La base de Khe Sanh se encontraba situada en un altiplano, a unos 25 kilómetros de la frontera con Vietnam del Norte; además de tener un aeropuerto, dominaba la carretera nacional número 9, importante vía de comunicación entre Laos y las ciudades survietnamitas de Hué, la vieja capital imperial, y de Quang Tri. La fuerza militar presente en Khe Sanh en enero de 1968 era de unos 6.000 marines americanos, además del 37° batallón ranger sur-vietnamita. Durante los últimos meses de 1967 y los primeros días de enero se produjeron numerosos movimientos de tropas nord-vietnamitas a lo largo del camino de Ho Chi Minh y la zona desmilitarizada que se había posicionado en las cercanías de la base. Desde comienzos del mes de enero, las posiciones americanas habían comenzado a estar sometidas a un extraño, pero continuo, tiro de artillería; exceptuando algunos encuentros aislados entre patrullas, la verdadera batalla comenzó el 21 de enero. En dicha fecha, las unidades nord-vietnamitas atacaron la cota 861, protegidos por un violentísimo fuego de cobertura de artillería. Para los defensores de Khe Sanh, el primer día de batalla fue tal vez el más problemático debido a que un disparo de artillería hizo explotar un depósito de municiones causando numerosos daños dentro del perímetro de la base. Elemento común a todo el tiempo del asedio fue el continuo fuego de cañonería de entrada y salida que, junto con los bombardeos realizados por los cazabombarderos americanos y por los B 52 fuera del perímetro de la base y sobre las líneas ferroviarias enemigas, creaba una atmósfera apocalíptica. El general Westmoreland, comandante de las fuerzas americanas en Vietnam pensaba que el asedio era un intento nord-vietnamita de crear una nueva "Dien Bien Phu", la batalla que hacía catorce años había significado la derrota final de los franceses en Indochina: el abandono de la base y del área circunstante no se podía proponer de ninguna manera. También porque, entre otras cosas, tal vez habría hecho caer la totalidad de la provincia de Quang Tri. Al comienzo se lanzaron una serie de ataques con la finalidad de probar las defensas americanas y, sobre todo, para intentar conquistar las cotas 881 norte, 881 sur, 861 689, 950 y 1050, situadas alrededor de la plaza fuerte principal y defendidas cada una de ellas por una compañía de marines. La elección americana de conquistar las colinas que dominaban la base fue de importancia capital y evitó que se repitiera el error que habían cometido los franceses en el pasado. Las armas básicas individuales en dotación para los marines americanos eran el fusil automático M 16 (cal. 223), la ametralladora M 60 (cal. 7,62) usada como soporte de escuadra y el lanzabazocas M 70 (cal. 40). Los soldados regulares nord-vietnamitas estaban equipados por su parte con el fusil automático AK 47 (cal. 7,62) y con la carabina SKS Simonov (cal. 7,62). Los combates alrededor de Khe Sanh y de las colinas fueron los clásicos encuentros de infantería en los que los soldados de los dos bandos se batieron en combates especialmente duros que se resolvieron, en algunos casos, hasta la última gota de sangre, con bayonetas y bombas de mano; con todo, el M 16 y el AK 47 fueron los verdaderos protagonistas. Considerando las dos armas, hay que decir que ambas son de buen nivel y no presentan anomalías especiales; por otra parte, el peso reducido favorece su manejo. Todo lo más, al usarlas en el campo de batalla se notó que el M 16 necesita una atención mayor que el AK 47 por lo que se refiere a la limpieza, especialmente en zonas fangosas y después de desencadenarse violentas perturbaciones monzónicas. Es por ello por lo que después de un primer período de utilización en Vietnam, junto con el M 16 se entregaba un kit de mantenimiento para evitar los inconvenientes que generaban la poca limpieza del arma. Algunos militares con experiencia de combate con varios tipos de armas han criticado el proyectil del M 16 en calibre 5,56 mm, en relación con el del AK 47 en calibre 7,62 mm, debido a su escaso poder de contención, definido como "knockdown power". En los encuentros a corta distancia, así como en los combates realizados para controlar las colinas de alrededor de Khe Sanh, la utilización del M 16 era a veces peligrosa ya que el enemigo resultaba tan sólo herido por su pequeño y rápido proyectil que, si no dañaba órganos vitales, permitía seguir combatiendo. En los encuentros en la jungla, los vietnamitas heridos estaban incluso en grado, en algunos casos, de huir y refugiarse rápidamente en la vegetación, aun dejando detrás de sí una vistosa estría de sangre. Frente a la desventaja de la ligereza del proyectil se contraponían para los defensores de Khe Sanh algunos elementos a favor: en primer lugar, la superior celeridad de fuego del M 16 que, en tiro automático y sin problemas de escasez de munición, estaba en grado de golpear un área determinada, haciéndola casi inaccesible. En los encuentros normales entre patrullas en la jungla, ambos contendientes, después de los primeros minutos, tenían que controlar y ahorrar las municiones, problema que no tenían los defensores de Khe Sanh. Los americanos disponían de un gran número de municiones gracias a los aviones de aprovisionamiento. Sin embargo, para los atacantes nord-vietnamitas, la munición no era tan abundante y, además, tenían que llevarla siempre encima, estando limitados por el número de cargadores a disposición y teniendo que racionar en algunos casos los cartuchos. Otro elemento que no hay que minusvalorar es que el fusil M 16, usado en funcionamiento semiautomático, es perfectamente idóneo para el tiro con mira a distancias medias, cosa que no se puede decir del AK 47. Por tanto, los americanos, emplazados en las colinas, estaban en grado de hacerse con cualquier asaltante, puesto que estaban en posiciones muy ventajosas. Un último elemento a tener en cuenta, esta vez a favor del AK 47, es su excepcional robustez tanto en las partes de metal impreso como en las de madera, todas ellas de óptima calidad. Añadido al intenso fuego de flanco y a los asaltos de limitadas proporciones contra varios puntos de las defensas americanas, las fuerzas nord-vietnamitas realizaron dos ataques masivos contra las bases principales. Sin embargo, en realidad no estuvieron nunca en grado de alcanzar el perímetro interior, debido principalmente a los bombardeos de los B 52 que trataron de dispersar y destruir las concentraciones de nord-vietnamitas antes de que se produjeran los ataques a gran escala. El último intento de ataque se produjo la noche del 30 de marzo sin haber podido obtener aún ningún resultado. Al desaparecer el viento monzón, las nubes y la niebla que durante mucho tiempo habían protegido a las unidades nord-vietnamitas, comenzó para ellos el repliegue, acelerado por el avance de las unidades americanas y sur-vietnamitas que ayudaban a la base. El 9 de abril terminaron los bombardeos. El abastecimiento aéreo fue fundamental para la supervivencia de Khe Sanh y los destacamentos situados en las colinas circunstantes. Dicho abastecimiento se produjo en parte mediante material que se descargaba desde los aviones que aterrizaban en la pista, aunque principalmente los aviones de abastecimiento descargaban lanzando la mercancía en paracaídas durante las pasadas rasantes a unos dos metros de la pista. Además de los vehículos de ala fija, también los helicópteros dieron una contribución importante en las misiones de abastecimiento y, en particular, en las destinadas a los defensores de las colinas. Las pérdidas para el cuerpo de los marines pudieron ser cuantificadas en 205 hombres muertos y en 1.668 heridos. Cuatro aviones y diecisiete helicópteros fueron destruidos. Las pérdidas nordvietnamitas no se conocen, aunque al finalizar los diversos ataques se encontraron 1.602 soldados muertos, y se supone que entre 10.000 y 15.000 hombres murieron bajo los bombardeos aéreos y el fuego de la artillería. Analizando a posteriori la batalla se puede afirmar que el asedio que ejercieron los nordvietnamitas, además de su analogía con la batalla de "Dien Bien Phu", sirvió de pasatiempo en comparación con la ofensiva que lanzaron durante el Tet, el fin de año budista: un ataque desencadenado el 30 de enero de 1968 en treinta y seis ciudades del sur sin haber podido obtener la tan esperada sublevación popular. Desde el punto de vista militar, ambas acciones fueron un clamoroso fracaso; el gobierno de Saigón sobrevivió al reto, mientras que el ejército sur-vietnamita se rindió ante el esfuerzo pero eliminando un buen número de soldados enemigos, obteniendo al mismo tiempo durante los meses sucesivos una más que evidente caída en las actividades enemigas.
