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Museo y escuela de Arte situado en Des Moines, Iowa, E.E. U.U. Incluye obras de artistas como Arp, Bacon, Brancusi, Calder, Dubuffet, Hopper, Matisse, Monet, Moore, Sargent y David Smith. Incluye representantes del "Pop Art" como Johns, Lichtenstein, Oldenburg, Rauschenberg y Warhol.
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El mismo Bertrand Russell, haciendo un breve balance de su vida cuando en 1952 cumplió los ochenta años, recordaba la ilusionada confianza en el futuro en que su generación, nacida en torno a 1875, había sido educada: "en mi juventud -escribió- nadie ponía en duda el optimismo victoriano. Se pensaba que la libertad y la prosperidad se extenderían gradualmente por todo el mundo, siguiendo un ordenado proceso de desarrollo; se esperaba -añadía- que la crueldad, la tiranía y la injusticia irían disminuyendo de manera continua". Políticamente, la idea de progreso decimonónica quedó asociada a la creación de sistemas políticos liberales y parlamentarios. Y en efecto, la edad de las masas propició en principio el desarrollo de las instituciones parlamentarias. Ciertamente, en 1900, Rusia era un Imperio autocrático; Bulgaria, Serbia y Montenegro eran monarquías autoritarias, y Alemania y Austria-Hungría, imperios conservadores con Constitución, libertades políticas, parlamentos, partidos y elecciones pero con gobiernos designados por la Corona y no plenamente parlamentarios. Pero Gran Bretaña, Bélgica, Dinamarca, Holanda, Portugal, España, Suecia, Noruega (que se separó de Suecia en 1905), Italia, Rumanía, Grecia y Luxemburgo (desgajado de Holanda en 1890) eran ya monarquías parlamentarias, gobernadas por gabinetes responsables ante legislaturas elegidas por electorados más o menos amplios; y Francia y Suiza eran repúblicas. El sufragio universal masculino había sido introducido en Francia y en Alemania en 1871; en Suiza, en 1874; en España, en 1890; en Bélgica, en 1893; y en Noruega, todavía integrada en la Corona sueca, en 1898. En Gran Bretaña, las reformas de 1867 y 1883 habían elevado el electorado a 2,4 millones de electores en 1869 y a 5,7 millones en 1884, lo que suponía que tenía derecho al voto aproximadamente el 30 por 100 de los varones de más de 20 años. La vida política distaba aún de ser plenamente democrática. El sufragio femenino tardó en ser aceptado: antes de 1914, sólo lo hubo en Finlandia (1906) y Noruega (1913). A principios del siglo XX, el mismo sufragio masculino tenía severas limitaciones de edad: hacia 1914, la edad electoral de una mayoría de países estaba fijada en torno a los 25 años (en Italia, en los 30), por lo que, como en Gran Bretaña, el derecho al voto correspondía en términos generales sólo a una tercera parte de la población adulta. El poder de muchos Parlamentos era limitado: por ejemplo, en la Alemania imperial. En muchos países (Gran Bretaña, Francia, Italia, España, Dinamarca, Suecia), existía una Cámara alta que primaba la representación o censitaria o indirecta, e incluso, en el caso británico, la representación hereditaria (y ya quedó dicho que la Cámara de los Lores no perdió su poder de veto hasta 1911). El trazado de los distritos tendía, en muchos países, a disminuir el voto urbano y a primar el voto rural y conservador. Los sistemas y leyes electorales eran complejos y en muchos casos, excluyentes: el sistema del voto plural belga de 1893, por ejemplo, daba votos adicionales a los padres de familia, a los propietarios y a los licenciados, mitigando así el sufragio universal. Los censos siguieron siendo imperfectos hasta bien entrado el siglo XX. Muchas constituciones monárquicas aún reservaban amplias facultades ejecutivas a la Corona: era el caso, entre otros, de Dinamarca (hasta 1901), Suecia (hasta 1917), Holanda, Bélgica, Italia, España y Portugal. Las formas tradicionales de clientelismo perduraron y en algunos países -Italia, España, Portugal, por citar sólo países occidentales- siguieron de hecho suplantando a la voluntad nacional. Los partidos políticos, finalmente, base del sistema parlamentario, eran todavía en casi toda Europa partidos de notables: en Inglaterra, el club aristocratizante, exclusivista y minoritario por definición, siguió