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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXI Busca de nuestra canoa. --Aspereza y escabrosidad de la costa. --Hendedura. --Abrigo. --Hallazgo de la canoa. --Relato del patrón. --Caída de un hombre al agua. --Vuelta. --Conchas marinas. --Partida de Cozumel. --Costa de Yucatán. --Edificios cuadrados. --Primera vista del Castillo de Tuluum. --Rancho Tancah. --Molas. --Sus dos hijos. --Visita a las minas de Tuluum. --Edificios vistos de pasada. --Magnífico escenario. --El castillo. --Vista del frontispicio. --Gran escalinata. --Columnas. --Corredores. --La mano roja. --Las alas del castillo consistentes en dos cuerpos. --Labores en estuco. --Techumbres planas. --Vista posterior del castillo. --Una tormenta. --Cambio súbito de sentimientos. --Edificios arruinados. --Terraza cuadrada. --Vista pintoresca. --Fragmentos de tabletas o medallones. --Edificio aislado. --Figura curiosa. --Pinturas. --Descubrimiento de la muralla de la ciudad. --El buen estado en que se encuentra. --Puertas de la ciudad. --Atalayas o garitas. --Edificios. --Cielos rasos construidos sobre diferente principio. --Tremenda embestida de mosquitos A la mañana siguiente muy temprano ya estábamos en movimiento. La lluvia había cesado; pero el viento era impetuoso todavía y las olas continuaban agitadas. Albino y Bernardo estaban más interesados que nosotros mismos en la pérdida de la canoa, porque, no siéndoles de mayor importancia el té ni el café, concluido el desayuno en el que quedaban agotadas todas las provisiones de bizcocho, ya no tenían materialmente nada que comer.
Al apuntar el día, Bernardo se puso en marcha a lo largo de la costa, y poco después le seguimos Albino y yo. Habiendo salvado la punta que nos ocultó el día antes la vista de la canoa, nos encontramos con una costa asperísima, pues que no era más que una roca viva, que apenas se levantaba unos pies del nivel del mar, azotada constantemente por las olas embravecidas a tal punto, que había venido a quedar porosa y llena de agujeros, presentando un filo como el de las puntas de hierro oxidado. Todavía las olas se azotaban con fuerza contra esta ribera formando gruesos remolinos en los intersticios, y presentando a la imaginación la terrible pintura del destino que podía tocar a los infelices navegantes que se hubiesen estrellado contra estas rocas, sobre las cuales se veían los restos dispersos de algún buque naufragado. Después de estar andando dos horas, comencé a convencerme de que la canoa había sufrido el choque de la tormenta, y mis aprensiones subieron de punto cuando a larga distancia vi venir a Bernardo con una pequeña pirámide en la cabeza de provisiones y cazuelas. Se había encontrado con uno de los marineros que venía en socorro nuestro, le había aliviado de la carga, y estaba entonces de vuelta. Proseguimos la marcha, y después de tres horas de trabajos llegamos por fin a la caleta en que se había guarecido la canoa. Consistía ese abrigo en una imponente, profunda y estrecha abertura practicada en la roca, como de cincuenta pies de ancho, hendida en tajo perpendicular, y que llevaba a un remanso de agua que, mientras que las olas se azotaban estrepitosamente en la parte exterior, presentaba en su interior la apariencia de un estanque.
En el fondo de éste se hallaba la canoa, que aproximándose fue a donde yo estaba para tomarme a bordo. Según el sincero y nada afectado relato del patrón, su entrada en la caleta debió de haber sido verdaderamente sublime. La noche había sobrevenido y creía haberse extraviado, cuando a la luz de un relámpago descubrió el estrecho pasadizo que llevaba a la caleta y gobernó de manera su vieja canoa, que pudo hacerla penetrar en él. Al verificar el tránsito, la embarcación chocó contra una roca oculta en las aguas, un hombre se le cayó al mar, recogíalo a la súbita luz de otro relámpago, y un momento después ya estaba en perfecta seguridad. La caleta se hallaba rodeada y oculta entre árboles corpulentos, había en ella veinte pies de fondo y estaba tan clara el agua, que se veía distintamente el lecho. De una extremidad corría un riachuelo: y, si se ha de creer al patrón, este riachuelo era navegable hasta lo interior de la isla en donde se convertiría en un lago. Después de poner a secarse las velas, el equipaje, los pájaros del doctor Cabot y mi ejemplar de Cogolludo, y después de comer algunos huevos de tortuga ligeramente cocidos al rescoldo, emprendí mi regreso al rancho recogiendo en el tránsito una multitud de conchas. Desde que llegamos a la costa, todos nuestros momentos de ocio se empleaban en esta agradable ocupación. Regularmente después de escudriñar la costa volvíamos a ella a las pocas horas y hallábamos nuevas conchas, hermosas y acabadas de salir del mar.
Raras veces se me había visto tan cansado como cuando llegué a la cabaña. A la mitad del tercer día se presentó de nuevo la canoa a nuestra vista descabezando la punta, y a poco rato después se hallaba en su antiguo anclaje. El viento era todavía tan fuerte que el patrón tenía miedo de permanecer. Llenamos de prisa nuestros cascos de agua, y al cabo de una hora estábamos a bordo, dejando tan solitaria cual la encontramos a la antes populosa isla de Cozumel. Un gavilán que veía marchar en compañía nuestra a su pareja era el único ser viviente que contemplase con tristeza nuestra partida; y, sin embargo, no hubo en nuestro viaje un sitio que dejásemos con más pesar. Desde el punto en que dejamos la isla, la costa opuesta de Yucatán es visible apenas; y, según nuestras propias observaciones y las noticias que nos fueron dadas, es el único punto desde el cual puede verse la dicha costa; de lo cual puede inferirse casi incuestionablemente que desde allí hizo rumbo Grijalva para Yucatán. El viento era severo, la mar brava, y un rápida corriente nos iba empujando hacia la punta del cabo Catoche. Como una hora antes de oscurecer pudimos salvar la corriente llevando a un largo la costa: pasando por ella vimos tres pequeños edificios cuadrados, bien conservados al parecer; pero la mar estaba tan áspera, que no nos fue posible desembarcar para examinarlos. El relato de la expedición de Grijalva contiene el siguiente pasaje. "Después de dejar la isla de Cozumel, vimos tres grandes pueblos, separados a dos millas de distancia el uno del otro, y contenían muchas casas de piedra con altas torres y cubiertas de paja".
Esta parte de la costa debía ser necesariamente aquélla en que estaban los dichos pueblos. Todo está cubierto ahora de una espesa floresta; pero no es absurdo suponer que los edificios de piedra visibles todavía en la orilla del mar son la señal cierta de que existen en el interior poblaciones arruinadas. Seguimos camino hasta anochecer y fuimos a echar el ancla bajo una punta saliente y detrás de un arrecife de rocas. A la lengua del agua había un enrejado para tortugas, y, en la costa, la choza abandonada de un pescador. Al amanecer del día siguiente hicímonos de nuevo a la vela. Pasamos otros edificios de piedra; mas, como la costa era tan rocallosa, temimos aventurar la existencia de nuestra preciosa canoa, y por tanto no fuimos a tierra. Por otra parte, en la punta extrema estaba el castillo de Tuluum, hacia el cual nos dirigíamos y teníamos interés en examinar. A las doce del día descabezamos la punta, y fuimos a dar sobre una amplia y espaciosa playa de arena, que formaba una bahía, en cuyo fondo existían unas cuantas chozas pequeñas, que formaban el rancho de Tancah. La entrada era difícil porque estaba bordada de rocas y arrecifes ocultos. Dos mujeres estaban a la puerta de una de las cabañas, y, a excepción del viejo pescador, éstas eran las únicas personas vivientes que hubiésemos visto en toda esta costa desolada. Ése era el punto a donde esperábamos llegar por tierra partiendo directamente de Chemax. Ya verá el lector las vueltas que tuvimos que dar para alcanzar ese punto; pero desde la primera ojeada quedamos satisfechos de nuestra buena fortuna por no haber emprendido semejante viaje, pues vimos desde luego el esqueleto de la embarcación que oímos decir se estaba construyendo, y es probable que hasta hoy no se hubiese terminado la obra.
