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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXII Descubrimiento de un edificio. --Otros dos. --Descripción del primero. --Adorno de estuco. --Columnas. --Corredor. --Pinturas. --Cuarto central. --Altar. --Cuerpo superior. --Tabletas de piedra. --Otro edificio. --Figura mutilada. --Departamentos. --Altar. Otro edificio más. --Esta ciudad fue vista por los primitivos viajeros españoles y continuó ocupada después de la Conquista. --Adoratorios. --Relatos sobre ciudades arruinadas en el interior. --Viaje de regreso. --Mareo. --Nizuk. --Kankún. --Edificios arruinados. --Isla Mujeres. --Pájaros de la mar. --Apariencia de la isla. --Una horrible pira funeral. --Gaviotas. --Lafitte. --Asociaciones piráticas. --Confesión de un pirata. --Visita a las ruinas. --Edificio solitario. --Escena grandiosa. --Corredores. --Inscripciones. --Edificio cuadrado. --Relato de Bernal Díaz. --Partida de la isla. --Cabo Catoche. --Yalahau. --Montículo antiguo. --El Cuyo. --Un conocido antiguo en desgracia A la mañana siguiente concluimos lo que quedaba por hacer, y después de una comida anticipada nos preparamos para dejar las ruinas. Mientras que los hombres estaban preparando sus cargas, marqué al Dr. Cabot un punto en la muralla, en que al tiempo de estarla midiendo Mr. Catherwood y yo habíamos espantado a dos pavos de monte. Corrió en persecución de ellos con su cuchillo de caza, y mientras estábamos sentados en las escaleras del castillo oí que me llamaba, diciendo que había encontrado otro edificio que aún no habíamos visto.
Pensando en economizar mis zapatos de cuero y huyendo de la ocasión de destrozarlos con andar sobre el peñasco vacilé al principio dudando si iría; pero él insistió. Estaba tan cerca de nosotros, que nos comunicábamos con él sin ningún esfuerzo de la voz, y sin embargo yo no podía ver nada de él ni del edificio. Siguiendo la senda que había llevado, muy luego le hallamos en pie delante del dicho edificio, y mientras le dábamos vuelta para examinarlo, descubrimos otros dos inmediatos, casi invisibles por la densidad del follaje, no obstante que eran los mayores en dimensiones, después del castillo. Nuestros planes quedaban desconcertados con este descubrimiento, porque no podíamos partir de allí sin tomar las vistas de los edificios. Dirigímonos otra vez a los escalones del castillo, y entramos todos a deliberar en consejo. Los cargadores tenían ya listas sus cargas; Bernardo dijo que por todas provisiones no quedaban más que dos tortillas; y la idea de pasar otro día en el castillo nos desalentaba. Hacía tanto tiempo que teníamos la costumbre de dormir, que el sueño hacía parte de nuestra naturaleza: una noche de reposo era indispensable, y por tanto nos pusimos en marcha con el propósito de volver al día siguiente. Antes de amanecer, Albino acompañado de Molas y los marineros se pusieron en camino; y, cuando Mr. Catherwood llegó al sitio, estaba ya despejado el primer edificio, cuyo frente da al poniente, mide treinta y siete pies de largo y diecinueve de ancho, y consiste en dos cuerpos.
El exterior estuvo espléndidamente decorado y sobre la cornisa había fragmentos de ricos adornos en estuco. El cuerpo inferior tenía cuatro columnas que formaban cinco puertas de entrada a un estrecho corredor, que encerraba por tres costados a la habitación central. Las paredes del corredor estaban cubiertas en ambos lados de pinturas enmohecidas y casi borradas por la áspera frondosidad de la vegetación que reinaba en torno. Una puertecilla en el frente daba entrada a la cámara, que mide once pies sobre siete y cuyas paredes estaban también cubiertas de pinturas destruidas y borradas: en la pared de la testera había un altar para quemar copal. El edificio superior está directamente encima de la cámara baja, y corresponde con ella en dimensiones, siendo éste el único ejemplar que encontramos de que una pieza estuviese directamente colocada bajo la otra. No había escalera ni ningún otro medio visible de comunicación entre el cuerpo superior e inferior del edificio. A espaldas de éste, había otros dos conexionados con él, pero cubiertos de raíces y completamente destruidos por los árboles. Entre las ruinas había dos tabletas de piedra de superficie convexa, que medían seis pies seis pulgadas de largo, dos pies cuatro pulgadas de ancho y ocho pulgadas de espesor con algunos confusos vestigios de escultura. A la corta distancia de cincuenta y tres pies se encuentra otro edificio, situado en una terraza de seis pies de elevación, con una escalinata en el centro, y mide cuarenta y cinco pies sobre veintiséis, tiene dos pilares en la puerta de entrada y sobre el centro existe la cabeza de una figura mutilada.
El interior está dividido en dos departamentos principales y paralelos, y a la extremidad norte del interior hay un pequeño cuarto que contiene un altar cercado, de cinco pies de largo y tres pies seis pulgadas de ancho, destinado para quemar copal. El techo había caído completamente y crecían los árboles desde el piso. Cerca de éste hay otro edificio, mayor que el último, construido sobre el mismo plan, pero más arruinado. Todos estos edificios estaban como a doscientos pies de los escalones del castillo. Estábamos a punto de partir cuando los descubrimos, y si no hubiese sido por la casualidad de que el Dr. Cabot se hubiese dirigido hacia aquel rumbo, abriendo una vereda para coger pájaros, habríamos salido de allí ignorando completamente su existencia. Fácil es imaginarse que, cuando esta ciudad estaba habitada y despejada de árboles, se verían los edificios todos desde el mar. Es sabido que los españoles navegaron a lo largo de esta costa, y es regular que el lector quiera saber si no han dejado algún relato sobre su existencia. Vamos a verlo. Tomando la narrativa de la expedición de Grijalva desde el punto en que la dejamos, después de cruzar desde la isla de Cozumel, continúa así: "Seguimos camino todo el día y toda la noche, y a puestas del sol del día siguiente descubrimos un pueblo o ciudad tan grande, que Sevilla no nos hubiera parecido ni mayor ni mejor. Allí vimos una torre muy elevada. Una muchedumbre de indios estaba en la playa conduciendo dos estandartes que los indios subían y bajaban, como para indicarnos que fuésemos a juntarnos con ellos.