siendo pieza esencial de la política hasta bien entrado el siglo XX. Pero con todo, el principio de que el poder político debía derivarse de la voluntad popular manifestada en elecciones periódicas, y estructurarse en gobiernos parlamentarios presididos por un primer ministro salido de la mayoría parlamentaria, constituía en 1914 un principio casi indiscutible en la política europea. En ese contexto, la aparición de las masas -electorados ampliados, opinión pública articulada, prensa moderna, partidos populares- en la vida pública en los últimos veinte años del siglo XIX y primeras décadas del XX cambió sustancialmente la política. De una parte, potenció las posibilidades democráticas implícitas en los supuestos del liberalismo parlamentario europeo: fue entonces cuando se produjo la definitiva evolución hacia la monarquía democrática de países como Gran Bretaña, Bélgica, Holanda y los Países escandinavos, y cuando se modernizó sensiblemente la política en Alemania, Austria-Hungría, Italia, España, Grecia, Portugal e incluso en Rusia y Turquía: a título de ejemplo, el sufragio universal masculino se extendió ahora a Finlandia (1906), gran ducado autónomo del Imperio zarista, Austria (1907), Italia (1912), Dinamarca (1915), Holanda (1917) y Suecia (1918). Pero la entrada de las masas en la política conllevó también la irrupción de ideologías y mitos colectivos, ilusiones universales, pomo las llamó según quedó apuntado Gaetano Mosca, y propició, además, en casi todas partes, una amplísima movilización política y social de la opinión y una polarización sin precedentes de la vida pública (e incluso, en ocasiones, el estallido de manifestaciones de irracionalismo colectivo previamente desconocidas). Fue por eso que aquella evolución hacia formas más democráticas de participación y organización políticas no siguiese más que excepcionalmente aquel ordenado proceso de desarrollo en que, según Russell, se creía mayoritariamente hacia los años setenta y ochenta del siglo XIX.
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Expansión colonial en Asia y el Pacífico. Distribución de fuerzas y objetivos japoneses. Avance sobre Pearl Harbor. Ataque a Pearl Harbor. Blitzkrieg japonesa en el Pacífico. Ocupación de Hong Kong. Conquista de Malasia y Singapur. La invasión de Filipinas. Máxima expansión japonesa.
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Muchos de sus cuadros fueron firmados, pero Vermeer sólo fechó tres de ellos: La alcahueta (1656), El astrónomo (1668) y El geógrafo (1669). El análisis de los rasgos estilísticos y referencias documentales han permitido fechar el resto de sus obras, estableciéndose cuatro etapas en su producción. En primer lugar nos encontramos con los trabajos de juventud, correspondientes a años posteriores a su ingreso en la Cofradía de San Lucas, por lo que no pueden ser consideradas trabajos de aprendizaje. Se trata de Cristo en casa de Marta y María (1654-46), Diana y sus compañeras (1654-56) y La alcahueta. Joven dormida (1657) se considera obra de transición, dando paso a las pinturas características de Vermeer, influidas por Pieter de Hooch: Oficial y mujer joven sonriendo (1658), Lectora en la ventana (1659), La lechera (1660-61) y Dama bebiendo con un caballero (1660-61). Los años sesenta suponen el periodo de madurez, alcanzando el arte de Vermeer su mayor calidad. Lectora en azul (1662-65), La carta de amor (1667), Vista de Delft (1661) o Mujer con aguamanil (1662) son algunos ejemplos de esta etapa. El último periodo corresponde a los años setenta, expresándose el autor en un estilo más manierista, como se observa en la Alegoría de la Fe (1672-74) o Retrato de una mujer joven (1672-74).
