo permite una nueva capacidad de interpretar su producción artística, ha ido acompañado de resultados directamente incidentes en el conocimiento del arte, gracias al descubrimiento de productos artísticos en excavaciones metódicas que facilitan su datación y franquean el camino a una interpretación adecuada.Por poner un ejemplo relevante, el soberbio conjunto escultórico de Porcuna, aunque empezó a ser conocido por rebuscas no científicas, puede ahora valorarse a partir de las excavaciones metódicas realizadas en el Cerrillo Blanco. Gracias a ellas se sabe que en una fecha cercana al año 400 a. C., una ingente masa de trozos de esculturas, destrozadas intencionadamente en mil pedazos cuando estaban todavía muy nuevas, fue cuidadosamente depositada en una gran fosa. Son circunstancias que ayudan a interpretar el conjunto, al que cabe atribuir una alta significación, en la que no vamos a entrar ahora. Pero sólo en lo que se refiere a la cronología de las estatuas, se cuenta con el valioso "terminus ante quem" de la fecha de ocultación de los trozos, que conduce a una datación de las esculturas en el siglo V a. C. Por razones de estilo y por conclusiones derivadas del análisis arqueológico de las esculturas -sobre todo por las armas de los guerreros- podría entrarse en puntualizaciones cronológicas que interesan a la historia del arte ibérico, y colegirse una fecha incluible en el primer cuarto del siglo, como he propuesto en alguna ocasión. El hecho es que en excavaciones posteriores, como la interesante necrópolis de Los Villares de Hoya Gonzalo (Chinchilla, Albacete), se descubren esculturas del tipo de los guerreros de Porcuna, en contextos cuidadosamente valorados desde el punto de vista arqueológico, y fechados a comienzos del siglo V a. C. El monumento funerario de Pozo Moro, por referirme a otro monumento principal y fundamental para conocer a través suyo las más antiguas manifestaciones conocidas de la arquitectura y la escultura ibéricas, plantea bastantes problemas de significado y de ubicación cronológica; pero es un hecho el dato aportado durante la excavación científica de la necrópolis sobre la asociación del mausoleo a piezas bien datadas hacia el 500 a. C. El monumento estaba ya realizado con seguridad en esa fecha, y tiene, por tanto, esa antigüedad como mínimo. No faltan, sin embargo, argumentos para pensar en la posibilidad de que entonces fue reutilizado, y que se trata de una obra aún más antigua, como sugieren el estudio estilístico del monumento, en particular, y la evolución del arte ibérico y el de las culturas mediterráneas, en general. El hecho es que tenemos la posibilidad de hablar con renovada firmeza de una importante producción escultórica en los siglos VI y V a. C. y de cuáles son las razones culturales profundas que hicieron posible esa producción, con lo que retomo un fenómeno con cuyo subrayado quiero cerrar este apartado: no sólo disponemos una serie estimable de datos con los que ordenar la producción artística, en el tiempo y en su significado inmediato, sino que alcanzamos la posibilidad de insertar su producción, y reflexionar sobre ella y su problemática, en el marco de las estructuras culturales que las hacen posible y les dan sentido. Para ello, definir el tipo de cultura supone una plataforma previa desde la que alcanzar con facilidad los frutos de una visión nueva y enriquecedora de la producción artística. Y cuando se trata de las complejas producciones de lo que se entiende como arte mayor, nivel en el que sin duda se desenvuelve el arte ibérico, es imprescindible encontrar su justificación cultural. El arte superior ni se improvisa, ni surge como no sea por las exigencias que se originan en sociedades complejas, fundamentalmente las que han alcanzado el nivel de desarrollo urbano.