El mismo día llegamos a una bahía cerca de la cual existía una torre, la más elevada que hasta allí hubiésemos visto. Notamos un pueblo muy considerable y la campiña estaba regada de varios ríos. Descubrimos una bahía, en donde una escuadra podría haber entrado muy bien". Este relato no es ciertamente tan exacto que pueda mostrar la costa tal como existe actualmente; pero sí más minucioso que otros muchos de los primeros viajes de los españoles, y en mi opinión es más que suficiente para identificar esta ciudad, que hoy se encuentra desolada. Después de cruzar desde la isla de Cozumel, navegando por veinticuatro horas, naturalmente debían ir a dar sobre esta parte de la costa; y la otra circunstancia mencionada del descubrimiento de una bahía, en que una escuadra podía entrar, es todavía más fuerte indicio; porque a la distancia como de ocho leguas más abajo de Tuluum está la bahía de la Ascensión, de la que siempre hablan los escritores españoles como de un puerto en que podía anclar toda la escuadra española. Es la única bahía en toda la extensión de la costa desde el cabo Catoche en que pudiesen entrar embarcaciones de alto bordo, todo lo cual me obliga a creer que el punto desolado conocido hoy bajo el nombre de Tuluum era aquel pueblo o ciudad tan grande, que Sevilla no hubiera parecido ni mejor ni mejor, y que el castillo, de donde nos habían expulsado los mosquitos, era la torre más elevada que hubieran visto los españoles. Todavía creo más, y es que esta ciudad continuó ocupada por sus antiguos habitantes hasta mucho tiempo después de la Conquista; porque Grijalva regresó desde la bahía de la Ascensión, pasó la segunda vez sin desembarcar, y, después de la desastrosa expedición de don Francisco de Montejo, los españoles no hicieron ninguna tentativa sobre esta parte de la costa; de manera que los indígenas debieron permanecer allí largo tiempo sin ser molestados.
La impresión de esta ocupación, comparativamente moderna, se recibe del aspecto de los edificios mismos, que, si bien están muy arruinados por la exuberancia de la vegetación, tiene en algunos casos tal apariencia de frescura y buen estado, que en medio de la soledad y desolación que reinan en derredor presentan un espectáculo verdaderamente terrible e imponente. En la parte exterior de las murallas hay varios edificios pequeños, que sin duda estuvieron destinados para adoratorios o altares, de los cuales uno principalmente nos llamó la atención. Se encuentra sobre una terraza que tiene una plataforma circular en la falda del peñasco, con vista al mar y mide quince pies de frente sobre doce de profundidad. La puerta o entrada da frente al norte. El interior consiste en un solo cuarto, y en la testera hay un altar tan bien conservado, que podía usarse para lo que sirvió ordinariamente. Al fin de los escalones y cubierto de las mismas zarzas y palmeras de que está cuajado todo el peñasco hay un pequeño altar con adornos en estuco, uno de los cuales parece representar una piña. Estas pequeñas esculturas carecían en lo absoluto del carácter sólido y macizo de los edificios, y eran tan frágiles que casi podían derribarse con el pie; están al aire libre, expuestos al furor de los vientos orientales y casi bañados por el mar. Era imposible creer que aquel altar hubiese sido abandonado por trescientos años; y no hay duda de que en este intervalo de tiempo algún ojo vigilaba sobre él, alguna mano piadosa lo reparaba, y mucho después de la llegada de los españoles los indios verificaban sobre él sus ritos idolátricos.
Atentas las circunstancias de nuestra visita a este sitio, hallamos que era uno de los más interesantes que hubiésemos visto en toda nuestra exploración de las ruinas; pero véome obligado a omitir muchos detalles que merecen ser descritos y comentados, y voy a concluir con una sola observación. El lector sabe ya las dificultades que encontramos para llegar desde el interior a este sitio. Toda la región triangular que media desde Valladolid a la bahía de la Ascensión por un lado, y hasta el puerto de Yalahau por el otro, no está cruzada de un solo camino carretero, y el rancho de Molas es el único establecimiento que se encuentra en la costa que sirve de base a este triángulo. Toda esta región está enteramente desconocida, y el hombre blanco jamás ha entrado en ella. No hay duda de que existen allí ciudades arruinadas, y el joven Molas nos habló de un gran edificio existente a distancia de algunas leguas en el interior, conocido de un indio viejo, cuyo edificio estaba cubierto de pinturas brillantes y de un vivo colorido, siendo perfectamente visible su objeto. Con alguna dificultad logramos ver a este indio; pero era extremadamente incomunicativo, dijo que hacía muchos años que había visto el edificio, y que se había encontrado con él en la estación de la seca mientras se hallaba cazando, y que hoy le sería imposible dar con el sitio en que se hallaba. Yo estoy creído que en esta región muchas ciudades, semejantes a las que habíamos visto en ruina, permanecieron en pie y estuvieron ocupadas por largo tiempo, tal vez una o dos centurias después de la Conquista, y que todavía hasta un período comparativamente reciente algunos indios vivían en ellas de la misma manera que antes del descubrimiento de la América.
En efecto, yo concibo que no es imposible que en esta apartada región pueda existir hasta hoy, sin haberla descubierto jamás el hombre blanco, alguna ciudad indígena ocupada por los restos de la antigua raza que todavía daba culto a sus ídolos en los templos de sus padres. Tal vez piensa el lector que yo he avanzado más allá de lo racional. Habíamos ya concluido nuestro viaje a lo largo de la costa; y el objeto que nos propusimos estaba plenamente terminado. Habíamos visto abandonados y en estado de ruinas los edificios mismos que los españoles vieron enteros y habitados por los indios; y los habíamos identificado incuestionablemente, como la obra del mismo pueblo que edificó las grandes ciudades arruinadas que, al principiar nuestro viaje, nos habían parecido envueltas en el velo de un misterio impenetrable. Desde entonces creímos que el descubrimiento y comparación de estas ruinas eran, si no el único, a lo menos el más seguro medio de apartar ese velo; y, aunque otras pruebas se nos han presentado, éstas no son menos interesantes en ese respecto. Quedaba concluido nuestro viaje en esta dirección, y ahora sólo pensábamos en regresar a nuestro país. Una tempestad nos detuvo un día más en Tancah, y el martes por la mañana vino el patrón a toda prisa a decirnos que nos dirigiésemos a bordo porque el viento escaseaba de tal manera, que podía serle difícil salir del puerto: despedímonos de Molas y del carpintero, y a poco rato después estábamos ya en camino.
El viento era bastante fuerte, la mar venía tan gruesa y nuestra pequeña canoa se hallaba en tal conmoción, que casi todos nosotros nos vimos acometidos del mareo. Los criados se habían inutilizado a tal punto, que no teníamos probabilidades de comer. Llevábamos un viento fuerte mientras pasamos por delante de varios edificios formados de pequeñas piedras cuadradas, semejantes a aquéllos de que ya hemos hecho referencia; pero, con motivo de la aspereza del mar y lo pedregoso de la costa, nos fue imposible hacer tierra. A una hora muy adelantada de la tarde llegamos enfrente de la punta Nizuc, visible por una palma solitaria que allí se encuentra, y nos detuvimos a pasar la noche. A la mañana siguiente muy temprano nos pusimos en camino y costeamos hasta la punta de Kancum, en donde desembarcamos enfrente de un rancho que a la sazón ocupaban unos pescadores. Cerca de allí había otro gran montón de carapachos de tortuga. Los pescadores estaban ocupados en su cabaña remendando sus redes, y parecía que llevaban una vida social dura e independiente, que en nada se asemejaba a la que habíamos visto en lo interior. Un corto paseo nos llevó hasta la punta, en la cual había dos edificios decaídos, uno en completa ruina, y otro que tenía las mismas dimensiones del más pequeño que vimos en Tuluum. Era tan intenso el calor y estábamos tan aburridos de la muchedumbre de insectos, que no creíamos valiese la pena el detenernos; y por tanto regresamos a la cabaña, nos embarcamos, cruzamos el estrecho y al cabo de dos horas llegamos a Isla Mujeres.