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Durante la Gran Depresión México estaba dominado por Calles y el recién creado Partido Nacional Revolucionario (PNR), que le permitía al Jefe Máximo ejercer el poder sin ocupar la presidencia. En 1933 se planteó la sucesión de Abelardo Rodríguez, y tras algunos movimientos internos el general Lázaro Cárdenas, que ocupaba la secretaría de Guerra, fue elegido candidato oficial. La fama honesta y progresista del candidato, junto con su campaña política, presagiaban un giro radical en la forma de gobernar el país. El primer gabinete de Cárdenas estuvo dominado por hombres de Calles, pero el presidente tomó ciertas medidas opuestas a las directrices callistas, apoyándose en algunos caudillos campesinos provinciales y en el movimiento obrero, insatisfechos con el Jefe Máximo. Ante los ataques de Calles, Vicente Lombardo Toledano, el principal dirigente del movimiento obrero, creó el Comité Nacional de Defensa Proletaria en apoyo del presidente. El enfrentamiento entre Calles y Cárdenas se agudizó, pero la victoria presidencial acabó con el maximato y Calles tuvo que marcharse a Estados Unidos en 1935. El programa de reformas se desarrolló plenamente hasta 1938 gracias a la decisión de Cárdenas y al importante respaldo popular logrado. El apoyo se canalizó a través de la Confederación Nacional Campesina (CNC) y de la Confederación de Trabajadores Mexicanos (CTM), que reemplazó a la Confederación Regional de Obreros Mexicanos (CROM). Lorenzo Meyer señala que el apoyo a los obreros, la reforma agraria, la creación de organizaciones populares, el énfasis en una educación de corte socialista basada en el materialismo histórico contribuyeron por primera vez en la historia revolucionaria a dar contenido a las consignas favorables a la construcción de una democracia de trabajadores. Según los planteos reformistas, la modernización del país sería posible mediante la creación de nuevas unidades agrarias y del impulso de una industria descentralizada. La reforma agraria afectó en cuatro años a casi veinte millones de hectáreas y supuso el reemplazo de numerosas haciendas por ejidos comunitarios. Pero como la reforma afectó a grandes propietarios extranjeros las relaciones internacionales mexicanas, especialmente con los Estados Unidos y las principales potencias europeas, comenzaron a deteriorarse. La situación internacional de México quedó todavía más afectada por la nacionalización de las explotaciones petroleras. Ante el apoyo gubernamental a las reivindicaciones gremiales, las empresas interrumpieron la explotación. La respuesta del gobierno fue contundente: primero requisó los pozos y luego los nacionalizó. Gran Bretaña rompió relaciones con México, los Estados Unidos suspendieron las compras de plata mexicana y las compañías petroleras afectadas establecieron un estricto boicot a su producción, impidiendo el abastecimiento a los clientes tradicionales. Alemania y Japón ávidos de productos energéticos se ofrecieron como mercados alternativos. Cárdenas explotó hábilmente el nacionalismo mexicano e hizo del petróleo un tema prioritario y de orgullo nacional. Poco después de la expropiación petrolera el oficialismo se reorganizó en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), creado en reemplazo del PNR. El PRM estaba formado por los sectores que apoyaban a Cárdenas y tenía una base semicorporativa; lo integraban la CTM y algunos sindicatos independientes, la CNC y los militares. La inclusión del ejército neutralizó el desarrollo de una importante fracción anticardenista que se estaba formando entre la oficialidad. La creación del PRM fue un paso más en la eliminación del poder de los caciques locales y en la centralización del poder, todo bajo el férreo control del presidente. El descontento creado por algunas reformas aumentó en la población y la candidatura opositora del general Juan Andreu Almazán para las elecciones presidenciales aumentó su respaldo popular. Cárdenas se convenció de la inconveniencia de profundizar en las reformas si quería que el pueblo siguiera apoyando la obra del gobierno y designó como candidato al también general Manuel Ávila Camacho, su ministro de Guerra. A partir del gobierno de Ávila Camacho se abandonaron los proyectos de reforma social y política y el gobierno apostó por propiciar el desarrollo económico a fin de cambiar en poco tiempo la estructura del país. La izquierda política y sindical fue desalojada definitivamente de sus posiciones cuando el mediocre Fidel Velázquez se hizo con el control de la CTM, en lugar de Vicente Lombardo Toledano. El siguiente sexenio inició el período postrevolucionario con el presidente Miguel Alemán, un político que ni provenía del Ejército ni había participado en la revolución. El PRM se convirtió en