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Cuando se produjeron las grandes invasiones de principios del siglo V en el Occidente romano hacía ya tiempo que el Cristianismo y la Iglesia habían dejado de ser ideología e institución hostiles al orden establecido del Imperio. Para aquel entonces Cristianismo e Iglesia habían ganado la batalla en un Imperio que se confesaba tanto cristiano como romano. El grupo hegemónico de la nobleza occidental que se escondía tras la dinastía de Valentiniano-Teodosio se había decidido radicalmente por el Cristianismo, en su versión nicena, como bandera ideológica de su legitimidad. Ciertamente, las invasiones bárbaras y los horrores del saqueo de la Urbe pudieron hacer renacer las esperanzas en algunos nostálgicos intelectuales paganos, tras el desastre de la batalla del Frígido de 394. Pero pronto éstas se desvanecerían con la recuperación de Honorio merced a los éxitos militares de Constancio, ayudado también por federados bárbaros. Para entonces la intelectualidad cristiana había encontrado ya los medios de comprender en la obra providencial de Dios el mismo hecho de las invasiones y asentamiento de los bárbaros. Por un lado éstos podían ser las consecuencias de un iudicium Dei por causa de los pecados de los romanos, y en especial de sus gobernantes. Además, los bárbaros habían sido desde remotos tiempos vistos con ojos benévolos, como el buen salvaje incontaminado por los crímenes de la civilización.

Y así, a mediados del siglo V, Salviano de Marsella podría explicar las terribles invasiones de la Galia y de las Españas como un beneficio para muchos provinciales, que optaban por los bárbaros en pos de la libertad y de la virtud de una vida primigenia. Pero por otro lado las mismas penetraciones bárbaras estaban permitiendo la conversión al Cristianismo de anteriores pueblos gentiles. Siguiendo con la hipostación creada por Rufino de Aquileya, al traducir al latín la "Historia eclesiástica" de Eusebio de Cesarea, la conversión cristiana constituía ahora el auténtico test del carácter civilizado o no de un pueblo o una persona, de forma tal que la antigua ekoumene grecorromana se trasmutaba en otra cristiana, y los antiguos cives romani en otros christiani... Algunos años después Agustín de Hipona en su "Civitas Dei", zanjaría la antañona cuestión de la aeternitas Romae en el sentido de que dicha Roma no debería identificarse con el Imperio terrenal, sino con la Roma celestial que no era otra cosa que la Iglesia, o congregación de los fieles en el Cuerpo místico de Cristo. Si desde mediados del siglo V los intelectuales del Occidente tenían ya el bagaje conceptual y doctrinal para explicar en términos cristianos la compleja historia contemporánea, la misma desaparición del poder imperial y su sustitución por los nuevos Reinos romano-germánicos, hacía ya tiempo también que las aristocracias occidentales venían empleando conceptos y formas cristianas para explicar sus relaciones de poder y de dominación política.

Por un lado la nueva religión de Estado se acomodó a la ideología secular dominante, abandonando para grupos marginales y heréticos (donatistas, etc.) ciertas tendencias favorables a una vuelta a una supuesta Iglesia apostólica, más o menos igualitarista, escasamente clerical y expectante de un cercano Reino cristiano destructor del Estado opresor romano. Pero, por otro lado, la paulatina desaparición del Imperio trajo consigo la imposibilidad para dichas aristocracias occidentales de obtener puestos de poder en provincias o en la Administración central, mediante su influencia en la Corte de Ravena. Además, las invasiones, la fragmentación política subsiguiente del Occidente, habían destruido los patrimonios transregionales y transprovinciales, y a la misma "Reichsadel" que sustentaban. En consecuencia, las apetencias de poder y protagonismo político de dichas aristocracias se contrajeron a horizontes regionales y locales, con una clara tendencia a residenciar en los viejos núcleos urbanos, pues ofrecían poderosas defensas y la posibilidad de continuar con un cierto tenor de vida civilizada. Durante los primeros tiempos de los nuevos Estados romano-germanos el acceso a los puestos de gobierno de los mismos no siempre fue fácil para esos mismos aristócratas. Por un lado el número de oportunidades era menor, al tener que compartir el poder con miembros de la nobleza bárbara. Y por otro a muchos aristócratas provinciales, orgullosos de la superioridad de su civitas romana, de su cultura literaria cristiana, les repugnaba esa misma participación, tal y como en la segunda mitad del siglo V señalaría el culto senador galo Sidonio Apolinar.

En tal situación la entrada masiva de tales aristocracias en la jerarquía eclesiástica -episcopal o monástica- parecía la única salida digna y auténtica salvaguardadora de su propia identidad cultural y de su predominio socioeconómico en el seno de sus comunidades. Además, el patrimonio eclesiástico no había dejado de crecer, con frecuencia como consecuencia de las donaciones de esa misma aristocracia laica. Además se encontraba exento de los peligros de fragmentación en virtud de las leyes de la herencia, y de los de confiscación por motivos de la lábil política contemporánea. Nada extraña que en los siglos V y VI en Occidente se constituyesen auténticas dinastías episcopales y la patrimonialización familiar de algunas sedes episcopales. Tan sólo la vieja gran aristocracia senatorial con asiento en la ciudad de Roma se mantuvo durante bastante tiempo fuera de esta tentación, consciente de su orgullo de estirpe; aunque sin duda dominaría episcopados y hasta el Papado a través de clientes y protegidos suyos. Sin duda que para aquellos tiempos la Iglesia occidental tenía una ideología por completo adaptada al tradicional lenguaje del poder en el ámbito local. Para ello fue fundamental que la jerarquía eclesiástica lograse ver reconocido su total monopolio sobre el control de la Ciencia revelada, acabando con el elemento perturbador que en el siglo IV había supuesto la presencia de otras personas a las que la comunidad también prestaba tal capacidad de control: desde magos y médicos a doctores laicos de las Escrituras.