En la playa había inmensas manadas de pájaros de la mar; sobre nuestras cabezas volaba una blanca nube de garzas y, no sin cierta sorpresa de los pescadores, nuestra llegada al fondeadero se señaló con una descarga cerrada contra los pájaros, y con una zambullida en el agua para recoger a los muertos y heridos. Al dirigirnos a la costa, nos encontramos sobre un banco de lodo, y tuvimos tiempo de contemplar la pintoresca belleza de la escena que se nos presentaba. Era una pequeña playa de arena con una costa rocallosa de cada lado, y una arboleda que crecía hasta dentro del agua, interrumpida únicamente por un pequeño desmonte, en que había dos chozas cubiertas de palmas y una enramada que tenía un techo de la misma especie. Bajo la enramada aparecían colgadas tres pequeñas hamacas, en que se veía un pescador tostado del sol componiendo una red, mientras que dos indezuelos se ocupaban en tejer una nueva. El viejo pescador, sin abandonar la obra que traía entre manos, nos ofreció las hamacas, y, para satisfacer nuestra primera invariable necesidad en aquella costa, envió a un muchacho a buscar agua, que, aunque no era buena, era mejor que la que traíamos a bordo. A lo largo de la costa, y a corta distancia de allí, había un montón de restos de tortugas, medio enterrados y cubiertos de infinitos millones de moscas que le daban la apariencia de un cuerpo movible; y junto a esta asquerosa pira, como para formar un contraste de belleza y deformidad, aparecía un árbol completamente cubierto de garzas, de tal suerte que el follaje parecía formado de la blanca y espléndida pluma de estas aves.
Dispusimos que se nos sirviese la comida bajo la enramada, y mientras estábamos sentados llegó a la playa una canoa, los pescadores arrastraron de ella dos enormes tortugas, cuyos carapachos fueron a aumentar la pira funeral que estaba allí cerca, trajeron a la enramada varias ristras de huevos, y colocaron en los maderos de la cerca aquellas partes que servían para comer y extraer grasa, perturbando nuestra primera satisfacción de haber llegado a la enramada, la vista de un enjambre de moscas, que cayó sobre la nueva presa. Nos habíamos detenido otra vez para visitar ruinas; pero habiendo llovido en la tarde no pudimos llegar a ellas. La enramada no tenía resguardo ninguno, y nos vimos precisados a refugiarnos en la cabaña, que era cómoda y abrigada, pero en la cual aparecían alineados los cántaros de grasa bajo el caballete y varios atados de concha de tortuga, mientras que las vigas estaban decoradas de ristras de huevos, restos de redes, velas viejas, trozos de madera y otros aperos que forman el mueblaje de los pescadores. No había inconveniente alguno ni era duro verse obligado a pasar la noche entre estos pescadores, porque su ocupación, atrevida, independiente, hacía varonil su carácter, y daba un aire de libertad a sus discursos y maneras. Entre los pescadores tenía fama aquella isla de haber sido el punto de reunión de Lafitte y sus piratas; y el patrón añadió que nuestro huésped había sido prisionero de aquél por espacio de dos años.
El pescador era como de cincuenta y cinco de edad, alto, delgado, y su rostro estaba tan ennegrecido por la acción del sol, que era difícil descubrir si pertenecía a la raza blanca o mixta. Desde luego observamos que no gustaba mucho de hablar acerca de su cautividad; díjonos que ignoraba cómo había sido hecho prisionero, ni en dónde; y como los negocios de la piratería se habían hecho con bastante actividad y complicación en ese rumbo, llegamos a concebir la sospecha de que nuestro hombre no había sido prisionero contra su voluntad. Los pescadores, sus compañeros, no tenían sentimientos tan rígidos en el particular, y seguramente daban preferencia a la piratería como negocio más lucrativo y que proporcionaba ganar más onzas, que no el de estar apilando carapachos de tortuga. Ellos sin embargo abrigaban la idea de que los ingleses tenían diferentes miras en este respecto; y el pobre prisionero, como le llamaba el patrón, decía que todas estas cosas eran pasadas y que era mejor no hablar de ellas. Esto no impidió que dijese unas pocas palabras en honor de Monsieur Lafitte: no sabía si era verdad lo que las gentes decían; pero jamás había hecho mal a los pobres pescadores; y poco a poco llegó a decirnos que Lafitte murió en sus brazos, y que su viuda, que era una señora natural de Mobila, vivía a la sazón en grandes escaseces en Cilam, precisamente el puerto en donde pensábamos desembarcar. Además de estas asociaciones piráticas, la isla ha sido teatro de un extraño incidente ocurrido ahora dos años.
Un marinero pobre y desvalido, hallándose en artículo de muerte en Cádiz, para recompensar la bondad de su huésped de permitirle morir en su casa, declaró a éste que algunos años antes había pertenecido a una pandilla de piratas, y que en cierta ocasión, después de haber hecho una rica presa y asesinado a toda la tripulación, él y sus compañeros habían ido a tierra en Isla Mujeres y enterrado una gruesa suma de dinero en oro. Cuando las hordas piráticas habían sido desbandadas logró escaparse, y no se había atrevido a volver a unas regiones en que podía ser reconocido. Dijo que sus camaradas habían sido ahorcados, a excepción de un portugués, que vivía en la isla de Antigua, y como único medio de recompensar la bondad de su huésped,le aconsejó que fuese a buscar al portugués y recobrase el tesoro. El huésped creyó al principio que la tal historia no tenía más objeto que asegurar la continuación del buen rato, y por lo mismo no hizo caso de ella; pero el marinero murió protestando la verdad de su relato hasta el último momento. El español hizo viaje a la isla de Antigua, y encontró al portugués, que empezó por negar todo conocimiento en el asunto; pero al fin hubo de confesar y dijo que sólo estaba esperando la primera oportunidad para dirigirse a Isla Mujeres y extraer el tesoro. Verificose entre ellos cierto arreglo, el español se proporcionó un pequeño buque y ambos se hicieron a la vela en aquella dirección. El barquito se vio escaso de provisiones y agua y a la altura de Yalahau encontró al patrón de nuestra canoa, quien recibió veinticinco pesos en señal de trato, y le llevó a dicho punto para hacer víveres.