Nos hubiera sido imposible conseguir una canoa, y por lo mismo hubiéramos tenido que regresar por el propio camino. Al momento que arrojamos nuestra ancla, o piedra, nos metimos en el agua para dirigirnos a tierra. El sol era extremadamente abrasador y la arena estaba ardiente. Enfrente de la cabaña principal y sobre la embarcación que se estaba construyendo había una enramada,para guarecer al carpintero que de cuando en cuando solía ir a trabajar allí. Próxima a esta cabaña había otra arruinada que hicimos limpiar, y por la tercera vez nos encontramos habitando en una casa erigida por Molas. Al dejar la isla de Cozumel, éste fue el único punto de esa desolada costa en la cual se hubiese atrevido a detenerse,.Por cierto que era una situación que también convenía a su vida de proscripto; y no teniendo nada que temer de una persecución del interior, su energía e industria no le abandonaron. Volvió a cultivar sus milpas y a parar la quilla de otro buque, precisamente el mismo que vimos sin concluir; pero, viéndose que ya envejecía, que se hallaba olvidado y además afligido de una enfermedad, se determinó a ir a Chemax; y al regresar de ese pueblo acompañado de un solo indio, según he indicado ya, murió en el camino a distancia de ocho leguas de Tancah, muriendo, según se expresaba el que nos había dado la noticia, como un perro sin auxilios temporales ni espirituales. Tanto habíamos oído de Molas, de la larga serie de calamidades que había sufrido y de la dura retribución que había caído sobre su cabeza; tanto habíamos visto de su inquebrantable energía, que a despecho de la violencia y crímenes que se le imputaban nuestras simpatías no pudieron menos de excitarse vivamente.
Y, como después recibimos informes de otras fuentes que expresaban enérgicamente la opinión de que aquel desventurado había sido víctima de una inicua e incesante persecución, yo quiero echar un velo sobre su historia. Apenas hacía un año de su muerte, y sus dos hijos estaban ya en posesión del rancho: ambos jóvenes nos hicieron una visita al momento de nuestra llegada. Cuando el viejo murió, el indio dejó su cadáver en el camino y vino a dar la noticia al rancho, desde el cual partieron estos dos jóvenes para enterrarlo en el mismo sitio. Después volvieron allí otra vez, lo exhumaron y, colocándolo en una caja, lo trajeron al rancho, se embarcaron con él en una canoa para San Fernando, en donde vivían algunos de sus parientes. Durante la navegación sobrevino una tempestad y el cadáver cayó el agua. Tal fue el destino del infortunado Molas, según nos decía quien nos daba el informe. Decíase que el hijo mayor se hallaba complicado en los crímenes atribuidos a su padre, y que estaba sometido a la misma proscripción: había perdido enteramente el uso de un ojo, y el otro giraba débilmente y sin brillo en una órbita acuosa. Probablemente a esta hora estará ciego del todo. Nuestras primeras investigaciones tuvieron por objeto las ruinas. Una estrecha vereda guía a una milpa en la cual existen numerosos restos de edificios antiguos colocados en terrazas, pero pequeños todos y destruidos. Esos edificios estuvieron erigidos antiguamente en plena vista del mar, mientras que hoy navega el extranjero a lo largo de las costas sin saber que entre los árboles yacen sepultadas las ruinas de una primitiva población indígena.
Por la tarde nos dirigimos a las ruinas de Tuluum, a distancia de una legua sobre la costa, viéndose perfectamente el castillo sobre un peñasco escarpado. Por espacio de milla y media anduvimos a lo largo de la orilla del mar. La playa era arenosa y en algunas partes tan suelta y movible que nos sumíamos hasta las piernas, de manera que nos fue preciso para hallar consuelo despojarnos de zapatos y medias y caminar a la lengua del agua. A la extremidad de la playa destacábase un alto promontorio rocalloso, que se extendía hasta dentro del mar, impidiendo con eso el paso a lo largo de la orilla. Subimos este promontorio continuando por toda la extensión del peñasco, que se inclinaba del lado del mar, formando en algunas partes una pared perpendicular; y a nuestra derecha se elevaban grandes masas de roca, que impedían del todo la vista del castillo. Al cabo de media hora, llegamos inesperadamente a un edificio bajo que en la apariencia era algún altar o adoratorio; y subiendo a la parte superior, el castillo volvió a presentarse a nuestra vista. Siguiendo adelante por el peñasco, éste comenzó a ser más áspero, rudo y escabroso, trayéndonos a la memoria aquellos sitios en que se reunían los hechiceros en las montañas de Hartz, tales cuales los describe Goethe en su Fausto; y en medio de esta aridez, en algunas cavidades de la peña, se veían algunos grupos de una especie de palmero llamado en el país xiké, cubriendo la superficie del peñasco. Con mucho trabajo alcanzamos otro pequeño edificio, desde cuya parte superior volvimos a ver el castillo, pero con una enorme hendedura por delante que parecía quitar toda esperanza a un libre acceso.
Entretanto, ya era demasiado tarde, y temerosos de que nos cerrase la noche completamente en medio de aquel áspero breñal determinamos retroceder. Cuando alcanzamos la orilla del mar, ya era de noche: la arenosa playa era ahora una especie de alivio, y a una hora avanzada de la noche llegamos a nuestra cabaña convencidos, de que una frecuente repetición de este paseo no sería útil ni agradable; y de que para trabajar con prontitud y provecho era de todo punto indispensable que otra vez volviésemos a plantar nuestros reales y alojarnos dentro de las mismas ruinas. A la mañana siguiente nos pusimos en marcha con aquel objeto escoltados por el más joven de los Molas, muchacho como de unos veinte años, y que miraba nuestro arribo como uno de los mayores acontecimientos que jamás hubieran ocurrido en Tancah, y, antes de que llegásemos a la extremidad de la playa, ya esperaba que viajaría en compañía nuestra. Después de subir el peñasco y pasar los dos pequeños edificios que habíamos visto el día precedente bajamos por la parte posterior del último a la cabeza de la hendedura, que parecía apartarnos del objeto principal de nuestra visita. Subiendo todavía a la otra extremidad de la barranca, entramos en una sombría floresta y, pasando un edificio a la izquierda, y otras "paredes viajes" cuyos restos se veían a través de los árboles, alcanzamos por fin la gran escalinata del castillo. Los escalones, la plataforma del edificio y toda el área del frente estaban cubiertos de una arboleda grande y espesa, principalmente de ramón, cuyo follaje verde oscuro y frondoso, juntamente con los misteriosos edificios que había en derredor, daba al sitio la apariencia de un bosque consagrado al culto druídico.
