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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO III Por falta de sal mueren muchos españoles, y cómo llegan a Chisca Volviendo en nuestra historia un poco atrás de donde estábamos, porque se vayan contando los sucesos en el tiempo y lugar que acaecieron, porque no volvamos de más lejos a contarlos, es de saber que, luego que nuestros españoles salieron de la gran provincia de Coza y entraron en la Tascaluza, tuvieron necesidad de sal, y habiendo pasado algunos días sin ella, la sintieron de manera que les hacía mucha falta y algunos, cuya complexión debía de pedirla más que la de otros, murieron por falta de ella y de una muerte extrañísima. Dábales una calenturilla lenta, y, al tercero o cuarto día, no había quien a cincuenta pasos pudiese sufrir el hedor de sus cuerpos, que era más pestífero que el de los perros o gatos muertos. Y así perecían sin remedio alguno porque ni sabían cuál lo fuese ni qué les hiciesen, porque no llevaban médico ni tenían medicinas ni, aunque las hubiera, se entendía que les pudieran aprovechar porque, cuando sentían la calenturilla, ya estaban corrompidos, ya tenían el vientre y las tripas verdes como hierbas dende el pecho abajo. De esta manera empezaron a morir algunos con gran horror y escándalo de los compañeros, de cuyo temor muchos de ellos usaron del remedio que los indios hacían para preservarse y socorrerse en aquella necesidad, y era que quemaban cierta hierba que ellos conocían y de la ceniza hacían lejía, y en ella, como en salsa, mojaban lo que comían, y con esto se preservaban de no morir podridos como los españoles.
Los cuales muchos de ellos, por ser soberbios y presuntuosos no querían usar de este remedio por parecerles cosa sucia e indecente a su calidad, y decían que era bajeza hacer lo que los indios hacían. Y éstos tales fueron los que murieron, y, cuando en su mal pedían la lejía, ya no les aprovechaba, por ser pasada la coyuntura que debía de preservar que no viniese la corrupción, mas después de llegada no debía ser bastante para remediarla, como no remedió a los que la pidieron tarde. Castigo merecido de soberbios que no hallen en la necesidad lo que despreciaron en la abundancia. Así murieron más de sesenta españoles en la temporada que les faltó la sal, que fue casi un año, y en su lugar diremos cómo hicieron sal y socorrieron la necesidad. Asimismo es de advertir que, cuando el gobernador llegó a Chicaza, por la mucha variedad de lenguas que halló conforme a las muchas provincias que había pasado, que casi cada una tenía su lenguaje diferente de la otra, eran menester diez y doce y catorce intérpretes para hablar a los caciques e indios de aquellas provincias. Y pasaba la razón dende Juan Ortiz hasta el postrero de los intérpretes, los cuales se ponían como atenores para recibir y dar la razón al otro según se iban entendiendo unos a otros. Con este trabajo y cansancio, pedía y recibía el adelantado las relaciones de las cosas que de toda aquella gran tierra le convenía informarse. Este trabajo faltaba en los indios e indias particulares que de cualquier provincia los nuestros para su servicio prendían, porque dentro de dos meses que hubiesen comunicado con los españoles entendían a sus amos lo que en la lengua castellana les hablaban, y ellos en la misma lengua daban a entender lo que les era forzoso y más común, y, a seis meses que hubiesen conversado con los castellanos, servían de intérpretes para con otros nuevos indios.
Toda esta habilidad mostraban en el lenguaje, y para otra cualquier cosa la tenían muy buena todos los de este gran reino de la Florida. Del alojamiento de Alibamo, que fue el postrero de la provincia de Chicaza, salió el ejército pasados los cuatro días que por necesidad de los heridos allí estuvo y, al fin de otros tres que caminó por un despoblado llevando siempre la vía al norte por huir de la mar, llegó a dar vista a un pueblo llamado Chisca, el cual estaba cerca de un río grande que, por ser el mayor de todos los que nuestros españoles en la Florida vieron, le llamaron el Río Grande, sin otro renombre. Juan Coles, en su relación, dice que este río se llamaba, en lengua de los indios, Chucagua, y adelante haremos más larga mención de su grandeza, que será de admiración. Los indios de esta provincia Chisca, por la guerra continua que con los de Chicaza tienen y por el despoblado que entre las dos provincias hay, no sabían cosa alguna de la ida de los españoles a su tierra, y así estaban descuidados. Los nuestros, luego que vieron el pueblo, sin guardar orden, arremetieron a él y prendieron muchos indios e indias de todas edades, y saquearon todo lo que en él hallaron, como si fuera de los de la provincia de Chicaza donde tan mal les habían tratado. A un lado del pueblo estaba la casa del curaca, puesta en un cerrillo alto hecho a mano, que servía de fortaleza. No podían subir a ella sino por dos escaleras. A esta casa se recogieron muchos indios.
