El arte azteca

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Rango

América

Desarrollo


Cuando los españoles contemplaron los elevados templos construidos en Tenochtitlan por los aztecas, probablemente con mano de obra de los vencidos en sus conquistas, quedaron tan admirados que "teníamos que pellizcarnos los unos a los otros, por no ser que estuviéramos soñando", como dice Bernal Díaz. Pero lo que no supieron es que el arte que veían no era más que la culminación de un largo proceso que arrancaba de Teotihuacan, pasando por los toltecas. La plaza mayor era un conjunto impresionante, con el templo doble -según modelo tezcocano de Tenayuca- a Tláloc y Huitzilopochtli, con el tzompantli ("altar de las calaveras"), los templos de Ehecaltl (el Viento, identificado por Quetzalcóatl) y de Tezcatlipoca, el dios negro de la guerra y el calmecac o centro docente principal de los sacerdotes. Las residencias reales (en especial el palacio de Axayacalt, en el que los españoles hallaron su tesoro) eran suntuosas, con patios y terrazas y pavimentos de madera pulimentada, todo ello de cantería. En arquitectura no fueron, pues, originales, y sus juegos de pelota eran similares a los de los mayas del Yucatán en su estructura y construcción. Fuera de la capital construyeron también templos y tzompantin ("altares de calaveras"), como los de Tepozteco y Calixtlauaca.

Sus templos, como los de todo el mundo mesoamericano, consistían en una "pirámide escalonada", que servía de basamento al verdadero templo, ante el cual se realizaban los sacrificios humanos. En la talla de la piedra fueron excelentes maestros, sin duda por influencia de los artesanos mixtecas, apareciendo simultáneamente dos tipos de esculturas y relieves: los de carácter religioso y los de libre inspiración. Entre los primeros figura la representación de deidades, como la impresionante Coatlicue (diosa de cabezas de serpiente y falda de culebras) o los relieves de la pirámide de Xochicalco. Entre los segundos hay obras de arte de gran valor estético como el "caballero águila" y el Xochipilli ("niño flor"). En las llamadas artes industriales destacaron muy especialmente, tanto en el trabajo de lapidarios (jades y turquesas) en bellas empuñaduras de cuchillos de sacrificio, de hoja de pedernal o de obsidiana, como en la plumería y la cerámica. Tocados de plumas -como el regalado por Motecuzoma a Carlos V, hoy en el Museo Imperial de Viena-, escudos para los desfiles de guerreros, de armónica combinación de colores, y vasijas de las más variadas formas: copas, sahumerios, vasos, trípodes, platos, con estilos diferenciados de Tlaltelolco y Tenochtitlan. No hay duda que tanto en la cerámica como en la orfebrería está presente la influencia artística de los mixtecas. La pintura fue un arte cultivado con originalidad por los aztecas, y se manifiesta en tres espacios: muros, cerámicas y libros.

Pocos murales quedan (el friso de los guerreros en Malinalco) y la cerámica, aunque colorista y polícroma sin decoración, es de carácter geométrico. No pasa así con los códices, donde brilla, a la par que el arte, la inventiva de sus autores, lo que merece una mención más pormenorizada. Los mayas habían inventado lo que los aztecas llamaron, en su lengua, el amtl, que designa tanto al libro en sí como al material, que era un finísimo tejido de la fibra del maguey (agave americana de Linné) recubierto de una disolución adhesiva y cal, donde se pintaba con pincel. Estos libros se plegaban, al modo maya, como un biombo. Pero los aztecas habían sido un pueblo cazador y también usaron la piel de venado para sus "escrituras". Estos códices presentan, por el tema, cuatro tipos: a) topográficos o mapas, b) históricos, c) de calendario y ritos, y d) listas de tributos. Podríamos decir que no se leían, sino que las figuras en ellos representadas servían de guión para un recitado oral. El arte es convencional e ingenuo, pero no tosco. Si, por ejemplo, el hombre aparece esquematizado (apenas el cuerpo y la cabeza y una sugerencia de pies) se debe a que se estableció así. Se conservan bastantes de estos códices, muchos de ellos recogidos en el siglo XVIII por el benemérito mexicanista milanés Lorenzo Boturini.

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