Molas y nuestros marineros abrieron una vereda hasta los escalones, y, llevando a cuestas sus cargas respectivas, al cabo de una hora nos encontramos instalados en el castillo. Habíamos emprendido nuestra visita a este sitio en la más absoluta incertidumbre de lo que allí podríamos hallar. Muchos obstáculos y dificultades se habían acumulado sobre nosotros; pero, ya una vez en el castillo, nos encontrábamos indemnizados de todos nuestros trabajos. Estábamos en medio de la escena más agreste y salvaje que hubiésemos encontrado en Yucatán, y, además del profundo y vivo interés de las ruinas mismas, estábamos rodeados de lo que en otros lugares habíamos echado de menos: la magnificencia de la naturaleza. Al despejar la plataforma del frente, descubrimos una inmensa floresta; andando alrededor de las paredes, descubrimos un océano sin límites, y, en lo profundo del agua clara que bañaba la falda del peñasco, vimos con toda claridad un enorme pez de ocho o diez pies de largo. Ninguna pintura o descripción puede dar una idea verdadera de la solemnidad de la viva cubierta vegetal que cubría estas ruinas, o de la impresión que causó sobre nosotros el primer ruido del hacha que perturbó la lóbrega y sombría desolación y quietud que reinaba en torno. El edificio del castillo con inclusión de sus dos alas mide en su base cien pies de largo. La gran escalinata es de treinta pies de largo, y de veinte y cuatro escalones, mientras que una sólida balaustrada de cada lado, que todavía se conserva muy bien, le daba un extraordinario carácter imponente.
En la puerta principal hay dos columnas, con las que se forman tres entradas con nichos cuadrangulares en la parte superior, todos los cuales contuvieron antiguamente algunos adornos y todavía en el del centro existen los fragmentos de una estatua. El interior está dividido en dos corredores de veintiséis pies cada uno: el del frente tiene seis pies y seis pulgadas de ancho y en cada extremidad se ve un banco de piedra. En las paredes interiores volvimos a hallar los misteriosos vestigios de la mano roja. Una sola puerta guía al corredor posterior, que es de nueve pies de ancho y tiene una banca de piedra, que se extiende a lo largo de la parte inferior de la pared. En cada uno de los lados de la puerta hay anillos de piedra, que se pusieron sin duda para sostener la puerta; y en la pared posterior hay aspilleras oblongas a cuyo través penetran las brisas del mar. Las dos piezas tenían techumbres triangulares, y ambas nos venían perfectamente para el arreglo que nos importaba como habitadores del edificio. Mucho más bajas que el cuerpo principal son las dos alas laterales. Cada una consta de dos cuerpos, y el inferior se halla en una plataforma baja, del cual salen algunos escalones que llevan al superior. Éste consiste en dos piezas de las cuales la del frente es de veinticuatro pies de ancho y veinte de alto, con dos columnas en la puerta de entrada, y dos en el medio de la pieza, que corresponden con las dos primeras. Las columnas del centro estaban adornadas de algunos caprichos de estuco, uno de los cuales parecía una cara enmascarada y otro la cabeza de un conejo.
Enteras se hallaban las paredes, pero la techumbre se había desplomado completamente. Los escombros acumulados en el piso eran menos macizos que los que se formaban en otros sitios por las ruinas de un techo de bóveda triangular, y aun de diferentes materiales. Además había en la parte superior de la pared unos agujeros como si hubiesen sido destinados para sostener un techo de vigas; todo lo cual nos indujo a creer que los techos habían sido planos y sostenidos por vigas de madera que se apoyaban en las columnas del centro. Desde esta pieza una puerta de tres pies de ancho, pegada a la muralla del edificio principal, lleva a otra pieza de veinticuatro pies de ancho y nueve de alto, destechada también, y con todas las mismas indicaciones de que el techo había sido plano y sostenido por vigas de madera. La parte posterior del castillo que da sobre el mar se eleva sobre el borde de un alto, áspero y precipitado peñasco, que presenta una magnífica vista del océano y una línea pintoresca de la costa, haciendo visible al castillo mismo desde una gran distancia en la mar. La pared es sólida, y carece de puerta o abertura de ninguna clase, pero ni aun tiene plataforma alguna a su rededor. Por la tarde, cuando el trabajo del día quedaba terminado y nuestros hombres volvían al rancho, nos sentábamos sobre la cornisa de esta pared, y por cierto que nos pesaba mucho de que las puertas de nuestra habitación baja no diesen al mar. La noche produjo, sin embargo, un cambio notable en nuestros sentimientos, porque una tempestad del oriente hubo de levantarse, y la lluvia se azotaba con fuerza contra la pared que daba al mar, tanto que nos vimos obligados a tapar las aspilleras, dándonos el parabién de la sabiduría y previsión de los antiguos constructores.
La oscuridad, el bramido de los vientos, el chasquido de los árboles en la floresta y el choque de las olas irritadas contra el peñasco daban un interés romántico, casi sublime, a nuestra residencia en ese antiguo edificio solitario; pero éramos unos viajeros demasiado vulgares para gozar de esta situación, y de otro lado nos molestaban cruelmente los mosquitos. Todo el primer día nos bastó para despejar el área del frente del castillo, dentro de la cual había varios pequeños edificios, que sin duda se erigieron para servir de altares. Enfrente del pie de la escalinata había una terraza cuadrada, decorada de escalones en sus cuatro lados; pero la plataforma no contenía estructura de ninguna clase y estaba cubierta de una espesa arboleda, a cuya sombra colocó Mr. Catherwood su cámara oscura para preparar sus dibujos; y, al mirarle desde la elevada puerta del castillo, nada había más curioso y bello que su posición, aumentándose el primoroso efecto de aquel espectáculo pintoresco, por la manera con que el operante guardaba una de sus manos en la bolsa a fin de preservarla de las picaduras de los mosquitos, y por su expeditiva previsión de haberse arrollado los pantalones hasta las piernas para evitar que las hormigas y otros insectos le subiesen por aquella vía. Junto a la pieza baja del ala del sur había extensas ruinas, una de las cuales contenía una cámara de cuarenta pies de ancho y diecinueve de altura con cuatro columnas, que seguramente sostenían el techo plano.
En otra pieza, que estaba reducida a escombros y yacía por el suelo, existían los fragmentos de dos tabletas del mismo carácter que las que vimos en Labpak. Sobre el lado del norte, a una distancia como de cuarenta pies del castillo, existe un pequeño edificio aislado en una terraza, y tiene una escalinata de ocho pies de claro con diez o doce escalones destruidos. La plataforma es de veinticuatro pies de frente y dieciocho de profundidad, y el edificio solo comprende una pieza con techo triangular como el del castillo. Sobre la puerta de entrada existe la misma figura curiosa que observamos en Zayí con la cabeza abajo, y los pies y manos extendidos; y a lo largo de la cornisa había otros adornos peculiares bastante curiosos también. Por todo el país escuché frecuentemente la especie de que la fábrica de todas estas ciudades era atribuida a una raza de corcobados que había desaparecido; y por cierto que la insólita pequeñez de las puertas, y la soledad sombría que reinaba en rededor, daba un cierto colorido a esta fantástica creencia. El interior de este edificio consistía en una sola pieza de doce pies de largo sobre siete de ancho con techo de bóveda triangular, y en cada testera había un banco de piedra. Las paredes y el techo estaban dadas de estuco y cubiertas de pinturas, cuyo primitivo carácter u objeto estaba borrado completamente. El día terminó sin que hubiésemos podido avanzar muy lejos de las inmediaciones del castillo; pero el siguiente se hizo memorable por el inesperado descubrimiento de que esta ciudad sumergida en la espesura de una floresta estuvo circunvalada de una muralla, que, habiendo resistido a todos los elementos de destrucción que obraban activamente sobre ella, aún se hallaba en pie y en buen estado de preservación.
