Compartir
Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXV Del espacioso rendirse de los indios vencidos y de la constancia de siete de ellos Por mucho que los castellanos afligieron los indios que estaban en la laguna, no pudieron hacer tanto que ellos no mostrasen el ánimo y esfuerzo que tenían, que, aunque reconocían el trabajo y peligro en que estaban, sin esperanza de ser socorridos, elegían por menos mal la muerte que mostrar flaqueza en aquella adversidad. Con esta pertinacia se estuvieron hasta las doce de la noche, que no hubo alguno de ellos que quisiese rendirse, y habían pasado catorce horas de tiempo que estaban en el agua. De allí adelante, por las muchas persuasiones de Juan Ortiz y de los cuatro indios intérpretes, que con él estaban, y por las promesas y juramentos que les hacían asegurándoles las vidas, empezaron a salir los más flacos, a darse de uno en uno y de dos en dos, tan remisamente que, cuando amaneció, no había cincuenta indios rendidos. Por la persuasión de éstos, viendo los que quedaban en el agua que no los habían muerto ni hecho otro mal, antes, como ellos decían, los trataban bien, se dieron en mayor número, aunque con tanta dilación y tan por fuerza que muchos cerca de la orilla se volvían a lo fondo de la laguna, mas el amor de la vida volvía a sacarlos de ella. De esta manera anduvieron recelando la salida y el rendirse hasta las diez del día. Entonces se dieron juntos los que habían quedado, que serían como doscientos hombres, habiendo pasado veinte y cuatro horas de tiempo que habían andado nadando en el agua.
Era gran lástima verlos salir medio ahogados, hinchados de la mucha agua que habían bebido, traspasados del trabajo, hambre y cansancio y falta de sueño que habían padecido. Solos siete indios quedaron en la laguna, tan pertinaces y obstinados que ni los ruegos de las lenguas intérpretes, ni las promesas del gobernador, ni el ejemplo de los que se habían rendido fueron parte para que ellos hiciesen lo mismo, antes parecía que mostraban haber cobrado el ánimo, que los demás habían perdido y querían morir y no ser vencidos. Y así, esforzándose como mejor pudieron, respondieron a lo que les decían que ni querían sus promesas, ni temían sus amenazas ni la muerte. Con esta constancia y fortaleza estuvieron hasta las tres de la tarde, y estuvieran hasta acabar la vida, sino que a aquella hora, pareciéndole al gobernador inhumanidad dejar perecer hombres de tanta magnanimidad y virtud, que aun en los enemigos nos enamora, mandó a doce españoles grandes nadadores que, llevando las espadas en las bocas a imitación de Julio César en Alejandría de Egipto y de los pocos españoles que, haciendo otro tanto en el río Albis, vencieron al duque de Sajonia y a toda su liga, entrasen en la laguna y sacasen los siete valerosos indios que en ella estaban. Los nadadores entraron en el agua asiéndolos, cuál por pierna, brazo o cabellos, los sacaron arrastrando hasta echarlos en tierra más ahogados que vivos, que casi no sentían de sí. Quedaron tendidos en el arena tales cuales se puede imaginar estarían hombres que había casi treinta horas que, sin haber puesto los pies en tierra (a lo que pareció), ni haber recibido otro algún alivio, habían andado contrastando con el agua.
Hazaña por cierto increíble y que yo no osara escribirla, si la autoridad de tantos caballeros y hombres grandes que, en Indias y en España, hablando de ella y de otras que en este descubrimiento vieron, no me la certificaran, sin la autoridad y verdad del que me dio la relación de esta historia, que en toda cosa es digno de fe. Y porque nombramos al río Albis, será razón no pasar adelante sin referir un dicho muy católico que el maese de campo Alonso Vivas (hermano del buen doctor Luis Vivas), a cuyo cargo quedó la guarda de la persona del duque de Sajonia, dijo después de aquella rota. Y fue que, hablándose un día delante de aquel grosísimo y fiero sajón de muchos milagros que las imágenes de Nuestra Señora en diversas partes del mundo habían hecho, el duque (como hombre atosigado de las herejías de Martín Lutero) dijo estas palabras: "En una villa de las mías había una imagen de María, y decían que hacía milagros. Yo la hice echar en el río Albis, mas no hizo milagro alguno." El maese de campo, lastimado de tan malas palabras, salió con gran presteza y dijo: "¿Qué más milagro queréis, duque, que haberos perdido vos en ese mismo río de la manera que os perdisteis, tan en contra de vuestras esperanzas y las de toda vuestra liga?" El duque bajó el rostro hasta hincar la barba en el pecho, y no la alzó más en todo aquel día ni salió de su aposento en otros tres, de corrido y avergonzado de que el católico español hubiese convencido su infidelidad y su herejía, probando haber hecho aquella imagen de Nuestra Señora milagro en su misma persona y haberlo él experimentado en su propio daño.
