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Eco-Soc XVI

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En efecto, como afirma Alain Croix, otra dimensión fundamental en la situación de los campesinos era la de la propiedad. En muchos casos la libertad personal no sustituía las duras condiciones de existencia que implicaba el no disponer de tierra propia para cultivar y el depender por completo del trabajo asalariado. El grado de subordinación de los jornaleros andaluces a los grandes señores latifundistas del sur de España reflejaba unas condiciones de miseria que hacen olvidar cualquier consideración jurídica. El ejemplo puede calificarse de extremo, pero es sin duda elocuente. La propiedad de la tierra constituye el eje de la organización social de la producción agraria, así como un activo elemento diferenciador en el seno de la comunidad rural. Las formas de tenencia eran muy variadas. No todos los campesinos eran propietarios de las tierras que trabajaban; para ser más exactos: una buena parte no lo era. Es difícil fijar la proporción de tierras que estaban en manos de los campesinos, así como cuántos de ellos eran propietarios y cuántos no. Al considerar el primero de estos aspectos no debe olvidarse que una importante porción de la propiedad rústica estaba en poder de la nobleza, la Iglesia y la burguesía urbana. Como es lógico, las diferencias entre zonas eran notables. También lo eran las existentes entre las diversas modalidades de propiedad. Ciñéndose exclusivamente al campesinado y dejando a un lado el resto de propietarios de otras condiciones sociales, hay que destacar la existencia en el siglo XVI de un sector relativamente acomodado, por lo general propietarios de una suficiente extensión de tierras y de un buen número de cabezas de ganado.

Se trataba de un sector minoritario, en ocasiones con suficiente capacidad económica como para tomar a su servicio a domésticos y campesinos asalariados. A veces estos elementos destacados de la sociedad campesina, a los que quizá un tanto impropiamente se ha catalogado como burguesía rural, no eran tanto propietarios como arrendatarios de parcelas de tierra pertenecientes a otros sectores rentistas. Los campesinos que encajan en esta definición eran llamados en Francia, con cierta ironía, "coqs de village" (gallos de aldea). En Castilla la definición del campesinado acomodado encaja con el tipo del labrador, al que la literatura clásica idealizó como compendio de honestas virtudes (respetabilidad, laboriosidad, austeridad, sentido del honor, reverencia a la legítima autoridad). Lejos de esta visión, las "Relaciones topográficas" ordenadas por Felipe II dibujan más bien un panorama de enfrentamiento entre los villanos ricos y los jornaleros pobres que convivían con ellos en la comunidad aldeana. Al lado de los hacendados ricos cabe reconocer un sector bastante numeroso de pequeños propietarios cuya situación se solía caracterizar por el padecimiento de dificultades económicas crónicas. A éstos, en mayor grado que a los primeros, afectó el inexorable proceso de deterioro de la propiedad campesina que se activó en el siglo XVI y culminó en el XVII. Dicho proceso se debió a varias causas. Una de las principales consistió probablemente en las onerosas exacciones impuestas sobre el producto agrario.

A las habituales detracciones eclesiásticas (en los países católicos el diezmo de todo lo que se labraba y todo lo que se criaba pertenecía a la Iglesia) hay que unir los derechos señoriales cuando la propiedad se situaba en territorio bajo jurisdicción de señorío y, especialmente, la creciente presión de la fiscalidad estatal. Ésta no resultó igualmente agobiante en todos los países, pero se incrementó en los que la acción del Estado resultó progresivamente eficaz. En los territorios de la Corona de Castilla, por ejemplo, pueden percibirse con claridad los negativos efectos del fisco real sobre el campesinado, el cual representaba la base numérica de la población pechera, estando sujeto a contribuciones ordinarias y extraordinarias y a la enojosa obligación de alojar soldados en caso de presencia de tropas. Además de la obligación de hacer frente a pesadas cargas fiscales, el campesinado castellano se vio acuciado por la política de tasas de la Corona. El temor a las carestías propició la fijación de aranceles para el trigo, a cuyo precio máximo debía sujetarse la venta de este producto alimenticio básico, al que se dedicaba la mayor parte del terreno en cultivo. En la práctica, los revendedores lograban burlar esta medida, por lo que con frecuencia, y a pesar de las denuncias formuladas, el trigo alcanzaba un precio de mercado superior al de tasa. A los campesinos, sin embargo, les resultaba muy difícil eludir la tasa, lo que reducía notablemente sus ganancias.