el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y al perder su rama militar pudo apartar al Ejército de la esfera del poder, algo infrecuente en América Latina, y uno de los elementos estabilizadores del sistema mexicano. Alemán apostó por el desarrollo económico y la industrialización, basada en la gran empresa privada. La actividad económica de su gobierno fue notable y no sólo la industria creció a tasas elevadas, sino también la agricultura, que lo hizo a una velocidad mayor. En parte, el crecimiento se financió con inflación, generando un gran descontento en los sectores urbanos, alarmados por el avance de la corrupción, que se había convertido en un poderoso mecanismo de cooptación política y de formación de la elite gobernante. El excedente de la población rural migraba hacia el distrito federal, que sufría un crecimiento demográfico sin precedentes y daría lugar a la mayor concentración urbana del mundo. En 1952 Adolfo Ruiz Cortines fue elegido presidente, bajo la consigna del "desarrollo estabilizador". El gobierno intentó eliminar la corrupción y modificar la política financiera de Alemán. Para ello devaluó drásticamente el peso mexicano, favoreciendo al sector exportador, a la industria y al turismo. Su sucesor, en 1958, fue Adolfo López Mateos, que imprimió un nuevo giro a la política mexicana y pareció que las reivindicaciones de justicia social volvían a tener un sitio destacado en la labor gubernamental. Pero ello no significaba que el gobierno estuviera dispuesto a tolerar la conflictividad social. La huelga ferroviaria impulsada por el Partido Comunista fue duramente reprimida y sus responsables severamente castigados por una justicia poco independiente del poder político.
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Como indicamos anteriormente, contra la actitud positivista acrítica predominante desde mediados de siglo, aproximadamente, surgió una reacción que en los años noventa comenzó a adquirir peso en el ambiente intelectual europeo. Esta reacción supuso un cambio tan radical en la forma de pensar acerca del hombre y la sociedad que, por su profundidad y repercusiones, ha sido comparado con la revolución mental que tuvo lugar en Europa en el siglo XVI. H. Stuart Hughes ha señalado la dificultad de dar un nombre a esta nueva orientación del pensamiento. Denominaciones como neorromanticismo, irracionalismo, o antiintelectualismo son sólo parcialmente válidas; adecuadas en cuanto expresan la vuelta a la imaginación, o el desprecio por el razonamiento abstracto, alejado de la realidad; pero equivocadas en la medida que sugieren un distanciamiento del pensamiento ilustrado -de la corriente racionalista del pensamiento europeo- mucho mayor de lo que fue en realidad. Junto a otras cosas, el nuevo pensamiento tenía también una considerable dosis de abstracción, al mismo tiempo que contenía abundantes elementos críticos; sus impulsores, "lejos de ser " irracionalistas" se esforzaban por reivindicar los derechos de la investigación racional. Alarmados por la amenaza de un determinismo férreo, buscaron restituir a la mente libremente especulativa la dignidad de que había gozado un siglo antes". Entre los elementos afirmativos que caracterizan la nueva corriente, el mismo Hughes señala el interés por los problemas de la conciencia, y la motivación inconsciente, junto con el significado del tiempo y la duración en la vida humana, una nueva teoría del conocimiento en relación con las ciencias humanas o del espíritu, y una forma más realista de analizar la política, interesada no en las formulaciones teóricas, los mitos y las apariencias, sino en el ejercicio del poder, las elites y los partidos. En definitiva, se pasó del estudio de lo evidente y objetivamente observable -cuya superficialidad e insuficiencia les parecían manifiestas- a otras esferas, íntimamente relacionadas con lo subjetivo, que requerían nuevos instrumentos de análisis. Son muchos los protagonistas de este viraje del pensamiento europeo, cuyo antecedente próximo es el romanticismo de comienzos del siglo XIX. Entre ellos, por su carácter pionero, es preciso señalar a Nietzsche, Durkheim y Freud. Los dos últimos continuaron trabajando y desarrollando su pensamiento en las primeras