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Pintor ecléctico, en Pierre Bonnard tiene cabida toda novedad aportada desde el Postimpresionismo, bajo el patrocinio y admiración del sintetismo de Gauguin. Miembro del grupo conocido como Los Nabis representa todas las preocupaciones típicas de los pintores y artistas de fin de siglo, igual que los modernistas y simbolistas. Lo que les define sin embargo es la actitud propagandística de Gauguin, de Odilon Redon y de Cézanne.
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En alguna ocasión la literatura de su buen amigo Zola pudo servir de fuente a la hora de realizar sus cuadros. En esta ocasión podríamos aludir a la novela "Un mariage d´amour" en la que se narra la relación adúltera entre la esposa de un tendero parisino y un joven campesino. La tortuosa relación les llevará al asesinato del tendero y el posterior suicidio de ambos. Tomando como referencia el arte barroco, Cézanne nos presenta una violenta escena presidida por el cuerpo yacente de la persona asesinada, sujetada tanto por la mujer como por el asesino. Las posturas escorzadas y las diagonales recuerdan los martirios de santos habituales del siglo XVII, de los que Cézanne incluso toma la iluminación dramática que crea fuertes claroscuros. La escena se desarrolla al aire libre, en la noche, poblándose el cielo de negros nubarrones que refuerzan la teatralidad de la composición. El oscuro colorido ha sido aplicado con largas y contundentes pinceladas para aumentar la intensidad dramática y el movimiento, extendiendo el color en la tela con la espátula. Las posturas de las figuras traen a la memoria las obras de Millet y Daumier, aunque la temática sea en esta ocasión mucho más trágica.
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La muerte violenta del Vice Reichsprotektor de Bohemia-Moravia, Reinhardt Heydrich, constituye uno de los episodios más significados de la evolución de la guerra en los países ocupados. Heydrich había nacido en 1904 en el seno de una familia de músicos, y desde muy joven se había sentido atraído por la vida militar. Ingresó primero en los Freikorps creados después de 1918 y, más adelante, en la Marina de guerra. Siendo ya oficial fue expulsado del cuerpo por razones todavía no suficientemente aclaradas. Afiliado al partido nazi, alcanzó el grado de teniente en 1931 y comenzó a dedicarse a las tareas de espionaje e información. Pronto entró a formar parte de las SS organizadas por Himmler y, tras el ascenso de Hitler al poder, fue nombrado jefe de la Gestapo, la policía de seguridad del Estado. Desde este puesto intervino de forma muy activa en la preparación de la purga interna del partido denominada Noche de los cuchillos largos. En 1937 dirigió la operación de espionaje que provocó la represión de Stalin sobre muchos de sus generales, en base a informaciones falsas elaboradas en Berlín que produjeron el debilitamiento del Ejército Rojo. La célebre Kristalnacht, dirigida contra las vidas y propiedades de los judíos en el año 1938 sería otra de sus acciones, que le afirmaban en los elevados puestos que iba escalando dentro del aparato represivo del partido. Puesta de manifiesto su parcial ascendencia semita, Heydrich trataría por todos los medios de limpiar esta mancha mediante una sistemática y brutal persecución lanzada contra la comunidad hebrea. En 1939, a los treinta y cinco años de edad, fue nombrado jefe del Negociado Central de Seguridad del Reich. Pero su superior, Himmler, se sentía ya para entonces celoso y atemorizado a la vez de su subordinado, por lo que influyó en Hitler para que le apartase de Berlín, nombrándole segunda autoridad en la ocupada Checoslovaquia. Heydrich se convirtió de esta forma en un auténtico virrey, instalado en el castillo de la capital checa a partir del mes de septiembre de 1941. La población comenzaría entonces a sufrir los rigores de una metódica represión dirigida a eliminar a los presuntos enemigos de los intereses del Reich. Ello hizo que a las pocas semanas de su llegada pudiese ser calificado como el carnicero de Praga, debido a la extrema dureza de los métodos empleados. De forma paralela, Heydrich dio muestras de sagacidad y trató de atraerse las voluntades de las clases trabajadoras, fundamentales para el mantenimiento de la producción armamentística, vital para la prosecución de la guerra. Los obreros checos, a los que se pretendía apartar de los postulados resistentes de la burguesía, se vieron así beneficiados de forma manifiesta, tanto en sus condiciones de trabajo como en la general elevación de su nivel de vida. El protectorado se convirtió en un verdadero paraíso laboral, lo que contribuyó a su pacificación pero inquietó seriamente a las autoridades checas exiliadas en Londres. Estas temían que la población terminase por aceptar la presencia alemana, lo que les privaría de la teórica legitimidad que afirmaban poseer. Ello ponía en peligro la ayuda que Gran Bretaña prestaba al Gobierno de Benes, por lo que éste decidió la necesidad de provocar una represión especialmente dura por parte alemana que hiciese resurgir el espíritu de resistencia de los checos que ahora parecía adormecido. Así, el 28 de diciembre de 1941 dio comienzo la Operación Antropoide, destinada a suprimir a Heydrich, lo que se esperaba sería capaz de desencadenar una brutal acción por parte del ocupante. Los suboficiales checos Kubis y Gabcik fueron de esta forma lanzados en paracaídas a pocos kilómetros de Praga y se pusieron en contacto con la resistencia interior. La fecha del atentado fue fijada para el día 27 de mayo siguiente, y el lugar elegido fue una calle de la capital que era al mismo tiempo la carretera general que la unía con la ciudad alemana de Dresde. Aquella mañana, Heydrich abandonó su casa de campo para dirigirse al aeródromo donde le esperaba un avión que había de conducirle a Berlín. Mostrando de forma ostensible su valor personal, iba en coche abierto y acompañado solamente por su chófer. Al llegar a la cerrada curva elegida por los atacantes, el vehículo debió aminorar la marcha, momento en que uno de ellos trató de utilizar su propia arma para defenderse, pero otro de los conjurados lanzó entonces una granada sobre el automóvil hiriendo mortalmente a sus ocupantes. Anunciado oficialmente el atentado, las autoridades alemanas ofrecieron elevadas sumas a quienes pudiese informar acerca del paradero de los agresores. Mientras, Heydrich sufría una espantosa agonía después de haber sido sometido a tres operaciones sucesivas. Parecía que solamente la aplicación de penicilina podría salvarle la vida, pero las unidades que se precisaban se hallaban solamente en poder de los británicos, por lo que todas las gestiones realizadas en esta dirección fueron infructuosas. El poderoso personaje murió así el día cuatro de julio en medio de unos sufrimientos que solamente podían ser mitigados mediante el masivo uso de morfina. Para entonces la represión se extendía sobre el país como medida de represalia por los hechos. Más de tres millares de judíos fueron conducidos a las cámaras de gas al mismo tiempo que unos diez mil ciudadanos checos eran detenidos y torturados. De ellos serían ejecutados alrededor de mil trescientos. Los autores del atentado, localizados en el interior de una iglesia ortodoxa, fueron cercados por los alemanes y prefirieron quitarse la vida por si mismos antes que caer en manos de sus enemigos. El hecho más dramático que se produjo como consecuencia del atentado fue la masacre de la pequeña población de Lídice, situada en las cercanías de Praga. Hitler decidió realizar en ella un castigo ejemplar, una vez que sus habitantes fueron acusados de haber dado cobijo a los resistentes. Así, en la noche del día nueve de junio las tropas alemanas cercaron el pueblo y apresaron a sus habitantes. Los hombres comenzaron a ser ejecutados a la mañana siguiente hasta un total de 171; ni uno de ellos sobrevivió a la matanza. Al mismo tiempo, los edificios del pueblo eran incendiados y arrasados. Lídice debía ser borrada del mapa, y un contingente de prisioneros judíos fue el encargado de realizar la tarea, abriendo fosas para enterrar los cadáveres y removiendo el terreno que había ocupado el pueblo. Las 196 mujeres y los 90 niños encerrados en el gimnasio de una población vecina fueron entonces separados entre sí. Las primeras fueron conducidas al campo de concentración de Ravensbrük, donde cincuenta y tres de ellas acabarían encontrando la muerte. Un número indeterminado de niños fue entregado a familias alemanas carentes de hijos y su rastro se perdió definitivamente. El resto acabó en las cámaras de gas del campo de Chelmno. Lídice había desaparecido físicamente por medio de una de las más vesánicas acciones llevadas a cabo por la barbarie nazi en la Europa ocupada. La resistencia checa se vería muy fortalecida tras los hechos; era el terrible precio que la población había pagado por decisión de quienes se consideraban depositarios de la soberanía nacional.