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La época incaica, cuyo apogeo se sitúa entre 1438 y 1533, supone el ultimo período de unificación cultural del mundo andino, también llamado Horizonte Tardío. Herederos de una larguísima tradición cultural y artística, los incas no fueron simplemente imitadores, sino que dotados de una gran capacidad de sincretismo fueron los perfeccionadores de las artes ya existentes pero creando siempre un estilo propio imposible de confundir con el de cualquier otro pueblo. Su origen se explica por una serie de mitos, entre los que el más conocido se refiere a Manco Cápac, uno entre cuatro hermanos, que escoge el valle del Cuzco como asentamiento tras hundir con facilidad su vara de oro en el suelo. Tras desposar a su hermana Mama-Ocllo fundará el linaje de los incas. La verdadera expansión del imperio comenzó en 1438, de la mano de Pachacutec, el Reformador, y continuó con diversos incas hasta alcanzar el sur de Colombia y el norte de Chile y Argentina. La conquista del reino del Gran Chimú fue decisiva ya que marcó las pautas para la organización del imperio y Chan-Chan fue el modelo que inspiró la construcción de un nuevo palacio en Cuzco para cada soberano y la continuación del culto a la memoria del Inca difunto. El imperio se dividía en cuatro grandes secciones. En la cima de la estricta organización jerárquica se encontraba el soberano o Sapa-Inca, dios sobre la tierra y que tomaba por esposa a su propia hermana. La nobleza superior la constituían los varones de su linaje o panaca, y había una nobleza de segundo rango formada por los linajes de los grupos dirigentes de los pueblos vecinos del Cuzco. La nobleza estaba exenta de la mita o prestación de trabajo, base de la organización imperial. Una clase intermedia la formaban los funcionarios del Estado y los administrativos representantes del poder, los jefes militares y los artistas que ocuparán una posición social particular según los servicios que sean capaces de prestar al sistema económico del imperio. La base de la organización era el ayllu, conjunto de descendientes de un antepasado real o mítimo unidos por la posesión y el trabajo en común de la tierra, y que estaban obligados a prestaciones de trabajo para el estado en diversidad de formas. Por este sistema se cultivaban las tierras del templo del Sol y del Inca, se realizaba el servicio militar y las mujeres producían enormes cantidades de vestidos y telas para el Estado. Se realizaban también obras públicas, calzadas, templos, palacios, almacenes. Por debajo se encontraban los Yanacona o servidores sin tierra, generalmente prisioneros de guerra.El Estado, a través de un censo minucioso y de una red de funcionarios, absorbía la producción de excedentes almacenándola en grandes depósitos estatales y los distribuía para alimentar a los linajes reales, al ejército, y a quienes efectuaban las prestaciones de trabajo rotativas. Y buena parte se destinaba a regalos y distinciones por servicios prestados, pero también a la zonas donde era necesario para paliar los efectos de una mala cosecha o de otras catástrofes. Uno de los intereses principales del Estado fue el de convertir en productivos el mayor número posible de tierras. Por ello se realizaron verdaderas obras de ingeniería, en forma de redes hidráulicas de canalizaciones, acueductos, obras de drenaje y sobre todo los característicos andenes, a modo de escalinatas gigantescas que se han convertido en la imagen habitual asociada con las realizaciones incaicas. Los sistemas de andenerías, entre los 3.000 y 4.300 metros de altitud, permitieron cultivar pendientes que incluso sobrepasan los 60° y ayudaron a evitar la erosión natural. Combinaban terrazas excavadas en la tierra con otras realizadas artificialmente sobre una base de cantos y se sujetaban con muros de contención que pueden hasta llevar canales tallados para el riego. En todos los casos se pone de manifiesto la excelencia del corte y la talla de la piedra; que parece exceder en mucho la mera función de sustentación. Parece como si además de transformar el paisaje para un mejor aprovechamiento del mismo, se buscase también ordenarlo, estructurarlo, y al mismo tiempo embellecerlo, a base de esas perfectas masas escalonadas, de proporciones ajustadas y que si nos las imaginamos en plena época de cultivo, con sus diferentes productos que incluían hasta flores, tenemos que considerarlo como un arte a escala monumental, con un efecto visual que debía resultar impresionante a los ojos de los campesinos andinos.
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La religión jaina se basa en el establecimiento de recintos sagrados o monasterios que reciben varios nombres, como basti, basadi y tuk. Conforme a sus planteamientos religiosos, los recintos jaina se componen de templos, bibliotecas e incluso clínicas para animales. En términos globales, el arte jaina se muestra muy permeable a la adopción de elementos e influencias propios de otros artes. Así ocurre, en primer lugar, con el budista, siendo la mejor muestra en este caso la Escuela de Mathura, con sus magníficas imágenes. Otra influencia es la del arte hinduista, que se manifiesta tanto en las construcciones del norte, (nagaras de Khajuraho, Monte Abu, Ranakpur y Palitana), como en el sur (vimanas de Kanchipuram y Shravana-Belgola). Es también muy interesante y típica del arte jaina la producción de miniaturas, destacando las del Kalpasutra.