décadas del siglo XX, pero en su obra de finales del siglo XIX está ya el núcleo de lo que será su principal contribución a la historia intelectual europea. La revisión critica del marxismo, llevada a cabo por Bernstein, es también profundamente representativa de la nueva orientación intelectual. Friedrich Nietzsche fue el más importante e influyente crítico de la racionalidad y de la modernidad. Su principal fuente de inspiración fue el pensamiento de Schopenhauer -"bajo el intelecto consciente se encuentra la voluntad consciente o inconsciente, una fuera vital esforzada y persistente, una actividad espontánea"-, quien jugó un papel semejante en la biografía intelectual de Nietzsche al que Hegel había jugado en la de Marx. La realidad más profunda, aprendió Nietzsche de Schopenhauer, era una fuerza, un instinto oscuro e irracional, que impulsaba a vivir. Sin embargo, las conclusiones del vitalista Nietszche fueron radicalmente distintas de las del pesimista Schopenhauer. Éste, muy influido por filosofías orientales, pensaba que el espíritu del mundo engañaba a los hombres para que lucharan, y que el filósofo, el hombre sabio y consciente, debía controlar ese instinto, reprimiendo el deseo y renunciando al juego de la vida. Por el contrario, para Nietzsche, lo que el hombre debía hacer era seguir, dejarse llevar por ese instinto. Su obra más importante, el poema filosófico Así habló Zaratustra (1883) -compuesto cuando contaba treinta y nueve años, cinco antes del último año lúcido de su vida- es una incitación apasionada a la búsqueda individual de los valores y el sentido de la vida. "Muertos están todos los dioses: ahora queremos que viva el superhombre". La causa principal de la decadencia tanto del hombre como de la sociedad, de la "aburrida mediocridad" presente, radicaba, sobre todo, según Nietzsche, en el desarrollo desmesurado de la razón a costa de la creatividad, que sólo tiene lugar con la espontaneidad del instinto o de la voluntad. El origen de la actitud racional predominante en la cultura occidental -afirmaría en su primera obra, El nacimiento de la tragedia (1872)- estaba en Sócrates, a quien cabía atribuir todos los males y no todos los bienes de la civilización europea, como habitualmente se afirmaba. Rechazó el cristianismo -"una religión de esclavos que niega la vida"- y la moral tradicional -"la especie más perniciosa de la ignorancia"-. Nietzsche fue igualmente un crítico de la modernidad por todo aquello que valoró positivamente -la voluntad de poder, la alta cultura y la aristocracia- y por aquello que combatió -la burguesía, la nivelación política, social y cultural, y sus principales consecuencias, la democracia y el nacionalismo-. La voluntad de poder no era cuestión de mera fuerza bruta: de hecho consideraba las aspiraciones y los logros de artistas y filósofos como quintaesencia de ese impulso. Como ha señalado Arno Mayer, la visión del mundo de Nietzsche era socialdarwinista "de una forma. pesimista y brutal" porque, aunque rechazaba los sueños progresivos de la teoría evolucionista, consideraba el mundo como el escenario de un combate permanente, no sólo por la mera supervivencia, sino por la dominación creadora, la explotación y el sometimiento. Su admiración por la aristocracia le llevó a ensalzar al mismo tiempo la estética de la cultura aristocrática y la brutalidad de la política aristocrática de fuerza. Sentía un hondo desprecio por el hombre común, y nunca aceptó los costos que representaba la ascensión de la burguesía, los "filisteos", de quienes se burlaba implacablemente: los "filisteos, incluidos los judíos, formaban el núcleo de una nueva elite que intentaba desesperadamente encubrir la vulgaridad de sus orígenes y su aspecto". Las concesiones que, a su juicio, Richard Wagner hizo en Bayreuth a la vulgaridad de los "filisteos", le llevaron a criticar y apartarse del compositor a quien antes había venerado. Contrario a la igualdad, criticó a Rousseau por haber infundido a la revolución "una moral y una doctrina de igualdad", que era "el más tóxico de los venenos". Con estos supuestos, es lógico que se manifestara contra la democracia, que representaba el "absurdo de los números y la superstición de las mayorías", y contra el socialismo