Este cuento y otros muchos de aquellos tiempos y de otros más atrás y más adelante, me contó don Alonso de Vargas, mi tío, que se halló presente a él y sirvió en toda aquella jornada de Alemania con oficio de sargento mayor con un tercio de españoles, llamándose Francisco de Plasencia, y después fue capitán de caballos. Los españoles, movidos de lástima y compasión del trabajo que los siete indios pasaron en el agua y admirados de la fortaleza y constancia de ánimo que mostraron, los llevaron a su alojamiento y los hicieron todos los beneficios posibles para revocarlos a esta vida, con los cuales, y con su buen ánimo, volvieron en sí en toda la noche siguiente, que, según escaparon los tristes, fue menester todo este tiempo. Venida la mañana, el gobernador mandó llamarlos, y, con muestra de enojo, mandó preguntarles la causa de su pertinacia y rebeldía, que, viéndose cuáles estaban y sin esperanza de socorro, no quisiesen rendirse como lo habían hecho los demás sus compañeros. Los cuatro de ellos eran hombres de a treinta y cinco años, poco más o menos; respondieron, hablando a veces ya el uno ya el otro y tomando éste la razón donde aquél, por turbarse y no acertar a salir con ella, la dejaba. Otras veces ayudaba uno de los que callaban con la palabra que el que iba hablando no acertaba a decir, que es estilo de los indios ayudarse unos a otros en los razonamientos que tienen con personas graves ante quien temen turbarse. Guardando, pues, su estilo, estos cuatro indios respondieron al gobernador muchas y largas razones por las cuales, en suma, se entendió que habían dicho lo siguiente: que bien habían visto el peligro en que estaban de perder sus vidas, y la desconfianza que tenían de ser socorridos, mas que, con todo eso, les había parecido, y lo tenían por cosa muy cierta, que en ninguna manera cumplían, en rendirse, con la obligación de los oficios y cargos militares que ejercitaban, porque, habiendo sido elegidos en la prosperidad por su príncipe y señor, honrados y aventajados con nombres e insignias de capitanes, porque los tuvo por hombres de fortaleza, ánimo y constancia, era justo que en la adversidad satisficieran a la obligación de los oficios y mostraran no haber sido indignos de ellos y dieran a entender a su curaca y señor no haberse engañado en la elección que de ellos había hecho.
Querían, asimismo, demás de haber cumplido con las obligaciones militares y con lo que a su señor debían, dejar ejemplo a sus hijos y sucesores, y a todos los soldados y hombres de guerra, cómo se hubiesen de haber en casos semejantes, principalmente los puestos y constituidos por capitanes y superiores de otros, cuyos hechos de ánimo y fortaleza, o de flaqueza y cobardía, eran más notados para los honrar o vituperar que los de la gente plebeya, soez y baja que no tenían honra ni cargo con quien cumplir. Por todo lo cual, con haber pasado lo que su señoría había visto, en haber quedado con las vidas no quedaban satisfechos que hubiesen hecho el deber ni cumplido con las obligaciones de capitán y caudillo. Por tanto, fuera para ellos mayor merced y honra haberlos dejado morir en la laguna que no haberles dado la vida. Y así, no dejando de reconocer el beneficio que les había hecho, suplicaban a su señoría mandase quitársela, porque con grandísima vergüenza y afrenta vivirían en el mundo y jamás osarían parecer ante su señor Vitachuco que tanto los había honrado y estimado, si no morían por él.
Era gran lástima verlos salir medio ahogados, hinchados de la mucha agua que habían bebido, traspasados del trabajo, hambre y cansancio y falta de sueño que habían padecido. Solos siete indios quedaron en la laguna, tan pertinaces y obstinados que ni los ruegos de las lenguas intérpretes, ni las promesas del gobernador, ni el ejemplo de los que se habían rendido fueron parte para que ellos hiciesen lo mismo, antes parecía que mostraban haber cobrado el ánimo, que los demás habían perdido y querían morir y no ser vencidos. Y así, esforzándose como mejor pudieron, respondieron a lo que les decían que ni querían sus promesas, ni temían sus amenazas ni la muerte. Con esta constancia y fortaleza estuvieron hasta las tres de la tarde, y estuvieran hasta acabar la vida, sino que a aquella hora, pareciéndole al gobernador inhumanidad dejar perecer hombres de tanta magnanimidad y virtud, que aun en los enemigos nos enamora, mandó a doce españoles grandes nadadores que, llevando las espadas en las bocas a imitación de Julio César en Alejandría de Egipto y de los pocos españoles que, haciendo otro tanto en el río Albis, vencieron al duque de Sajonia y a toda su liga, entrasen en la laguna y sacasen los siete valerosos indios que en ella estaban. Los nadadores entraron en el agua asiéndolos, cuál por pierna, brazo o cabellos, los sacaron arrastrando hasta echarlos en tierra más ahogados que vivos, que casi no sentían de sí. Quedaron tendidos en el arena tales cuales se puede imaginar estarían hombres que había casi treinta horas que, sin haber puesto los pies en tierra (a lo que pareció), ni haber recibido otro algún alivio, habían andado contrastando con el agua.