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Es el segundo de los estilos o ciclos artísticos identificados en la Prehistoria española, de una gran originalidad que le hace prácticamente único en Europa, cuyo desarrollo puede situarse a comienzos del Neolítico o incluso en momentos inmediatamente anteriores. Su denominación hace evidente referencia al territorio por el que se extiende, ya que la mayoría de los yacimientos se concentran en las provincias costeras mediterráneas, llegando hasta Cádiz, y en las inmediatamente interiores como Huesca, Lérida, Teruel, Albacete y Jaén; sin embargo, la ubicación de los lugares rupestres no se localiza en la propia costa sino en abrigos rocosos situados en las serranías interiores o prelitorales, en paisajes abruptos entre los 400 y los 1.000 m. de altitud sobre el nivel del mar. El conocimiento de este nuevo estilo artístico se remonta a finales del pasado siglo cuando fueron descubiertas las primeras pinturas que, en un principio, pasaron casi desapercibidas. Hasta el descubrimiento por parte de Cabré, en 1903, de los ciervos pintados del abrigo de Calapatá (Teruel), no se le prestó la debida atención y tras los primeros estudios pasaron a ser interpretados como pertenecientes al ciclo rupestre del Paleolítico, recientemente reconocido en los círculos científicos de la época. Muchos han sido los autores dedicados a la búsqueda de yacimientos rupestres, a su estudio y a su valoración y por tanto es mucha la bibliografía producida sobre el tema. Incluso en la actualidad se sigue discutiendo sobre su origen y su cronología. Al intentar describir sus principales características, parece inevitable la comparación con el Arte Paleolítico, aunque se aprecian evidentes diferencias que muestran un pensamiento y una concepción del mundo divergentes. En primer término, las representaciones levantinas se realizan siempre en abrigos a la luz del día y no en profundos lugares oscuros; se aprecian más matices y vivacidad debido al movimiento de las figuras, lo que requiere mayor quietud en el espectador, y ofrecen una cierta composición y un orden más preciso. La técnica empleada es casi exclusivamente la pintura, aplicada con pinceles o plumas. Se conservan los perfiles de las figuras, que suelen ser monócromas, utilizándose la gama del rojo, el negro o en algunos casos, como en Albarracín, el blanco. En cuanto a la temática, hay que resaltar que generalmente aparecen escenas y no sólo figuras aisladas, parece que se intenta plasmar un hecho determinado y que, por tanto, se presta más atención al argumento. Las principales representaciones son figuras humanas ejecutadas de una forma esquemática, poco realista, sin ofrecer detalles y siempre en movimiento. Mayoritariamente aparece el hombre en actitudes de caza o de guerra (La Gasulla, Morella, El Cingle) personificado de diferentes maneras que podrían responder a la existencia de distintos tipos físicos o simplemente a determinados convencionalismos artísticos; en ocasiones suelen portar gorros o plumas en la cabeza y adornos en la cintura, en los brazos o en las piernas. En menor proporción aparece la mujer, identificada porque suele llevar los pechos al descubierto y una especie de faldas largas desde la cintura; las actitudes que presenta son domésticas, de recolección o siega (La Araña, Pajarejo) y de danza o rituales (Cogul, Alpera), donde algunos autores las han identificado como posibles divinidades o sacerdotisas. En segundo lugar, destacan las representaciones de animales, ejecutados de forma naturalista y en posiciones más estáticas, formando parte de las mencionadas escenas de caza. Como ha señalado el profesor Criado, la fauna representada (ciervo, cabra, toro, jabalí) coincide básicamente con la fauna cazada, lo que también indica una diferencia de concepción respecto al Arte Paleolítico, donde solía ocurrir lo contrario. La interpretación de todo este conjunto pictórico se ha polarizado básicamente en dos ideas: bien otorgarle un carácter historicista pensando que simplemente relata hechos de la vida cotidiana que se querían recordar o bien creer que las pinturas tiene un sentido mágico o religioso. Esta última idea quedaría avalada, según el profesor Beltrán, por los lugares inaccesibles en que se ubican los abrigos, su no coincidencia con los lugares de habitación y la agrupación de pinturas en un solo covacho así como la existencia de muchos de ellos en un mismo lugar (Albarracín, el barranco de Valltorta o Alpera). Otro de los aspectos más debatidos del Arte Levantino ha sido el de su cronología. Los primeros autores lo incluyeron en el ciclo paleolítico argumentando que los animales representados pertenecían a especies cuaternarias ya extinguidas pero, años después, estas ideas fueron rebatidas y se aceptó unánimemente que se trataba de un arte postglaciar, obra de los cazadores residuales que continuaban habitando en las serranías prelitorales. El profesor Beltrán cree que se produjo una progresiva evolución a lo largo de distintas fases, situando el momento de origen en época todavía epipaleolítica, llegando a su máximo desarrollo y apogeo en pleno Neolítico y extendiéndose con formas más estilizadas y rígidas hasta el Calcolítico. En los últimos años se han realizado algunos descubrimientos que parecen variar un poco este esquema. En la provincia de Alicante han aparecido algunos abrigos con un nuevo tipo de representaciones denominadas macroesquemáticas, porque sus principales figuras son humanos de gran tamaño, sobre los que se superponen en algunos casos figuraciones típicas del Arte Levantino, lo que indica que este último fue claramente posterior, desarrollándose en época totalmente neolítica.
