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Datos principales
Rango
Barroco14
Desarrollo
Como la mayoría de los pintores activos en el mundo católico del XVII, Ribera dedicó gran parte de su producción a los asuntos religiosos, aunque también se acercó a la mitología en diversas ocasiones debido sin duda a su residencia en Italia, donde este tema era tradicionalmente apreciado.Las primeras obras seguras que se conocen de su mano datan de 1626, es decir, de diez años después de establecerse en Nápoles , donde en 1616 contrajo matrimonio con Catalina Azzolino, hija de un pintor local. No obstante, quizás anteriormente pintó en Roma una serie de medias figuras representando a los sentidos, hoy conocidas a través de un probable original, El Gusto (h. 1616, Hartford, Walsworth Atheneum), y de modestas copias, en las que se advierte una clara influencia de los artistas nórdicos que por entonces trabajaban en la Ciudad Eterna.Ya en Nápoles, en los primeros años de la década de los veinte, realizó una serie de grabados al aguafuerte dedicados a estudios de pormenores anatómicos (ojos, bocas, etc.), a figuras extraordinariamente realistas, algunas de grotesca deformidad, y a composiciones religiosas, que cimentaron su fama como grabador.Sus primeros trabajos pictóricos conocidos los realizó hacia 1626 para el virrey español, el duque de Osuna. Se trata de un conjunto de cuadros, conservados en la colegiata de Osuna (Sevilla), entre los que destaca el monumental Calvario , concebido con el intenso realismo y el dramático uso de luces y sombras que caracterizan su estilo inicial.
A esta etapa pertenecen también varios martirios, protagonizados por modelos vulgares a la manera de Caravaggio (Martirio de San Andrés , 1628, Museo Szepmüvészeti, Budapest).También de 1626 es el Sileno borracho (Museo de Capodimonte, Nápoles), en el que interpreta la mitología de forma directa y sensual, con intención desmitificadora. Con el mismo espíritu, un tanto irónico, pintó sus filósofos y sabios mendigos (Demócrito , 1630, Museo del Prado, Madrid), varios de los cuales pertenecieron a la colección del virrey duque de Alcalá, hombre culto y erudito que probablemente le inspiró estos temas. También para él realizó La Barbuda de los Abruzzos (Magdalena Ventura, con su marido y su hijo, 1631, Hospital Tavera, Toledo), obra en la que Ribera registró con sus pinceles una extraña alteración de la naturaleza.En la década de los treinta su estilo sufrió una decisiva evolución. Su admiración por el colorido veneciano, el propio cambio de gusto de la pintura italiana y los trabajos de los clasicistas Domenichino y Lanfranco en Nápoles, le impulsaron a enriquecer su paleta y a iluminar sus fondos, aunque tanto en estos años como en los posteriores volvió a utilizar las sombras cuando el cliente o el tema lo exigieron. La obra que mejor representa este cambio es la Inmaculada Concepción (1635, convento de Agustinas de Monterrey, Salamanca), que hizo para el conde de Monterrey, gran mecenas y coleccionista, y virrey de Nápoles entre 1631 y 1637, etapa en la que distinguió especialmente a Ribera con sus encargos.
Esta grandiosa composición, que definió una nueva iconografía mariana en España, posee un dinamismo dependiente de Lanfranco y la luminosidad y la riqueza cromática que el pintor incorporó a su estilo a partir de estos años, en los que logró aunar su personal lenguaje realista con la serenidad y el equilibrio compositivo del clasicismo. Esta renovada fórmula aparece también en las obras mitológicas de este período (Apolo y Marsias , 1637, San Martino, Nápoles), e incluso en el Patizambo (1642, Museo del Louvre, París), mendigo tullido y de triste vida, del que sin embargo ofrece una digna imagen, llena de ternura.A partir de 1637, el entonces virrey duque de Medina de las Torres adquirió numerosas obras suyas para la colección real. Entre ellas sobresalen La bendición de Isaac (1637, Museo del Prado, Madrid), en la que prima la suntuosidad del color junto al realismo de expresiones y calidades, y El sueño de Jacob (1639, Museo del Prado, Madrid), concebido con un hondo lirismo que dimana del abandono del durmiente y de la cálida luz que baña la escena. Probablemente también de estos años es el magnífico Martirio de San Felipe (Museo del Prado, Madrid), que desmiente su mal entendida preferencia por lo sangriento, ya que rechaza la violencia propia del momento, destacando en cambio la piadosa entrega del santo por su fe.En esta etapa de máxima actividad, el artista tuvo, además de los virreyes, otro importante cliente: la Cartuja de San Martino, que en 1637 inició su remodelación decorativa.
