Los hidalgos
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Austrias Mayores
Desarrollo
Si la ciudad se llena con la memoria de la propia historia comunitaria y su policía -el orden y el ornato urbanos- es un símbolo de su bien organizada composición, sus calles y plazas también serán escenario en el que se muestra cuál es la condición de sus habitantes, señores y pecheros, nobles, eclesiásticos, mercaderes, pueblo menudo. Pasemos de las calles de Burgos a las de Valladolid en 1532 y veámos salir hacia la escuela a Juana, la hija de cinco años que Isabel Delgada ha tenido de Johannes Dantiscus , presentado antes como embajador del rey de Polonia , pero que ahora hay que recordar en su condición de obispo de Warmia. Isabel Delgada le cuenta al padre de la niña que ésta: "... es muy grande lectora y cualquier cosa que le muestran toma muy bien y que es grandísima loca, que no quiere ir a aprender, si no la lleva una moza y si se pone junto con ella la manda que se ponga atrás, que pues que es hija de tan grande señor que quiere que la traten como a quien es". Juana Dantisca, que acabará casándose con Diego Gracián de Alderete y será madre del carmelita Jerónimo Gracián de la Madre de Dios y del secretario real Antonio Gracián Dantisco, nos enseña, desde su corta edad de niña de escuela, los rasgos básicos de la sociedad estamental : primero, hay algunos que son señores y hay muchos que no lo son; segundo, la jerarquía social se muestra en actos externos. Ella quiere que la traten como a quien es, a fin de cuentas, la hija de un señor embajador y obispo, y esa condición se descubre si en la calle la ven acompañada por una criadita que, además, caminará detrás de ella en señal de respeto.
El orden desigual que caracterizaba a una sociedad de estados -a funciones distintas, estatutos jurídicos diferentes, privilegio para la función nobiliaria y la clerical y desprivilegio para la mecánica- se convierte con toda naturalidad en un mundo de apariencias y gestos. Es, en suma, una sociedad jerarquizada en la que cada cual ocupa el lugar que le corresponde por ser quien es. Pero ¿quién se es en el siglo XVI? No parece que esa exigencia de tratamiento descanse sobre una afirmación de lo personal, sino, por el contrario, de lo supraindividual del estado, que siempre se muestra en cada uno de sus componentes. Así, una falta al quien es no sería tanto un agravio a una persona determinada como un desacato al estado al que ésta pertenece. Cuando se exige un tratamiento de esta naturaleza se hace, en último término, en atención al honor que merece todo el estamento. En este caso, el de la hija de un señor que, gracias a su nacimiento, aunque ilegítimo, pretende haber heredado de su padre la notabilidad, la distinción de lo común. Como le sucedía a esta "grandísima loca" que era la niña Juana Dantisca, la sociedad hispánica del Quinientos se moverá atraída por una voluntad constante y creciente de ascender hacia esa posición de mayor autoridad que corresponde a los señores y que se plasma en la voluntad, ampliamente compartida en la España del XVI, de demostrar o adquirir la hidalguía. Los primeros obligados a mantener ese decoro -decorum, adecuación entre la condición social y las acciones- tenían que ser los propios miembros de los estamentos privilegiados, los señores, que encabezaban la jerarquía social de los estados y, también, de las apariencias.
Cuando el hidalgo Luis de Zapata escribió en su Miscelánea los preceptos para un caballero que saliese a torear, indicó expresamente que el peligro cierto que tal cosa entrañaba no era "de la vida -los caballeros siempre son valientes-, sino de la autoridad de andar... por el suelo rodando". El verdadero riesgo estaba en lo socialmente indecoroso de llegar a ver a la autoridad estamental derrotada y caída en una calle o en una plaza. El teórico orden social establecido se mantiene si los miembros de cada estado cumplen con el decoro que se debe a su condición. Por ejemplo, los caballeros no pueden dedicarse a actividades consideradas viles porque tal cosa resultaría indecorosa para el conjunto de su estamento. Y, por consiguiente, quienes se dediquen a ese tipo de actividades no podrán ser reconocidos como caballeros, pues, de la misma manera que cada estado exige un modo de vivir y actuar, la actividad determina el estado al que se pertenece. En principio, este orden de cosas parece haber sido aceptado generalmente puesto que, en el fondo, es una consecuencia lógica de la articulación social por estados, de la que se benefician, como hemos visto, desde los padres de familia que enseñorean la casa a los vecinos que gobiernan la comunidad local . Donde, en cambio, no existió acuerdo fue en la consideración de cuáles eran las actividades que, al ser consideradas superiores, reportaban notabilidad a los que las ejercían.