Desde el principio de nuestras exploraciones, siempre habíamos oído hablar de murallas de ciudades; pero todo vestigio de ellas había desaparecido o era incierto, y nuestras tentativas para llegar a descubrirlas habían sido hasta allí infructuosas. El joven Molas nos habló de ésta, y por la mañana muy temprano ya estaba en el terreno para conducirnos adonde se hallaba. Nos pusimos en marcha sin mayor esperanza de conseguir ningún resultado decisivo; y, siguiéndole a través de los bosques, de repente nos encontramos enfrente de una maciza estructura de piedra, que corría en ángulos rectos hacia el mar. Siguiendo esta dirección, llegamos a una gran puerta decorada de una garita o atalaya. Salimos por la puerta, y, recorriendo la muralla por la parte exterior, tan pegada a ella cuanto lo permitía la maleza y los árboles, bajamos hasta la orilla del mar. El carácter de esta construcción no podía ser equivocado ni confundido. Era, en el sentido riguroso de la palabra, una muralla de ciudad, la primera que hubiésemos visto e identificado hasta no dejar duda del caso, y que dio un cierto colorido a muchas historias relativa a murallas, que habíamos escuchado por el país, induciéndonos a creer que muchos de los vestigios que habíamos visto eran parte de líneas continuadas de circunvalación. Inmediatamente nos pusimos a verificar una completa pesquisa y, sin interrupción de continuidad, medimos la muralla del uno al otro extremo. La dicha muralla es un paralelogramo limitado por el mar en uno de sus lados, formando el escarpado y alto peñasco una muralla marina de mil y quinientos pies de largo.
Empezamos nuestra medida y reconocimiento sobre el peñasco mismo en el ángulo del S. E. en donde el límite está bastante destruido. Intentamos medirlo a lo largo de su base, pero la espesura de los árboles y escombros nos hicieron muy difícil trazar la línea, y tuvimos que subir a la parte superior. Todavía aquí no era muy fácil el proyecto. Los corpulentos árboles que crecían junto a la muralla echaban por encima de ella sus ramas, y los espinos, las zarzas y enredaderas de toda especie multiplicaban los embarazos, viéndonos a cada paso obligados a cortar el agave americana (maguey), erizado de espinos que nos herían con sus largas y agudas puntas. El sol nos sofocaba con su vehemencia, los mosquitos, las moscas y otra multitud de insectos nos asaltaban; pero, a pesar de todas estas molestias y dificultades, el día que empleamos en la parte superior de esta muralla fue uno de los más interesantes que tuvimos entre las ruinas de Yucatán. La muralla es de bronca construcción, y se compone de enormes y rudas piedras planas mampuestas la una sobre la otra (albarradón) sin mezcla de ninguna especie, y varía desde ocho hasta trece pies de espesor. El lado del sur tiene dos puertas de cinco pies de ancho cada una. A la distancia, como de seiscientos cincuenta pies, la muralla forma otro ángulo recto y corre paralela al mar. En el ángulo mismo, y elevándose como para obtener una vista más extensa, descuella una torre o atalaya a la cual se sube por unos cuantos escalones: es de doce pies en cuadro y tiene dos puertas de entrada: el interior es llano, y contra la pared posterior hay un pequeño altar, en donde tal vez el guardián o vigilante de la atalaya ofrecía sus preces por la preservación de la ciudad; pero este guardián ya no existe allí, los árboles crecen en torno, dentro de las murallas la ciudad está desolada y cubierta de escombros, y fuera de ellas no hay más que una espesa floresta.
Así, pues, esas murallas en que se presentó el orgulloso indio con su arco, flecha y plumero están cubiertas de espinas y abrojos venenosos. La línea del oeste paralela con el mar tiene una sola puerta, en el ángulo hay otra atalaya semejante a la anterior y desde allí corre el muro en línea recta hasta el mar. Todo el circuito es de dos mil ochocientos pies; y el lector puede formarse alguna idea del buen estado de conservación en que se encuentra, por el hecho de que pudimos medirla en toda su extensión, exceptuando aquella parte que confina con el mar, sobre el tope mismo de la muralla. Su plan es simétrico, encierra un área rectangular, y el castillo ocupa la principal posición del centro. Sin embargo, esto no lo descubrimos, en razón de lo cubierto de arboleda que estaba el área, hasta que no trazamos el plano. En el lado norte de la muralla, cerca de la puerta oriental, hay un edificio de treinta y seis pies de frente sobre treinta y cuatro de profundidad, dividido en dos piezas principales, y otras dos más pequeñas, cuyas techumbres han caído del todo. En un ángulo hay un cenote con ciertos vestigios de escalones, que llevan hacia el fondo, y contiene agua salobre. Cerca de allí existía el hueco de una roca, que nos proveyó del agua dulce que necesitábamos. Hacia el ángulo S. O. de la muralla, sobre la pendiente del peñasco, existe un edificio de quince pies de frente y diez de profundidad: el interior es como de siete pies de alto y manifiesta un principio de construcción enteramente nuevo, porque tiene cuatro principales vigas de madera, como de seis pulgadas de diámetro colocadas sobre la parte superior de la pared de una a otra testera de la pieza, y sobre ellas aparecen otras viguetas más pequeñas, como de tres pulgadas de diámetro, y tan juntas entre sí que casi se tocan.
Sobre estas viguetas atravesadas hay una capa espesa de mezcla y gruesos guijarros que se puso húmeda, pero que hoy forma una costra sólida de los mismos materiales que habíamos visto en las ruinas en los techos de otras habitaciones. Contra la pared posterior había un altar con una tosca piedra triangular encima, que parecía haberse usado en tiempos no muy remotos. De cada lado de la puerta había unas grandes conchas marinas fijadas en la pared para servir de quicios. Éstos fueron todos los edificios a donde nos condujo el joven Molas, añadiendo que no había otros dentro del área de las murallas, pero que en la parte exterior existían otros muchos vestigios; y nuestra opinión era que las tales murallas sólo encerraban los principales edificios, acaso los sagrados únicamente; y que debían existir ruinas a gran distancia de dicha muralla; pero con el auxilio de sólo el joven Molas y de un marinero único de cuyo servicio podía dispensarse el patrón nos consideramos en incapacidad absoluta de intentar toda exploración ulterior. Por otra parte, la ocupación que hicimos de esta ciudad amurallada era demasiado molesta para pensar en permanecer en ella por mayor tiempo. Una turba de fieros usurpadores, que estaban antes en tranquila posesión, se determinaron a lanzarnos de allí; y después de los ásperos trabajos del día no podíamos descansar de noche. Hay unos ciertos versos que dicen: "Jamás hubo filósofo que sufriese con paciencia un dolor de muela".
