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Rango

Restauración

Desarrollo


Sólo un 28 por 100 de la población española sabía leer y escribir en 1877. La proporción aumentó hasta el 36,2 por 100 a principios de siglo. El analfabetismo era mayor entre las mujeres que entre los varones. Las diferencias regionales también eran destacadas, con menor número de analfabetos en el norte, con excepción de Galicia, que en el sur de la Península. En 1900, la población escolarizada -1.856.343- era aproximadamente el 50 por 100 de los niños y niñas en edad de ir a la escuela. La enseñanza primaria estaba mayoritariamente en manos del Estado, ya que sólo una sexta parte de los alumnos acudían a instituciones privadas. La Escuela pública dependía de los Ayuntamientos en cuanto a instalación y dotaciones. Uno de sus principales problemas era la mala situación de maestros y maestras, que cobraban poco y con escasa regularidad; en 1901, Romanones, desde el recién creado ministerio de Instrucción Pública, estableció que el Estado se hiciera cargo de su retribución (de dos tercios del salario, quedando el otro tercio a cargo de los padres de los alumnos, bajo el control de los municipios). El número de estudiantes de Instituto fue bastante estable durante todo el período, unos 30.000. El corte entre la enseñanza primaria y la secundaria era, por tanto, muy profundo: sólo el 1,6 por 100 de los niños que habían ido a la escuela acudían al Instituto. En este caso, el género masculino está correctamente empleado: hasta 1910-11 no empezó a funcionar en Barcelona un Instituto femenino, por lo que los alumnos de secundaria, al menos en la enseñanza pública, eran casi exclusivamente varones.

(La única institución docente cuyas puertas estaban abiertas a las mujeres era la Escuela Normal). La tasa a pagar por la obtención del Título de Bachiller era 370 pesetas, una cantidad totalmente fuera del alcance de las clases trabajadoras. En este nivel, el número de alumnos en los centros públicos y en los privados -los llamados colegios incorporados, tanto de carácter laico como religioso, aunque con tendencia al aumento de estos últimos- estuvo equilibrado. Los Institutos públicos que dependían de las Diputaciones provinciales, pasaron a ser competencia del Estado por ley del ministro liberal Carlos Navarro y Rodrigo, en 1887. La continuidad entre la enseñanza secundaria y la universitaria era mucho mayor que entre aquélla y la primaria. Algo más de la mitad de los jóvenes que podían permitirse el lujo de ir al Instituto acudían también a la Universidad. El número de estudiantes universitarios permaneció estable, alrededor de 17.000. La Universidad de Madrid, la única en la que se podían cursar estudios de doctorado, tenía el mayor número de alumnos, unos 5.000; Barcelona, 2.500; y universidades como las de Salamanca u Oviedo, menos de 1.000 estudiantes. Las críticas a la calidad de la enseñanza en los diferentes niveles fue constante y, de acuerdo con los testimonios aportados por los protagonistas, completamente justificadas. Una medida positiva fue la reforma de las Escuelas Normales, impulsada por la Institución Libre de Enseñanza.

No obstante, "la reforma de nuestra educación nacional -decía un texto del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, en 1890- obra muy lenta..., avanza en nosotros medianamente, con más lentitud que en otros sitios". La pugna entre institucionistas y católicos por el control de la enseñanza pública fue muy intensa en estos años. La Institución Libre de Enseñanza surgió en 1876 a iniciativa de algunos de los profesores expulsados de la Universidad, con motivo de la segunda cuestión universitaria, provocada por la política del ministro de Fomento, marqués de Orovio. El principal promotor de la Institución fue Francisco Giner de los Ríos, padre espiritual de los discípulos de Sanz del Río -los krausistas- desde fines de 1870, como señala Vicente Cacho Viú. La Institución inició sus actividades impartiendo clases universitarias y de segunda enseñanza. A partir del curso 1878-79 suprimió la enseñanza universitaria -dado el escaso número de alumnos que tenía- y añadió la enseñanza primaria. La Institución fue un foco de renovación pedagógica, y algo todavía más importante: el motor de un proyecto de renovación global de la vida española -que tuvo múltiples manifestaciones- basado en la reforma interior del hombre. Si tomamos a los institucionistas como modelo del ideal que perseguían, se trataba, en palabras de Francisco Laporta, de hombres cultos, de ciencia rigurosa, con íntimo sentido religioso, integridad moral, austeridad, solidaridad humana, sensibilidad artística, salud física, solidez de carácter, amor y comunión con la naturaleza, elegancia y corrección en las maneras y, por supuesto, comprometidos moralmente en la reforma.

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