Mientras se hallaban allí, trasluciose la historia del tesoro: el portugués quiso escaparse, pero el español se hizo a la vela llevándole a bordo, y los pescadores les siguieron en canoas. El portugués, bajo la influencia de las amenazas, indicó un punto de desembarco y fue llevado a tierra, atado de pies y manos: protestó que en semejante situación le era imposible hallar el sitio que se buscaba, porque, no habiendo estado allí sino la única vez en que se había enterrado el oro, necesitaba de tiempo y libertad en sus movimientos; pero el español, furioso de la notoriedad que se había dado al asunto y de la importuna presencia de los pescadores, no quiso fiarse de él y puso su tripulación a practicar excavaciones, mientras que los pescadores hacían otro tanto por su propia cuenta. La obra continuó por dos días, en cuyo término el portugués fue tratado con la mayor crueldad: excitose con eso la simpatía de los pescadores, y se aumentó ésta con la consideración de que la isla estaba dentro de los límites en que ejercían la pesca, y de que, si se apoderaban del portugués, podrían volver con él oportunamente, extraer pacíficamente el tesoro y dividírselo sin intervención de los extranjeros. Entretanto, nuestro amigo don Vicente Albino, que a la sazón vivía en Cozumel, al oír hablar de un tesoro que existía en una isla deshabitada y sin dueño, y tan próxima a la suya, se dirigió allí con su balandra y reclamó al portugués. El propietario español se vio obligado a entregarlo; pero don Vicente no pudo retenerlo, y los pescadores le llevaron hasta Yalahau, en donde, luego que se vio libre de las garras de ellos, se aprovechó de la primera oportunidad para dirigirse a Campeche en una canoa, y desde entonces no se había oído hablar de él.
A la mañana siguiente muy temprano, guiados de dos pescadores, nos dirigimos a visitar las ruinas. Isla Mujeres tiene de largo cuatro o cinco millas, media milla de ancho, y dista cuatro de la tierra firme. Las ruinas estaban situadas a la extremidad N. Por espacio de una corta distancia anduvimos a lo largo de la costa, y penetrando en una vereda nos dirigimos por el interior de la isla. Como a medio camino, nos encontramos con una Santa Cruz colocada por los pescadores, y desde allí oíamos la reventazón de las olas en la playa opuesta. Hacia la derecha, descubrimos una senda trillada, que muy pronto desapareció de nuestra vista; pero nuestros guías conocían su dirección, y, abriéndose paso con un machete, llegamos hasta un peñasco perpendicular, que presentaba una vista inmensa del océano, y contra el cual chocaban estrepitosamente las olas, agitadas todavía por la tempestad. Seguimos a nuestros guías por el borde del peñasco que presentaba enormes hendeduras, sin que hubiera allí ningún árbol ni más vegetación que unas plantas rastreras que los pescadores llamaban uvas, y cuyas raíces se extendían como las ramas de un viñedo. En la misma punta que terminaba la isla se encontraba solitario, destacándose atrevidamente sobre el mar, el edificio que habíamos ido a examinar. En el fondo de aquel escenario, y balanceándose en las ondas, aparecía una pequeña canoa en que nuestro huésped se hallaba a la sazón introduciendo a bordo una tortuga. Era aquella la mayor y más ruda escena que hubiésemos contemplado en todo nuestro viaje.
Los escalones que guían al edificio se encuentran en buen estado de preservación, y al pie se halla una plataforma con las ruinas de un altar. El frontispicio, en todo un lado de la entrada principal, ha caído: cuando estuvo entero debió de haber medido veintiocho pies, y tiene quince de profundidad. En la parte superior hay una cruz, erigida probablemente por los pescadores. El interior está dividido en dos corredores, y en la pared del que está al frente hay tres puertas pequeñas que conducen al corredor interior. La techumbre es una bóveda triangular, y, si bien en todo esto se traslucía la misma mano de los que fabricaron en la tierra firme, en las paredes había ciertos caracteres escritos, verdaderamente extraños para un edificio indígena. Esas inscripciones eran las siguientes: D. Doyle, 1842. A. C. Goodall, 1842. H. M. Ship Blossom 11th. october, 1811. Corsaire Frances (Che bek) le Vengeur, Capt. Pierre Liovet; y pegados a la pared, en tarjetas separadas, se leían los nombres de los oficiales de las goletas de guerra tejanas, San Bernardo y San Antonio. A poca distancia de éste había otro edificio como de catorce pies en cuadro con cuatro puertas, y escalones en tres costados; pero se hallaba destruido y casi inaccesible con motivo de la espesura de los magueyes y otros espinos y abrojos que crecen en derredor. En el relato que ha dado Bernal Díaz sobre la expedición de Cortés dice que, después de haber salido de la isla de Cozumel, la escuadrilla se encontró dividida por la fuerza del viento, pero que al día siguiente todos los barcos volvieron a reunirse, a excepción de uno que, a juicio del piloto, fue hallado en cierta bahía sobre la costa de sotavento.
"Aquí, dice Bernal Díaz, algunos de nuestros compañeros fueron a tierra y hallaron en el pueblo cuatro templos cuyos ídolos representaban mujeres humanas de grandes dimensiones, por cuyo motivo llamamos aquel sitio la punta de las Mujeres". Gomara habla de un cabo Mujeres, y dice lo siguiente: "en este lugar había torres cubiertas de madera y paja, en las cuales, con el mejor orden posible, había varios ídolos que representaban mujeres". Ninguno de los historiadores antiguos hace memoria de una Isla de Mujeres; pero no hay allí punta ni cabo en la tierra firme, y si tenemos presente la ignorancia de la costa que debió de haber existido entre los primeros descubridores, no tiene nada de extraño suponer que los españoles dieron al promontorio en que estaban esos edificios el nombre de punta o cabo; en cuyo caso el primer edificio de que he hablado puede ser uno de los templos o torres de que hablan Bernal Díaz y Gomara. Volvimos a la cabaña listos para embarcarnos, y a las doce del día nos despedimos de los pescadores y nos encontramos de nuevo a bordo de nuestra canoa. El viento era fuerte y bueno, y muy pronto llegamos a la punta de la isla. Al oscurecer doblamos el cabo Catoche, y por la primera vez estuvimos costeando toda la noche: con eso, al amanecer, nos encontramos dentro del puerto de Yalahau. Después de las desoladas regiones que acabábamos de visitar, la antigua guarida de los piratas nos pareció una metrópoli. Anclamos en un banco de fango, y descubrimos entonces que nuestro patrón, alquilado únicamente para aquel viaje, intentaba dejarnos sustituyendo otro en su lugar.