Y yo pudiera decir que un filósofo hallaría peor que el dolor de muelas la plaga de mosquitos que sufrimos en Tuluum. Conservamos el puesto contra ellos por dos noches seguidas; pero a la tercera, uno en pos del otro fuimos sacando las hamacas a la plataforma delante de la puerta. La luna brillaba magníficamente iluminando la oscuridad de la floresta y dibujando una larga línea plateada sobre el mar. Por espacio de algún tiempo pudimos vencer la necesidad del sueño; pero al fin venció éste y caímos tendidos a lo largo en el suelo. La embestida fue terrible todavía: volvimos a nuestras hamacas, pero no hallando consuelo las abandonamos de nuevo, y encendimos una grande hoguera, junto a la cual nos sentamos hasta amanecer. Agravaba nuestra molestia al contemplar de frente la luna, cuya expresión eran tan suave y tranquila. Un zumbido salvaje estaba continuamente amonestándonos en el oído a fin de que dejásemos aquel sitio, y por cierto que ya no pensábamos en otra cosa que en abandonarlo.
Al apuntar el día, Bernardo se puso en marcha a lo largo de la costa, y poco después le seguimos Albino y yo. Habiendo salvado la punta que nos ocultó el día antes la vista de la canoa, nos encontramos con una costa asperísima, pues que no era más que una roca viva, que apenas se levantaba unos pies del nivel del mar, azotada constantemente por las olas embravecidas a tal punto, que había venido a quedar porosa y llena de agujeros, presentando un filo como el de las puntas de hierro oxidado. Todavía las olas se azotaban con fuerza contra esta ribera formando gruesos remolinos en los intersticios, y presentando a la imaginación la terrible pintura del destino que podía tocar a los infelices navegantes que se hubiesen estrellado contra estas rocas, sobre las cuales se veían los restos dispersos de algún buque naufragado. Después de estar andando dos horas, comencé a convencerme de que la canoa había sufrido el choque de la tormenta, y mis aprensiones subieron de punto cuando a larga distancia vi venir a Bernardo con una pequeña pirámide en la cabeza de provisiones y cazuelas. Se había encontrado con uno de los marineros que venía en socorro nuestro, le había aliviado de la carga, y estaba entonces de vuelta. Proseguimos la marcha, y después de tres horas de trabajos llegamos por fin a la caleta en que se había guarecido la canoa. Consistía ese abrigo en una imponente, profunda y estrecha abertura practicada en la roca, como de cincuenta pies de ancho, hendida en tajo perpendicular, y que llevaba a un remanso de agua que, mientras que las olas se azotaban estrepitosamente en la parte exterior, presentaba en su interior la apariencia de un estanque.
En el fondo de éste se hallaba la canoa, que aproximándose fue a donde yo estaba para tomarme a bordo. Según el sincero y nada afectado relato del patrón, su entrada en la caleta debió de haber sido verdaderamente sublime. La noche había sobrevenido y creía haberse extraviado, cuando a la luz de un relámpago descubrió el estrecho pasadizo que llevaba a la caleta y gobernó de manera su vieja canoa, que pudo hacerla penetrar en él. Al verificar el tránsito, la embarcación chocó contra una roca oculta en las aguas, un hombre se le cayó al mar, recogíalo a la súbita luz de otro relámpago, y un momento después ya estaba en perfecta seguridad. La caleta se hallaba rodeada y oculta entre árboles corpulentos, había en ella veinte pies de fondo y estaba tan clara el agua, que se veía distintamente el lecho. De una extremidad corría un riachuelo: y, si se ha de creer al patrón, este riachuelo era navegable hasta lo interior de la isla en donde se convertiría en un lago. Después de poner a secarse las velas, el equipaje, los pájaros del doctor Cabot y mi ejemplar de Cogolludo, y después de comer algunos huevos de tortuga ligeramente cocidos al rescoldo, emprendí mi regreso al rancho recogiendo en el tránsito una multitud de conchas. Desde que llegamos a la costa, todos nuestros momentos de ocio se empleaban en esta agradable ocupación. Regularmente después de escudriñar la costa volvíamos a ella a las pocas horas y hallábamos nuevas conchas, hermosas y acabadas de salir del mar.
Raras veces se me había visto tan cansado como cuando llegué a la cabaña. A la mitad del tercer día se presentó de nuevo la canoa a nuestra vista descabezando la punta, y a poco rato después se hallaba en su antiguo anclaje. El viento era todavía tan fuerte que el patrón tenía miedo de permanecer. Llenamos de prisa nuestros cascos de agua, y al cabo de una hora estábamos a bordo, dejando tan solitaria cual la encontramos a la antes populosa isla de Cozumel. Un gavilán que veía marchar en compañía nuestra a su pareja era el único ser viviente que contemplase con tristeza nuestra partida; y, sin embargo, no hubo en nuestro viaje un sitio que dejásemos con más pesar. Desde el punto en que dejamos la isla, la costa opuesta de Yucatán es visible apenas; y, según nuestras propias observaciones y las noticias que nos fueron dadas, es el único punto desde el cual puede verse la dicha costa; de lo cual puede inferirse casi incuestionablemente que desde allí hizo rumbo Grijalva para Yucatán. El viento era severo, la mar brava, y un rápida corriente nos iba empujando hacia la punta del cabo Catoche. Como una hora antes de oscurecer pudimos salvar la corriente llevando a un largo la costa: pasando por ella vimos tres pequeños edificios cuadrados, bien conservados al parecer; pero la mar estaba tan áspera, que no nos fue posible desembarcar para examinarlos. El relato de la expedición de Grijalva contiene el siguiente pasaje. "Después de dejar la isla de Cozumel, vimos tres grandes pueblos, separados a dos millas de distancia el uno del otro, y contenían muchas casas de piedra con altas torres y cubiertas de paja".
Esta parte de la costa debía ser necesariamente aquélla en que estaban los dichos pueblos. Todo está cubierto ahora de una espesa floresta; pero no es absurdo suponer que los edificios de piedra visibles todavía en la orilla del mar son la señal cierta de que existen en el interior poblaciones arruinadas. Seguimos camino hasta anochecer y fuimos a echar el ancla bajo una punta saliente y detrás de un arrecife de rocas. A la lengua del agua había un enrejado para tortugas, y, en la costa, la choza abandonada de un pescador. Al amanecer del día siguiente hicímonos de nuevo a la vela. Pasamos otros edificios de piedra; mas, como la costa era tan rocallosa, temimos aventurar la existencia de nuestra preciosa canoa, y por tanto no fuimos a tierra. Por otra parte, en la punta extrema estaba el castillo de Tuluum, hacia el cual nos dirigíamos y teníamos interés en examinar. A las doce del día descabezamos la punta, y fuimos a dar sobre una amplia y espaciosa playa de arena, que formaba una bahía, en cuyo fondo existían unas cuantas chozas pequeñas, que formaban el rancho de Tancah. La entrada era difícil porque estaba bordada de rocas y arrecifes ocultos. Dos mujeres estaban a la puerta de una de las cabañas, y, a excepción del viejo pescador, éstas eran las únicas personas vivientes que hubiésemos visto en toda esta costa desolada. Ése era el punto a donde esperábamos llegar por tierra partiendo directamente de Chemax. Ya verá el lector las vueltas que tuvimos que dar para alcanzar ese punto; pero desde la primera ojeada quedamos satisfechos de nuestra buena fortuna por no haber emprendido semejante viaje, pues vimos desde luego el esqueleto de la embarcación que oímos decir se estaba construyendo, y es probable que hasta hoy no se hubiese terminado la obra.