que no tenía más virtud que la de mantener a los europeos viriles y belicosos. Su influencia política fue, intensa e, igual que ocurrió con Darwin, se ejerció en direcciones opuestas. El tono iconoclasta de su obra y la incitación a construir un mundo nuevo, despertó interés y simpatía por parte de la izquierda socialista y anarquista. Pero también, y de forma más duradera, la "derecha revolucionaria", se sintió atraída por el irracionalismo y el culto al heroísmo, contenidos especialmente en sus últimos escritos, los aforismos de La voluntad de poder, corregidos en sentido reaccionario por la hermana del filósofo. Hitler y los nazis le glorificaron posteriormente. Entre los escenarios de la vida intelectual europea de fin de siglo se ha destacado el lugar preeminente de Viena. El paso del "hombre racional" al "hombre psicológico", como Carl E. Schorske ha definido la coyuntura intelectual de los años 1890, encontró en la burguesía de la capital austríaca un perfecto caldo de cultivo. Allí la frustración política, el desplazamiento social, y una adaptación de la cultura estética y sensual aristocrática a los moldes individualistas y seculares burgueses, crearon un ambiente propicio para manifestaciones artísticas peculiares y para la introspección psicológica, para la Viena de Otto Wagner, Hugo von Hofmannsthal, Gustav Klimt, Oscar Kokoschka, Arnold Schönberg y Sigmund Freud. La influencia ejercida por Sigmund Freud en las ideas de su tiempo fue extraordinaria, con difícil parangón en la historia, por su profundidad, su extensión y la rapidez con que se produjo. Como ha escrito R. Wollheim, "contradijo, y en algunos casos invirtió completamente, las opiniones dominantes sobre muchos de los temas de la existencia y la cultura humanas, tanto las del especialista como las del hombre de la calle. Hizo que la. gente pensara en sus apetitos y en sus poderes intelectuales, en el conocimiento de uno mismo y de sus autoengaños, en los fines de la vida y en las profundas pasiones del hombre, y también en sus deslices más íntimos y triviales, de un modo que hubiera parecido a generaciones anteriores escandaloso y, al mismo tiempo, necio". Freud vislumbró los fundamentos de lo que habría de ser el psicoanálisis durante los años 1885-1886, que pasó en París, a poco de terminar sus estudios de medicina, trabajando con enfermos de histeria, a las órdenes del doctor Jean Martin Charcot. Allí comprendió que las ideas, y no ningún defecto orgánico, podían ser la causa de la enfermedad, y que las palabras, cuando el enfermo habla de sus síntomas, pueden ser un medio curativo. De vuelta en Viena, terminó de perfilar su teoría, trabajando en su consulta, durante la siguiente década. En principio parecía que el acontecimiento traumático, origen de la enfermedad, había tenido lugar siempre en la infancia, entre los seis y los ocho años, y que era de tipo sexual. De creer a sus pacientes, todos habrían sido objeto de abusos sexuales por sus padres. Freud no podía aceptar esto y orientó su investigación hacia la sexualidad infantil -una idea revolucionaria y tabú-. Llegó a la conclusión de que la causa de la enfermedad no eran los recuerdos, sino impulsos y deseos que estaban en el subconsciente, donde eran llevados por la represión. Ésta era, por tanto, la causa de la enfermedad: el subconsciente dominado por instintos sexuales reprimidos. La insistencia exclusiva en lo sexual provocó intensas críticas y la posterior separación de discípulos como A. Adler y C. Jung. Freud asumió de alguna forma estas críticas ocupándose, más adelante, de otros instintos, como el de la muerte. En otra fase de su investigación se ocupó no ya de lo reprimido, sino del agente represor, estableciendo una distinción entre el ello y el yo. Al final de su vida sus reflexiones se dirigieron más hacia la sociedad que hacia el individuo. Al considerar que a través de los sueños los hombres llegaban a realizar sus deseos reprimidos, Freud rechazó la idea, ampliamente aceptada en su época, sobre el carácter premonitorio de los sueños -es decir, su utilidad para conocer el futuro-. Por el contrario, afirmó su utilidad para conocer el pasado de un individuo, al ser "el verdadero camino para el conocimiento de las actividades