Temiendo que la tripulación le siguiese y nos obligase a detenernos, dirigimos un mensaje amenazador al agente, con lo cual los retuvimos a bordo. A las siete de la mañana volvimos a ponernos en camino con viento en popa, y tan fuerte, que tuvimos que aferrar la vela mayor. La costa era baja, árida y monótona. A las tres de la tarde pasamos un antiguo montículo, que descollaba sobre las cabañas que forman el puerto del Cuyo, que servía de señal a los marineros, pues que podía verse desde tres leguas de distancia; pero el patrón nos dijo que no había allí edificios ni vestigios de ruinas. A las cuatro de la tarde nos encontramos con un conocido antiguo en desgracia. Era el bergantín que llegó a Sisal pocas horas después de nosotros, y yacía náufrago en la playa, rota la arboladura, las velas hechas pedazos, pero el casco entero todavía. Probablemente desde mucho antes de ahora, la costa estará cubierta de sus fragmentos.
Pensando en economizar mis zapatos de cuero y huyendo de la ocasión de destrozarlos con andar sobre el peñasco vacilé al principio dudando si iría; pero él insistió. Estaba tan cerca de nosotros, que nos comunicábamos con él sin ningún esfuerzo de la voz, y sin embargo yo no podía ver nada de él ni del edificio. Siguiendo la senda que había llevado, muy luego le hallamos en pie delante del dicho edificio, y mientras le dábamos vuelta para examinarlo, descubrimos otros dos inmediatos, casi invisibles por la densidad del follaje, no obstante que eran los mayores en dimensiones, después del castillo. Nuestros planes quedaban desconcertados con este descubrimiento, porque no podíamos partir de allí sin tomar las vistas de los edificios. Dirigímonos otra vez a los escalones del castillo, y entramos todos a deliberar en consejo. Los cargadores tenían ya listas sus cargas; Bernardo dijo que por todas provisiones no quedaban más que dos tortillas; y la idea de pasar otro día en el castillo nos desalentaba. Hacía tanto tiempo que teníamos la costumbre de dormir, que el sueño hacía parte de nuestra naturaleza: una noche de reposo era indispensable, y por tanto nos pusimos en marcha con el propósito de volver al día siguiente. Antes de amanecer, Albino acompañado de Molas y los marineros se pusieron en camino; y, cuando Mr. Catherwood llegó al sitio, estaba ya despejado el primer edificio, cuyo frente da al poniente, mide treinta y siete pies de largo y diecinueve de ancho, y consiste en dos cuerpos.
El exterior estuvo espléndidamente decorado y sobre la cornisa había fragmentos de ricos adornos en estuco. El cuerpo inferior tenía cuatro columnas que formaban cinco puertas de entrada a un estrecho corredor, que encerraba por tres costados a la habitación central. Las paredes del corredor estaban cubiertas en ambos lados de pinturas enmohecidas y casi borradas por la áspera frondosidad de la vegetación que reinaba en torno. Una puertecilla en el frente daba entrada a la cámara, que mide once pies sobre siete y cuyas paredes estaban también cubiertas de pinturas destruidas y borradas: en la pared de la testera había un altar para quemar copal. El edificio superior está directamente encima de la cámara baja, y corresponde con ella en dimensiones, siendo éste el único ejemplar que encontramos de que una pieza estuviese directamente colocada bajo la otra. No había escalera ni ningún otro medio visible de comunicación entre el cuerpo superior e inferior del edificio. A espaldas de éste, había otros dos conexionados con él, pero cubiertos de raíces y completamente destruidos por los árboles. Entre las ruinas había dos tabletas de piedra de superficie convexa, que medían seis pies seis pulgadas de largo, dos pies cuatro pulgadas de ancho y ocho pulgadas de espesor con algunos confusos vestigios de escultura. A la corta distancia de cincuenta y tres pies se encuentra otro edificio, situado en una terraza de seis pies de elevación, con una escalinata en el centro, y mide cuarenta y cinco pies sobre veintiséis, tiene dos pilares en la puerta de entrada y sobre el centro existe la cabeza de una figura mutilada.
El interior está dividido en dos departamentos principales y paralelos, y a la extremidad norte del interior hay un pequeño cuarto que contiene un altar cercado, de cinco pies de largo y tres pies seis pulgadas de ancho, destinado para quemar copal. El techo había caído completamente y crecían los árboles desde el piso. Cerca de éste hay otro edificio, mayor que el último, construido sobre el mismo plan, pero más arruinado. Todos estos edificios estaban como a doscientos pies de los escalones del castillo. Estábamos a punto de partir cuando los descubrimos, y si no hubiese sido por la casualidad de que el Dr. Cabot se hubiese dirigido hacia aquel rumbo, abriendo una vereda para coger pájaros, habríamos salido de allí ignorando completamente su existencia. Fácil es imaginarse que, cuando esta ciudad estaba habitada y despejada de árboles, se verían los edificios todos desde el mar. Es sabido que los españoles navegaron a lo largo de esta costa, y es regular que el lector quiera saber si no han dejado algún relato sobre su existencia. Vamos a verlo. Tomando la narrativa de la expedición de Grijalva desde el punto en que la dejamos, después de cruzar desde la isla de Cozumel, continúa así: "Seguimos camino todo el día y toda la noche, y a puestas del sol del día siguiente descubrimos un pueblo o ciudad tan grande, que Sevilla no nos hubiera parecido ni mayor ni mejor. Allí vimos una torre muy elevada. Una muchedumbre de indios estaba en la playa conduciendo dos estandartes que los indios subían y bajaban, como para indicarnos que fuésemos a juntarnos con ellos.
El mismo día llegamos a una bahía cerca de la cual existía una torre, la más elevada que hasta allí hubiésemos visto. Notamos un pueblo muy considerable y la campiña estaba regada de varios ríos. Descubrimos una bahía, en donde una escuadra podría haber entrado muy bien". Este relato no es ciertamente tan exacto que pueda mostrar la costa tal como existe actualmente; pero sí más minucioso que otros muchos de los primeros viajes de los españoles, y en mi opinión es más que suficiente para identificar esta ciudad, que hoy se encuentra desolada. Después de cruzar desde la isla de Cozumel, navegando por veinticuatro horas, naturalmente debían ir a dar sobre esta parte de la costa; y la otra circunstancia mencionada del descubrimiento de una bahía, en que una escuadra podía entrar, es todavía más fuerte indicio; porque a la distancia como de ocho leguas más abajo de Tuluum está la bahía de la Ascensión, de la que siempre hablan los escritores españoles como de un puerto en que podía anclar toda la escuadra española. Es la única bahía en toda la extensión de la costa desde el cabo Catoche en que pudiesen entrar embarcaciones de alto bordo, todo lo cual me obliga a creer que el punto desolado conocido hoy bajo el nombre de Tuluum era aquel pueblo o ciudad tan grande, que Sevilla no hubiera parecido ni mejor ni mejor, y que el castillo, de donde nos habían expulsado los mosquitos, era la torre más elevada que hubieran visto los españoles. Todavía creo más, y es que esta ciudad continuó ocupada por sus antiguos habitantes hasta mucho tiempo después de la Conquista; porque Grijalva regresó desde la bahía de la Ascensión, pasó la segunda vez sin desembarcar, y, después de la desastrosa expedición de don Francisco de Montejo, los españoles no hicieron ninguna tentativa sobre esta parte de la costa; de manera que los indígenas debieron permanecer allí largo tiempo sin ser molestados.
