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Capítulo LXXVII De las crueldades que hicieron los indios con el cuerpo muerto del bendito Fr. Diego Ortiz Después que los caciques indios concluyeron con aquella crueldad tan terrible, e inhumano sacrilegio, ensangrentando sus sucias manos en la sangre del ungido del Señor y padre espiritual suyo, que a costa de su trabajo y sudor había quedádose entre ellos, para granjearlos en su divina gracia, no contentos ni satisfechos en su diabólico intento y furor, por dar contento al demonio, que entre ellos invisible andaba, solicitando su maldad, pareciéndole que con esto le quedaría el campo seguro para tornar a gozar de la posesión que había tenido de aquellas almas, no contentos en haberle quitado la vida al bendito Padre, para mayor muestra de su rabia tomaron el cuerpo y lo acocearon. Tendido en el suelo mandaron que todos los indios, hombres y mujeres y muchachos, que allí había, pasasen sobre él, pisándole y hollándole, por más menosprecio y escarnio, hartando con esto su bárbara crueldad. Luego hicieron un hoyo muy hondo y angosto y en él le metieron la cabeza abajo y los pies arriba, y añadiendo con el cuerpo muerto más iniquidad, le metieron una lanza de palma por el sieso, atravesándole con ella el cuerpo todo hasta la cabeza. Luego cargaron de tierra y salitre y collpa, que es una tierra que tiñen, y le echaron encima mucha chicha colorada y otras cosas, según sus diabólicos ritos y ceremonias. Así le cubrieron el cuerpo en el hoyo que debajo de las raíces de un grandísimo árbol hicieron, y con gran alarido y estruendo lo dejaron, contentísimos de haber satisfecho su infernal deseo y de haber dado la muerte al cura de sus almas, no advirtiendo los ciegos y desventurados el castigo grande que la justicia Divina aparejaba contra ellos.

La causa porque metieron el cuerpo en el hoyo los pies arriba y la cabeza abajo fue, según los mismos indios dijeron, que como el bendito Padre a cada paso alzaba los ojos al cielo, pidiendo a Dios misericordia de sus pecados y ayuda para llevar aquellos tormentos y trabajos, entendieron los bárbaros que Dios los oiría y sacaría del hoyo, si tenía la cabeza para arriba, por sus importunaciones y gemidos, y así le echaron la cabeza abajo, porque no alzase en el hoyo los ojos al cielo y llamase a Dios, pero ¡Oh, ciegos, sin discurso ni entendimiento! el que lo podía sacar del hoyo estando la cabeza arriba, ¿no tenía poder para sacarlo estando la cabeza abajo? ¿Está, por ventura, limitada su potencia? ¿No os parece que si lo veía yo ya estando de una manera desde el cielo, también lo oiría y sacaría estando de la otra? Pero su malicia y maldad los cegaba, y el demonio inducidor deste nefando sacrilegio los tenía sin sentido ni juicio para ver la iniquidad que perpetraban contra el Cristo del Señor. Acabado lo dicho, llegó luego la confusión y tristeza nacida de su pecado a los caciques y capitanes, viendo cuán injustamente habían puesto las manos en su sacerdote, y cuán contra razón sin causa ni culpa alguna habían quitado la vida al inocente. Temerosos del castigo que en sus corazones les amenazaba, hicieron junta de todos los hechiceros y adivinos que estaban en la provincia, y juntos les preguntaron qué era lo que les había de suceder y venir en lo adelante por la muerte del Padre Fr.