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El último, y más extenso, de los reinos históricos del África central es el de Lunda. Cuenta la tradición que esta monarquía tuvo su origen entre los luba, puesto que fue un príncipe de esta etnia, Chibunda Ilunga, quien puso sus fundamentos en el siglo XVII. Según se nos dice, incluso el arte y los símbolos oficiales fueron importados del gran reino oriental. Pero, poco a poco, la parte occidental del nuevo estado iría tomando la iniciativa, sustentada por el poderoso pueblo chokwe, y tanto fue así que, a lo largo del siglo XIX, esta etnia se adueñó del poder en el conjunto del reino, y ella sería quien tuviese que enfrentarse al colonialismo belga hasta caer bajo su presión. En la práctica, todas las obras artísticas que nos han llegado del reino Lunda corresponden a su última fase, y por tanto han de ser atribuidas a la creatividad de los chokwe, forjada a través de contactos con todos los pueblos vecinos, incluso los portugueses instalados en la costa aportaron ciertas notas iconográficas, como la afición por las sillas de respaldo y por los mosquetones, que a menudo sustituyen a las lanzas en las figuras de guerreros. Esculturas así armadas son precisamente las primeras obras chokwe que conozcamos: algunas pueden remontarse a mediados del siglo XIX, y suelen representar a Chibunda Ilunga o a otros héroes históricos, siempre con formas lisas y bien pulidas, aunque mucho más enérgicas que las de los luba. Hoy, sin embargo, este arte ha pasado a la historia: una vez acabada la vieja monarquía, la creatividad de este pueblo ha vuelto a centrarse en las máscaras, en las que es consumado maestro: como los pende, los chokwe conocen sistemas de representación teatral, y sus actores, disfrazados y enmascarados con trajes y caracteres fijos, como en la commedia dell'arte italiana, divierten al público de las aldeas; esas máscaras se revelan, paradójicamente, muy superiores en calidad a las empleadas en rituales religiosos, que a menudo son simples obras de cestería pintadas. A medida que nos alejamos de las actuales fronteras meridionales del Zaire, la actividad artística de los pueblos bantúes parece empobrecerse de forma radical. En Angola, los chokwe carecen de vecinos creativos al sur de sus territorios; en Zambia, lo único que cabe apreciar es la adopción de ciertas máscaras chokwe -del tipo más pobre, por cierto- por parte de etnias locales, y, más al este, sólo los makonde, en la costa fronteriza entre Tanzania y Mozambique, merecen una digna mención por sus máscaras realistas, que a veces parecen verdaderos retratos. Si siguiésemos más hacia el sur, la situación se nos mostraría desoladora: los zulúes sólo nos han proporcionado unas curiosas esculturas de rasgos esquemáticos, aunque a veces muy sugerentes, y el arte de Madagascar, por razones históricas y étnicas, se halla más cerca de la India que de la propia África.