En ese año pintó Ribera para su sacristía la Piedad (San Martino, Nápoles), en la que por necesidad del tema retomó a la interpretación dramática de los contrastes, aunque la estudiada y elegante disposición del cuerpo de Cristo y el equilibrio compositivo testimonian la madurez de su arte. A causa del éxito de este lienzo, recibió poco después el encargo de decorar los lunetos de los arcos de la iglesia, en los que representó a los Profetas (1638), y también la realización de un gran cuadro para el presbiterio: la Comunión de los Apóstoles (San Martino, Nápoles). Sin embargo, la larga enfermedad que sufrió en los años siguientes y la amargura que le produjo la revuelta de Masaniello contra la Corona en 1647, le alejaron de los pinceles y sólo en 1651 pudo llevar a cabo esta pintura, su última obra maestra. En ella exalta la Eucaristía con el tono solemne y a la vez humano que caracteriza la plenitud de su estilo, en el que fundió magistralmente su inclinación a la realidad y el lenguaje clasicista.Uno de los capítulos más prolíficos de su producción religiosa lo constituyen las imágenes de santos y apóstoles, a los que representa en solitario, de medio cuerpo o entero. El realismo de los modelos, tomados de la calle, y la intensidad expresiva imperan en este tipo de obras, en las que Ribera muestra su interés por la monumentalidad de las figuras. Los santos penitentes son, quizás, los más frecuentes -la Magdalena , Santa María Egipcíaca , San Pablo, San Onofre, etc.-, así como los apóstoles, de cuya concepción es magnífico ejemplo el San Andrés del Museo del Prado (h. 1630).Su dedicación al resto de los temas que no han sido citados fue mínima. No obstante, en fecha reciente se han descubierto dos paisajes (1639, colección Duques de Alba, Salamanca), en los que emplea un gran rigor compositivo, atenuado por la delicadeza de los efectos atmosféricos. También es excepcional en su trayectoria artística el retrato ecuestre de don Juan José de Austria (Palacio Real, Madrid), pintado cuando éste se trasladó a Nápoles para sofocar la revuelta de Masaniello.
A esta etapa pertenecen también varios martirios, protagonizados por modelos vulgares a la manera de Caravaggio (Martirio de San Andrés , 1628, Museo Szepmüvészeti, Budapest).También de 1626 es el Sileno borracho (Museo de Capodimonte, Nápoles), en el que interpreta la mitología de forma directa y sensual, con intención desmitificadora. Con el mismo espíritu, un tanto irónico, pintó sus filósofos y sabios mendigos (Demócrito , 1630, Museo del Prado, Madrid), varios de los cuales pertenecieron a la colección del virrey duque de Alcalá, hombre culto y erudito que probablemente le inspiró estos temas. También para él realizó La Barbuda de los Abruzzos (Magdalena Ventura, con su marido y su hijo, 1631, Hospital Tavera, Toledo), obra en la que Ribera registró con sus pinceles una extraña alteración de la naturaleza.En la década de los treinta su estilo sufrió una decisiva evolución. Su admiración por el colorido veneciano, el propio cambio de gusto de la pintura italiana y los trabajos de los clasicistas Domenichino y Lanfranco en Nápoles, le impulsaron a enriquecer su paleta y a iluminar sus fondos, aunque tanto en estos años como en los posteriores volvió a utilizar las sombras cuando el cliente o el tema lo exigieron. La obra que mejor representa este cambio es la Inmaculada Concepción (1635, convento de Agustinas de Monterrey, Salamanca), que hizo para el conde de Monterrey, gran mecenas y coleccionista, y virrey de Nápoles entre 1631 y 1637, etapa en la que distinguió especialmente a Ribera con sus encargos.