Nos hubiera sido imposible conseguir una canoa, y por lo mismo hubiéramos tenido que regresar por el propio camino. Al momento que arrojamos nuestra ancla, o piedra, nos metimos en el agua para dirigirnos a tierra. El sol era extremadamente abrasador y la arena estaba ardiente. Enfrente de la cabaña principal y sobre la embarcación que se estaba construyendo había una enramada,para guarecer al carpintero que de cuando en cuando solía ir a trabajar allí. Próxima a esta cabaña había otra arruinada que hicimos limpiar, y por la tercera vez nos encontramos habitando en una casa erigida por Molas. Al dejar la isla de Cozumel, éste fue el único punto de esa desolada costa en la cual se hubiese atrevido a detenerse,.Por cierto que era una situación que también convenía a su vida de proscripto; y no teniendo nada que temer de una persecución del interior, su energía e industria no le abandonaron. Volvió a cultivar sus milpas y a parar la quilla de otro buque, precisamente el mismo que vimos sin concluir; pero, viéndose que ya envejecía, que se hallaba olvidado y además afligido de una enfermedad, se determinó a ir a Chemax; y al regresar de ese pueblo acompañado de un solo indio, según he indicado ya, murió en el camino a distancia de ocho leguas de Tancah, muriendo, según se expresaba el que nos había dado la noticia, como un perro sin auxilios temporales ni espirituales. Tanto habíamos oído de Molas, de la larga serie de calamidades que había sufrido y de la dura retribución que había caído sobre su cabeza; tanto habíamos visto de su inquebrantable energía, que a despecho de la violencia y crímenes que se le imputaban nuestras simpatías no pudieron menos de excitarse vivamente.
Y, como después recibimos informes de otras fuentes que expresaban enérgicamente la opinión de que aquel desventurado había sido víctima de una inicua e incesante persecución, yo quiero echar un velo sobre su historia. Apenas hacía un año de su muerte, y sus dos hijos estaban ya en posesión del rancho: ambos jóvenes nos hicieron una visita al momento de nuestra llegada. Cuando el viejo murió, el indio dejó su cadáver en el camino y vino a dar la noticia al rancho, desde el cual partieron estos dos jóvenes para enterrarlo en el mismo sitio. Después volvieron allí otra vez, lo exhumaron y, colocándolo en una caja, lo trajeron al rancho, se embarcaron con él en una canoa para San Fernando, en donde vivían algunos de sus parientes. Durante la navegación sobrevino una tempestad y el cadáver cayó el agua. Tal fue el destino del infortunado Molas, según nos decía quien nos daba el informe. Decíase que el hijo mayor se hallaba complicado en los crímenes atribuidos a su padre, y que estaba sometido a la misma proscripción: había perdido enteramente el uso de un ojo, y el otro giraba débilmente y sin brillo en una órbita acuosa. Probablemente a esta hora estará ciego del todo. Nuestras primeras investigaciones tuvieron por objeto las ruinas. Una estrecha vereda guía a una milpa en la cual existen numerosos restos de edificios antiguos colocados en terrazas, pero pequeños todos y destruidos. Esos edificios estuvieron erigidos antiguamente en plena vista del mar, mientras que hoy navega el extranjero a lo largo de las costas sin saber que entre los árboles yacen sepultadas las ruinas de una primitiva población indígena.
Por la tarde nos dirigimos a las ruinas de Tuluum, a distancia de una legua sobre la costa, viéndose perfectamente el castillo sobre un peñasco escarpado. Por espacio de milla y media anduvimos a lo largo de la orilla del mar. La playa era arenosa y en algunas partes tan suelta y movible que nos sumíamos hasta las piernas, de manera que nos fue preciso para hallar consuelo despojarnos de zapatos y medias y caminar a la lengua del agua. A la extremidad de la playa destacábase un alto promontorio rocalloso, que se extendía hasta dentro del mar, impidiendo con eso el paso a lo largo de la orilla. Subimos este promontorio continuando por toda la extensión del peñasco, que se inclinaba del lado del mar, formando en algunas partes una pared perpendicular; y a nuestra derecha se elevaban grandes masas de roca, que impedían del todo la vista del castillo. Al cabo de media hora, llegamos inesperadamente a un edificio bajo que en la apariencia era algún altar o adoratorio; y subiendo a la parte superior, el castillo volvió a presentarse a nuestra vista. Siguiendo adelante por el peñasco, éste comenzó a ser más áspero, rudo y escabroso, trayéndonos a la memoria aquellos sitios en que se reunían los hechiceros en las montañas de Hartz, tales cuales los describe Goethe en su Fausto; y en medio de esta aridez, en algunas cavidades de la peña, se veían algunos grupos de una especie de palmero llamado en el país xiké, cubriendo la superficie del peñasco. Con mucho trabajo alcanzamos otro pequeño edificio, desde cuya parte superior volvimos a ver el castillo, pero con una enorme hendedura por delante que parecía quitar toda esperanza a un libre acceso.
Entretanto, ya era demasiado tarde, y temerosos de que nos cerrase la noche completamente en medio de aquel áspero breñal determinamos retroceder. Cuando alcanzamos la orilla del mar, ya era de noche: la arenosa playa era ahora una especie de alivio, y a una hora avanzada de la noche llegamos a nuestra cabaña convencidos, de que una frecuente repetición de este paseo no sería útil ni agradable; y de que para trabajar con prontitud y provecho era de todo punto indispensable que otra vez volviésemos a plantar nuestros reales y alojarnos dentro de las mismas ruinas. A la mañana siguiente nos pusimos en marcha con aquel objeto escoltados por el más joven de los Molas, muchacho como de unos veinte años, y que miraba nuestro arribo como uno de los mayores acontecimientos que jamás hubieran ocurrido en Tancah, y, antes de que llegásemos a la extremidad de la playa, ya esperaba que viajaría en compañía nuestra. Después de subir el peñasco y pasar los dos pequeños edificios que habíamos visto el día precedente bajamos por la parte posterior del último a la cabeza de la hendedura, que parecía apartarnos del objeto principal de nuestra visita. Subiendo todavía a la otra extremidad de la barranca, entramos en una sombría floresta y, pasando un edificio a la izquierda, y otras "paredes viajes" cuyos restos se veían a través de los árboles, alcanzamos por fin la gran escalinata del castillo. Los escalones, la plataforma del edificio y toda el área del frente estaban cubiertos de una arboleda grande y espesa, principalmente de ramón, cuyo follaje verde oscuro y frondoso, juntamente con los misteriosos edificios que había en derredor, daba al sitio la apariencia de un bosque consagrado al culto druídico.
Molas y nuestros marineros abrieron una vereda hasta los escalones, y, llevando a cuestas sus cargas respectivas, al cabo de una hora nos encontramos instalados en el castillo. Habíamos emprendido nuestra visita a este sitio en la más absoluta incertidumbre de lo que allí podríamos hallar. Muchos obstáculos y dificultades se habían acumulado sobre nosotros; pero, ya una vez en el castillo, nos encontrábamos indemnizados de todos nuestros trabajos. Estábamos en medio de la escena más agreste y salvaje que hubiésemos encontrado en Yucatán, y, además del profundo y vivo interés de las ruinas mismas, estábamos rodeados de lo que en otros lugares habíamos echado de menos: la magnificencia de la naturaleza. Al despejar la plataforma del frente, descubrimos una inmensa floresta; andando alrededor de las paredes, descubrimos un océano sin límites, y, en lo profundo del agua clara que bañaba la falda del peñasco, vimos con toda claridad un enorme pez de ocho o diez pies de largo. Ninguna pintura o descripción puede dar una idea verdadera de la solemnidad de la viva cubierta vegetal que cubría estas ruinas, o de la impresión que causó sobre nosotros el primer ruido del hacha que perturbó la lóbrega y sombría desolación y quietud que reinaba en torno. El edificio del castillo con inclusión de sus dos alas mide en su base cien pies de largo. La gran escalinata es de treinta pies de largo, y de veinte y cuatro escalones, mientras que una sólida balaustrada de cada lado, que todavía se conserva muy bien, le daba un extraordinario carácter imponente.
