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Desarrollo


Preocupado como sus contemporáneos por el monumento funerario, el rey Noble trajo de su tercer viaje a tierras francesas a uno de los mejores artistas de su tiempo, Johan Lome, con quien debieron venir otros escultores franceses (Michel de Reims, Hanequin de Sora, Juan de Borgoña, Vicent d'Huisart, Johan de Lisla). El sepulcro se ejecutó entre 1413 y 1418 en Olite; luego fue trasladado a Pamplona donde recibió los últimos toques. R. S. Janke, que lo ha estudiado en profundidad, no duda en situarlo "entre las obras maestras de principios del siglo XV", como un eslabón fundamental de "la tradición franco-neerlandesa tal como ésta se practicó en la capital francesa". El sepulcro presenta a los reyes yacentes orantes bajo doseletes con un león y dos lebreles a los pies. Ambas figuras se labraron en alabastro, al igual que los plorantes que rodean el zócalo, todos ellos personajes contemporáneos, algunos individualizados por el uso de sombreros cardenalicios, mitras o hábitos diversos. Asombra la calidad obtenida en la labra de la piedra, que describe con minuciosidad y realismo los rostros regios, reproduce con acierto la caída de los gruesos y amplios ropajes, y diferencia atuendos, gestos y expresiones en las figuritas del zócalo. Los detalles policromados realzan la belleza dorada del material, que contrasta de modo satisfactorio con el negro del mármol de lápida y zócalo. Todo el conjunto se caracteriza por la elegancia y equilibrio del juego de densos volúmenes propio de los inicios del siglo XV.

Constataremos cómo el sepulcro real marcó un hito en la escultura funeraria navarra; si bien su verdadera dimensión no se capta en un panorama tan reducido como el del viejo reino pirenaico. Hemos indicado que resiste la comparación con otras grandes obras del momento, entre las que también sobresale el monumento funerario de su hermano Pedro de Mortain y su mujer, al que reserva un lugar escogido el Museo del Louvre. Muchos otros sepulcros interesantes de los Evreux fueron destruidos en Francia durante la Revolución; los conocemos sólo por dibujos de la colección Gaignéres. Palacios, catedral y sepulcro constituyen el grueso de la promoción artística de Carlos III. En su haber podemos añadir un continuo encargo de obras a los argenteros, de vajillas a joyas pasando por piezas litúrgicas, de las que a veces tenemos descripciones. Ninguna ha llegado a nuestros días. Conviene recordar que las elevadas sumas en ellas gastadas no eran dinero perdido, sino reserva para caso de necesidad: se vendían vajillas, se empeñaban incluso coronas con tal normalidad. Mencionemos también los tapices y bordados, comprados en los reinos vecinos o realizados en Navarra por artistas extranjeros, de temática religiosa o profana. Tampoco queda nada de los dedicados a historias de la Virgen, Cristo o los santos, de los de batallas, cacerías, historias legendarias (Salomón conquistador de Bretaña, Los Nueve Barones) o alegorías (con El dios del amor, Eur y Aventura), espigados entre los que reseñan los documentos.

Y, por último, la iluminación de manuscritos. Carlos III compró obras de notable calidad en París: el "Libro de Horas" de su nombre, hoy en Cleveland, realizado a comienzos del siglo XV, es la más destacada. Como su padre, tuvo el rey Noble a su servicio a "ylluminadores": Johan Flamenc y el pintor ¿de Bretaña? Juan Clemens, entre otros. No hay miniaturas en Navarra procedentes de sus encargos, aunque quizá fue Carlos III quien hizo llegar al reino el ceremonial regio inglés de finales del siglo XIV conservado en el Archivo General. En general, podemos afirmar que los años de gobierno del rey Noble representaron un tiempo de recuperación de Navarra, en que se vio beneficiado todo tipo de producciones artísticas. El monarca propició este clima, incluso perdonó impuestos a parroquias para reparos y reedificaciones (Cizur Mayor, Ororbia), colaboró con los monasterios de mendicantes, ayudó a los concejos en la mejora de sus amurallamientos, organizó con nuevos criterios la red de castillos reales con el abandono de varios que no consideraba necesarios. En pocas palabras, hizo de Navarra un lugar donde grandes artistas encontraron trabajo incluso más allá de la muerte del monarca en 1425. Unas escuetas frases de su epitafio resumen la intención del rey Noble: e"n su tiempo ennoblesció et exaltó en dignidades et honnores a muchos ricos hombres, cauailleros et fijos dalgo naturales suyos et fezo muchos notables edificios en su regno". Ennobleció a sus súbditos mediante honores, a la vez que al reino mediante construcciones.

La idea no está muy lejana del topos transmitido desde la Antigüedad, que consideraba dignas de mención como actividades de los hombres ilustres las grandes edificaciones. Además, los palacios contribuyeron a hacer perdurable su recuerdo, como conscientemente buscaba el planear para Tafalla un conjunto "tal, de tal forma, que de nos perpetualment finque memoria". Es este clima lo que desarrolló un fenómeno realmente interesante: la emulación en la promoción artística por parte de las personas cercanas al rey. La política de ennoblecimiento del reino le llevó a instaurar la concesión de títulos nobiliarios entre la aristocracia local, a fundar una orden de caballería y a mostrarse espléndido en donativos monetarios o de objetos preciosos a sus cercanos. Llegó a entregar considerables sumas -mil libras cada vez- a familiares o cortesanos que estaban edificando palacios, entre los que todavía hoy podemos visitar Arazuri o Marcilla. Esta actuación regia despertó un deseo de imitación. Un ejemplo bastará: se cuentan casi con los dedos de una mano las estatuas yacentes procedentes de sepulcros navarros anteriores a 1400; en contraposición, la realización del mausoleo regio alentó durante décadas entre los particulares el interés por tener un monumento digno que hiciera perdurar la memoria de los difuntos. Quedan dos en San Francisco de Olite, uno en Tudela, dos en Estella y dos más en la catedral de Pamplona, por no añadir los que sabemos han desaparecido. Todos ellos son la consecuencia de un mecenazgo indirecto que daba no sólo modelos a imitar, sino que también proporcionaba artistas capaces de llevarlos a cabo una vez concluían las obras para las que los había contratado el rey. Por el contrario, el vacío de este tipo de obras caracterizará la segunda mitad del siglo XV.

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