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Datos principales
Rango
Edad Moderna
Desarrollo
Otro de los ideales del Antiguo Régimen fue el de la viuda como madre. La práctica de la castidad de la viuda, unido a su rol materno, le otorgó un papel especialmente positivo en la sociedad moderna: el de "mater et virgo". La madre no sólo tenía la tarea de nutrir a sus hijos, también era la responsable de la moralidad de éstos -sobre todo en el caso de las hijas: "talis mater, talis filia", rezaba el refrán-. Por ello, en estos siglos se intensificó un culto y una iconografía particularmente volcada en los aspectos maternales de la imagen de María: como la escena en la que Santa Ana enseña a leer la Virgen María, o la famosa obra de Alonso Cano de la Virgen con el niño Jesús. Esta cuestión cobró especial relevancia en el caso de las viudas, convertidas por la fuerza de las circunstancias en madres y padres de sus hijos. Estas mujeres que decidían permanecer junto a sus hijos rechazando las segundas nupcias, castas y entregadas a su imagen de 'mater et virgo', lograron que su posición en la sociedad fuese muy valorada. Gráfico Claro está que el papel materno de una viuda conllevaba también esfuerzo y dificultad: debía sacar adelante a sus hijos sin el aporte económico del cabeza de familia, tomar sola -a veces con la ayuda de los familiares- las decisiones respecto al futuro de sus vástagos (matrimonio, educación) y educarlos para ser hombres y mujeres de provecho. Para afrontar este duro deber, los tratadistas exigían a las viudas que fueran firmes y disciplinadas.
De otra forma su tendencia blanda y amorosa perjudicaría a sus hijos, sobre todo cuando eran varones. En este sentido, decía Vives, era casi refrán común que cuando se veía a un niño desobediente se le llamase 'criado de viuda', por culpa del "mucho regalo con que los crían, o el poco saberlos criar". Este 'exceso' de amor era, en otras ocasiones, considerado como una ventaja. Gracias al sincero afecto materno, las viudas fueron consideradas las tutoras ideales para sus hijos. Nadie mejor que ellas podía garantizar el cuidado físico y afectivo de los pequeños. De hecho, al discernir la tutela de un menor, los tribunales de la Edad Moderna tuvieron muy en cuenta este aspecto favoreciendo, por lo general, a las madres frente a otros parientes. Además, puesto que las madres no podían acceder a la sucesión de bienes de sus pequeños, quedaban exentas de la sospecha que afectó a tíos y abuelos paternos. La siguiente ley decretada por Pedro II de Aragón muestra este recelo: Con frecuencia se lleva a la Real audiencia que algunos, movidos por la codicia o por voluntad diabólica, procuran por sí mismos o por otros la muerte de aquellos a quienes pueden suceder en sus bienes inmuebles y sus otros bienes. Por otro lado, el nombramiento de las esposas como tutoras en los testamentos de sus maridos se enmarcaba a menudo en la estrategia del padre por mantener la dote de la madre dentro de su linaje, incentivándola con una serie de ventajas para que permaneciese junto a sus retoños: así, la viudedad foral navarra, por ejemplo, mantenía según algunos autores la unidad familiar, pues otorgaba a la viuda el derecho de usufructuar los bienes de su esposo y vivir con sus hijos en la casa conyugal siempre y cuando no optase por contraer segundas nupcias; mientras que en Castilla, al morir el marido, si los hijos eran pequeños, la madre podía ser su tutora usufructuando los bienes de su esposo y, tras pasar algunos años dedicados al cuidado de los hijos, realizar la partición de bienes con ellos para casarse nuevamente; finalmente, la viuda valenciana tenía el derecho de optatio, es decir, podía elegir entre vivir con los hijos y con el usufructo de todos los bienes del marido premuerto mientras los hijos fueran menores de edad, o vivir independientemente con una cuota. Las madres podían aceptar este cargo o, si la administración de los bienes conllevaba más dificultades que beneficios, podían optar por rechazar dicho nombramiento para contraer segundas nupcias. Al fin y al cabo, la mayoría de los cuerpos jurídicos europeos condenaron con la pérdida de la tutela a aquellas viudas que decidiesen buscar un nuevo marido.
De otra forma su tendencia blanda y amorosa perjudicaría a sus hijos, sobre todo cuando eran varones. En este sentido, decía Vives, era casi refrán común que cuando se veía a un niño desobediente se le llamase 'criado de viuda', por culpa del "mucho regalo con que los crían, o el poco saberlos criar". Este 'exceso' de amor era, en otras ocasiones, considerado como una ventaja. Gracias al sincero afecto materno, las viudas fueron consideradas las tutoras ideales para sus hijos. Nadie mejor que ellas podía garantizar el cuidado físico y afectivo de los pequeños. De hecho, al discernir la tutela de un menor, los tribunales de la Edad Moderna tuvieron muy en cuenta este aspecto favoreciendo, por lo general, a las madres frente a otros parientes. Además, puesto que las madres no podían acceder a la sucesión de bienes de sus pequeños, quedaban exentas de la sospecha que afectó a tíos y abuelos paternos. La siguiente ley decretada por Pedro II de Aragón muestra este recelo: Con frecuencia se lleva a la Real audiencia que algunos, movidos por la codicia o por voluntad diabólica, procuran por sí mismos o por otros la muerte de aquellos a quienes pueden suceder en sus bienes inmuebles y sus otros bienes. Por otro lado, el nombramiento de las esposas como tutoras en los testamentos de sus maridos se enmarcaba a menudo en la estrategia del padre por mantener la dote de la madre dentro de su linaje, incentivándola con una serie de ventajas para que permaneciese junto a sus retoños: así, la viudedad foral navarra, por ejemplo, mantenía según algunos autores la unidad familiar, pues otorgaba a la viuda el derecho de usufructuar los bienes de su esposo y vivir con sus hijos en la casa conyugal siempre y cuando no optase por contraer segundas nupcias; mientras que en Castilla, al morir el marido, si los hijos eran pequeños, la madre podía ser su tutora usufructuando los bienes de su esposo y, tras pasar algunos años dedicados al cuidado de los hijos, realizar la partición de bienes con ellos para casarse nuevamente; finalmente, la viuda valenciana tenía el derecho de optatio, es decir, podía elegir entre vivir con los hijos y con el usufructo de todos los bienes del marido premuerto mientras los hijos fueran menores de edad, o vivir independientemente con una cuota. Las madres podían aceptar este cargo o, si la administración de los bienes conllevaba más dificultades que beneficios, podían optar por rechazar dicho nombramiento para contraer segundas nupcias. Al fin y al cabo, la mayoría de los cuerpos jurídicos europeos condenaron con la pérdida de la tutela a aquellas viudas que decidiesen buscar un nuevo marido.