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En el fango de una oscura callejuela del Marais yacían tres cadáveres todavía calientes y empapados de sangre. Los asesinos se habían ensañado particularmente con el cuerpo de un hombre vestido señorialmente, le habían cortado la mano derecha y le habían golpeado la cabeza con tanta violencia que su cerebro había quedado esparcido por varios metros alrededor. El espectáculo, sin embargo, no impresionó a ninguno de los que, enseguida, acudieron a socorrerles. En París, las agresiones, los robos y los homicidios nocturnos eran frecuentes. Pero lo que llevó al preboste de la ciudad a examinar personalmente el lugar del delito, aquella noche del 23 de noviembre de 1407, fue la identidad de la víctima: Luis, duque de Orleans, señor de importantes ciudades y tierras de Francia y, sobre todo, único hermano del rey Carlos VI. Se trataba de un asunto muy delicado. A la mañana siguiente, bajo la atenta mirada de los parisinos, un gran cortejo fúnebre escoltó los restos hasta la iglesia de los Celestinos, muy próxima al Sena, en la que el difunto, en su testamento, había solicitado ser enterrado. Una hilera de nobles y altos prelados seguía al ataúd y cuatro de los más poderosos señores del Reino sostenían los extremos del paño que lo cubría. Ya en aquellos momentos circulaban rumores entre los asistentes acerca de cuál de aquellos señores vestidos de luto habría encargado el asesinato del hermano del Rey. Quizás Juan, duque de Berry, el setentón tío paterno del soberano y del difunto, conocido por su orgullo de ser hijo, hermano y tío de reyes de Francia, como repetía a menudo. Menos sospechoso era el tío materno del soberano, Luis, duque de Borbón, descendiente directo de san Luis y considerado por su prudencia y honestidad como la conciencia moral de la familia real. Tampoco tenía ningún móvil para cometer el crimen el joven Luis II, duque de Anjou, primo del Rey, que ostentaba el título de rey de Sicilia, dado su papel relativamente marginal en la corte. El más interesado en aquella muerte parecía ser el otro primo, Juan Sin Miedo, duque de Borgoña. Hijo del duque Felipe el Atrevido, había heredado de su padre la ambición, y los recursos, para ejercer un papel de primer orden en la gobernación del Reino, aprovechándose de la enfermedad que, cada vez con más frecuencia, obligaba al rey Carlos VI a delegar el poder. Pero este papel también era ambicionado por el duque de Orleans, a quien el hecho de ser hermano del rey, y la minoría de edad del príncipe heredero, concedían mayores títulos para gobernar. No era un secreto que entre los dos primos no existían buenas relaciones: además de la política, todo parecía enfrentarles. Luis de Orleans era de aspecto agraciado, buen orador, aceptable bailarín, mundano y mujeriego; Juan de Borgoña, por el contrario, carecía de encanto, era tímido y sombrío, aunque serio y de buenas costumbres.
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"Yo he tenido -dice el historiador Moreno Alonso, autor de este artículo- en mis manos un mechón de cabellos de Napoleón Bonaparte. Lo cortó seis horas después de la muerte del Emperador su ayuda de cámara, Louis Marchand y fue conservado desde entonces entre los papeles de Lady Holland, en Londres". El análisis de un mechón similar ha servido para que el Laboratorio Forense del FBI en Washington DC y el Laboratorio Harwell de Investigación Nuclear, de Londres, hayan confirmado claramente que Napoleón fue envenenado con arsénico, cuya actuación se complicó con la ingestión de otros medicamentos. Una prueba que el propio Ben Weider -autor de un famoso libro sobre la muerte del Emperador, presidente de la Sociedad Napoleónica Internacional de Montreal y máximo impulsor a escala internacional de las investigaciones sobre las auténticas causas del óbito de Bonaparte- ha incorporado cuidadosamente a sus argumentaciones; y que ha contado con el respaldo técnico de otros expertos. En todos los casos analizados, queda constancia de la presencia de arsénico, de la cantidad y de la proporción en que fue ingerido por Napoleón durante el último mes de su vida. Otro análisis llevado a cabo por el doctor Hamilton Smith, del Departamento de Medicina Forense de la Universidad de Glasgow, no sólo probó la existencia de arsénico sino también la proporción progresiva en que le fue suministrado desde su llegada a Santa Elena. Napoleón falleció el sábado, 5 de mayo de 1821, tres meses antes de cumplir 52 años de edad. Pero la gran cuestión es si se trató de un asesinato por medio de un plan bien trazado para causarle lentamente la muerte, de modo que pareciese natural o si, por el contrario, tenía el hábito de tomar arsénico para superar la depresión que padecía y esa adición acabó por causarle la muerte. La presencia de arsénico resulta evidente. Puede explicar que su cuerpo se conservara perfectamente cuando fue exhumado en 1840 para su entierro definitivo en los Inválidos, mientras que su ropa estaba destruida parcialmente por el moho. Su progresiva obesidad también se justifica por la toxicidad del arsénico (el llamado Síndrome de Froehlich, con distrofia adiposo-genital, caracterizada por un tipo específico de obesidad e hipogenitalismo). Ante todos los hechos enumerados -y hay más- hoy nadie niega que Napoleón tenía gran cantidad de arsénico en su cuerpo cuando murió, pero eso no significa necesariamente que fuera asesinado: el arsénico se usaba como una droga que, en pequeñas dosis, daba a su usuario un sentimiento de fuerza y de vigor; el problema es que causaba dependencia y deterioro físico en las personas que lo consumían habitualmente. El arsénico también se ingería con fines terapéuticos, aunque, en el caso de Napoleón, su mezcla con el calomel, suministrado contra el estreñimiento y con vomitivos y con agua de cebada condimentada con almendras amargas, tendría consecuencias fatales al actuar en el estómago como un cianuro de mercurio. La ingestión de arsénico por parte de Napoleón en los depresivos años de estancia en Santa Elena está perfectamente comprobada, pero parece sumamente improbable que lo tomara por su propia voluntad, pues es notorio su rechazo a todo tipo de drogas y pócimas y, además, no aparece tal dato en las numerosas memorias de ninguno de sus compañeros de destierro, ni en los detallados relatos médicos existentes sobre su enfermedad. Desde el momento que se ha comprobado que el arsénico acabó con la vida de Bonaparte, numerosos investigadores se han obsesionado por hallar tanto al asesino que se lo administró como al inductor del crimen. Para ello, la mejor fuente es el diario del ayuda de cámara de Napoleón, el fiel Louis de Marchand, publicado en 1955, en el que se dice que al Emperador se le administró (a las 5,30 de la tarde del 3 de mayo de aquel 1821) "sin su conocimiento o aprobación (...) diez granos de calomel", una dosis verdaderamente "heroica" (lo normal era una dosis de uno a dos granos) que acabó con él. Lo mismo le dijo en una carta posterior el doctor Robert Gooch al gobernador de Santa Elena, Hudson Lowe: "La acción del calomel libremente administrado fue mucho más responsable de la muerte de Napoleón que la hepatitis, el clima o el cáncer". Con razón el Emperador le pedía a su médico -aunque no se llevara bien con él- "luego de mi muerte, que presiento no muy lejana, quiero que abra mi cuerpo (...) Le recomiendo que lo observe todo cuidadosamente durante su examen". Lo que parece indicar que Napoleón sospechaba que estaba siendo envenenado. Pero la cuestión no reside tanto en si tomó o no mayores o menores dosis de calomel, sino en si se le administró con la intención de asesinarlo, ya que también cabría la posibilidad de un error médico o de una equivocación terapéutica. Ya en su tiempo, el propio Louis de Marchand dejó escrito