En la puerta principal hay dos columnas, con las que se forman tres entradas con nichos cuadrangulares en la parte superior, todos los cuales contuvieron antiguamente algunos adornos y todavía en el del centro existen los fragmentos de una estatua. El interior está dividido en dos corredores de veintiséis pies cada uno: el del frente tiene seis pies y seis pulgadas de ancho y en cada extremidad se ve un banco de piedra. En las paredes interiores volvimos a hallar los misteriosos vestigios de la mano roja. Una sola puerta guía al corredor posterior, que es de nueve pies de ancho y tiene una banca de piedra, que se extiende a lo largo de la parte inferior de la pared. En cada uno de los lados de la puerta hay anillos de piedra, que se pusieron sin duda para sostener la puerta; y en la pared posterior hay aspilleras oblongas a cuyo través penetran las brisas del mar. Las dos piezas tenían techumbres triangulares, y ambas nos venían perfectamente para el arreglo que nos importaba como habitadores del edificio. Mucho más bajas que el cuerpo principal son las dos alas laterales. Cada una consta de dos cuerpos, y el inferior se halla en una plataforma baja, del cual salen algunos escalones que llevan al superior. Éste consiste en dos piezas de las cuales la del frente es de veinticuatro pies de ancho y veinte de alto, con dos columnas en la puerta de entrada, y dos en el medio de la pieza, que corresponden con las dos primeras. Las columnas del centro estaban adornadas de algunos caprichos de estuco, uno de los cuales parecía una cara enmascarada y otro la cabeza de un conejo.
Enteras se hallaban las paredes, pero la techumbre se había desplomado completamente. Los escombros acumulados en el piso eran menos macizos que los que se formaban en otros sitios por las ruinas de un techo de bóveda triangular, y aun de diferentes materiales. Además había en la parte superior de la pared unos agujeros como si hubiesen sido destinados para sostener un techo de vigas; todo lo cual nos indujo a creer que los techos habían sido planos y sostenidos por vigas de madera que se apoyaban en las columnas del centro. Desde esta pieza una puerta de tres pies de ancho, pegada a la muralla del edificio principal, lleva a otra pieza de veinticuatro pies de ancho y nueve de alto, destechada también, y con todas las mismas indicaciones de que el techo había sido plano y sostenido por vigas de madera. La parte posterior del castillo que da sobre el mar se eleva sobre el borde de un alto, áspero y precipitado peñasco, que presenta una magnífica vista del océano y una línea pintoresca de la costa, haciendo visible al castillo mismo desde una gran distancia en la mar. La pared es sólida, y carece de puerta o abertura de ninguna clase, pero ni aun tiene plataforma alguna a su rededor. Por la tarde, cuando el trabajo del día quedaba terminado y nuestros hombres volvían al rancho, nos sentábamos sobre la cornisa de esta pared, y por cierto que nos pesaba mucho de que las puertas de nuestra habitación baja no diesen al mar. La noche produjo, sin embargo, un cambio notable en nuestros sentimientos, porque una tempestad del oriente hubo de levantarse, y la lluvia se azotaba con fuerza contra la pared que daba al mar, tanto que nos vimos obligados a tapar las aspilleras, dándonos el parabién de la sabiduría y previsión de los antiguos constructores.
La oscuridad, el bramido de los vientos, el chasquido de los árboles en la floresta y el choque de las olas irritadas contra el peñasco daban un interés romántico, casi sublime, a nuestra residencia en ese antiguo edificio solitario; pero éramos unos viajeros demasiado vulgares para gozar de esta situación, y de otro lado nos molestaban cruelmente los mosquitos. Todo el primer día nos bastó para despejar el área del frente del castillo, dentro de la cual había varios pequeños edificios, que sin duda se erigieron para servir de altares. Enfrente del pie de la escalinata había una terraza cuadrada, decorada de escalones en sus cuatro lados; pero la plataforma no contenía estructura de ninguna clase y estaba cubierta de una espesa arboleda, a cuya sombra colocó Mr. Catherwood su cámara oscura para preparar sus dibujos; y, al mirarle desde la elevada puerta del castillo, nada había más curioso y bello que su posición, aumentándose el primoroso efecto de aquel espectáculo pintoresco, por la manera con que el operante guardaba una de sus manos en la bolsa a fin de preservarla de las picaduras de los mosquitos, y por su expeditiva previsión de haberse arrollado los pantalones hasta las piernas para evitar que las hormigas y otros insectos le subiesen por aquella vía. Junto a la pieza baja del ala del sur había extensas ruinas, una de las cuales contenía una cámara de cuarenta pies de ancho y diecinueve de altura con cuatro columnas, que seguramente sostenían el techo plano.
En otra pieza, que estaba reducida a escombros y yacía por el suelo, existían los fragmentos de dos tabletas del mismo carácter que las que vimos en Labpak. Sobre el lado del norte, a una distancia como de cuarenta pies del castillo, existe un pequeño edificio aislado en una terraza, y tiene una escalinata de ocho pies de claro con diez o doce escalones destruidos. La plataforma es de veinticuatro pies de frente y dieciocho de profundidad, y el edificio solo comprende una pieza con techo triangular como el del castillo. Sobre la puerta de entrada existe la misma figura curiosa que observamos en Zayí con la cabeza abajo, y los pies y manos extendidos; y a lo largo de la cornisa había otros adornos peculiares bastante curiosos también. Por todo el país escuché frecuentemente la especie de que la fábrica de todas estas ciudades era atribuida a una raza de corcobados que había desaparecido; y por cierto que la insólita pequeñez de las puertas, y la soledad sombría que reinaba en rededor, daba un cierto colorido a esta fantástica creencia. El interior de este edificio consistía en una sola pieza de doce pies de largo sobre siete de ancho con techo de bóveda triangular, y en cada testera había un banco de piedra. Las paredes y el techo estaban dadas de estuco y cubiertas de pinturas, cuyo primitivo carácter u objeto estaba borrado completamente. El día terminó sin que hubiésemos podido avanzar muy lejos de las inmediaciones del castillo; pero el siguiente se hizo memorable por el inesperado descubrimiento de que esta ciudad sumergida en la espesura de una floresta estuvo circunvalada de una muralla, que, habiendo resistido a todos los elementos de destrucción que obraban activamente sobre ella, aún se hallaba en pie y en buen estado de preservación.