Se abrió, así, un rico, amplio y, muchas veces, ruidoso debate sobre en qué consistía la verdadera hidalguía. De un lado, encontramos la postura de los defensores de la vieja hidalguía, derivada únicamente del cumplimento de la función defensiva -los bellatores- y, de otro, los que, partidarios de una nueva hidalguía, consideraban que había otra forma de adquirirla mediante obras, como eran el servicio prestado por los letrados o la prosperidad que hombres de negocios y grandes mercaderes reportaban a la comunidad. Pero, en una sociedad de estados articulada básicamente sobre la familia, el nacimiento marcaba de forma determinante la situación personal y uno de los puntos fuertes de los defensores de la vieja nobleza y, por tanto, no adquirida por obras fue, precisamente, interpretar hidalguía como el fruto de la herencia. Hay que insistir en que la base fundamental del privilegio -la jerarquía como elemento constitutivo del orden social- parece haber sido un principio generalmente bien aceptado y que lo que se discute es el criterio definidor de los que van a verse favorecidos con esa condición privilegiada. Porque el privilegio reportaba importantísimas ventajas más que prácticas, desde la entrada a los oficios de la gobernación general y comunitaria, con sus consiguientes mercedes acumuladas, al disfrute de una preeminencia social y simbólica indiscutibles, pasando por beneficios económicos que eran fruto tanto de la exención fiscal de que, en principio, gozaban los privilegiados como de la posibilidad de acceder a nuevas fuentes de ingresos (encomiendas, rentas eclesiásticas o señoriales, gajes como servidores reales, etc.
, etc.). Por supuesto, los que ya gozan de esa preeminente situación van a intentar cerrar las puertas de entrada a nuevos grupos porque esto, sin duda, iría en detrimento de su estatus. Lo harán, como hemos dicho, insistiendo en lo genealógico y linajudo que hacía hincapié en su eminente función defensiva. Sin embargo, aquí encontrarán un obstáculo importante en que, de un lado, la guerra ha cambiado mucho -el desplazamiento de la caballería por la infantería y la progresiva tecnificación son consecuencias de la revolución militar- y que, de otro, los hidalgos han dejado de cumplir esa antigua función de hecho. Para reemplazarla recurrirán a una respuesta que pasa por lo cultural, creando, o mejor recreando, una cultura caballeresca como forma de expresión de lo egregio de su condición heredada. Escenario predilecto de esa cultura cortés como ética nobiliaria será la corte de la Monarquía , de cuyo servicio dependerán cada vez más , pero consideremos ahora un testimonio de finales del período que nos ilustra sobre cómo de un mundo de valor personal militar se había pasado a una cultura de gestos. Quien habla es el Conde de Gondomar y lo hace para, con cierta nostalgia, proclamar que "el valor antiguo está ahora reducido a cortesía y, así, es prueba de valor la buena crianza y el suave trato". Es decir, se insiste en un código de gestos que, sin embargo, va a quedar rápidamente anulado como elemento de diferenciación porque pueden ser imitados por aquellos que adoptan cuantas actitudes y ceremonias pasan por ser propias de la condición estamental privilegiada, a la par que adquieren con dinero vestimentas, criados o caballos, rodeándose del boato de apariencias, pese a las numerosas pragmáticas antisuntuarias que pretendan poner freno a esta situación. En esta querella de lo hidalgo que atraviesa por entero el siglo XVI hispánico y en el que el ennoblecimiento acabará siendo el gran objetivo social, el papel de la monarquía fue decisivo y no sólo porque le correspondiera al rey en exclusiva la potestad de conceder títulos nobiliarios y privilegios de hidalguía.
El orden desigual que caracterizaba a una sociedad de estados -a funciones distintas, estatutos jurídicos diferentes, privilegio para la función nobiliaria y la clerical y desprivilegio para la mecánica- se convierte con toda naturalidad en un mundo de apariencias y gestos. Es, en suma, una sociedad jerarquizada en la que cada cual ocupa el lugar que le corresponde por ser quien es. Pero ¿quién se es en el siglo XVI? No parece que esa exigencia de tratamiento descanse sobre una afirmación de lo personal, sino, por el contrario, de lo supraindividual del estado, que siempre se muestra en cada uno de sus componentes. Así, una falta al quien es no sería tanto un agravio a una persona determinada como un desacato al estado al que ésta pertenece. Cuando se exige un tratamiento de esta naturaleza se hace, en último término, en atención al honor que merece todo el estamento. En este caso, el de la hija de un señor que, gracias a su nacimiento, aunque ilegítimo, pretende haber heredado de su padre la notabilidad, la distinción de lo común. Como le sucedía a esta "grandísima loca" que era la niña Juana Dantisca, la sociedad hispánica del Quinientos se moverá atraída por una voluntad constante y creciente de ascender hacia esa posición de mayor autoridad que corresponde a los señores y que se plasma en la voluntad, ampliamente compartida en la España del XVI, de demostrar o adquirir la hidalguía. Los primeros obligados a mantener ese decoro -decorum, adecuación entre la condición social y las acciones- tenían que ser los propios miembros de los estamentos privilegiados, los señores, que encabezaban la jerarquía social de los estados y, también, de las apariencias.