inconscientes de la mente". Como ha escrito M. Biddiss, "Freud, igual que Darwin, a quien tanto admiraba, creó teorías susceptibles de una interpretación tosca (..) que parecen favorecer más la bestialidad que la dignidad del hombre. Precisamente por eso, es necesario subrayar que él nunca intentó reivindicar la irracionalidad (..) Estaba convencido, como Hume y Kant antes de él, que sólo después de desechar las ilusiones vanas y reconocer las necesarias limitaciones, el frágil pero indispensable instrumento de la razón podía ser usado y dignificado". En el campo de la sociología, Durkheim resulta representativo de la nueva orientación del pensamiento por el lugar central que lo subjetivo ocupa en toda su obra -y concretamente en sus primeras publicaciones: De la division du travail social (1893) y Les Regles de la méthode sociologique (1895)- tanto en lo relativo a la estructura social como al comportamiento individual; por la confianza en la posibilidad de mejorar nuestro conocimiento de la realidad, aunque destacara los límites de lo racional en la personalidad humana; y, finalmente, por su negación de la idea de progreso. Durkheim elaboró por primera vez el concepto de "psicología colectiva", destacando su importancia para la sociedad y para el individuo. La sociedad no es algo enteramente exterior al hombre, el escenario de la lucha por satisfacer unas necesidades personales cuyo origen es independiente del entorno social, como afirmaban los utilitaristas, representados en esta época especialmente por H. Spencer. Por el contrario, afirma Durkheim, la sociedad tiene una realidad sui generis, medio objetiva medio subjetiva, en la medida que es algo exterior al individuo pero que, al mismo tiempo, éste hace suya al interiorizar sus normas y valores fundamentales, condicionando así no sólo la forma de satisfacer sus necesidades personales, sino también la formulación de las mismas. Igualmente Durkheim se opuso a la creencia utilitarista en el carácter armónico de todos los intereses individuales, sosteniendo que la cohesión social, lejos de ser un hecho natural, es un producto histórico, cultural, dependiente del grado en que los individuos hacen suyos los valores en que el sistema social se fundamenta. En Le Suicide (1897) Durkheim aplicó su teoría al análisis del acto individual del suicidio, señalando la importancia de los factores sociales en el mismo y en particular de la "anomie", la anomía un concepto elaborado por él y fundamental desde entonces para la sociología, que Talcott Parsons define como "aquel estado de un sistema social que hace que una determinada clase de miembros considere que el esfuerzo para conseguir el éxito carece de sentido, no porque le falten facultades u oportunidades para alcanzar lo que se desea, sino porque no tienen una definición clara de lo que es deseable". De forma similar a Freud, Durkheim señaló la importancia de lo inconsciente en el comportamiento individual -en su caso, de lo inconsciente que proviene del sistema social, las normas y valores que son interiorizados por cada persona-. También señaló la importancia de los sentimientos, como la solidaridad, el egoísmo o el altruismo. Pero ello no equivalía a adoptar posiciones irracionalistas: lo irracional era una componente más de la sociedad y del hombre, pero era susceptible de conocimiento y de un cierto control. Por último, Durkheim afirmaba que el desarrollo material no suponía un aumento de la felicidad de la mayor parte de la gente, sino todo lo contrario; las tasas de suicidio de una sociedad aumentaban al mismo tiempo que su grado de crecimiento económico. Durkheim era un pesimista y un conservador que miraba atrás con cierta nostalgia, considerando que la disolución de los lazos sociales tradicionales, la libertad impuesta -el "hombre forzado a ser libre", según frase de Rousseau- era algo demasiado duro de soportar para muchos hombres y mujeres. La importancia intelectual de Eduard Bernstein no es, desde luego, comparable a la de Nietzsche, Freud o Durkheim. Su crítica del marxismo ortodoxo, sin embargo, refleja muy bien el nuevo estilo de la vida intelectual de los años 1890. Bernstein había sido editor, entre 1881 y 1890, del órgano oficial del partido socialdemócrata