Desde el principio de nuestras exploraciones, siempre habíamos oído hablar de murallas de ciudades; pero todo vestigio de ellas había desaparecido o era incierto, y nuestras tentativas para llegar a descubrirlas habían sido hasta allí infructuosas. El joven Molas nos habló de ésta, y por la mañana muy temprano ya estaba en el terreno para conducirnos adonde se hallaba. Nos pusimos en marcha sin mayor esperanza de conseguir ningún resultado decisivo; y, siguiéndole a través de los bosques, de repente nos encontramos enfrente de una maciza estructura de piedra, que corría en ángulos rectos hacia el mar. Siguiendo esta dirección, llegamos a una gran puerta decorada de una garita o atalaya. Salimos por la puerta, y, recorriendo la muralla por la parte exterior, tan pegada a ella cuanto lo permitía la maleza y los árboles, bajamos hasta la orilla del mar. El carácter de esta construcción no podía ser equivocado ni confundido. Era, en el sentido riguroso de la palabra, una muralla de ciudad, la primera que hubiésemos visto e identificado hasta no dejar duda del caso, y que dio un cierto colorido a muchas historias relativa a murallas, que habíamos escuchado por el país, induciéndonos a creer que muchos de los vestigios que habíamos visto eran parte de líneas continuadas de circunvalación. Inmediatamente nos pusimos a verificar una completa pesquisa y, sin interrupción de continuidad, medimos la muralla del uno al otro extremo. La dicha muralla es un paralelogramo limitado por el mar en uno de sus lados, formando el escarpado y alto peñasco una muralla marina de mil y quinientos pies de largo.
Empezamos nuestra medida y reconocimiento sobre el peñasco mismo en el ángulo del S. E. en donde el límite está bastante destruido. Intentamos medirlo a lo largo de su base, pero la espesura de los árboles y escombros nos hicieron muy difícil trazar la línea, y tuvimos que subir a la parte superior. Todavía aquí no era muy fácil el proyecto. Los corpulentos árboles que crecían junto a la muralla echaban por encima de ella sus ramas, y los espinos, las zarzas y enredaderas de toda especie multiplicaban los embarazos, viéndonos a cada paso obligados a cortar el agave americana (maguey), erizado de espinos que nos herían con sus largas y agudas puntas. El sol nos sofocaba con su vehemencia, los mosquitos, las moscas y otra multitud de insectos nos asaltaban; pero, a pesar de todas estas molestias y dificultades, el día que empleamos en la parte superior de esta muralla fue uno de los más interesantes que tuvimos entre las ruinas de Yucatán. La muralla es de bronca construcción, y se compone de enormes y rudas piedras planas mampuestas la una sobre la otra (albarradón) sin mezcla de ninguna especie, y varía desde ocho hasta trece pies de espesor. El lado del sur tiene dos puertas de cinco pies de ancho cada una. A la distancia, como de seiscientos cincuenta pies, la muralla forma otro ángulo recto y corre paralela al mar. En el ángulo mismo, y elevándose como para obtener una vista más extensa, descuella una torre o atalaya a la cual se sube por unos cuantos escalones: es de doce pies en cuadro y tiene dos puertas de entrada: el interior es llano, y contra la pared posterior hay un pequeño altar, en donde tal vez el guardián o vigilante de la atalaya ofrecía sus preces por la preservación de la ciudad; pero este guardián ya no existe allí, los árboles crecen en torno, dentro de las murallas la ciudad está desolada y cubierta de escombros, y fuera de ellas no hay más que una espesa floresta.
Así, pues, esas murallas en que se presentó el orgulloso indio con su arco, flecha y plumero están cubiertas de espinas y abrojos venenosos. La línea del oeste paralela con el mar tiene una sola puerta, en el ángulo hay otra atalaya semejante a la anterior y desde allí corre el muro en línea recta hasta el mar. Todo el circuito es de dos mil ochocientos pies; y el lector puede formarse alguna idea del buen estado de conservación en que se encuentra, por el hecho de que pudimos medirla en toda su extensión, exceptuando aquella parte que confina con el mar, sobre el tope mismo de la muralla. Su plan es simétrico, encierra un área rectangular, y el castillo ocupa la principal posición del centro. Sin embargo, esto no lo descubrimos, en razón de lo cubierto de arboleda que estaba el área, hasta que no trazamos el plano. En el lado norte de la muralla, cerca de la puerta oriental, hay un edificio de treinta y seis pies de frente sobre treinta y cuatro de profundidad, dividido en dos piezas principales, y otras dos más pequeñas, cuyas techumbres han caído del todo. En un ángulo hay un cenote con ciertos vestigios de escalones, que llevan hacia el fondo, y contiene agua salobre. Cerca de allí existía el hueco de una roca, que nos proveyó del agua dulce que necesitábamos. Hacia el ángulo S. O. de la muralla, sobre la pendiente del peñasco, existe un edificio de quince pies de frente y diez de profundidad: el interior es como de siete pies de alto y manifiesta un principio de construcción enteramente nuevo, porque tiene cuatro principales vigas de madera, como de seis pulgadas de diámetro colocadas sobre la parte superior de la pared de una a otra testera de la pieza, y sobre ellas aparecen otras viguetas más pequeñas, como de tres pulgadas de diámetro, y tan juntas entre sí que casi se tocan.
Sobre estas viguetas atravesadas hay una capa espesa de mezcla y gruesos guijarros que se puso húmeda, pero que hoy forma una costra sólida de los mismos materiales que habíamos visto en las ruinas en los techos de otras habitaciones. Contra la pared posterior había un altar con una tosca piedra triangular encima, que parecía haberse usado en tiempos no muy remotos. De cada lado de la puerta había unas grandes conchas marinas fijadas en la pared para servir de quicios. Éstos fueron todos los edificios a donde nos condujo el joven Molas, añadiendo que no había otros dentro del área de las murallas, pero que en la parte exterior existían otros muchos vestigios; y nuestra opinión era que las tales murallas sólo encerraban los principales edificios, acaso los sagrados únicamente; y que debían existir ruinas a gran distancia de dicha muralla; pero con el auxilio de sólo el joven Molas y de un marinero único de cuyo servicio podía dispensarse el patrón nos consideramos en incapacidad absoluta de intentar toda exploración ulterior. Por otra parte, la ocupación que hicimos de esta ciudad amurallada era demasiado molesta para pensar en permanecer en ella por mayor tiempo. Una turba de fieros usurpadores, que estaban antes en tranquila posesión, se determinaron a lanzarnos de allí; y después de los ásperos trabajos del día no podíamos descansar de noche. Hay unos ciertos versos que dicen: "Jamás hubo filósofo que sufriese con paciencia un dolor de muela".
Y yo pudiera decir que un filósofo hallaría peor que el dolor de muelas la plaga de mosquitos que sufrimos en Tuluum. Conservamos el puesto contra ellos por dos noches seguidas; pero a la tercera, uno en pos del otro fuimos sacando las hamacas a la plataforma delante de la puerta. La luna brillaba magníficamente iluminando la oscuridad de la floresta y dibujando una larga línea plateada sobre el mar. Por espacio de algún tiempo pudimos vencer la necesidad del sueño; pero al fin venció éste y caímos tendidos a lo largo en el suelo. La embestida fue terrible todavía: volvimos a nuestras hamacas, pero no hallando consuelo las abandonamos de nuevo, y encendimos una grande hoguera, junto a la cual nos sentamos hasta amanecer. Agravaba nuestra molestia al contemplar de frente la luna, cuya expresión eran tan suave y tranquila. Un zumbido salvaje estaba continuamente amonestándonos en el oído a fin de que dejásemos aquel sitio, y por cierto que ya no pensábamos en otra cosa que en abandonarlo.