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Sobre el amerindio Los conocimientos históricos de Juan Rodríguez Freyle son, como ya dije páginas atrás, más bien escasos, y por ello no se le puede calificar de historiador ni, en consecuencia, llamar Historia a su obra. Esto no quiere decir, sin embargo, que desconociese totalmente lo escrito y publicado antes sobre determinados temas. Así, por ejemplo, el relativo al origen de la población prehispánica de América. En este punto, nuestro autor se hace eco de algunas teorías anteriores --¿conoció la obra del padre Acosta, o la de fray Gregorio García?-- y se inclina, aunque con ducas, hacia la tesis del origen judaico de la humanidad amerindia. En todo lo que he visto y leído --escribe-- no hallo quien diga acertivamente de dónde vienen o descienden estas naciones de Indias. Algunos dijeron que descendían de fenicios y cartagineses; otros que descienden de aquella tribu que se perdió. Estos parece que llevan algún camino, porque vienen con aquella profecía del patriarca en su hijo Isacar48, respecto que estas naciones, las más de ellas, sirven de juramento de carga (cap. VII). Esta última afirmación anticipa el concepto negativo que el autor tenía acerca del amerindio de su tiempo; opinión que constituye una muestra más del desprecio del criollo hacia el indio, que aparece ya en no pocos textos a principios del siglo XVII y que relega a aquél a simple instrumento de trabajo o a objeto de estudio antropológico y etnográfico. Así, Rodríguez Freyle escribe: He querido decir todo esto para que se entienda que los indios no hay maldades que no intenten, y matan a los hombres por roballos.

En el pueblo de Pasca, mataron a uno para roballe la hacienda, y después de muerto pusieron fuego al bohío, donde dormía, y dijeron que se había quemado. Autos se han hecho sobre esto, que no se han podido substanciar; y sin esto, otras muertes y casos que han hecho. Dígolo para que no se descuiden con ellos (cap. XVI). "Contra esto y aquello". Si utilizo aquí la conocida expresión unamuniana, no es, ciertamente, para dar a entender que el autor de El carnero dedique su obra a atacar a diestro y siniestro todo lo que le rodeaba y aun parte de lo que le había precedido. Pero sí hay en el libro algunas embestidas contra determinados aspectos de la realidad circundante y contra uno muy concreto del pasado neogranadino. Este último se refiere a la figura de don Gonzalo Jiménez de Quesada, a quien Rodríguez Freyle reprocha el no haber escrito ni encargar a nadie la narración de su gesta y de su posterior acción en el Nuevo Reino. Dije --leo en el texto-- que tenía descuidos, y no fue el menor, siendo letrado, no escribir oponer quien escribiese las cosas de su tiempo; a los demás sus compañeros y capitanes no culpo, porque había hombres entre ellos, que los cabildos que hacían los firmaban con el hierro que herraban las vacas (cap. VII). Pero las críticas negativas más directas y duras de nuestro autor van dirigidas contra la encomienda y la codicia y corrupción de encomenderos, funcionarios y autoridades, así como contra la saca de oro de Nueva Granada y el sistemático envío a España de ese metal precioso.

Ya Miguel Aguilera señaló el tema con toda claridad y no sin cierta exageración. Sin piedad --escribe-- cargó contra el exceso de poder, de presidentes, oidores, fiscales y visitadores. Censuró con energía la avidez de los encomenderos y la crueldad inhumana con que demandaban de los indios el tributo. Condenó la bastardía de los fueros que invocaban los hombres de influjo contra inocentes y desvalidos. Aplaudió la conducta de los magistrados que pugnaban por arrancar de cuajo la delincuencia, la desidia y la mala fe. Mientras la indolencia de la autoridad se traducía en impunidad o indiferencia, él aplaudía el reigor tremendo de Pérez de Salazar y solicitaba para su memoria un tributo de reconocimiento49. Los ataques de Rodríguez Freyle contra la encomienda se reducen, sin embargo, a esto: Cudicia de ser encomendero despeñó al Juan de Leiva, que no sabía, ni todos saben, la peste que trae consigo esta encomienda, que como es sudor ajeno, clama al cielo. Este asunto lleva al autor a lanzar una breve invectiva contra la codicia: ¡Maldita seas, cudicia, esponja y arpía hambrienta, lazo a donde muchos buenos han caído, y despeñado a donde han sucedido millones de desdichas! Naciste en el infierno y en él te criaste, y agora vives entre los hombres, donde traes por gala, tinta en sangre, la ropa que vistes; y por cadena al cuello, traes ya el engaño, tu pariente, eslabonado de víboras y basiliscos, y por tizón pendiente en ella al demonio, tu padre; el cual te trae por calles y plazas y tribunales, salas y palacios reales, y no reservas los humildes pajizos de los pobres, porque tú eres el sembrador de sus cosechas.