Esta grandiosa composición, que definió una nueva iconografía mariana en España, posee un dinamismo dependiente de Lanfranco y la luminosidad y la riqueza cromática que el pintor incorporó a su estilo a partir de estos años, en los que logró aunar su personal lenguaje realista con la serenidad y el equilibrio compositivo del clasicismo. Esta renovada fórmula aparece también en las obras mitológicas de este período (Apolo y Marsias , 1637, San Martino, Nápoles), e incluso en el Patizambo (1642, Museo del Louvre, París), mendigo tullido y de triste vida, del que sin embargo ofrece una digna imagen, llena de ternura.A partir de 1637, el entonces virrey duque de Medina de las Torres adquirió numerosas obras suyas para la colección real. Entre ellas sobresalen La bendición de Isaac (1637, Museo del Prado, Madrid), en la que prima la suntuosidad del color junto al realismo de expresiones y calidades, y El sueño de Jacob (1639, Museo del Prado, Madrid), concebido con un hondo lirismo que dimana del abandono del durmiente y de la cálida luz que baña la escena. Probablemente también de estos años es el magnífico Martirio de San Felipe (Museo del Prado, Madrid), que desmiente su mal entendida preferencia por lo sangriento, ya que rechaza la violencia propia del momento, destacando en cambio la piadosa entrega del santo por su fe.En esta etapa de máxima actividad, el artista tuvo, además de los virreyes, otro importante cliente: la Cartuja de San Martino, que en 1637 inició su remodelación decorativa.
En ese año pintó Ribera para su sacristía la Piedad (San Martino, Nápoles), en la que por necesidad del tema retomó a la interpretación dramática de los contrastes, aunque la estudiada y elegante disposición del cuerpo de Cristo y el equilibrio compositivo testimonian la madurez de su arte. A causa del éxito de este lienzo, recibió poco después el encargo de decorar los lunetos de los arcos de la iglesia, en los que representó a los Profetas (1638), y también la realización de un gran cuadro para el presbiterio: la Comunión de los Apóstoles (San Martino, Nápoles). Sin embargo, la larga enfermedad que sufrió en los años siguientes y la amargura que le produjo la revuelta de Masaniello contra la Corona en 1647, le alejaron de los pinceles y sólo en 1651 pudo llevar a cabo esta pintura, su última obra maestra. En ella exalta la Eucaristía con el tono solemne y a la vez humano que caracteriza la plenitud de su estilo, en el que fundió magistralmente su inclinación a la realidad y el lenguaje clasicista.Uno de los capítulos más prolíficos de su producción religiosa lo constituyen las imágenes de santos y apóstoles, a los que representa en solitario, de medio cuerpo o entero. El realismo de los modelos, tomados de la calle, y la intensidad expresiva imperan en este tipo de obras, en las que Ribera muestra su interés por la monumentalidad de las figuras. Los santos penitentes son, quizás, los más frecuentes -la Magdalena , Santa María Egipcíaca , San Pablo, San Onofre, etc.-, así como los apóstoles, de cuya concepción es magnífico ejemplo el San Andrés del Museo del Prado (h. 1630).Su dedicación al resto de los temas que no han sido citados fue mínima. No obstante, en fecha reciente se han descubierto dos paisajes (1639, colección Duques de Alba, Salamanca), en los que emplea un gran rigor compositivo, atenuado por la delicadeza de los efectos atmosféricos. También es excepcional en su trayectoria artística el retrato ecuestre de don Juan José de Austria (Palacio Real, Madrid), pintado cuando éste se trasladó a Nápoles para sofocar la revuelta de Masaniello.