Mujeres lectoras y escritoras
Compartir
Datos principales
Rango
Edad Moderna
Desarrollo
En contra de lo que comúnmente se puede pensar y según deja entrever la historiografía actual, la Edad Moderna tuvo como grandes figuras históricas a muchas mujeres lectoras y escritoras. Las limitaciones que siempre han caracterizado al estudio de las relaciones de estas damas con el mundo de las letras (188 ) . Siempre ha flotado en el ambiente de estudio de esta materia la idea de que la alfabetización de las damas era bastante inferior a la de los varones. Gráfico Dicha premisa no hacía sino otorgar apoyos a las formulaciones que dudaban de la capacidad intelectual de ellas, que poseía un límite de aprendizaje que era parejo a las funciones sociales que desempeñaban. Pero pese a estas ideas, la existencia durante toda la historia de mujeres escritoras y lectoras es innegable, en mayor o menor número de casos, aunque cierto es que con la invención de la imprenta, la relación entre mujeres y lectura experimentó un brutal crecimiento. Comenzó el papel "masivo" de ellas como consumidoras -y no únicamente eso, sino creadoras- de cultura escrita. A partir de este momento, lectoras y escritoras, pese a ser figuras minoritarias, llegaron a alcanzar una relevancia, proyección e importancias inéditas hasta ese momento para el resto de la sociedad del Antiguo Régimen. Paulatinamente, las lectoras fueron conformando un importante sector de público cada vez más solicitado por autores, críticos y editores, que vislumbraron en el horizonte editorial un recién descubierto público en exponencial crecimiento.
Las escritoras pasaron de ser algo excepcional e incluso anecdótico hasta lograr mayor consideración sociocultural, proceso que se vio favorablemente acelerado por los avances de la educación y la expansión de la alfabetización a lo largo del Siglo de las Luces, un tiempo en el que la letra escrita ya había llegado a altos niveles de difusión. Este progreso no tiene que ser entendido únicamente como algo que dotó de algo más de libertad a las mujeres de la época, no hay que caer en la falacia de mujer leída, mujer más libre, puesto que el hecho de poseer un mayor acceso a la producción y lectura de escritos, aunque abrió nuevas posibilidades a estas mujeres de letras, también implicó nuevas o renovadas formas de constricción. Por esta razón, hay que tener en cuenta la profunda ambigüedad que los múltiples significados que el acceso a la lectura y la escritura tuvo para las mujeres. El término con el que se conocía en la época a las que se dedicaban a estas labores o tenían hobbies relacionados con los libros y textos era "literatas". Más lleno de matices negativos que de elogios, al atardecer de la modernidad, era un vocablo cargado de ambivalencia, en un tiempo en el que la relación de ellas con el saber era muy limitada socialmente. No eran llamadas "escritoras" o "lectoras". Aunque no sólo hubo féminas que escribían y otras que leían. Dentro del grupo de "mujeres de letras", existe un crisol de figuras femeninas con una profunda vinculación con el mundo de la palabra escrita, a través de la lectura, la escritura e incluso la conversación sobre temas literarios, además de la mera consecución de provecho económico o proyección personal y, cómo no, el mero amor a los libros.