que "su muerte tiene todos los síntomas de un envenenamiento". Tenía razón; envenenamiento hubo, pero ¿fue provocado por la adición del Emperador, por una administración errónea fortuita o se trató de un crimen? Tras la hipótesis del asesinato planificado, cabría imaginar conspiraciones para todos los gustos achacables a los monárquicos franceses, temerosos de un nuevo retorno del Emperador; a los ingleses, empezando, ante todo, por el mismo gobernador Hudson Lowe, para ahorrarse los ocho millones de libras anuales que les costaba su reclusión; incluso a algunos de sus compañeros de la isla, deseosos de desembarazarse de sus obligaciones y de volver a casa. Y entre estos últimos, investigando con suspicacia, lo mismo puede encontrarse un culpable entre sus médicos que entre sus compañeros de apariencia más fiel. Desde luego, todo comenzó con la llegada del Emperador a Santa Elena, el domingo 15 de octubre de 1815, cuando los días del famoso prisionero de Estado empezaron a hacerse interminables. Y, desde entonces, aquel islote -descubierto el 18 de agosto de 1502, día de Santa Elena, madre de Constantino, y perdido en el Atlántico, a tres mil quinientos kilómetros de la costa brasileña y a mil novecientos de la africana, fue su prisión y, después, su sepulcro. Porque aquel islote, según uno de los vigilantes del Emperador, era el lugar del mundo "más aislado, el más inabordable, el más difícil de atacar, el más pobre, el más insocial". Santa Elena fue desde el primer momento la tumba del Emperador. Perdida en el Atlántico Sur, el navío Northumberland había tardado setenta y dos días hasta llegar a su destino con los deportados, que tuvieron que soportar sucesivamente terribles tempestades, lluvias torrenciales y una desesperante calma chicha. Y, después, se encontraron con la desolación de la isla, permanentemente ahogada en la neblina y azotada en el verano austral por la tempestad y el viento con un ruido estremecedor. En Longwood, donde el almirante inglés Cockburn fijó la residencia del prisionero, llueve casi todos los días. Y el suelo, recalentado, transforma la lluvia en una niebla continua y malsana, que caía sobre los deportados como una losa insoportable. Y, por si fuera poco, el prisionero de Estado estaba constantemente vigilado. Según las instrucciones del gobernador, tenía que ser visto diariamente por un oficial inglés, y no podía salir de los límites asignados sin ir acompañado. En semejante ambiente aislado, vigilado, neblinoso, húmedo y sofocante, no resultan difíciles de explicar los accesos de cólera y ataques de depresión que se apoderan del prisionero, que tiranizaba a su séquito. Porque cuando el Emperador no podía conciliar el sueño, hacía llamar en plena noche a alguno de sus oficiales -que debían presentarse rápidamente y de uniforme como si estuvieran en Las Tullerías- para dictar una constante protesta. Y con frecuencia el prisionero se mostraba insoportable y hasta grosero con las mujeres de su entorno -las señoras de Montholon y de Bertrand-, que aguantaban con resignación las impertinencias y los halagos de aquel viejo verde que años atrás había organizado los destinos de Europa. Las investigaciones más recientes hallan en el envenenamiento crónico con arsénico buena parte de los motivos de sus cambios de humor. La tesis del toxicólogo sueco Sten Forshufvud es que el asesino llegó a Santa Elena con el Emperador y se fue de allí tras su muerte; que tuvo que ser alguien muy próximo, pues debía estar con él todos los días, tener acceso a la despensa y la bodega y gozar de su confianza para inducirle a tomar determinados medicamentos que, por sistema, rechazaba... Por ejemplo, cuando el médico Antommarchi le prescribió un vomitivo, Napoleón se negó a tomarlo, exclamando airado: "¡Váyase a paseo y adminístreselo usted mismo!"... y, sin embargo, a ruegos de sus ayudantes, el mariscal Henri-Gratien Bertrand y el general Charles-Tristan Montholon, terminó tomándose el tártaro emético. Siempre según Sten Forshufvud, el arsénico tenía que mezclarse con algo que sólo consumiera el Emperador, por ejemplo su vino especial, que llegaba en barriles y se embotellaba en Santa Elena. Curiosamente, algunos de sus compañeros de destierro que recibieron una botella de ese vino como regalo, también enfermaron durante algún tiempo. La permanente alternancia de recaídas y recuperaciones del Emperador se explicaría porque cuando se encontraba muy postrado, o no bebía vino o lo consumía muy diluido en agua y, por tanto, no ingería veneno o lo hacía en dosis mínimas. El paso de ser dueño del mundo a prisionero olvidado dio lugar a una realidad incontestable, que fue devorando internamente la personalidad del Emperador, con un continuo desgaste mayor que el producido por cien batallas. Según los testimonios de quienes le rodeaban, un profundo sentimiento de tristeza se apoderaba de él durante días enteros. Los recuerdos le asaltaban y le hundían en el abismo. Por otra parte, el pequeño mundo de su entorno se hacía irrespirable: el gobernador de la isla, es decir, su carcelero, Hudson Lowe, siempre frío, severo, reglamentarista y con no poca dosis de imbecilidad, le exasperaba; las rivalidades y envidias entre los miembros de su séquito, amplificadas por el ambiente cerrado de Longwood, le ponían frenético. En torno al Emperador, pronto se hizo evidente que sus fieles acompañantes no pensaban más que en abandonar la horrible isla. El chambelán, conde Emmanuel Las Cases, autor después del Memorial de Santa Elena, fue el primero en abandonarlo una vez que recopiló los materiales para el libro que lo hizo famoso; su defección fue muy sentida por el Emperador, que tenía en él un oyente seguro y siempre atento, que le seguía como un caniche. Muestra de las envenenadas relaciones existentes en el séquito de Napoleón es que esa intimidad originó que sus compañeros profesaran a Las Cases una indisimulada enemistad; por ejemplo, el general Gaspar Gourgaud le llama "el jesuita" en su Diario. La menor atención del Emperador a Montholon o a Bertrand descomponía a Gourgaud, que confiesa en las páginas de su manuscrito haber llorado porque el Emperador era injusto, y hasta cruel, con él. El general Gourgaud todavía no tenía treinta y cinco años y estaba muy orgulloso de haber sido el primero en entrar en el Kremlin de Moscú y de haber salvado al Emperador matando a un cosaco que se había lanzado contra él. Sus celos hacia Montholon -que había ascendido por causas políticas gracias a los Borbones y cuyo único mérito militar era haber servido en el Estado Mayor de Berthier-, eran continuos, al tiempo que su mujer, la bella Albine, le sacaba de quicio porque, cuando advertía que la observaba Napoleón, "adelanta los pies, se ciñe el vestido al talle, trata de parecer guapa, lo que no es fácil..., abre su pañoleta y deja ver su piel arrugada". El general no soportaba, sencillamente, que la Montholon tuviera "bondades" con el Emperador, al que visitaba a veces durante la noche; y que el marido, aparentemente complaciente por admiración, ejerciera también su influencia sobre aquél. A finales de 1817, el médico irlandés, oficial del ejército británico, Barry O'Meara, que le atendió de 1815 a 1818, escribió en su último informe antes de abandonar la isla: "Dos años de inacción, un clima mortífero, habitaciones mal aireadas, bajas, un trato inaudito, el aislamiento, el abandono, todo lo que ofende al alma actúan de consuno (...) ¿Es sorprendente que haya entrado el desorden en las funciones hepáticas?..." Y cuando el doctor irlandés se fue, el prisionero se negó a recibir los cuidados de ningún otro que le enviara el gobernador, que, ante todo, vendría a ser, según pensaba, una especie de espía a su servicio. Mientras tanto, su salud empeoraba. En el verano de 1818, Charles-Tristan de Montholon