Diego Ortiz, porque ellos estaban con mucho pesar dello. Los adivinos y hechiceros estuvieron algunos días entre sí consultando la respuesta y haciendo preguntas al demonio, cuyos vasallos y sujetos eran, y al cabo vinieron diciendo que el Hacedor de todas las cosas estaba enojado mucho contra ellos. Por lo que habían tratado y hecho, poniendo las manos y quitando la vida aquel sacerdote, que estaba inocente de la culpa que le habían impuesto, y que así, por este pecado grandísimo, les habían de venir muchos males y desventuras, y que Dios los había de castigar y asolar a la generación del Ynga y a todos ellos. Desta respuesta quedaron los indios más confusos y apesarados del hecho que habían cometido, y para mayor dolor sucedió que luego otro día a la hora de vísperas, sin pensarlo, se quemó súbitamente una casa grande que allí había, donde ellos y el Ynga se juntaban a sus borracheras y donde se había consultado lo dicho. Y, como acudiesen a remediar el fuego, no fue posible atajarlo por diligencia que pusieron, y estándose quemando la casa vieron una culebra grande que andaba dentro del fuego sin quemarse, de unas partes a otras, de lo cual todos se espantaron y atemorizaron, viendo que no se quemaba, y fueron dello más tristes y pensativos. Acordaron los curacas y capitanes de hacer nueva consulta con los sacerdotes de sus huacas y los adivinos y sortilegios, y llamados, les preguntaron qué cosa era aquélla y qué significaba haberse quemado la casa y andar la culebra tan grande por medio del fuego, sin que le dañase ni empeciese.

Los adivinos les respondieron que ellos hallaban que había de venir sobre aquella provincia, en muy breve tiempo, grandísima desventura y calamidad y cruda guerra, a fuego y a sangre, que los destruiría a todos, porque la sangre de aquel sacerdote que habían muerto clamaba y daba voces delante de Dios por venganza de su injusta muerte. Pareciéndoles que quitando de por medio memoria del Padre se evitarían aquellos males y amenazas, rayeron la tierra donde había dicho misa, del altar, y donde solfa asentarse y pasearse, y donde rezaba el oficio divino en la iglesia que allí tenían. Juntando la tierra así raída la echaron en el río, porque nunca hubiese rastro della, y los hábitos los repartieron entre sí los más atrevidos, haciendo chuspas, que son unas taleguillas pequeñas que traen al lado izquierdo colgando, donde echan la coca que comen. El ornamento con que decía misa lo tomaron y llevándolo de ahí a algunos días a un lugar que llaman la Horca del Ynga, lo echaron en el suelo y lo pisaron, por menosprecio de la religión cristiana y de los sacerdotes que con él celebraban. ¡Pero justo eres, Señor! Y tus juicios son rectos y justificados, y en el castigo de los pecadores das al mundo muestra de un atributo tan principal como es tu justicia, y que tu santa palabra la cumples y ejecutas, por la cual dijiste que a tus cristianos y ungidos nadie les tocase. Así, pues, estos bárbaros, faltos de fe sobrenatural, a su costa experimentaron los castigos con que castigas a los que en tus sacerdotes ponen mano y lengua, pues ellos mismos confesaron que por haber cometido tan gran maldad les vinieron infinitos trabajos y desventuras.