Hazaña por cierto increíble y que yo no osara escribirla, si la autoridad de tantos caballeros y hombres grandes que, en Indias y en España, hablando de ella y de otras que en este descubrimiento vieron, no me la certificaran, sin la autoridad y verdad del que me dio la relación de esta historia, que en toda cosa es digno de fe. Y porque nombramos al río Albis, será razón no pasar adelante sin referir un dicho muy católico que el maese de campo Alonso Vivas (hermano del buen doctor Luis Vivas), a cuyo cargo quedó la guarda de la persona del duque de Sajonia, dijo después de aquella rota. Y fue que, hablándose un día delante de aquel grosísimo y fiero sajón de muchos milagros que las imágenes de Nuestra Señora en diversas partes del mundo habían hecho, el duque (como hombre atosigado de las herejías de Martín Lutero) dijo estas palabras: "En una villa de las mías había una imagen de María, y decían que hacía milagros. Yo la hice echar en el río Albis, mas no hizo milagro alguno." El maese de campo, lastimado de tan malas palabras, salió con gran presteza y dijo: "¿Qué más milagro queréis, duque, que haberos perdido vos en ese mismo río de la manera que os perdisteis, tan en contra de vuestras esperanzas y las de toda vuestra liga?" El duque bajó el rostro hasta hincar la barba en el pecho, y no la alzó más en todo aquel día ni salió de su aposento en otros tres, de corrido y avergonzado de que el católico español hubiese convencido su infidelidad y su herejía, probando haber hecho aquella imagen de Nuestra Señora milagro en su misma persona y haberlo él experimentado en su propio daño.
Este cuento y otros muchos de aquellos tiempos y de otros más atrás y más adelante, me contó don Alonso de Vargas, mi tío, que se halló presente a él y sirvió en toda aquella jornada de Alemania con oficio de sargento mayor con un tercio de españoles, llamándose Francisco de Plasencia, y después fue capitán de caballos. Los españoles, movidos de lástima y compasión del trabajo que los siete indios pasaron en el agua y admirados de la fortaleza y constancia de ánimo que mostraron, los llevaron a su alojamiento y los hicieron todos los beneficios posibles para revocarlos a esta vida, con los cuales, y con su buen ánimo, volvieron en sí en toda la noche siguiente, que, según escaparon los tristes, fue menester todo este tiempo. Venida la mañana, el gobernador mandó llamarlos, y, con muestra de enojo, mandó preguntarles la causa de su pertinacia y rebeldía, que, viéndose cuáles estaban y sin esperanza de socorro, no quisiesen rendirse como lo habían hecho los demás sus compañeros. Los cuatro de ellos eran hombres de a treinta y cinco años, poco más o menos; respondieron, hablando a veces ya el uno ya el otro y tomando éste la razón donde aquél, por turbarse y no acertar a salir con ella, la dejaba. Otras veces ayudaba uno de los que callaban con la palabra que el que iba hablando no acertaba a decir, que es estilo de los indios ayudarse unos a otros en los razonamientos que tienen con personas graves ante quien temen turbarse. Guardando, pues, su estilo, estos cuatro indios respondieron al gobernador muchas y largas razones por las cuales, en suma, se entendió que habían dicho lo siguiente: que bien habían visto el peligro en que estaban de perder sus vidas, y la desconfianza que tenían de ser socorridos, mas que, con todo eso, les había parecido, y lo tenían por cosa muy cierta, que en ninguna manera cumplían, en rendirse, con la obligación de los oficios y cargos militares que ejercitaban, porque, habiendo sido elegidos en la prosperidad por su príncipe y señor, honrados y aventajados con nombres e insignias de capitanes, porque los tuvo por hombres de fortaleza, ánimo y constancia, era justo que en la adversidad satisficieran a la obligación de los oficios y mostraran no haber sido indignos de ellos y dieran a entender a su curaca y señor no haberse engañado en la elección que de ellos había hecho.
Querían, asimismo, demás de haber cumplido con las obligaciones militares y con lo que a su señor debían, dejar ejemplo a sus hijos y sucesores, y a todos los soldados y hombres de guerra, cómo se hubiesen de haber en casos semejantes, principalmente los puestos y constituidos por capitanes y superiores de otros, cuyos hechos de ánimo y fortaleza, o de flaqueza y cobardía, eran más notados para los honrar o vituperar que los de la gente plebeya, soez y baja que no tenían honra ni cargo con quien cumplir. Por todo lo cual, con haber pasado lo que su señoría había visto, en haber quedado con las vidas no quedaban satisfechos que hubiesen hecho el deber ni cumplido con las obligaciones de capitán y caudillo. Por tanto, fuera para ellos mayor merced y honra haberlos dejado morir en la laguna que no haberles dado la vida. Y así, no dejando de reconocer el beneficio que les había hecho, suplicaban a su señoría mandase quitársela, porque con grandísima vergüenza y afrenta vivirían en el mundo y jamás osarían parecer ante su señor Vitachuco que tanto los había honrado y estimado, si no morían por él.