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Capítulo LXXVI Cómo los capitanes de Cusi Tito Yupanqui prendieron al Padre Fr. Diego, y le mataron muy cruelmente Cada uno tiene el fin conforme sus obras, como hemos visto en el de Cusi Tito Yupanqui Ynga, hijo de Manco Ynga, que así trató a los religiosos que por hacerle bien y encaminar su alma al paradero y remate de la bienaventuranza entraron en la provincia donde él estaba. En muriendo Cusi Tito Yupanqui, una india, Mama Cona Suya, llamada Angelina Polanquilaco, manceba que estaba con él cuando acabó, movida de algún espríritu maligno que entró en su corazón, queriendo acabar al bendito fraile por cuyos medios y predicación él iba perdiendo tierra en la conquista de aquella provincia -que tan de su mano y voluntad tenía- salió diciendo a voces a los capitanes e indios que allí estaban con el Ynga, que prendiesen al fraile, que él había muerto al Ynga y dádole ponzoña con Martín Pando, mestizo, que era su secretario. Para ello movidos por esta infernal india, los capitanes que allí estaban, especial Guandopa Macora Sotic Palloc, como gente inhumana y sin razón ni discurso, no advirtiendo que el bendito Padre no había entrado en casa del Ynga, ni estado con él cuando le dio la enfermedad para poderle dar ponzoña, con otros muchos fueron luego a la casa del Padre dando voces, y le echaron mano y en un instante le pusieron una soga a la garganta y con la otra le ataron las manos y los molledos de los brazos hacia atrás, y con tanta fuerza y violencia le apretaron, que le hicieron salir los, huesos del pecho hacia afuera y desencajarse de su lugar.

Sacándole a un patio le empezaron a decir millones de palabras afrentosas, que les diese su Ynga, que él lo había muerto, y mojicones y garrotazos; y para darle mayor dolor le tuvieron toda la noche al frío, rodeado de muchos indios, desnudo, en carnes, sólo puesto unos zaragüelles de paño blanco, y de rato en rato le echaban agua en los cordeles para que le lastimaran más y le causaran más dolor. Venida la mañana se juntaron los capitanes y demás indios, y el Padre, estando así atado, les preguntó que por qué usaban con él de tanta crueldad, pues era su Padre, y que los había doctrinado y enseñado con tanto amor y deseo de su bien, que si el Ynga estaba muerto se lo dijesen, que rogaría a Dios por él y por su alma, y que si era vivo y estaba enfermo, le diría misas de salud para que mejorase. A estas palabras le respondieron que Cusi Tito Yupanqui, su Ynga y Señor, era muerto, que luego dijese misa y le resucitase, pues decía y les predicaba que su Dios podía resucitar a los muertos. A esto respondió el bendito Padre que el resucitar los muertos era sólo obra de Dios, y que él era un sacerdote pecador, pero que él diría misa, y le encomendaría a Dios para que su Majestad hiciese con él lo que por bien tuviese y le echase adonde fuese servido, y con esto le dijeron que luego dijese misa. Como el Padre, de los tormentos que aquella noche había pasado y del dolor que los cordeles le causaban atado tan fuertemente, no se podía rodear, particularmente de los huesos del pecho, que tenía desencajados, uno de los capitanes que allí estaban atormentándole, le echó en el suelo, y poniéndose de pies sobre el pecho del Padre y asiéndole de las manos con mucha fuerza le dio muchas coces en los pechos para encajarle los huesos y aún añadir con esto más dolor.

Con este maltratamiento y crueldad lo llevaron a la iglesia que en el pueblo de Puquiura habían hecho los padres, y allí se fue al altar y se revistió para decir misa, la cual empezó a decir con mucha devoción, muy despacio, y en ella se estuvo gran rato, y eran tantas las lágrimas que destilaban de sus ojos, que bañaba con ellas el misal y corporales, dando grandes suspiros y gemidos mientras duró la misa, porque bien conoció los pechos dañados y mala intención que tenían los indios de matarle en acabando, que cada vez que volvía a decir Dominus Vobiscum le amenazaban con las lanzas que en las manos tenían, haciendo ademanes de quererle matar. Como hubo acabado de decir misa, con grandes alaridos y voces le tornaron a asir y atarle como de antes, diciéndole que por qué no resucitaba al Ynga como ellos le pedían, y él les respondió que el Hacedor de todas las cosas, que era Dios, lo podía hacer, pero que no resucitaba porque no era la voluntad de Dios, que no debía de convenir que el Ynga volviese a este mundo. Entonces le sacaron de la iglesia y le ataron por la cintura, y en una cruz que estaba en el cementerio le amarraron, y allí le azotaron por grandísimo rato cruelísimamente y le apercibieron que había de caminar con ellos la tierra adentro a Vilcabamba. Estando el buen fraile cansado y atormentado, pidió que por amor de Dios le diesen algo que comer, que tenía hambre y grandísima sed, y ellos fueron a su casa y trajeron dos costras de bizcocho que tenía en una petaca, de las cuales comenzó a comer, y como no lo podía pasar, que con el trabajo y aflición se le había aumentado la sed, pidió le diesen una poca de agua, y los indios le trajeron en lugar de agua orines y salitre, revuelto con unos brebajes amargos y asquerosos, en un vaso.