La impresión de esta ocupación, comparativamente moderna, se recibe del aspecto de los edificios mismos, que, si bien están muy arruinados por la exuberancia de la vegetación, tiene en algunos casos tal apariencia de frescura y buen estado, que en medio de la soledad y desolación que reinan en derredor presentan un espectáculo verdaderamente terrible e imponente. En la parte exterior de las murallas hay varios edificios pequeños, que sin duda estuvieron destinados para adoratorios o altares, de los cuales uno principalmente nos llamó la atención. Se encuentra sobre una terraza que tiene una plataforma circular en la falda del peñasco, con vista al mar y mide quince pies de frente sobre doce de profundidad. La puerta o entrada da frente al norte. El interior consiste en un solo cuarto, y en la testera hay un altar tan bien conservado, que podía usarse para lo que sirvió ordinariamente. Al fin de los escalones y cubierto de las mismas zarzas y palmeras de que está cuajado todo el peñasco hay un pequeño altar con adornos en estuco, uno de los cuales parece representar una piña. Estas pequeñas esculturas carecían en lo absoluto del carácter sólido y macizo de los edificios, y eran tan frágiles que casi podían derribarse con el pie; están al aire libre, expuestos al furor de los vientos orientales y casi bañados por el mar. Era imposible creer que aquel altar hubiese sido abandonado por trescientos años; y no hay duda de que en este intervalo de tiempo algún ojo vigilaba sobre él, alguna mano piadosa lo reparaba, y mucho después de la llegada de los españoles los indios verificaban sobre él sus ritos idolátricos.
Atentas las circunstancias de nuestra visita a este sitio, hallamos que era uno de los más interesantes que hubiésemos visto en toda nuestra exploración de las ruinas; pero véome obligado a omitir muchos detalles que merecen ser descritos y comentados, y voy a concluir con una sola observación. El lector sabe ya las dificultades que encontramos para llegar desde el interior a este sitio. Toda la región triangular que media desde Valladolid a la bahía de la Ascensión por un lado, y hasta el puerto de Yalahau por el otro, no está cruzada de un solo camino carretero, y el rancho de Molas es el único establecimiento que se encuentra en la costa que sirve de base a este triángulo. Toda esta región está enteramente desconocida, y el hombre blanco jamás ha entrado en ella. No hay duda de que existen allí ciudades arruinadas, y el joven Molas nos habló de un gran edificio existente a distancia de algunas leguas en el interior, conocido de un indio viejo, cuyo edificio estaba cubierto de pinturas brillantes y de un vivo colorido, siendo perfectamente visible su objeto. Con alguna dificultad logramos ver a este indio; pero era extremadamente incomunicativo, dijo que hacía muchos años que había visto el edificio, y que se había encontrado con él en la estación de la seca mientras se hallaba cazando, y que hoy le sería imposible dar con el sitio en que se hallaba. Yo estoy creído que en esta región muchas ciudades, semejantes a las que habíamos visto en ruina, permanecieron en pie y estuvieron ocupadas por largo tiempo, tal vez una o dos centurias después de la Conquista, y que todavía hasta un período comparativamente reciente algunos indios vivían en ellas de la misma manera que antes del descubrimiento de la América.
En efecto, yo concibo que no es imposible que en esta apartada región pueda existir hasta hoy, sin haberla descubierto jamás el hombre blanco, alguna ciudad indígena ocupada por los restos de la antigua raza que todavía daba culto a sus ídolos en los templos de sus padres. Tal vez piensa el lector que yo he avanzado más allá de lo racional. Habíamos ya concluido nuestro viaje a lo largo de la costa; y el objeto que nos propusimos estaba plenamente terminado. Habíamos visto abandonados y en estado de ruinas los edificios mismos que los españoles vieron enteros y habitados por los indios; y los habíamos identificado incuestionablemente, como la obra del mismo pueblo que edificó las grandes ciudades arruinadas que, al principiar nuestro viaje, nos habían parecido envueltas en el velo de un misterio impenetrable. Desde entonces creímos que el descubrimiento y comparación de estas ruinas eran, si no el único, a lo menos el más seguro medio de apartar ese velo; y, aunque otras pruebas se nos han presentado, éstas no son menos interesantes en ese respecto. Quedaba concluido nuestro viaje en esta dirección, y ahora sólo pensábamos en regresar a nuestro país. Una tempestad nos detuvo un día más en Tancah, y el martes por la mañana vino el patrón a toda prisa a decirnos que nos dirigiésemos a bordo porque el viento escaseaba de tal manera, que podía serle difícil salir del puerto: despedímonos de Molas y del carpintero, y a poco rato después estábamos ya en camino.
El viento era bastante fuerte, la mar venía tan gruesa y nuestra pequeña canoa se hallaba en tal conmoción, que casi todos nosotros nos vimos acometidos del mareo. Los criados se habían inutilizado a tal punto, que no teníamos probabilidades de comer. Llevábamos un viento fuerte mientras pasamos por delante de varios edificios formados de pequeñas piedras cuadradas, semejantes a aquéllos de que ya hemos hecho referencia; pero, con motivo de la aspereza del mar y lo pedregoso de la costa, nos fue imposible hacer tierra. A una hora muy adelantada de la tarde llegamos enfrente de la punta Nizuc, visible por una palma solitaria que allí se encuentra, y nos detuvimos a pasar la noche. A la mañana siguiente muy temprano nos pusimos en camino y costeamos hasta la punta de Kancum, en donde desembarcamos enfrente de un rancho que a la sazón ocupaban unos pescadores. Cerca de allí había otro gran montón de carapachos de tortuga. Los pescadores estaban ocupados en su cabaña remendando sus redes, y parecía que llevaban una vida social dura e independiente, que en nada se asemejaba a la que habíamos visto en lo interior. Un corto paseo nos llevó hasta la punta, en la cual había dos edificios decaídos, uno en completa ruina, y otro que tenía las mismas dimensiones del más pequeño que vimos en Tuluum. Era tan intenso el calor y estábamos tan aburridos de la muchedumbre de insectos, que no creíamos valiese la pena el detenernos; y por tanto regresamos a la cabaña, nos embarcamos, cruzamos el estrecho y al cabo de dos horas llegamos a Isla Mujeres.