La plaga de los impuestos no hacía más que agravar las plagas naturales que los aldeanos cíclicamente padecían. La extrema dependencia de las cosechas respecto a las condiciones climatológicas deparaba periódicas pérdidas cuando el tiempo no resultaba propicio. Todo ello condenaba al campesinado -y en especial a sus capas propietarias más débiles- a una situación de precariedad económica que con frecuencia lo arrastraba a endeudarse. No siempre el campesino obtenía de la tierra el producto suficiente para hacer frente a sus tres obligaciones elementales: alimentar a su familia, resembrar para garantizar la continuidad del ciclo agrícola y pagar sus impuestos. En ocasiones la necesidad determinó la aparición de ciertos mecanismos de previsión. Los pósitos castellanos, por ejemplo, fueron instituciones municipales que sirvieron, entre otras cosas, para adelantar trigo a los aldeanos para la sementera. Pero en otros casos, la necesidad obligó a los campesinos a pedir prestado a los burgueses de las ciudades, lo que no hizo sino agravar aún más su precaria situación. Al ofrecer como garantía sus tierras corrían el grave riesgo de perderlas cuando la adversidad les impedía satisfacer sus deudas con regularidad, viéndose abocados a la ruina. Mala climatología, impuestos y deudas constituyeron los enemigos más temibles de la población rural. Aunque las consecuencias más estridentes de esta situación endémica se podrán observar con mayor claridad en un siglo de crisis como el XVII que en un siglo de expansión como el XVI, su resultado seria un inevitable proceso de expropiación del pequeño campesinado y de polarizacion creciente de la sociedad rural.

Además de la propiedad, es necesario contemplar otras formas de tenencia. El arrendamiento constituía una de las más frecuentes. En algunas regiones persistían ciertas formas de cesión del dominio útil de la tierra heredadas del pasado medieval. Los foros gallegos y ciertas formas tardías de enfiteusis representaban una especie de arrendamiento a muy largo plazo (por toda la vida, por tres generaciones) en el que el reconocimiento de la propiedad se efectuaba a través del pago de un censo o canon anual. Con el paso del tiempo el valor de tales censos se deterioró a causa de la inflación, lo que resulto ventajoso para los campesinos. Las favorables circunstancias de la coyuntura agraria iniciada a fines del siglo XV, que tuvo corno consecuencia la revalorización de la tierra y el incremento de su demanda, determinaron la presión de los propietarios para acortar el plazo de los contratos de arrendamiento y para subir su precio. Los campesinos arrendatarios quedaron así sujetos a unas peores condiciones. El precio del arrendamiento se satisfacía unas veces en especies y otras en dinero. En el primer caso la cantidad de frutos podía ser fija o proporcional a lo cosechado. Una modalidad del contrato agrario distinta del arrendamiento era la medianía, conocida en Castilla como aparcería, como "métayage" en Francia y como "mezzadria" en Italia. Se trataba de un acuerdo según el cual el propietario aportaba la tierra y el aparcero el trabajo, repartiéndose a partes iguales entre ambos el fruto de la cosecha.

El trabajador solía aportar también los animales y aperos de labranza, aunque este aspecto quedaba también sujeto a variaciones. Se trataba, como puede comprobarse, de un sistema desfavorable al campesino aparcero, que debía ceder una alta proporción de su trabajo en beneficio del titular de la propiedad. Finalmente, un nada despreciable número de campesinos sin tierras y sin capacidad económica para acceder al mercado de arrendamientos trabajaban como asalariados por cuenta ajena. La proporción de estos jornaleros respecto al total de la fuerza de trabajo campesina era también muy variable. Su número era elevado en aquellas zonas en las que dominaban las propiedades latifundistas en régimen de explotación directa, y era por el contrario muy pequeño en las áreas de dominio de la pequeña propiedad. La mano de obra jornalera era numerosa, por ejemplo, en el centro y en el sur de España. En el caso de Castilla la Nueva la proporción respecto al total del campesinado ascendía para algunos autores al 50 por 100, aunque otros reducen esta proporción al 20 por 100. Las condiciones de trabajo y de vida de los jornaleros eran muy precarias. Su empleo era por lo general eventual. La demanda de trabajo era mayor en las épocas en que abundaban las faenas agrícolas, en especial la cosecha, pero descendía drásticamente en otros períodos del año, circunstancia que les obligaba a veces a itinerar en búsqueda de contratos estacionales. Ser jornalero equivalía a ser pobre. Los campesinos asalariados y sus familias sobrevivían en condiciones extremas; padecían una subalimentación crónica y dependían dramáticamente de jornales míseros y faltos de continuidad. "La vida de esta masa empobrecida -afirman C. Lis y H. Soly- fue, por lo tanto, una lucha diaria por la mera subsistencia, una lucha cuyo resultado era extremadamente incierto".

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