escribió a la emperatriz María Luisa: "El emperador Napoleón se muere entre los tormentos de la agonía más larga y más terrible. Sí, señora, el hombre que las leyes divinas unieron a vos por los lazos más sagrados, el que habéis visto recibir los homenajes de casi todos los soberanos de Europa, el hombre sobre cuya suerte os he visto derramar tantas lágrimas cuando se alejaba de vos, perece de la muerte más cruel, cautivo sobre esta roca en medio de los mares, a dos mil leguas de sus más caros afectos, solo, sin amigos, sin parientes, sin noticias de su mujer, sin consuelo alguno". En el mes de enero de 1819, se encontraba tan mal -se quejaba de un fuerte dolor en el costado derecho- que aceptó hacerse examinar por un amigo de O'Meara, médico a bordo del navío Conqueror, el doctor Stokoë, quien le diagnosticó una hepatitis crónica. John Stokoë se ganó una enorme reprimenda del gobernador, por haber redactado "alarmantes boletines de salud"; más aún, el desgraciado médico fue llevado ante un Consejo de Guerra por haberse atrevido a decir que el "prisionero de Estado" padecía hepatitis. Según el gobernador, en Santa Elena no se padecían esas enfermedades. A partir de entonces, y con su salud cada vez más quebrantada, el Emperador pasó otros siete meses sin médico. En abril de 1819, recibió por última vez a un visitante ilustre; se trataba de un primo de lord Liverpool -Robert Banks Jenkinson, a la sazón primer ministro británico- que, de regreso de la India, decidió conocerle; el Emperador le rogó que comunicara a Liverpool que deseaba salir de aquella isla, "nefasta" para las personas afectadas de su enfermedad; más aún, que Santa Elena era tan malsana y que las tropas de la guarnición padecían una fuerte mortalidad. Pero en cuanto el visitante abandonó Longwood, el gobernador pudo hablar con él y tergiversar el mensaje del Emperador, asegurándole que el prisionero estaba haciendo una comedia. Y, sin embargo, Napoleón cada vez se sentía peor y comenzó a esperar con impaciencia la llegada de un médico, de un sacerdote y de dos criados. Fue el mariscal Bertrand quien los hizo llamar, en carta dirigida al cardenal Fesch, que vivía en Roma cerca de la madre del Emperador. Pero la designación no fue muy afortunada: eligieron a Francesco Antommarchi, un patólogo corso que, hasta entonces, sólo se había ocupado de cadáveres en Florencia y que, en Santa Elena, mostraría mucho más talento para la intriga que conocimientos médicos. Cuando el prisionero, al cabo de cuatro años de cautiverio, recibió aquel socorro de su familia no pudo más que entristecerse: sólo habían encontrado para él una especie de forense, obstinado en sostener hasta los últimos días que sólo padecía de una enfermedad política y en tratarle de obstrucciones intestinales, y dos curas, uno ya con un pie en la sepultura y el otro tan inculto que era "algo así como un pastor". A finales de 1819, la salud del Emperador mejoró notablemente y, con frecuencia, paseaba a caballo con Bertrand y Montholon. Pero en octubre de 1820 su situación se agravó. Según el testimonio posterior del gobernador, se encontraba mucho más pálido que la última vez que lo había visto; "en general, su fisonomía se caracteriza por un tono de palidez mórbida, que cualquier indisposición aumenta, naturalmente". Pero no se trataba de su característica palidez, sino el efecto de su enfermedad casi terminal. No obstante, mujeriego hasta el fin, ante la ausencia de Albine de Montholon -que había dejado la isla a causa del nacimiento de una hija, la Napoleona, porque, según las malas lenguas, era hija de Bonaparte, pero que también pudo serlo de un teniente inglés de la guarnición- se encaprichó de la esposa del mariscal Bertrand, Fanny Dillon, irlandesa de origen, alta, delgada y rubia. Sentía celos de que el médico Antommarchi fuese recibido diariamente en su casa y le enfurecía la actitud digna de la irlandesa, mostrándose profundamente injusto con ella, hasta el punto de que el mariscal -que todo lo soportaba del Emperador sin quejarse jamás- pensó abandonarlo. Realmente, parece que nunca hubo relación alguna entre el médico y la esposa del mariscal, pero esas calumnias llegaban a Napoleón vía Montholon, que deseaba deshacerse de Antommarchi. El 5 de diciembre de 1820, escribió Montholon a su mujer: "La enfermedad del Emperador ha tomado un mal cariz; a su afección crónica se ha unido una patente consunción; su debilidad es tan grande que no puede realizar función vital alguna sin experimentar una fatiga extrema y, a menudo, perder el conocimiento..." Y no se trataba sólo de una gran fatiga, sino que comenzó a sufrir atrozmente. El propio Napoleón explicó su mal a sus compañeros de cautiverio: el dolor que sentía en el estómago era como el que le causaría "un cuchillo clavado que alguien se complaciera en remover". Montholon observa luego: "desde que se ha derrumbado, paso con él todo mi tiempo; pretende que esté siempre a su lado; no quiere tomar otros remedios que los que yo le doy o le aconsejo, lo cual enloquece a su médico; sólo yo encuentro gracia cerca de él. (...) Y cuando deja la cama se siente débil, vacilante, quebrantadísimo. En enero de 1821 su estado empeoró. Sólo come "algunas rebanadas de pan mojadas en jugo de cordero asado, algunas cucharaditas de gelatina de carne y algunas ruedas de patatas fritas. Para beber sólo toma medio vaso de vino mezclado con agua. Una gota de café termina la comida". A principios de marzo, su debilidad se agudizó. El día 5 de este mes, Montholon escribía, con un detallismo casi autoinculpatorio, a su esposa Albine: "Hoy es un cadáver al que un soplo de vida anima en lo físico y en lo moral; esta maldita Santa Elena lo ha matado" (...) (Su color era de) "un amarillo que da miedo" (...) "Está en el último grado de debilidad, hundido en un abatimiento y un debilitamiento de los que nada puede sacarle Por supuesto, ni él ni sus fieles tienen esperanzas en el galeno Antommarchi, que le cuida con ignorancia -similar, por otro lado, a la de los demás médicos que le asistieron- y desapego. El emperador también se niega a que le visite el doctor inglés Arnott, que había llegado a la isla en un relevo de la guarnición; creía que iría a dar cuenta inmediatamente de su situación a su verdugo, el gobernador, para que se regocijara de su agonía. Al final se resignó a que lo viera, pero poco es lo que ya podía hacer el inglés. De cualquier forma se terminó ganando el aprecio del Emperador, que ya no podía soportar a Antommarchi; cerca ya de su final ordenaba al mariscal Henry-Gratien Bertrand: "Bueno, que (Antommarchi) pase todo su tiempo con sus querindangas (...) pero ¡líbrenme de ese hombre que es tonto, ignorante, fatuo y sin honor!... Quiero que llamen a Arnott para que me cuide en lo sucesivo. Pónganse de acuerdo con Montholon. No quiero nada más con Antommarchi... Ya he hecho mi testamento y le lego veinte francos para que se compre una cuerda y se ahorque". Por su parte, el mariscal, para calmarle, llega a proponerle que su propia mujer lo cuide. Pero el Emperador rehúsa ante el disgusto de Bertrand, que presentía haber caído en desgracia ante su señor, a quien le debía lo que era. Debía tener cierta razón, pues en su testamento, dictado en Longwood el 15 de abril de 1821, Napoleón le legaba 400.000 francos oro -la cuarta parte de lo que dejaba a Montholon- "como prueba de mi satisfacción por los cuidados filiales que me ha prodigado durante seis años, y para indemnizarle de las pérdidas que su estancia le ha ocasionado". Al doctor Arnott, después de la redacción del testamento, le dirá que Inglaterra es la culpable de su situación: "(...) he sido asesinado lentamente con premeditación y con ensañamiento, y el infame Hudson Lowe ha sido el ejecutor de las altas obras de vuestros ministros..." El 30 de abril, cuando tan