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En todo el área geográfica que durante cerca de cinco siglos cubrieron los múltiples Estados luvitas y arameos, a la par que sus inscripciones jeroglíficas; cuneiformes o cursivas, los historiadores han ido descubriendo un arte propio que, por encima de las diferencias a que hubiere lugar, posee una característica común, prácticamente limpia de antecedentes en el período anterior: la perfecta conjugación alcanzada en sus edificios entre arquitectura y escultura. El arte de la región luvio-aramea es un arte sólido en su apariencia externa y en sus contenidos. Pero la naturaleza de las ruinas de sus ciudades, sumada a las condiciones de los primeros hallazgos ha hecho que la de esta época sea una de las parcelas más controvertidas y complicadas de la historiografía artística especializada. La concesión de criterios de etnicidad al arte de un período tan vivo no deja de producir cierta insatisfacción. Pero es verdad que cuando los arameos comenzaron a asentarse, la mayor parte de los reinos luvitas existían ya y debían tener una práctica artística que la investigación suele ver manifestada tempranamente en Aïn Dara. ¿De donde venía este arte cuya madurez florecería en el siglo X? E. Akurgal defendía que en sus rasgos fundamentales, lo luvita presentaba una clara impronta hitita imperial, y su elección del término "neohitita" se justificaría por la continuidad patente en la onomástica, los dioses y el mundo simbólico. W. Orthamann llegaría a estimar neohitita a todo lo posterior al 1200, independientemente de la etnia o la lengua de sus autores, K. Bittel, entendiendo que las grandes líneas de fuerza o el tratamiento de cuerpos y gustos presentes en el arte sirio-anatolio del momento entraba en un marco semejante al del pasado, opinó que si se consideraran los detalles, resultaría que hay muy poco que pueda entenderse como resultado de la inspiración en los modelos antiguos. El problema pues parecía insuperable, porque los juicios de unos y otros resultan teóricamente aceptables.
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Habría que preguntarse, en primer lugar, por el origen de los dos elementos más característicos del arte maorí: la espiral, quintaesencia de su estila, y la manaia. La manaia es una especie de perfil ganchudo, que igual puede representar un pájaro, un reptil monstruoso, o un perfil humano; la espiral y la doble espiral, se identifican, a veces, con una esvástica, y se supone inspirada en el nudo marinero o en el follaje de ciertos arbustos. Algunos autores han propuesto la existencia de una población melanesia anterior a la llegada de los polinesios: según aquéllos, los primeros habitantes de Nueva Zelanda serían melanesios; los maoríes convivieron con ellos durante algún tiempo, pero acabaron por eliminarlos. Estos melanesios serían los responsables de un cierto tipo de población indígena de piel oscura y ojos huidizos. A éstos podrían atribuírseles, también, las fuertes tendencias caníbales que encontraron los primeros colonizadores europeos entre los nativos: es decir, todos aquellos elementos culturales poco dignos de la raza polinesia, afín con la caucásica, podrían imputarse a este fondo de población anterior, un punto de vista que resultaba muy atractivo a los anglosajones. Sin embargo, estos individuos de raza melanesia, supuestamente inferiores, serían, también, los responsables del estilo curvilíneo maorí, cuyos motivos están bien claro en las islas con población mayoritariamente melanesia y colonizadas, desde un principio, por melanesios. La teoría de una población pre-maorí no tuvo gran vigencia; con lo cual continuaba sin explicación la afinidad entre las formas artísticas maoríes y las melanesias. Por otra parte, si la manaia representa un pájaro podría, también, establecerse una relación con el culto al pájaro de Nueva Guinea y de la isla de Pascua. Lo curioso es que las formas maoríes aparezcan más relacionadas con islas tan alejadas de su geografía, y tengan mucho menos en común con las formas más abstractas y geométricas de otras islas de la Polinesia, mucho más próximas desde el punto de vista geográfico, y también del histórico. Skinner, otro gran especialista en arte polinesio, sugiere que los elementos curvilíneos y su eventual relación con un culto al pájaro son más antiguos que el estilo lineal de las otras islas de la Polinesia. Supone que, cuando los polinesios llegaron a Oceanía, vía Indonesia y Filipinas, llevaban con ellos un estilo curvilíneo que hundía sus raíces en las antiguas culturas hindúes y chinas. Ciertas áreas marginales, como la isla de Pascua y Nueva