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Desarrollo


La jura y coronación del rey Aunque heredaban unos hermanos a otros, y tras ellos el hijo del primer hermano, no usaban del mando ni creo que del nombre de rey hasta ser ungidos y coronados públicamente. Así, pues, que el rey de México estaba muerto y sepultado, llamaban a cortes al señor de Tezcuco y al de Tlacopan, que eran los mayores y mejores, y a todos los demás señores súbditos y sufragáneos del imperio mexicano, los cuales venían muy pronto. Si había duda o diferencia sobre quién debía ser rey, se averiguaba lo más pronto que podían, y si no, poco tenían que hacer. En fin, llevaban al que pertenecía el reino, todo desnudo, excepto lo vergonzoso, al templo grande de Vitcilopuchtli. Iban todos muy silenciosos y sin regocijo ninguno. Lo subían del brazo gradas arriba dos caballeros de la ciudad, que para esto nombraban, y delante de él iban los señores de Tezcuco y de Tlacopan, sin entremeterse nadie en medio; los cuales llevaban sobre sus mantas ciertas insignias de sus títulos y oficios en la coronación y ungimiento. No subían a las capillas y altar sino pocos seglares, y éstos para vestir al nuevo rey y para hacer algunas ceremonias; pues todos los demás miraban desde las gradas y desde el suelo, y hasta desde los tejados, y todo se llenaba: tanta gente acudía a la fiesta. Llegaban, pues, con mucho acatamiento, se hincaban de rodillas ante el ídolo de Vitcilopuchtli, tocaban con el dedo en tierra y lo besaban. Venía luego el gran sacerdote vestido de pontifical, con otros muchos revestidos también de las sobrepellices que, según en otra parte dije, ellos usan; y sin hablarle palabra, le teñía todo el cuerpo, con una tinta muy negra, hecha para este efecto; y tras esto, saludando o bendiciendo al ungido, le rociaba cuatro veces de aquella agua bendita y a su modo consagrada, que dije guardaban en la consagración del dios de masa, con un hisopo de ramas y hojas de caña, cedro y sauce, que hacían por algún significado o propiedad.

Le ponía después sobre la cabeza una manta toda pintada y sembrada de huesos y calaveras de muerto, encima de la cual le vestía otra manta negra, y luego otra azul, y ambas estaban con cabezas y huesos de muerto, pintados muy al natural. Le echaba al cuello unas correas coloradas, largas y de muchos ramales, de cuyos extremos pendían algunas insignias de rey, como colgantes. Le cargaban también a las espaldas una calabacita llena de ciertos polvos, por cuya virtud no le tocase pestilencia ni le cayese dolor ni enfermedad ninguna, y para que no le echasen mal de ojo las viejas, ni encantasen los hechiceros, ni le engañasen los malos hombres, y en fin, para que ninguna cosa mala le ofendiese ni dañase. Le ponía asimismo en el brazo izquierdo una taleguilla con el incienso que ellos usan, y le daba un braserito con ascuas de corteza de encima. El rey se levantaba entonces, echaba de aquel incienso en las brasas, y con gran mesura y reverencia sahumaba a Vitcilopuchtli y se sentaba. Llegaba luego el gran sacerdote y le tomaba juramento de palabra, y le conjuraba que tendría la religión de sus dioses, que guardaría los fueros y leyes de sus antecesores, que mantendría justicia, que a ningún vallaso ni amigo agraviaría, que sería valiente en la guerra, que haría andar al sol con su claridad, llover a las nubes, correr a los ríos y a la tierra producir todo género de mantenimientos. Estas y otras cosas imposibles prometía y juraba el nuevo rey. Daba las gracias al gran sacerdote, se encomendaba a los dio ses y a los espectadores, y con tanto le bajaban los mismos que lo subieron, por el orden que antes.

Comenzaba luego la gente a decir a voces que fuese para bien su reinado, y que le gozase muchos años con salud de todo el pueblo. Entonces veríais bailar a unos, tañer a otros, y a todos que mostraban sus corazones con las muchas alegrías que hacían. Antes de bajar las gradas llegaban todos los señores que estaban en las Cortes y en corte a prestarle obediencia. Y en señal del señorío que sobre ellos tenía, le presentaban plumajes, sartas de caracoles, collares y otras joyas de oro y plata, y mantas pintadas con la muerte. Le acompañaban hasta una gran sala, y se iban. El Rey se sentaba en una especie de estrado, que llamaban tlacatecco. No salía del patio y templo en cuatro días, los cuales gastaba en oración, sacrificios y penitencia. No comía más que una vez al día, y aunque comía carne, sal, ají y todo manjar de señor, ayunaba. Se bañaba una vez al día y otra a la noche en una gran alberca, donde se sangraba de las orejas, e incensaba al dios del agua Tlaloc. También incensaba a los otros ídolos del patio y templo, ofreciéndoles pan, fruta, flores, papeles y cañitas teñidas en sangre de su propia lengua, nariz, manos y otras partes que se sacrificaba. Pasados aquellos cuatro días, venían todos los señores a llevarlo a palacio con grandísima fiesta y placer del pueblo; mas pocos le miraban a la cara después de la consagración. Con haber dicho estas ceremonias y solemnidad que México tenía en coronar a su rey, no hay qué decir de los otros reyes, porque todos o la mayoría siguen esta costumbre, salvo que no suben a lo alto, sino al pie de las gradas. Venían luego a México, a por la confirmación del estado, y vueltos a sus tierras, hacían grandes fiestas y convites, no sin borracheras ni sin carne humana.

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