Otros se acogieron a un monte muy bravo que había entre el pueblo y el Río Grande. El señor de aquella provincia se llamaba Chisca, como ella misma. Estaba enfermo en la cama y era ya viejo. El cual, sintiendo el ruido y alboroto que en el pueblo andaba, se levantó y salió de su aposento y, como viese el robo y prisión de sus vasallos, tomó una hacha de armas y a toda furia iba a descender haciendo grandes fieros que había de matar cuantos en su tierra hubiesen entrado sin su licencia. Estas bravatas hacía y no tenía el triste persona ni fuerzas para matar un gato, porque, además de estar enfermo, era un viejecito pequeño de cuerpo, que en todos cuantos indios vieron estos españoles en la Florida no vieron otro de tan ruin persona; empero el ánimo de las valentías y hazañas de su mocedad, que había sido belicoso, y el señorío de una provincia tan grande y buena como la suya le daban esfuerzos a hacer aquellos fieros y otros mayores. Sus mujeres y criados se asieron de él y con lágrimas y ruegos, encareciendo la falta de su salud, le detuvieron que no bajase. Y los indios que subían del pueblo le dijeron que los que habían venido eran hombres nunca vistos ni oídos y que eran muchos y traían animales muy grandes y ligeros; que, si quería pelear con ellos, mirase que los suyos estaban descuidados y no apercibidos; que para vengar su injuria apellidase la gente que había en la comarca y aguardase mejor coyuntura y, entre tanto, fingiese toda buena apariencia de amistad y se acomodase con las ocasiones conforme ellas se ofreciesen, o de paciencia y sufrimiento, o de ira y venganza, y no quisiese hacer inconsideradamente alguna temeridad para mayor ofensa suya y daño de sus vasallos. Con estas razones, y semejantes, que sus mujeres, criados y vasallos dijeron al curaca, lo detuvieron que no bajase a pelear con los cristianos, mas él quedó tan enojado que un recaudo que el gobernador (sabiendo que estaba en su casa) le enviaba de paz y amistad no quiso oír, diciendo que no quería escuchar recaudo de quien le había ofendido, sino hacerle guerra a fuego y sangre, y así se la declaraba dende luego porque no se descuidase, que pensaba degollarlos presto a todos juntos.
Los cuales muchos de ellos, por ser soberbios y presuntuosos no querían usar de este remedio por parecerles cosa sucia e indecente a su calidad, y decían que era bajeza hacer lo que los indios hacían. Y éstos tales fueron los que murieron, y, cuando en su mal pedían la lejía, ya no les aprovechaba, por ser pasada la coyuntura que debía de preservar que no viniese la corrupción, mas después de llegada no debía ser bastante para remediarla, como no remedió a los que la pidieron tarde. Castigo merecido de soberbios que no hallen en la necesidad lo que despreciaron en la abundancia. Así murieron más de sesenta españoles en la temporada que les faltó la sal, que fue casi un año, y en su lugar diremos cómo hicieron sal y socorrieron la necesidad. Asimismo es de advertir que, cuando el gobernador llegó a Chicaza, por la mucha variedad de lenguas que halló conforme a las muchas provincias que había pasado, que casi cada una tenía su lenguaje diferente de la otra, eran menester diez y doce y catorce intérpretes para hablar a los caciques e indios de aquellas provincias. Y pasaba la razón dende Juan Ortiz hasta el postrero de los intérpretes, los cuales se ponían como atenores para recibir y dar la razón al otro según se iban entendiendo unos a otros. Con este trabajo y cansancio, pedía y recibía el adelantado las relaciones de las cosas que de toda aquella gran tierra le convenía informarse. Este trabajo faltaba en los indios e indias particulares que de cualquier provincia los nuestros para su servicio prendían, porque dentro de dos meses que hubiesen comunicado con los españoles entendían a sus amos lo que en la lengua castellana les hablaban, y ellos en la misma lengua daban a entender lo que les era forzoso y más común, y, a seis meses que hubiesen conversado con los castellanos, servían de intérpretes para con otros nuevos indios.