Cuando el hidalgo Luis de Zapata escribió en su Miscelánea los preceptos para un caballero que saliese a torear, indicó expresamente que el peligro cierto que tal cosa entrañaba no era "de la vida -los caballeros siempre son valientes-, sino de la autoridad de andar... por el suelo rodando". El verdadero riesgo estaba en lo socialmente indecoroso de llegar a ver a la autoridad estamental derrotada y caída en una calle o en una plaza. El teórico orden social establecido se mantiene si los miembros de cada estado cumplen con el decoro que se debe a su condición. Por ejemplo, los caballeros no pueden dedicarse a actividades consideradas viles porque tal cosa resultaría indecorosa para el conjunto de su estamento. Y, por consiguiente, quienes se dediquen a ese tipo de actividades no podrán ser reconocidos como caballeros, pues, de la misma manera que cada estado exige un modo de vivir y actuar, la actividad determina el estado al que se pertenece. En principio, este orden de cosas parece haber sido aceptado generalmente puesto que, en el fondo, es una consecuencia lógica de la articulación social por estados, de la que se benefician, como hemos visto, desde los padres de familia que enseñorean la casa a los vecinos que gobiernan la comunidad local . Donde, en cambio, no existió acuerdo fue en la consideración de cuáles eran las actividades que, al ser consideradas superiores, reportaban notabilidad a los que las ejercían.
Se abrió, así, un rico, amplio y, muchas veces, ruidoso debate sobre en qué consistía la verdadera hidalguía. De un lado, encontramos la postura de los defensores de la vieja hidalguía, derivada únicamente del cumplimento de la función defensiva -los bellatores- y, de otro, los que, partidarios de una nueva hidalguía, consideraban que había otra forma de adquirirla mediante obras, como eran el servicio prestado por los letrados o la prosperidad que hombres de negocios y grandes mercaderes reportaban a la comunidad. Pero, en una sociedad de estados articulada básicamente sobre la familia, el nacimiento marcaba de forma determinante la situación personal y uno de los puntos fuertes de los defensores de la vieja nobleza y, por tanto, no adquirida por obras fue, precisamente, interpretar hidalguía como el fruto de la herencia. Hay que insistir en que la base fundamental del privilegio -la jerarquía como elemento constitutivo del orden social- parece haber sido un principio generalmente bien aceptado y que lo que se discute es el criterio definidor de los que van a verse favorecidos con esa condición privilegiada. Porque el privilegio reportaba importantísimas ventajas más que prácticas, desde la entrada a los oficios de la gobernación general y comunitaria, con sus consiguientes mercedes acumuladas, al disfrute de una preeminencia social y simbólica indiscutibles, pasando por beneficios económicos que eran fruto tanto de la exención fiscal de que, en principio, gozaban los privilegiados como de la posibilidad de acceder a nuevas fuentes de ingresos (encomiendas, rentas eclesiásticas o señoriales, gajes como servidores reales, etc.
, etc.). Por supuesto, los que ya gozan de esa preeminente situación van a intentar cerrar las puertas de entrada a nuevos grupos porque esto, sin duda, iría en detrimento de su estatus. Lo harán, como hemos dicho, insistiendo en lo genealógico y linajudo que hacía hincapié en su eminente función defensiva. Sin embargo, aquí encontrarán un obstáculo importante en que, de un lado, la guerra ha cambiado mucho -el desplazamiento de la caballería por la infantería y la progresiva tecnificación son consecuencias de la revolución militar- y que, de otro, los hidalgos han dejado de cumplir esa antigua función de hecho. Para reemplazarla recurrirán a una respuesta que pasa por lo cultural, creando, o mejor recreando, una cultura caballeresca como forma de expresión de lo egregio de su condición heredada. Escenario predilecto de esa cultura cortés como ética nobiliaria será la corte de la Monarquía , de cuyo servicio dependerán cada vez más , pero consideremos ahora un testimonio de finales del período que nos ilustra sobre cómo de un mundo de valor personal militar se había pasado a una cultura de gestos. Quien habla es el Conde de Gondomar y lo hace para, con cierta nostalgia, proclamar que "el valor antiguo está ahora reducido a cortesía y, así, es prueba de valor la buena crianza y el suave trato". Es decir, se insiste en un código de gestos que, sin embargo, va a quedar rápidamente anulado como elemento de diferenciación porque pueden ser imitados por aquellos que adoptan cuantas actitudes y ceremonias pasan por ser propias de la condición estamental privilegiada, a la par que adquieren con dinero vestimentas, criados o caballos, rodeándose del boato de apariencias, pese a las numerosas pragmáticas antisuntuarias que pretendan poner freno a esta situación. En esta querella de lo hidalgo que atraviesa por entero el siglo XVI hispánico y en el que el ennoblecimiento acabará siendo el gran objetivo social, el papel de la monarquía fue decisivo y no sólo porque le correspondiera al rey en exclusiva la potestad de conceder títulos nobiliarios y privilegios de hidalguía.