En la playa había inmensas manadas de pájaros de la mar; sobre nuestras cabezas volaba una blanca nube de garzas y, no sin cierta sorpresa de los pescadores, nuestra llegada al fondeadero se señaló con una descarga cerrada contra los pájaros, y con una zambullida en el agua para recoger a los muertos y heridos. Al dirigirnos a la costa, nos encontramos sobre un banco de lodo, y tuvimos tiempo de contemplar la pintoresca belleza de la escena que se nos presentaba. Era una pequeña playa de arena con una costa rocallosa de cada lado, y una arboleda que crecía hasta dentro del agua, interrumpida únicamente por un pequeño desmonte, en que había dos chozas cubiertas de palmas y una enramada que tenía un techo de la misma especie. Bajo la enramada aparecían colgadas tres pequeñas hamacas, en que se veía un pescador tostado del sol componiendo una red, mientras que dos indezuelos se ocupaban en tejer una nueva. El viejo pescador, sin abandonar la obra que traía entre manos, nos ofreció las hamacas, y, para satisfacer nuestra primera invariable necesidad en aquella costa, envió a un muchacho a buscar agua, que, aunque no era buena, era mejor que la que traíamos a bordo. A lo largo de la costa, y a corta distancia de allí, había un montón de restos de tortugas, medio enterrados y cubiertos de infinitos millones de moscas que le daban la apariencia de un cuerpo movible; y junto a esta asquerosa pira, como para formar un contraste de belleza y deformidad, aparecía un árbol completamente cubierto de garzas, de tal suerte que el follaje parecía formado de la blanca y espléndida pluma de estas aves.
Dispusimos que se nos sirviese la comida bajo la enramada, y mientras estábamos sentados llegó a la playa una canoa, los pescadores arrastraron de ella dos enormes tortugas, cuyos carapachos fueron a aumentar la pira funeral que estaba allí cerca, trajeron a la enramada varias ristras de huevos, y colocaron en los maderos de la cerca aquellas partes que servían para comer y extraer grasa, perturbando nuestra primera satisfacción de haber llegado a la enramada, la vista de un enjambre de moscas, que cayó sobre la nueva presa. Nos habíamos detenido otra vez para visitar ruinas; pero habiendo llovido en la tarde no pudimos llegar a ellas. La enramada no tenía resguardo ninguno, y nos vimos precisados a refugiarnos en la cabaña, que era cómoda y abrigada, pero en la cual aparecían alineados los cántaros de grasa bajo el caballete y varios atados de concha de tortuga, mientras que las vigas estaban decoradas de ristras de huevos, restos de redes, velas viejas, trozos de madera y otros aperos que forman el mueblaje de los pescadores. No había inconveniente alguno ni era duro verse obligado a pasar la noche entre estos pescadores, porque su ocupación, atrevida, independiente, hacía varonil su carácter, y daba un aire de libertad a sus discursos y maneras. Entre los pescadores tenía fama aquella isla de haber sido el punto de reunión de Lafitte y sus piratas; y el patrón añadió que nuestro huésped había sido prisionero de aquél por espacio de dos años.
El pescador era como de cincuenta y cinco de edad, alto, delgado, y su rostro estaba tan ennegrecido por la acción del sol, que era difícil descubrir si pertenecía a la raza blanca o mixta. Desde luego observamos que no gustaba mucho de hablar acerca de su cautividad; díjonos que ignoraba cómo había sido hecho prisionero, ni en dónde; y como los negocios de la piratería se habían hecho con bastante actividad y complicación en ese rumbo, llegamos a concebir la sospecha de que nuestro hombre no había sido prisionero contra su voluntad. Los pescadores, sus compañeros, no tenían sentimientos tan rígidos en el particular, y seguramente daban preferencia a la piratería como negocio más lucrativo y que proporcionaba ganar más onzas, que no el de estar apilando carapachos de tortuga. Ellos sin embargo abrigaban la idea de que los ingleses tenían diferentes miras en este respecto; y el pobre prisionero, como le llamaba el patrón, decía que todas estas cosas eran pasadas y que era mejor no hablar de ellas. Esto no impidió que dijese unas pocas palabras en honor de Monsieur Lafitte: no sabía si era verdad lo que las gentes decían; pero jamás había hecho mal a los pobres pescadores; y poco a poco llegó a decirnos que Lafitte murió en sus brazos, y que su viuda, que era una señora natural de Mobila, vivía a la sazón en grandes escaseces en Cilam, precisamente el puerto en donde pensábamos desembarcar. Además de estas asociaciones piráticas, la isla ha sido teatro de un extraño incidente ocurrido ahora dos años.
Un marinero pobre y desvalido, hallándose en artículo de muerte en Cádiz, para recompensar la bondad de su huésped de permitirle morir en su casa, declaró a éste que algunos años antes había pertenecido a una pandilla de piratas, y que en cierta ocasión, después de haber hecho una rica presa y asesinado a toda la tripulación, él y sus compañeros habían ido a tierra en Isla Mujeres y enterrado una gruesa suma de dinero en oro. Cuando las hordas piráticas habían sido desbandadas logró escaparse, y no se había atrevido a volver a unas regiones en que podía ser reconocido. Dijo que sus camaradas habían sido ahorcados, a excepción de un portugués, que vivía en la isla de Antigua, y como único medio de recompensar la bondad de su huésped,le aconsejó que fuese a buscar al portugués y recobrase el tesoro. El huésped creyó al principio que la tal historia no tenía más objeto que asegurar la continuación del buen rato, y por lo mismo no hizo caso de ella; pero el marinero murió protestando la verdad de su relato hasta el último momento. El español hizo viaje a la isla de Antigua, y encontró al portugués, que empezó por negar todo conocimiento en el asunto; pero al fin hubo de confesar y dijo que sólo estaba esperando la primera oportunidad para dirigirse a Isla Mujeres y extraer el tesoro. Verificose entre ellos cierto arreglo, el español se proporcionó un pequeño buque y ambos se hicieron a la vela en aquella dirección. El barquito se vio escaso de provisiones y agua y a la altura de Yalahau encontró al patrón de nuestra canoa, quien recibió veinticinco pesos en señal de trato, y le llevó a dicho punto para hacer víveres.