Como el bendito Padre lo gustase y viese ser tan amargo y hediondo, desviólo de la boca no lo queriendo beber. Entonces muchos de aquellos ministros de Satanás se levantaron de donde estaban sentados y, amenazándole, le pusieron las lanzas a los pechos, diciendo que lo bebiese luego y si no le matarían. Así, alcanzando las manos al cielo, con mucha humildad, lo bebió, diciendo: sea por amor de Dios, que más merezco yo que esto, lo cual dijo en la lengua general de los indios, de suerte que todos ellos lo entendieron, y entonces lo desataron de la cruz para caminar hacia Marcanay. Como al tiempo que le desataron se sentase junto a ella, descansado, y no se pudo levantar tan presto como se lo mandaron los indios, y entonces un indio llamado Joan Quispi, por señalar y dar contento a los demás con su atrevimiento, o por mejor decir desvergüenza, alzó la mano y le dio al buen sacerdote un gran bofetón, y quiso la omnipotente Majestad de Dios castigar la desvergüenza y poco respeto tenido a su Ministro, que la mano y el brazo se le secó poco a poco, y desta manera, para muestra y ostentación de la divina justicia, este indio vivió muchos años más que los demás que allí se hallaron con él, con el brazo y mano seca, publicando con ello las maravillas de Dios y lo mucho que siente los agravios que se hacen a sus sacerdotes, como después diremos. Y para llevarlo, le horadaron los carrillos y le metieron por ellos una soga de yerba cortadera, que es asperísima, y a manera de freno le tiraban, brotando de las heridas mucha sangre, y así salieron con él, llevándole descalzo y desnudo, sólo con una saya blanca.

Por el camino le daban de empellones, palos y bofetones, diciéndole mil palabras injuriosas, y desta manera, a la primera jornada, yendo caminando, llovió un aguacero tan grande que corrían por el camino arroyos de agua, y como con el lodo y agua y la priesa que le daban de coces y bofetadas y rempujones, cayese por momentos en el suelo, a gran prisa le hacían levantar. A todo esto, con una paciencia extraña y una humildad profunda, sólo decía: ¡ay, Dios! que no hay duda sino que el sumo Señor en esta ocasión socorría a su sacerdote con ayudas y auxilios sobrenaturales para que, imitando a Cristo Nuestro Redentor, lo llevase con alegría y paciencia. Alzaba los ojos al cielo, y con mucha humildad pedía perdón de sus pecados, de lo cual los indios hacían escarnio y burla, y le volvían de nuevo a dar. Llegando a la dormida aquel día, le pusieron en una cueva debajo de una piedra donde caía mucha agua sobre él. Preguntando con palabras mansas a los indios que por qué le trataban tan mal y con tanta crueldad, pues él los quería y amaba como sus hijos, y los había doctrinado y enseñado y por sólo hacelles bien se había quedado en la provincia, pudiendo irse al Cuzco, le respondían los indios que era un mentiroso engañador, que no había resucitado al Ynga, y desta manera, dándole por los caminos mil martirios y tormentos, lo llevaron hasta llegar a Marcanay. Allí le arrastraron por el suelo, atado de pies y manos, y lo ataron a un palo, habiéndole quitado los hábitos que llevaba puestos, y habiéndole azotado con una inhumanidad terrible, le metían por las yemas de los dedos unas espinas de palmas de los Andes, y le dieron un zahumerio de cosas hediondas a las narices que le quitaba el resuello y le ponía sin habla. Al fin, le dieron con un hacha de cobre en el cogote con que lo acabaron, y su santa ánima fue a gozar en la presencia de Dios el premio debido a su santo celo, y a la paciencia y humildad con que sufrió la muerte de manos de aquellos a quien él había venido a procurar la vida espiritual y que debían con todas las veras posibles procurar su vida corporal, para tener en él en aquella tierra, tan sola de sacerdotes, refugio en las necesidades de sus almas. Pero como no estimaban el bien que tenían, no hay que espantar que así le quitasen la vida, para mejorársela en el cielo.

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