sólo le quedaban cinco días de vida, se despertó sobresaltado, gritando: "¡Oh, la muerte! ¡La muerte!". Se pasa las horas sumido en la inconsciencia y su estado es tan grave que el gobernador, por vez primera, advierte que el prisionero se le muere, por lo que envía a varios médicos militares a visitarle. Al advertir una posible oclusión intestinal creen que es imprescindible el empleo de un purgante y proponen que se le administre calomel. Antommarchi se opone, pero Montholon apoya a los británicos y le administran una dosis entre cinco y diez veces superior a la normal. La víspera de su muerte -el viernes, día 4 de mayo- hizo un tiempo terrible: una fuerte lluvia cayó sin cesar a la vez que un viento huracanado amenazaba con destruirlo todo, hasta el punto de que el sauce bajo el que el Emperador solía sentarse fue arrancado de cuajo. Napoleón agonizaba. Y al día siguiente -sábado, día 5 de mayo de 1821-, a las cinco y cuarenta y nueve minutos de la tarde, ante la presencia de un buen número de personas congregadas alrededor de su lecho, dejaba de existir. Desde luego, de entre los miembros del círculo más próximo al Emperador, los médicos que le asistieron -y que fueron en total cuatro mientras estuvo en Longwood- tuvieron un papel fundamental en la evolución de la enfermedad que, finalmente, acabó con su vida. El primero de ellos fue Barry O'Meara, un irlandés con experiencia médica de barcos y que, aunque no supiera remediar el mal que aquejaba al Emperador, siempre le fue leal, razón por la cual el gobernador Lowe recomendó su traslado a Londres en 1818. Después, en tres ocasiones, le atendió el doctor inglés Stokoë, médico del Conqueror, que fue quien diagnosticó que padecía de hepatitis. Como se apuntaba antes, ello había provocado incluso su expulsión de la Marina, porque en la Santa Elena del gobernador Lowe "no había hepatitis". En 1819 llegó de Italia el médico corso Antommarchi, que había estudiado en Pisa y Florencia y que, como forense, entendía más de cadáveres que de enfermos. En sus últimas semanas de vida, quien lo visitará será el médico naval inglés Arnott. Se ha sugerido que aquellos médicos, poco expertos en la enfermedad del prisionero, intentaron calmarle y reanimarle con dosis cada vez mayores del fatal arsénico. No sería, por tanto, necesario acudir a una intencionalidad asesina para atribuirle su envenenamiento; ya se ha dicho que el arsénico y el mercurio -utilizado en la famosa Solución Fowler- y hasta la misma estricnina, se usaban como estimulantes y tónicos. Esta posibilidad se refuerza si se tiene en cuenta la dependencia que tales agentes ocasionaban... Esta tesis no parece sostenerse: existe una pormenorizada información sobre cuanto tomaba o no el Emperador y, tal como ya se ha dicho, su resistencia a ingerir cualquier pócima; en una ocasión le reprendía a Antommarchi: "Guárdese sus medicinas; no quiero tener dos enfermedades, la que ya tengo y la que usted me provocará"... Es decir, si alguno de los médicos hubiera empleado arsénico, habría quedado algún testimonio escrito. Por otro lado, hubiera debido ser una conducta unánime, pues Napoleón estuvo siendo envenenado desde 1815 hasta su muerte.
contexto
El asesinato del canciller tuvo lugar el día 25 de julio durante una tentativa, por suerte abortada, de golpe de Estado nacionalsocialista. Estaba claro, pues, que los nazis austriacos disponían de los mismos medios y de los audaces procedimientos de sus correligionarios alemanes. La "hazaña" fue ciertamente fácil y supo desarrollarse en silencio y con discreción. Empezó cuando los nacionalsocialistas lograron apoderarse de radio Viena vestidos con uniformes de la heimwehr. Después de amenazar a los empleados y matar a su director, dieron la noticia de la dimisión del canciller Dollfuss. Al mismo tiempo otros 50 nazis, también con el uniforme de la heimwehr, se apoderaron de la cancillería, detuvieron a Dollfuss, al mayor Fey, ministro de Seguridad Pública, y al subsecretario Karwinsky. A instancias de éste, Dollfuss decidió huir a un edificio anejo; pero los nazis dispararon contra él, y uno, llamado Panetta, le hirió gravemente en el cuello, muriendo desangrado por falta de auxilio. Ante el inesperado suceso, el presidente Miklas nombró canciller provisional al ministro de Justicia Schussnigg, quien, bajo la condición de que fuesen respetadas las vidas de los ministros y funcionarios que se encontraban en la Cancillería, permitió a los revoltosos el plazo de un cuarto de hora para escapar. Exigieron éstos, como condición de seguridad, que se les trasladara a Alemania; pero a instancias del ministro de Defensa, ya a las seis de la tarde, abandonaron la Cancillería y fueron detenidos. Entonces pudo saberse con claridad la organización del "complot" asesino. Unos 300 nazis habían participado en el golpe, protegidos con uniformes del ejército federal y de la policía. Pudo, pues, comprobarse claramente cómo la subversión nazi estaba perfectamente organizada. A continuación estallaron conflictos armados en Carintia, el Tirol, etcétera. Cuando fue posible una mínima calma, al menos aparente, el día 30 de julio fue definitivamente nombrado canciller el jefe de las asociaciones católicas, Schussnigg permaneciendo la vicecancillería, y con ella el intento de continuar la política de Dollfuss, en manos del príncipe de Starhemberg. En noviembre, finalmente, entró en vigor la Constitución antes descrita. Se trataba de institucionalizar esta especial forma de fascismo, donde se conjugaban las tendencias fascistas de las heimwehren, los militares, la antigua aristocracia y el clero, y hasta la tendencia antifascista sostenida por una burguesía judía, temerosa a la vez de la insurrección socialista y de la amenaza nazi. En la nueva Constitución, de pretensiones estrictamente católicas, el Estado queda bajo la autoridad de Dios "todopoderoso de quien emana todo derecho" y se organiza sobre una base corporativa donde son innecesarios plebiscitos y elecciones. De inmediato, con la llegada de Schussnigg a la cancillería, se agudizó la represión contra los nazis: condenas a muerte por tenencia de explosivos; condenas a trabajos forzados a perpetuidad, medidas de excepción para defensa del Gobierno y del Estado, etc. Al mismo tiempo comenzaba a notarse cierto alivio en la situación económica. En la sesión extraordinaria de la asamblea federal austriaca, a fines de mayo de 1935, el presidente Schussnigg insistió en la necesidad de delimitar la línea de separación entre el nacionalsocialismo, que era la manifestación mayoritaria del país, y las maniobras hitlerianas en Austria, que no podrían ser consentidas. Austria, en palabras del canciller, sólo deseaba igualdad de tratamiento, reconocimiento de derechos iguales y defensa de un honor comparable al de los demás pueblos. Luego siguieron ciertos intentos de restauración monárquica, llevados a conversaciones mutuas entre Austria y Hungría. Pero se veía imposible desde el momento en que frente a Austria, deseosa de garantizar su independencia, Hungría aconsejaba un acercamiento a Alemania. Austria sola parecía disponerse a la monarquía una vez que se impulsó el proyecto de ley tendente a restituir los bienes de los Habsburgo; pero el efecto desfavorable que provocó no sólo en los Estados de la doble monarquía, sino en toda Europa, que lo interpretaba como medida contra el Anschluss o como un verdadero casus belli, una nueva guerra europea, obligó a la marcha atrás y la justificación del proyecto como un simple símbolo reparador a escala interna. En el fondo se estaba asistiendo a algo ciertamente grave: la lucha entre cierto intento constitucional democrático, en forma de monarquía, que patrocinaba Josef Reithjer, y el fascismo dictatorial deseado y fomentado por el príncipe Starhemberg, jefe oficial de los