¡Maldita seas, cudicia, y para siempre seas maldita! (cap. XIX). Pero es evidente que la crítica más acerba de Rodríguez Freyle se dirige contra la corrupción de algunos funcionarios y contra el envío de oro a España. En este aspecto, escribe el autor que hacia 1591, el doctor Antonio González, del Real y Supremo Consejo de indias, fue a Nueva Granada como Presidente de la Audiencia, y dice que aquel tiempo fue llamado el Siglo de Oro de aquel reino. Llamóse a este tiempo --escribe-- el siglo dorado, que aunque es verdad que en el hubo los bullicios y revueltas de las Audiencias y visitadores, esto no topaba con los naturales ni con todo lo común. Singulares personas padecían este daño, y todos aquellos que querían tener prenda en él; por manera que el trato y comercio se estaba en su punto, la tierra rica de oro, que de ello se llevaba en aquellas ocasiones harto a Castilla. En este sentido, el autor aporta su testimonio personal y dirige sus ataques a los funcionarios corruptos y al sistema, responsables del empobrecimiento del reino. A sólo --dice-- el visitador Juan Prieto de Orellana le probaron sus contrarios que había llevado de los cohechos ciento y cincuenta mil pesos de buen oro, pues algo le importaría el salario legítimo, pues el secretario de la visita y los demás oficiales algo llevarían. Y agrega: En esta misma ocasión, me hallé en Cartagena ciudad a la que el capítulo I llama "escala de todos reinos" y "la piedra imán que atrae a sí todo lo demás", a donde nos habíamos ido a embarcar; y habiendo ido a la Capitana a ver a dónde se le repartía camarote al licenciado Alonso Pérez de Salazar .

... Pues este día estaban sobre cubierta catorce cajones de oro, de a cuatro arrobas, de Juan Rodríguez Cano, que en aquella ocasión se fue a España; y asimismo estaban sobre cubierta siete pozuelos de papeles de la visita de Monzón y Prieto de Orellana, y le oí decir al secretario Pedro de Mármol, que lo había sido de ambos visitadores, aquestas razones hablando con los que allí estaban: "Aquí están estos siete pozuelos de papeles y allí están catorce cajones de oro; pues más han costado estos papeles que lo que va allí de oro". Pues qué llevarían los demás mercaderes que en aquella ocasión fueron a emplear y otros particulares que se volvían a Castilla a sus casas. Pues todo este dinero iba de este Reino. Naturalmente, la conclusión es clara: He dicho esto, porque dije que aquella sazón era el siglo dorado de este Reino. Pues ¿quién lo ha empobrecido? Yo lo diré, si acertare, a su tiempo; pues aquel dinero ya se fue a España, que no ha de volver acá. Pues ¿qué le queda a esta tierra para llamarla rica? Quédanle diez y siete o veinte reales de minas ricas, que todos ellos vienen a fundir a esta real caja; y ¿qué se le paga a esta tierra de eso? Tercio, mitad y octavo, porque lo llevan empleado en los géneros que hay en ella, hoy que son necesarios en aquellos reales de minas; y juntamente con esto, tenían aquellos naturales la moneda antigua de su contratación, aquellos tejuelos de oro de todas leyes. Y lo que sucedía entonces era esto: Venían a los mercados generales a esta plaza, de tres a cuatro mil indios, y sobre las cargas de bayo, algodón y mantas, ponían unos cien pesos en tejuelos, otros cincuenta, más o menos, como querían comprar o contratar. Finalmente, no había indio tan pobre que no trajese en su mochila colgada al cuello seis, ocho o diez pesos; esto no lo impedían las revueltas de las Audiencias (cap. XVII).

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