alemán, Der Sozialdemokrat (ilegal en Alemania desde la ley antisocialista de Bismarck) en Zurich y en Londres, ciudad donde vivió desde 1880 hasta su vuelta a Alemania en 1901. Había llegado al marxismo a mediados de los años setenta, especialmente por la influencia teórica de Engels, con quien más tarde habría de entablar una estrecha amistad en la capital británica, hasta el punto de llegar a ser nombrado albacea literario por éste. Entre 1896 y 1898, Bernstein publicó diversos artículos, e intervino en el congreso del partido de Stuttgart de este último año, exponiendo una serie de ideas recogidas de forma más amplia y sistemática en Los supuestos del socialismo y la tarea de la socialdemocracia (1899). En esta obra llevaba a cabo una crítica de la base teórica del marxismo y proponía un nuevo discurso para el partido socialdemócrata alemán. La tesis fundamental de Bernstein era que la revolución -la destrucción del capitalismo- no sólo no estaba próxima, sino que no era previsible, y ello por tres razones básicas: 1) porque la economía capitalista gozaba de buena salud, e iba superando crisis cada vez de menor entidad, debidas sobre todo a falta de información; 2) porque la lucha de clases en lugar de agravarse se iba mitigando, debido tanto a la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora por el aumento de los salarios reales y por el efecto positivo de la política reformista llevada a cabo por el Estado- como a la falta de homogeneidad de las clases; y 3) porque el Estado no era un instrumento represivo en manos de los poderosos, sino que cada vez respondía más al interés general. En consecuencia, Bernstein proponía que el partido de los socialistas alemanes abandonara el discurso catastrofista, acorde con la ortodoxia marxista, y adoptara no ya una política de reformas socialistas y democráticas, porque de hecho, esa era la política que venía siguiendo, sino una teoría acorde con la misma. Lo más destacado de la obra de Bernstein, para nuestro propósito, es el abandono de la base materialista del marxismo y la vuelta a Kant que supone. Bernstein analizaba con una metodología marxista, si se quiere -la atención al desarrollo social de acuerdo con la evolución económica- la situación de Alemania. Pero de sus conclusiones no se seguía un esquema cerrado como el del marxismo ortodoxo, un plan de la historia que era inevitable y que determinaba lo que eran actitudes progresistas o reaccionarias, en función del acuerdo o no con la dirección ineludible de los acontecimientos. Dado que ésta no existía, era necesario encontrar otra justificación de los valores identificados con el socialismo: la justicia y la igualdad. Estos valores, concluía Bernstein, deben ser defendidos por razones éticas, porque creemos que son buenos en sí mismos, de acuerdo con una certeza que, según el dualismo kantiano, no procede del conocimiento del mundo de los fenómenos, del conocimiento científico de la historia, como afirmaba el marxismo, sino del mundo de la conciencia, de los sentimientos, del espíritu. Al defender esta raíz espiritual de los valores, independiente de las condiciones sociales, lo que el revisionismo venía a negar en el fondo era una de las claves del materialismo histórico: la afirmación de que los factores ideológicos no hacen más que reflejar las modificaciones producidas en la base económica de la sociedad. Las artes plásticas, en especial la pintura y la literatura, impulsaron y reflejaron de una forma muy intensa el nuevo papel que la imaginación y la subjetividad habían empezado a desempeñar nuevamente en la vida intelectual y artística. También la quiebra de la creencia en el progreso y, con ella, una actitud pesimista sobre la vida. La idea de decadencia alcanzó una amplia difusión y arraigo, especialmente en los países latinos, a fines de siglo. En este contexto, la generación del 98 en España -y en particular la obra de Miguel de Unamuno-, no son sino un reflejo, de extraordinaria calidad, de un fenómeno europeo. El debate intelectual de la época, en el campo particular de la historiografía, tiene particular interés no sólo por su influencia en el desarrollo posterior de esta disciplina, sino por el planteamiento de problemas básicos acerca del conocimiento.