Porque el pueblo donde se hizo este sacrilegio, los españoles que, dentro de un año poco más, entraron en la tierra, lo asolaron y despoblaron, de suerte que hasta el día de hoy no se ha vuelto a reedificar, que parece que la maldición de Dios y fuego del cielo ha caído sobre él y todos los que en la muerte y martirio del bendito fraile se señalaron. Visiblemente se conoce y ve que todos acabaron miserablemente, de diferentes muertes tristes y malaventuradas, casi de repente. Y sólo el que le dio la bofetada, llamado Joan Quispi, cuyo brazo se secó, quedó por más de treinta años vivo, para mayor confusión suya y muestra de la divina justicia, con que muchos han tomado ejemplo para apartarse de pecados y tener respeto y veneración a los sacerdotes y ministros del Evangelio de Cristo. No sólo paró en esto su desventura, porque luego les envió Dios a todos pestilencia, hambre y mortandad, trabajos y miserias, y las sabandijas de la tierra, como ministros y ejecutores de castigo divino, les destruían sus comidas y las chácaras y sembrados, de suerte que palpablemente conocían que, como más culpados, eran ellos los principales sobre que caían aquellas maldiciones. Hubo indio entre ellos, llamado Don Diego Aucalli, que mediante esto se convirtió muy de veras a Dios, y se volvió a Él pidiendo perdón de sus pecados y enmendando su vida y haciendo obras de buen cristiano se tornó predicador de aquellas gentes, persuadiéndoles a hacer penitencia, diciéndoles que esto era la verdad y el camino del cielo, porque sus supersticiones e idolatrías eran mentira y fingimiento y engaños del diablo, y si no que mirasen cómo Dios volvía por su sacerdote castigando a los que le habían muerto, y que advirtiesen que aunque el Ynga antiguamente martirizaba y daba crueles tormentos a sus pontífices y adivinos, y los colgaba y los dejaba estar así cuatro o cinco días, hasta que se acabasen de morir, nunca habían visto semejantes señales y trabajos y calamidades, porque ninguna cosa destas, como por haber muerto aquel sacerdote religioso lo veían clara y manifiestamente, desde que se había cometido aquel delito.

¡Gloria sea al Omnipotente Señor del cielo, que de los pecados y caídas de los pecadores saca enmienda, y de los castigos saca miedo y verdadero arrepentimiento de los pecados! No se puede presumir ni entender, que por haberles hecho el buen Padre Fr. Diego a los indios malos tratamientos y vejaciones ellos hubiesen conspirado en su muerte tan de repente. Porque lo uno, el castigo que hemos dicho enviado de la mano del muy alto sobre los que lo mataron, se echa de ver la injusticia y sinrazón dellos, y lo otro, que los indios manaries, de más de doscientas leguas la tierra adentro, entrando españoles a ellos y enseñándoles la doctrina cristiana les decían que el Padre Fr. Diego les enseñaba aquello mismo y les predicaba cuando iban a Vilcabamba a ver a Cusi Tito Tupanqui Ynga. Que era muy buen sacerdote, que con gran amor y claridad los regalaba y daba de lo que tenía en su casa, y cuando caían enfermos los curaba con mucho cuidado, y él mismo les hacia las mazamorras que comiesen y los visitaba y se estaba con ellos consolándolos, y les decía que muchas veces Dios enviaba los trabajos y enfermedades por los pecados y para que se acordasen dél y enmendasen su vida y se apartasen de las ofensas que contra Él cometían. Oyendo estos indios manaries decir su muerte y de la manera que había sido, tan cruel, con ser infieles, mostraban sentimiento y pesar dello y casi lloraban, y decían que por ello le había venido al Ynga y a su generación tantos daños.

Fue ocasión la memoria del buen Padre para que a los españoles que allí entraron no les hiciesen daño, temiendo no les sucediese otro tanto, y así se salieron en paz, y habiéndoles regalado y dado para el camino comida y muchos indios, que saliesen en su compañía hasta Vilcabamba. Todo esto que he dicho de la muerte y sucesos deste bendito religioso, no ha sido, habiéndolo sabido de alguna persona sola, ni con noticia confusa de dichos de indios, que tan fáciles son en el mentir, sino sacado todo esto y lo que después sucedió, cuando los españoles ganaron aquella provincia y trasladaron sus huesos a la iglesia de San Francisco de la Victoria, de una información que los religiosos del orden de San Agustín hicieron con los indios que estuvieron presentes y con Juana Guerrero, mujer de Martín Pando, secretario del Ynga Cusi Tito, que lo vio todo por vista de ojos, porque estaba dentro la tierra, y con muchos españoles que dello tuvieron noticia, y lo juraron, y lo que después sucedió, como diremos en el capítulo LXXXIV, da claras muestras de la injusta muerte y bien aventurado martirio deste bendito religioso, que sucedió el año de mil y quinientos y setenta o setenta y uno, porque los indios, como no conocen la diferencia de los tiempos, muchas veces se yerran.

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