Zelanda habrían retenido, en mayor o menor medida, elementos de una cultura original, en la que predominaba el elemento curvilíneo en sus representaciones artísticas, que se perdió en otras islas. Por tanto, el culto al pájaro de la isla de Pascua, la manaia de Nueva Zelanda y la aparición de pájaros en el arte rupestre de ambos lugares serían residuos de un antiguo culto al pájaro, del cual también formaría parte la creencia de que las almas de los guerreros se convierten en pájaros, la cual aparece en las islas Salomón. Este mismo razonamiento resultaría válido a la hora de rastrear el origen de la espiral, que también aparece en China, en India y en Persia, y, por supuesto, en Nueva Guinea, sobre todo en la región del río Sepik. El representante más conspicuo de la teoría contraria es Te Rangi Hiroa, quien supone que la primera ola migratoria de polinesios salidos del SE de Asia se dirigió, primeramente, hacia Micronesia, soslayando las islas melanésicas. En Micronesia se empobrecieron culturalmente, de manera que cuando recalaron en las islas Sociedad, desde donde se dispersarían por todo el Pacífico, su cultura estaba ya constituida por formas regresivas, propias de habitantes de atolones. Después de esa dispersión, cada isla desarrollaría su propio esquema cultural. En estas dos teorías quedan esbozadas las dos tendencias que proponen un origen externo de las formas maoríes, frente a un desarrollo autóctono. Sin embargo, esta última está siendo aceptada de forma mayoritaria. Efectivamente, Gilbert Archey, otro gran estudioso del arte maorí, sólo reconoce una concomitancia entre éste y el del resto del mundo oceánico: la representación curvilínea de la figura humana. El proceso que sigue la evolución de las formas la encaja dentro del punto de vista del arte por el arte, es decir, de un proceso artístico basado en la evolución lógica de las formas, que en Nueva Zelanda se desarrolló en diseños curvilíneos, quizá porque la tendencia artística coincidía con una gran abundancia de maderas blandas, que facilitaban la labor del tallista. En cuanto a la evolución estilística, supone que se, pasó de la representación de objetos familiares y formas naturales a un interés creciente en la exploración de las formas utilizadas, lo cual dio como resultado la tendencia hacia fórmulas cada vez más convencionales y abstractas. De esta manera, la manaia, por ejemplo, que se había considerado como representación de un pájaro, de un reptil monstruoso, especie de genio protector, o de la simbiosis de un águila y de una serpiente, no sería tal, sino que derivaría de una cabeza de frente, presentada de perfil.
contexto
El arte maya surge, como el de las otras culturas paralelas de Mesoamérica, del período Formativo, del que cada una de ellas toma los elementos que más de acuerdo están con los materiales de que dispone y su propia idiosincrasia. De todas éstas es sin duda la maya la que posee el arte más original y peculiar, dentro del general parentesco que las une. Veamos cuáles son sus características y principales manifestaciones. Recordemos, en primer lugar, que hay una serie de siglos -del II o III de la Era Cristiana hasta el X- en que prácticamente el mundo maya no recibe influencia exterior alguna, salvo la derivada del contacto entre Teotihuacan y Kaminaljuyú, centros entre los que debió existir una relación comercial, como lo prueba alguna plaqueta maya hallada en Teotihuacan. A este período, al que podemos calificar de "clásico", corresponde el verdadero y original arte maya y ocupa territorialmente la amplísima zona que va desde Honduras y Belice, por el Petén, a Guatemala y Chiapas. A fines del siglo X las ciudades de este territorio son abandonadas y las elites gobernantes -que son las depositarias de las normas culturales, como se ha dicho- emigran al Yucatán y allí se fundan nuevos centros urbanos y ceremoniales, que tienen básicamente los mismos patrones mayas, pero sobre los que se ejerce una fuerte influencia tolteca y mexicana. Hay, por lo tanto, dos períodos artísticos diferenciados, notándose en el yucateco la decadencia de algunas artes, como la cerámica, el relieve y la pintura, variándose el concepto constructivo en muchos aspectos estructurales y decorativos. Si hubiéramos de dar una calificación global, que está reñida en cierto modo con las ideas generales sobre el desarrollo de las artes en el mundo, diríamos que el período clásico es "más barroco" que el yucateco, que es más sobrio y utilitario. Añadamos una certera observación de Erick Thompson: todo en el arte maya está hecho al servicio de los dioses, lo que corrobora la dirección sacerdotal de la vida maya.