Mientras se hallaban allí, trasluciose la historia del tesoro: el portugués quiso escaparse, pero el español se hizo a la vela llevándole a bordo, y los pescadores les siguieron en canoas. El portugués, bajo la influencia de las amenazas, indicó un punto de desembarco y fue llevado a tierra, atado de pies y manos: protestó que en semejante situación le era imposible hallar el sitio que se buscaba, porque, no habiendo estado allí sino la única vez en que se había enterrado el oro, necesitaba de tiempo y libertad en sus movimientos; pero el español, furioso de la notoriedad que se había dado al asunto y de la importuna presencia de los pescadores, no quiso fiarse de él y puso su tripulación a practicar excavaciones, mientras que los pescadores hacían otro tanto por su propia cuenta. La obra continuó por dos días, en cuyo término el portugués fue tratado con la mayor crueldad: excitose con eso la simpatía de los pescadores, y se aumentó ésta con la consideración de que la isla estaba dentro de los límites en que ejercían la pesca, y de que, si se apoderaban del portugués, podrían volver con él oportunamente, extraer pacíficamente el tesoro y dividírselo sin intervención de los extranjeros. Entretanto, nuestro amigo don Vicente Albino, que a la sazón vivía en Cozumel, al oír hablar de un tesoro que existía en una isla deshabitada y sin dueño, y tan próxima a la suya, se dirigió allí con su balandra y reclamó al portugués. El propietario español se vio obligado a entregarlo; pero don Vicente no pudo retenerlo, y los pescadores le llevaron hasta Yalahau, en donde, luego que se vio libre de las garras de ellos, se aprovechó de la primera oportunidad para dirigirse a Campeche en una canoa, y desde entonces no se había oído hablar de él.
A la mañana siguiente muy temprano, guiados de dos pescadores, nos dirigimos a visitar las ruinas. Isla Mujeres tiene de largo cuatro o cinco millas, media milla de ancho, y dista cuatro de la tierra firme. Las ruinas estaban situadas a la extremidad N. Por espacio de una corta distancia anduvimos a lo largo de la costa, y penetrando en una vereda nos dirigimos por el interior de la isla. Como a medio camino, nos encontramos con una Santa Cruz colocada por los pescadores, y desde allí oíamos la reventazón de las olas en la playa opuesta. Hacia la derecha, descubrimos una senda trillada, que muy pronto desapareció de nuestra vista; pero nuestros guías conocían su dirección, y, abriéndose paso con un machete, llegamos hasta un peñasco perpendicular, que presentaba una vista inmensa del océano, y contra el cual chocaban estrepitosamente las olas, agitadas todavía por la tempestad. Seguimos a nuestros guías por el borde del peñasco que presentaba enormes hendeduras, sin que hubiera allí ningún árbol ni más vegetación que unas plantas rastreras que los pescadores llamaban uvas, y cuyas raíces se extendían como las ramas de un viñedo. En la misma punta que terminaba la isla se encontraba solitario, destacándose atrevidamente sobre el mar, el edificio que habíamos ido a examinar. En el fondo de aquel escenario, y balanceándose en las ondas, aparecía una pequeña canoa en que nuestro huésped se hallaba a la sazón introduciendo a bordo una tortuga. Era aquella la mayor y más ruda escena que hubiésemos contemplado en todo nuestro viaje.
Los escalones que guían al edificio se encuentran en buen estado de preservación, y al pie se halla una plataforma con las ruinas de un altar. El frontispicio, en todo un lado de la entrada principal, ha caído: cuando estuvo entero debió de haber medido veintiocho pies, y tiene quince de profundidad. En la parte superior hay una cruz, erigida probablemente por los pescadores. El interior está dividido en dos corredores, y en la pared del que está al frente hay tres puertas pequeñas que conducen al corredor interior. La techumbre es una bóveda triangular, y, si bien en todo esto se traslucía la misma mano de los que fabricaron en la tierra firme, en las paredes había ciertos caracteres escritos, verdaderamente extraños para un edificio indígena. Esas inscripciones eran las siguientes: D. Doyle, 1842. A. C. Goodall, 1842. H. M. Ship Blossom 11th. october, 1811. Corsaire Frances (Che bek) le Vengeur, Capt. Pierre Liovet; y pegados a la pared, en tarjetas separadas, se leían los nombres de los oficiales de las goletas de guerra tejanas, San Bernardo y San Antonio. A poca distancia de éste había otro edificio como de catorce pies en cuadro con cuatro puertas, y escalones en tres costados; pero se hallaba destruido y casi inaccesible con motivo de la espesura de los magueyes y otros espinos y abrojos que crecen en derredor. En el relato que ha dado Bernal Díaz sobre la expedición de Cortés dice que, después de haber salido de la isla de Cozumel, la escuadrilla se encontró dividida por la fuerza del viento, pero que al día siguiente todos los barcos volvieron a reunirse, a excepción de uno que, a juicio del piloto, fue hallado en cierta bahía sobre la costa de sotavento.
"Aquí, dice Bernal Díaz, algunos de nuestros compañeros fueron a tierra y hallaron en el pueblo cuatro templos cuyos ídolos representaban mujeres humanas de grandes dimensiones, por cuyo motivo llamamos aquel sitio la punta de las Mujeres". Gomara habla de un cabo Mujeres, y dice lo siguiente: "en este lugar había torres cubiertas de madera y paja, en las cuales, con el mejor orden posible, había varios ídolos que representaban mujeres". Ninguno de los historiadores antiguos hace memoria de una Isla de Mujeres; pero no hay allí punta ni cabo en la tierra firme, y si tenemos presente la ignorancia de la costa que debió de haber existido entre los primeros descubridores, no tiene nada de extraño suponer que los españoles dieron al promontorio en que estaban esos edificios el nombre de punta o cabo; en cuyo caso el primer edificio de que he hablado puede ser uno de los templos o torres de que hablan Bernal Díaz y Gomara. Volvimos a la cabaña listos para embarcarnos, y a las doce del día nos despedimos de los pescadores y nos encontramos de nuevo a bordo de nuestra canoa. El viento era fuerte y bueno, y muy pronto llegamos a la punta de la isla. Al oscurecer doblamos el cabo Catoche, y por la primera vez estuvimos costeando toda la noche: con eso, al amanecer, nos encontramos dentro del puerto de Yalahau. Después de las desoladas regiones que acabábamos de visitar, la antigua guarida de los piratas nos pareció una metrópoli. Anclamos en un banco de fango, y descubrimos entonces que nuestro patrón, alquilado únicamente para aquel viaje, intentaba dejarnos sustituyendo otro en su lugar.
Temiendo que la tripulación le siguiese y nos obligase a detenernos, dirigimos un mensaje amenazador al agente, con lo cual los retuvimos a bordo. A las siete de la mañana volvimos a ponernos en camino con viento en popa, y tan fuerte, que tuvimos que aferrar la vela mayor. La costa era baja, árida y monótona. A las tres de la tarde pasamos un antiguo montículo, que descollaba sobre las cabañas que forman el puerto del Cuyo, que servía de señal a los marineros, pues que podía verse desde tres leguas de distancia; pero el patrón nos dijo que no había allí edificios ni vestigios de ruinas. A las cuatro de la tarde nos encontramos con un conocido antiguo en desgracia. Era el bergantín que llegó a Sisal pocas horas después de nosotros, y yacía náufrago en la playa, rota la arboladura, las velas hechas pedazos, pero el casco entero todavía. Probablemente desde mucho antes de ahora, la costa estará cubierta de sus fragmentos.