Toda esta habilidad mostraban en el lenguaje, y para otra cualquier cosa la tenían muy buena todos los de este gran reino de la Florida. Del alojamiento de Alibamo, que fue el postrero de la provincia de Chicaza, salió el ejército pasados los cuatro días que por necesidad de los heridos allí estuvo y, al fin de otros tres que caminó por un despoblado llevando siempre la vía al norte por huir de la mar, llegó a dar vista a un pueblo llamado Chisca, el cual estaba cerca de un río grande que, por ser el mayor de todos los que nuestros españoles en la Florida vieron, le llamaron el Río Grande, sin otro renombre. Juan Coles, en su relación, dice que este río se llamaba, en lengua de los indios, Chucagua, y adelante haremos más larga mención de su grandeza, que será de admiración. Los indios de esta provincia Chisca, por la guerra continua que con los de Chicaza tienen y por el despoblado que entre las dos provincias hay, no sabían cosa alguna de la ida de los españoles a su tierra, y así estaban descuidados. Los nuestros, luego que vieron el pueblo, sin guardar orden, arremetieron a él y prendieron muchos indios e indias de todas edades, y saquearon todo lo que en él hallaron, como si fuera de los de la provincia de Chicaza donde tan mal les habían tratado. A un lado del pueblo estaba la casa del curaca, puesta en un cerrillo alto hecho a mano, que servía de fortaleza. No podían subir a ella sino por dos escaleras. A esta casa se recogieron muchos indios.
Otros se acogieron a un monte muy bravo que había entre el pueblo y el Río Grande. El señor de aquella provincia se llamaba Chisca, como ella misma. Estaba enfermo en la cama y era ya viejo. El cual, sintiendo el ruido y alboroto que en el pueblo andaba, se levantó y salió de su aposento y, como viese el robo y prisión de sus vasallos, tomó una hacha de armas y a toda furia iba a descender haciendo grandes fieros que había de matar cuantos en su tierra hubiesen entrado sin su licencia. Estas bravatas hacía y no tenía el triste persona ni fuerzas para matar un gato, porque, además de estar enfermo, era un viejecito pequeño de cuerpo, que en todos cuantos indios vieron estos españoles en la Florida no vieron otro de tan ruin persona; empero el ánimo de las valentías y hazañas de su mocedad, que había sido belicoso, y el señorío de una provincia tan grande y buena como la suya le daban esfuerzos a hacer aquellos fieros y otros mayores. Sus mujeres y criados se asieron de él y con lágrimas y ruegos, encareciendo la falta de su salud, le detuvieron que no bajase. Y los indios que subían del pueblo le dijeron que los que habían venido eran hombres nunca vistos ni oídos y que eran muchos y traían animales muy grandes y ligeros; que, si quería pelear con ellos, mirase que los suyos estaban descuidados y no apercibidos; que para vengar su injuria apellidase la gente que había en la comarca y aguardase mejor coyuntura y, entre tanto, fingiese toda buena apariencia de amistad y se acomodase con las ocasiones conforme ellas se ofreciesen, o de paciencia y sufrimiento, o de ira y venganza, y no quisiese hacer inconsideradamente alguna temeridad para mayor ofensa suya y daño de sus vasallos. Con estas razones, y semejantes, que sus mujeres, criados y vasallos dijeron al curaca, lo detuvieron que no bajase a pelear con los cristianos, mas él quedó tan enojado que un recaudo que el gobernador (sabiendo que estaba en su casa) le enviaba de paz y amistad no quiso oír, diciendo que no quería escuchar recaudo de quien le había ofendido, sino hacerle guerra a fuego y sangre, y así se la declaraba dende luego porque no se descuidase, que pensaba degollarlos presto a todos juntos.