fascistas. Iba a ser la lucha entre el líder de los campesinos de la baja Austria, conservadores y proclives a la resurrección de un pasado bajo la monarquía, y el hombre más fuerte de Austria, el vicecanciller Starhemberg, de quien en la práctica podían depender el mismo presidente y el canciller, desde su puesto de control del Ejército, de las heimwehren y de las restantes organizaciones armadas. De todos los problemas creados por el Tratado de Versalles, el de Austria era uno de los más complicados y de más difícil solución. En primer lugar por su analogía de costumbres con Alemania, basada en la identidad de raza que desde el principio colaboró a pensar en una deseable unión de Estados. Pero la proximidad a los Balcanes era, en segundo lugar, otro factor que podía complicar el problema de la paz en Europa. El asesinato de Dollfuss y el golpe fallido de los nazis en Viena, en julio de 1934, sembraron en Europa la alarma por las pretensiones de Hitler; y el primero que se vio más seriamente afectado fue Benito Mussolini, que expresó su disposición a mantener el ya consabido apoyo a Austria frente a las pretensiones alemanas. Hasta movilizó tropas para situarlas en la frontera del Brennero. En esta idea conectó con el Gobierno francés, y más concretamente con P. Laval, que viajó a Roma a principios de 1935 y firmó con Mussolini los acuerdos del 7 de enero, proclives a la acción común franco-italiana de ayuda a Austria. Pero también en estos mismos días -el 13 en concreto- el plebiscito del Sarre devolvía el territorio a Alemania, que poco después, por decisión del Führer, anunciaba la reconstrucción de su aviación militar. Todos estos sucesos, en un clima cada vez más proclive a la carrera de armamentos, máxime por parte alemana, especialmente preocupada por el logro de instrumentos de ataque, llevó a los jefes de Gobierno y ministros de Asuntos Exteriores de Italia, Inglaterra y Francia al llamado "frente de Stresa" para el control alemán en Europa. En el prólogo de esta expansión alemana, que tendrá como resultado la ocupación de Austria en marzo de 1938, se entrecruzan un conjunto de fuerzas, además del fracaso de la Sociedad de Naciones y del principio de seguridad colectiva. La respuesta de Hitler al "frente de Stresa", que chocaba a todas luces con el inmediatamente posterior pacto franco-soviético y acababa con los últimos residuos del espíritu de Locarno, fue poner fin a la desmilitarización de Renania en marzo de 1936. Más adelante, en el otoño, cuando ya la guerra de España influía en el agravamiento de las relaciones internacionales, la ruptura del aislamiento italiano y la creación del Eje Roma-Berlín facilitó la confabulación nazi-fascista (Wiskeman). Uno y otro país quedaron asegurados y ligados en su ansia expansiva. El Eje era de hecho la vía libre hacia la anexión de Austria por Alemania una vez simplificada la quiebra de la relación franco-italiana. A primeros de noviembre de 1936, en una reunión del Führer con Göring, Von Neurat y algunos generales más, se decidió, para fecha aún no determinada, una ofensiva de gran estilo destinada a conquistar tierras cultivables conforme al objetivo nítido de la "conquista de un espacio vital". El día 4 de febrero -obsérvese la prisa de las fechas- se reorganizó el mando militar supremo a las órdenes del mariscal Këitel y el servicio diplomático bajo la dirección del nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop. Era fácticamente el inicio del golpe contra Austria. Poco después, el día 12, el canciller vienés Schussnigg, forzado a una entrevista con Hitler, aceptó en su Gobierno, como titular de la cartera de Interior, al jefe de los nazis austriacos, el doctor Seyss-Inquart. Pese a todo, no podía sorprender el éxito del nazismo en un país donde el antisemitismo contaba con profundas raíces, y donde jóvenes, parados y demás adversarios del Gobierno de los católicos deseaban la renovación que el nacionalsocialismo proclamaba. Ante la amenaza de una invasión, el canciller pretendió el 9 de marzo de 1938 un plebiscito en favor de una Austria libre, independiente, social y cristiana. Era demasiado tarde. El día 11 se produjo la réplica hitleriana. El Ejército alemán ocupó Austria, cuarenta y ocho antes de la celebración del plebiscito. Hitler exigió la dimisión de Schussingg. Ante la respuesta de Londres, que negó consejo al canciller con la excusa de "no hallarse en condiciones de proteger a Austria", se rubricó el abandono y aislamiento austriacos. Era el Anschluss, y lógicamente tampoco Mussolini envió tropas a Brennero. A primera hora de la noche, el canciller Schussnigg, vencido ante la fuerza, terminó su mensaje con unas palabras providenciales: "Dios proteja a Austria". Tras cesar la resistencia del presidente Miklas a aceptar las condiciones alemanas, que exigían el nombramiento de Seyss-Inquart como canciller, los manifestantes nazis exhibieron el triunfo invadiendo las calles de Viena, ocupando los edificios oficiales y controlando de facto la vía pública. En la noche del día 11, el nuevo canciller Seyss-Inquart llamaba a las tropas alemanas para que entrasen en el país. El día 12 quedó Austria totalmente ocupada sin resistencia alguna; y el día 13 se declaraba Austria unida al Reich. Luego, un plebiscito ratificaría el Anschluss. La anexión de Austria era el principio de la Gran Alemania, y abría los Balcanes al imperialismo hitleriano. Todas las potencias interesadas antes en defender la autonomía austriaca como esencial para la paz de Europa, se abstuvieron de juzgar la ocupación. Inglaterra en concreto comunicó que la resistencia a Alemania "expondría" a Austria a unos peligros contra los "cuales el Gobierno de Su Majestad" no podía garantizar su protección. Francia vivía su crisis interna, ajena a suceso y a su trascendencia; Italia comunicó a Londres no tener nada que decir; y Checoslovaquia y Polonia parecieron indiferentes. El día 2 de abril de 1938 las potencias occidentales reconocerían diplomáticamente el nuevo hecho consumado, y Alemania se dispondría, conforme a su plan matemáticamente trazado, a la ocupación de los Sudetes alemanes, bajo soberanía checoslovaca desde 1919. A partir, pues, de 1938 se precipitó la más compleja y difuminada aleación austroalemana en el Ejército y en la Administración. El país fue sucesiva y globalmente controlado por funcionarios alemanes, y los bienes austriacos pasaron a incrementar lo recursos alemanes para una economía de guerra. En expresión de Parker, este gran éxito reafirmó la confianza de Hitler. El mismo día 13 Hitler comentaba en privado: "Inglaterra me ha enviado una protesta. Hubiera entendido una declaración de guerra, pero ni siquiera responderé a una protesta. Francia... no puede actuar sola. Italia es nuestra amiga y Mussolini un estadista de gran talla que sabe y comprende que las cosas no pueden ser de otra manera". La unión de Austria con Alemania se producía en un momento y de una manera que nadie esperaba, y no existía otra forma de intervenir que una declaración de guerra. El diputado Winston Churchill lo señaló duramente en la Cámara de los Comunes el día 15 de marzo: "Europa se halla ante un programa de agresión, cuidadosamente preparado y calculado al minuto, que se viene ejecutando etapa tras etapa. Sólo nos queda una posible elección, respecto a nosotros y a las demás naciones: o nos sometemos como ha hecho Austria, o adoptamos -mientras todavía haya tiempo- las medidas eficaces para alejar el peligro; y si es imposible alejarlo, para acabar con él. Si seguimos permitiendo que se produzcan los hechos consumados, ¿cuántos recursos vamos a desperdiciar, y cuántos aún nos quedan, utilizables para nuestra seguridad y el mantenimiento de la paz? ¿Cuántos amigos vamos a perder? ¿Cuántos posibles aliados veremos caer, uno tras otro, en el abismo?".