Y es que aunque la sociedad moderna vendiese a los cuatro vientos su intención de remediar la ignorancia femenina existente, en el siglo XVIII los límites del saber, considerados suficientes para la enseñanza femenina, se ampliaron de manera muy ligera. Las intelectuales eran vistas como una excepción que confirmaba la regla de la inferioridad femenina en los campos de sabiduría y ciencia. La gloria de la aceptación estaba reservada para unas pocas "mujeres ilustres", sabias en unos casos, también en muchos otros, niñas procedentes de familias pudientes y precozmente encumbradas, que exhibían sus conocimientos de discursos laudatorios delante de un público selecto o en actos solemnes, al estilo de M.? Rosario Cepeda y Mayo en Cádiz en 1768, Pascuala Caro, hija de los marqueses de la Romana, en Valencia en 1781 o M.? Isidra de Guzmán y La Cerda, hija de los marqueses de Montealegre, investida en 1785 doctora y catedrática honorífica de la Universidad de Alcalá. Estos acontecimientos estaban protagonizados por figuras singulares y particulares aisladas y no hacían sino enmascarar la desconfianza que se profesaba hacia las mujeres en el campo del saber. Estas excepciones permitían a las familias y a las autoridades alardear de su talante ilustrado y cultivado, pero como máscara de lo que detrás se escondía, como muestra la figura, tan habitual en la literatura de la modernidad, de la bachillera, una mujer pedante en clave de humor que mostraba la idea de que las jóvenes debían de ser formadas en todo para cumplir de mejor manera sus obligaciones como madres, educadoras, esposas y anfitrionas agradables, sin meterse a pelear intelectualmente con los varones en el mundo del conocimiento y el saber.
Las mujeres lectoras constituían una pequeña minoría dentro de las ya pocas personas de la sociedad española que podían tener acceso a la lectura. Con el paso del tiempo esta minoría fue creciendo, pero sin grandes alardes. Hacia 1887, sólo un tercio de las mujeres de España sabían leer o escribir, frente al doble de hombres que lo hacían. Estas cifras no se igualaron hasta bien entrado el siglo XX. El aprendizaje de la lectura y el de la escritura no iban a la par, por lo que era frecuente una semialfabetización latente, es decir, que existían muchos casos de mujeres (en menor medida, también hombres) incapaces de escribir su nombre pero, sin embargo, sabían leer los libros y escritos que, en muchos casos, incluso poseían. Además, existían fuertes diferencias regionales y sociales en este aprendizaje. Sería de gran interés poder conocer el número de lectoras reales, aquellas que leían o hacían uso de la lectura con cierta asiduidad, pero es casi imposible precisar estos datos. Los numerosos testimonios que a partir del siglo XVI se refieren con extrañeza a la lectura como práctica habitual entre las mujeres (de manera particular entre las élites urbanas) y la representación más frecuente de las lectoras en la iconografía y la literatura, expresan la percepción de que se estaba produciendo un cambio, y que "las posibilidades de una cotidiana familiaridad femenina con lo escrito habían ido en aumento." (189 ) Una percepción que se agudizará en el siglo XVIII, al compás de la ampliación y diversificación de los escritos que circulan de forma impresa. (190 ) Lo que sí se sabe es que las mujeres de letras dejaron de ser una mera anécdota y pasaron a ser una realidad progresiva, gracias a la expansión de la palabra escrita por toda Europa Occidental, promovida por la comercialización de obras literarias, así como el auge de la prensa periódica a lo largo del siglo XVIII.
Las escritoras pasaron de ser algo excepcional e incluso anecdótico hasta lograr mayor consideración sociocultural, proceso que se vio favorablemente acelerado por los avances de la educación y la expansión de la alfabetización a lo largo del Siglo de las Luces, un tiempo en el que la letra escrita ya había llegado a altos niveles de difusión. Este progreso no tiene que ser entendido únicamente como algo que dotó de algo más de libertad a las mujeres de la época, no hay que caer en la falacia de mujer leída, mujer más libre, puesto que el hecho de poseer un mayor acceso a la producción y lectura de escritos, aunque abrió nuevas posibilidades a estas mujeres de letras, también implicó nuevas o renovadas formas de constricción. Por esta razón, hay que tener en cuenta la profunda ambigüedad que los múltiples significados que el acceso a la lectura y la escritura tuvo para las mujeres. El término con el que se conocía en la época a las que se dedicaban a estas labores o tenían hobbies relacionados con los libros y textos era "literatas". Más lleno de matices negativos que de elogios, al atardecer de la modernidad, era un vocablo cargado de ambivalencia, en un tiempo en el que la relación de ellas con el saber era muy limitada socialmente. No eran llamadas "escritoras" o "lectoras". Aunque no sólo hubo féminas que escribían y otras que leían. Dentro del grupo de "mujeres de letras", existe un crisol de figuras femeninas con una profunda vinculación con el mundo de la palabra escrita, a través de la lectura, la escritura e incluso la conversación sobre temas literarios, además de la mera consecución de provecho económico o proyección personal y, cómo no, el mero amor a los libros.