Especialmente peligrosos estos últimos por pertenecer también a la misma nobleza senatorial o local. La solución del conflicto priscilianista, y su condena como herejía, a fines del siglo IV había venido a solucionar tales incoherencias y a eliminar dichos puntos de fricción. Mientras que por otro lado la figura y la obra de Martín de Tours en las Galias de finales del siglo IV habían venido también a eliminar incoherencias entre los diversos poderes eclesiásticos, -obispos y monjes, laicos y clérigos- a crear una nueva relación campo-ciudad y fundamentar sobre bases cristianas las tradicionales dependencias y jerarquías sociales. Esta solución se asentó en la afirmación de la superioridad indiscutible de la primacía episcopal, como intermediario fundamental entre la comunidad terrenal y la celestial, compuesta por los santos. Carácter intermediador que se explicitaba en tres fenómenos: a) su capacidad exorcista, obligando a los demonios a rebelarse, lo que hacía de los obispos similares a Dios; b) la custodia de las reliquias de los santos, y c) la dirección de la ceremonia colectiva de la misa y demás rituales litúrgicos mediante los cuales se producía una sincronía entre el tiempo terrestre y el celestial. Desde los tiempos de Martín de Tours el control de las reliquias, la construcción de basílicas y oratorios sobre las tumbas de los mártires y santos locales, considerados patronos de la comunidad, se habían constituido en palancas de poder y prestigio personal del obispo introductor del culto, y un medio para perpetuar la función episcopal en el seno de una misma familia o linaje aristocrático.

Los santos y el culto de las reliquias con sus basílicas y altares eran los puentes entre el cielo y la tierra, cuyos tiempos se sincronizaban con la liturgia. Por eso el interés de las diversas iglesias por unificar sus usos litúrgicos, y muy en especial la fijación de la axial fecha de la Pascua. La misa, además de un reflejo de la jornada celestial, era el momento propicio para entrar en comunión con los patronos celestiales de cada comunidad. La misa, controlada por el obispo en su catedral y por el presbítero en las restantes basílicas, jugaba un papel primordial en pro de la cohesión entre los miembros de la comunidad cristiana. Pues el único colectivo social que se diferenciaba en las ceremonias litúrgicas y en el supremo momento de la comunión era el estamento clerical, que realzaba así su supremacía social. Por ello se explica el interés de algunos de los nuevos soberanos germánicos en mantener su fe arriana. Más que una cuestión dogmática era una cuestión de control político y social, de legitimar una supremacía contestada por muchos, en especial por la arrogante aristocracia provincial. Pues en las Iglesias arrianas germanas los obispos eran nombrados directamente por el rey, y éste recibía antes que nadie, y en una ceremonia diversa, la comunión. La defensa de la ortodoxia del Arrianismo era también una defensa de la rectitud de sus gobernantes, de la misma justicia providencial de su nuevo poder político sobre la antigua del Imperio romano.

Pero en esta época el Cristianismo había venido a reinterpretar las nuevas relaciones campo-ciudad. La cristianización de los campos y campesinos de Occidente siguió las pautas creadas por Martín de Tours en el siglo IV para las tierras centrales de las Galias. Así pues se trató de un Cristianismo que había sabido desviar en su favor las tradiciones y referencias espaciales y temporales de la antiquísima religiosidad campesina: solapamiento de festividades cristianas con otras paganas fundamentales del ciclo agrícola, y advocación de anteriores lugares de culto a los santos y mártires. Lo que en bastantes casos no va más allá de una superficial apariencia cristiana de anteriores prácticas mágicas y fetichistas. Sólo en la medida en que dichas prácticas se pretendiesen seguir realizando al margen de los representantes de la jerarquía eclesiástica, y con una apariencia en exceso pagana -aspecto lascivo de ciertas fiestas que eran continuación de ritos de fecundidad, o continuidad de espacios y objetos religiosos sin la presencia de un recinto cristiano- ésta tenía que denunciarlo y pedir al brazo secular su erradicación. Y éste seria el sentido de más de un escrito de la época sobre la cristianización campesina, como el famoso "De correctione rusticorum" de Martín de Dumio en la Galicia de la segunda mitad del siglo VI. Dichas prácticas paganas además de como superstición eran visionadas como manifestaciones del poder del Diablo.

Al arrogarse el clero el monopolio del exorcismo la misma presencia de tales prácticas se convertía en un elemento mas del lenguaje cristiano del poder y la dominación, estando la misma Iglesia, más o menos inconscientemente, interesada en su mantenimiento. El hecho de que algunos señores laicos -como denunciará el XII Concilio de Toledo del 681- estuvieran interesados en defender esas prácticas de sus campesinos, habla también de un conflicto entre nobleza laica y jerarquía eclesiástica por controlar ese lenguaje de dominación que era la religión. En un plano más material dicho conflicto también se daría entre basílicas urbanas, controladas totalmente por el obispo, y las rurales y monasterios de fundación privada, cuyos fundadores pretendieron seguir ejerciendo un derecho de control sobre las rentas derivados de su patrimonio, o del diezmo eclesiástico, y de su gobierno. También en este caso la obra de Martín de Tours había señalado una vía de solución, propugnando la figura del monje obispo. Cosa que por motivos diversos también sería una situación normal en la Iglesia irlandesa y en el movimiento monástico que se dio en el noroeste hispano en la segunda mitad del siglo VII por obra de Fructuoso de Braga.

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