obra
<p>Son escasos los cuadros fechados de Vermeer y entre ellos destaca el Astrónomo, una de sus obras emblemáticas, como su compañero el Geógrafo. Los dos lienzos nos presentan a un científico joven, vestido con una toga que le llega hasta los pies, con una larga cabellera recogida tras las orejas. Se halla en una habitación cerrada, sentado ante una mesa y recibiendo la luz que penetra por una ventana, en la que destaca el emplomado de la vidriera y un motivo decorativo central de tonalidades rojizas, como si recibiera de esta manera la inspiración. El científico se afana en comparar la descripción del libro que tiene abierto sobre la mesa con las constelaciones del globo celeste, reconociéndose en la derecha la Lira, el Dragón y Hércules en el centro y la Osa Mayor en la izquierda. Tras el tapiz se halla un astrolabio, instrumento fundamental para la astronomía. Uno de los investigadores de la obra de Vermeer, James A. Welu, ha conseguido identificar el libro que estudia el astrónomo; se trata de "Sobre la investigación y observación de las estrellas" escrito por Adriaen Maetius. El mismo especialista considera que el globo terrestre corresponde a la concepción de Jodocus Hondius de 1618. En el fondo, colgado en la pared, se encuentra un cuadro en el que se narra el hallazgo de Moisés. La presencia de este episodio estaría relacionado con las explicaciones sobre los más tempranos investigadores astrales que se encuentran en el libro de Maetius, según opina Welu. También en la pared hallamos un mapa náutico de pergamino, concretamente el mapa marítimo de Europa que había publicado Willem Jansz. Blaeu, lo que podría estar relacionado con la supremacía marítima holandesa en aquellas fechas. Una vez más, Vermeer envuelve la escena en una atmósfera de luz que resalta los colores verdes y dorados, utilizando la característica técnica "pointillé" con la que reparte los chispeantes puntos de luz por toda la superficie del lienzo. No renuncia a los detalles pero casi se pierden ante los potentes impactos lumínicos que recuerdan a Rembrandt. La disposición de las figuras en reducidos espacios y su ubicación frente al espectador serán características que definan la obra de este gran maestro del barroco holandés.</p>
contexto
El 10 de febrero, la Task Force norteamericana 58 (almirante Mitscher), compuesta de 11 portaaviones pesados, 5 portaaviones ligeros, 8 acorazados, 17 cruceros y 81 destructores, se unió en aguas de Iwo Jima con la 52-2, que regresaba de una incursión en aguas metropolitanas japonesas y estaba integrada por los portaaviones gigantes Enterprise y Saratoga, 12 portaaviones de escolta, 6 acorazados, 3 cruceros y 24 destructores. El feroz bombardeo naval preparatorio de asalto a la isla comenzó el 16 de febrero y se prolongó durante tres días y tres noches. El fuego de los acorazados y los cruceros, y los cohetes de los destructores, se combinaron con furiosos ataques de 3.371 aviones de asalto y bombardeo llegados a Iwo Jima desde los portaaviones o desde los aeródromos de Saipán, en las Marianas. El día 19 de febrero, a las ocho de la mañana, el desembarco comenzó en la playa de Futatsun. El dispositivo defensivo de los japoneses en Iwo Jima estaba dividido en dos partes de muy desigual fuerza. En el extremo sur, en las laderas del volcán Suribachi, el general Kuribayashi había apostado, aislados de los demás defensores, a 2.000 hombres poderosamente armados, pero condenados a la lucha suicida puesto que en ningún caso podrían ser socorridos o reforzados, y mucho menos liberados, una vez que los norteamericanos desembarcaran. Esto era así porque la zona centromeridional de la isla, es decir, el terreno casi al nivel del mar que estaba tras la playas de Futatsun, lugar obligado de todo desembarco, había sido completamente desguarnecido (salvo en las inmediaciones del aeródromo de Tidori), a fin de que los invasores concentraran allí a su llegada grandes cantidades de hombres y material, de los que se encargaría la artillería japonesa. La otra zona organizada para la defensa de la isla, la principal, empezaba en el espolón mismo que daba acceso a la meseta de Motoyama desde la llanura de Tidori, y abarcaba, hacia el norte, la totalidad de la isla. Junto a ese espolón había enterrado Kuribayashi sus carros. Inmediatamente detrás de ellos, numerosas fortificaciones y casamatas, también enterradas y perfectamente camufladas, formaban la primera línea japonesa de defensa, que se extendía de un lado a otro de la isla en sentido este-oeste, de mar a mar. Esta primera línea dominaba la playa y el aeródromo de Tidore, así como todos sus accesos, y completaba por el norte la posición dominante que también tenía el Suribachi sobre esos dos puntos importantes, los primeros que ocuparían los norteamericanos. La segunda línea japonesa organizada estaba a 1.500 metros detrás de la principal, lo que permitía a sus fuegos un apoyo verdaderamente inmediato de ese primer obstáculo. Más al norte, junto al segundo aeródromo de Iwo Jima, y más atrás, había otras múltiples obras de defensa, también muy disimuladas y potentes, que se prolongaban con mayor o menor densidad, articulación u homogeneidad hasta el propio cabo Kitano, punto septentrional de la isla. En esta región extrema y casi inaccesible estaban los abrigos de los diferentes Estados mayores japoneses y también el puesto de mando del general Kuribayashi. Este había tomado también la precaución suplementaria de dividir la isla en ocho sectores absolutamente estancos (incluso la circulación estaba prohibida entre ellos) a fin de estimular la voluntad de luchar sin cesiones de terreno, y también para evitar que ningún japonés caído prisionero pudiera eventualmente revelar la disposición de las defensas de otros sectores que no fueran el suyo. A las once de la mañana del día 19 de febrero, tres horas apenas después de iniciarse el desembarco, los norteamericanos tenían ya en la playa de Futatsun 10.000 hombres y 200 carros. En ese momento, un silencio inquietante, sólo perturbado por el rumor del oleaje, pesaba sobre toda la isla. Se hubiera dicho que el cemento de los fortines japoneses, y sus defensores, no habían resistido al fuego devastador de la flota norteamericana ni al de los 1.600 aviones de asalto que participaron en la última fase de la operación procedentes de seis portaaviones. Habían desembarcado las Divisiones de Infantería de Marina 4.?, que lo hizo en la parte norte de la playa, junto a Motoyama, y 5.?, que desembarcó a su izquierda, prácticamente bajo el Suribachi. Ambas divisiones, junto con la 3.? (general Graves Erskine), que había quedado en reserva embarcada aún en los transportes de tropas, formaban el Tercer Cuerpo de Marines (general Harry Schmidt). La 5.? estaba mandada por el general Keller Rockey, un veterano de la guerra europea 1914-18, y no había participado todavía en ningún combate. Por el contrario, la 4.a, a las órdenes del general Clifton Cates, un veterano del combate de Bois Belleau, en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, había ya sufrido el bautismo de fuego en el asalto a Roi-Namur, un aeródromo japonés situado en un islote doble del atolón de Eniwetok. La aparente calma fue considerada como de mal agüero por los norteamericanos. "Aquí vamos a perder 15.000 hombres", dijo uno de ellos mientras contemplaba los incendios. Como corroborando su aprehensión, en ese mismo momento comenzó el fuego de los japoneses, concentrado en la playa y realizado por todas las piezas y armas que disponían en la isla. La playa se convirtió inmediatamente en un infierno al que ni siquiera las embarcaciones podían acercarse (varias fueron destruidas en el intento). La arena, que apenas tenía consistencia, protegía muy poco y era imposible excavar en ella pozos de tirador, trincheras, refugios o simples "fox boles". La arena se desmoronaba constantemente y, levantada por las explosiones, cegaba y constituía una metralla más que causaba insólitas heridas. No se podía casi correr, y quienes intentaban huir a toda prisa del fuego se hundían en la arena. Pronto la playa fue una verdadera carnicería (600 muertos y 2.500 heridos hubo el primer día del desembarco sólo en ella), donde los que no se habían lanzado adelante soportaron la máxima densidad del fuego. Para escapar a este infierno, los "marines" iniciaron dos ataques hacia las fuentes del terrible fuego, es decir, Suribachi y Motoyama, pero fueron inmovilizados varias veces y aún tuvieron que sufrir un violento contraataque japonés cerca de Tidori, en la "soldadura" de las dos divisiones desembarcadas, llevado a cabo por el subteniente Nakamura, que destruyó los veinte carros Sherman que los norteamericanos estaban empleando como punta de lanza para salir de la playa. Durante el resto del día, la arena y los espolones o las vertientes del Suribachi y de la meseta de Motoyama detuvieron en seco a los tanques, asaltados además casi continuamente por pequeños grupos de combatientes japoneses que lanzaban contraataques suicidas cuando sus puntos de apoyo eran rebasados o sus blocaos destruidos. El salvaje bombardeo de la playa por la artillería japonesa continuó toda la noche.