Y es que aunque la sociedad moderna vendiese a los cuatro vientos su intención de remediar la ignorancia femenina existente, en el siglo XVIII los límites del saber, considerados suficientes para la enseñanza femenina, se ampliaron de manera muy ligera. Las intelectuales eran vistas como una excepción que confirmaba la regla de la inferioridad femenina en los campos de sabiduría y ciencia. La gloria de la aceptación estaba reservada para unas pocas "mujeres ilustres", sabias en unos casos, también en muchos otros, niñas procedentes de familias pudientes y precozmente encumbradas, que exhibían sus conocimientos de discursos laudatorios delante de un público selecto o en actos solemnes, al estilo de M.? Rosario Cepeda y Mayo en Cádiz en 1768, Pascuala Caro, hija de los marqueses de la Romana, en Valencia en 1781 o M.? Isidra de Guzmán y La Cerda, hija de los marqueses de Montealegre, investida en 1785 doctora y catedrática honorífica de la Universidad de Alcalá. Estos acontecimientos estaban protagonizados por figuras singulares y particulares aisladas y no hacían sino enmascarar la desconfianza que se profesaba hacia las mujeres en el campo del saber. Estas excepciones permitían a las familias y a las autoridades alardear de su talante ilustrado y cultivado, pero como máscara de lo que detrás se escondía, como muestra la figura, tan habitual en la literatura de la modernidad, de la bachillera, una mujer pedante en clave de humor que mostraba la idea de que las jóvenes debían de ser formadas en todo para cumplir de mejor manera sus obligaciones como madres, educadoras, esposas y anfitrionas agradables, sin meterse a pelear intelectualmente con los varones en el mundo del conocimiento y el saber.
Las mujeres lectoras constituían una pequeña minoría dentro de las ya pocas personas de la sociedad española que podían tener acceso a la lectura. Con el paso del tiempo esta minoría fue creciendo, pero sin grandes alardes. Hacia 1887, sólo un tercio de las mujeres de España sabían leer o escribir, frente al doble de hombres que lo hacían. Estas cifras no se igualaron hasta bien entrado el siglo XX. El aprendizaje de la lectura y el de la escritura no iban a la par, por lo que era frecuente una semialfabetización latente, es decir, que existían muchos casos de mujeres (en menor medida, también hombres) incapaces de escribir su nombre pero, sin embargo, sabían leer los libros y escritos que, en muchos casos, incluso poseían. Además, existían fuertes diferencias regionales y sociales en este aprendizaje. Sería de gran interés poder conocer el número de lectoras reales, aquellas que leían o hacían uso de la lectura con cierta asiduidad, pero es casi imposible precisar estos datos. Los numerosos testimonios que a partir del siglo XVI se refieren con extrañeza a la lectura como práctica habitual entre las mujeres (de manera particular entre las élites urbanas) y la representación más frecuente de las lectoras en la iconografía y la literatura, expresan la percepción de que se estaba produciendo un cambio, y que "las posibilidades de una cotidiana familiaridad femenina con lo escrito habían ido en aumento." (189 ) Una percepción que se agudizará en el siglo XVIII, al compás de la ampliación y diversificación de los escritos que circulan de forma impresa. (190 ) Lo que sí se sabe es que las mujeres de letras dejaron de ser una mera anécdota y pasaron a ser una realidad progresiva, gracias a la expansión de la palabra escrita por toda Europa Occidental, promovida por la comercialización de obras literarias, así como el auge de la prensa periódica a lo largo del siglo XVIII.