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Una nación puede ser descrita como una comunidad de individuos cuya conciencia de pertenecer a algo común se basa en la creencia de que tienen una misma patria y en la experiencia de unas tradiciones comunes y una única trayectoria histórica. En este sentido general, hay naciones cuya existencia data de muchas centurias antes de 1815. Existía, por ejemplo, un vivo sentimiento de nacionalidad en la Inglaterra de los Tudores en el siglo XVI, y Francia desarrolló un sentimiento similar bajo la monarquía centralizadora de los Borbones. Pero el nacionalismo europeo, en su sentido moderno, es decir, el que se basa en el deseo de unos individuos de afirmar su unidad y su independencia frente a otras comunidades o grupos, nació fundamentalmente en el siglo XIX. En efecto, surgió en Europa como consecuencia de la Revolución francesa y del Imperio napoleónico.La doctrina jacobina de la soberanía del pueblo podía interpretarse en un doble sentido. Por una parte afirmaba el derecho de una nación para rebelarse frente a su monarca y para determinar su propia forma de gobierno, ejerciendo un control sobre él. Pero por otra parte implicaba la doctrina democrática de que el gobierno debía representar a todo el pueblo; es decir, que de acuerdo con los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, proclamaba los derechos de todos los ciudadanos, independientemente de su situación o de su riqueza, a disponer de ellos mismos.

Es, en definitiva, la prolongación de la libertad individual y de la soberanía nacional. Los excesos del gobierno jacobino durante la época del Terror desacreditaron las ideas democráticas de la Revolución; sin embargo, las conquistas de Napoleón en Europa consolidaron y reforzaron las ideas y los sentimientos nacionalistas. Así pues, en 1815 el nacionalismo era un sentimiento en Europa mucho más fuerte que el de la democracia.La expansión del imperio napoleónico removió fundamentalmente los sentimientos nacionalistas en Alemania y en Italia, pero también produjo efectos en España, Polonia, Bélgica, Rusia y Portugal. Esos sentimientos consistían en un principio en una actitud de resistencia ante el dominio extranjero; es decir, eran ante todo unos sentimientos anti-franceses. Como consecuencia de ello, cobraron un nuevo valor las costumbres nativas, las instituciones locales, la cultura y la lengua tradicionales. El racionalismo francés y la Ilustración eran de carácter cosmopolita y tenían un sabor internacionalista. La reacción del nuevo nacionalismo contra ellos iba a ser romántica, y de carácter particularista y exclusivo.En aquellos momentos, Alemania estaba viviendo un gran renacimiento cultural en el terreno de las letras, de la música y del pensamiento. Era la época de Beethoven, de Goethe, de Schiller, de Kant y de Hegel.

Por consiguiente, podía enorgullecerse de presentar un panorama cultural más rico que el de Francia, a la que había arrebatado la superioridad de que ésta había disfrutado durante el siglo XVIII. Los filósofos Herder y Fichte habían mostrado a los alemanes la importancia del carácter nacional peculiar, o Volksgeist, que presentaban como la base fundamental de toda cultura y de toda civilización. Después de la batalla de Jena en 1806, Prusia desapareció prácticamente como potencia en el mapa de Europa, pero a partir de 1815 resurgió como principal foco de las esperanzas nacionalistas alemanas, en contraste con Austria, cuya preeminencia en la nueva Confederación fue utilizada para mantener desunida políticamente a Alemania. Las ideas y el aliento intelectual para el reforzamiento de este nacionalismo procedía fundamentalmente de la Universidad de Berlín, la ciudad que fue ocupada por Napoleón después de Jena. Desde allí, G. W. F. Hegel expandió la nueva filosofía de la autoridad y del poder del Estado que iba a cautivar a los alemanes, a los italianos y a muchos otros europeos durante todo el siglo XIX.Lo que puede resultar más paradójico de este movimiento es que preconizaba unas reformas similares a las que se habían llevado a cabo durante la Revolución francesa. "Debemos hacer desde arriba lo que los franceses han hecho desde abajo", escribió Hardenberg al rey de Prusia en 1807. En efecto, los reformadores de Prusia se hallaban impresionados por la fuerza y la vitalidad que podía generar un pueblo en armas, como habían demostrado los revolucionarios franceses.

Por eso, se lanzaron a la creación de una autoridad central fuerte, de un ejército verdaderamente nacional de un sistema de educación destinado a inculcar a los ciudadanos un espíritu de reverencia patriótica a la herencia germánica y de devoción a la causa nacionalista alemana.Mientras tanto, Napoleón se dedicaba a su intento de crear una gran Alemania, mediante la destrucción del Sacro Romano Imperio y la formación de la Confederación del Rin, y a la tarea de sustituir las antiguas leyes y procedimientos judiciales por el Código napoleónico. De manera que se producían al mismo tiempo dos procesos aparentemente contradictorios: por una parte se adoptaban métodos e instituciones franceses y por otra se creaba un sentimiento antifrancés a causa de su dominio y de sus victorias en territorio alemán.La victoria de Prusia en la batalla de Leipzig, en 1813, dio un impulso al nacionalismo a nivel popular. Aquello se interpretó como el fruto y la justificación de todo lo que los nacionalistas habían estado predicando y de todo lo que los reformadores habían estado haciendo para regenerar a Prusia. Leipzig se convirtió en una auténtica leyenda y, aunque en realidad aquella derrota de Napoleón se debió más bien a la desastrosa campaña que el emperador francés había llevado a cabo en Rusia el año anterior, sirvió a los alemanes para consolidar el nacionalismo alemán y para darle fuerzas para una liberación definitiva.En Italia, el surgimiento del nacionalismo guarda ciertas diferencias con el caso de Alemania.

Allí, el dominio napoleónico fue más largo, pero menos opresivo. Las clases medias de la sociedad italiana no vieron con malos ojos la aparición de un dominio que impuso un sistema más eficaz y que terminó con la hegemonía de los pequeños príncipes y del mismo Papa. Sin embargo, lo mismo que en Alemania, la idea de Napoleón de reducir el número de Estados, alentó las aspiraciones de unificación. El intento de Murat de unir a toda Italia en un solo Estado, aunque fracasó en 1815, no fue olvidado por muchos patriotas italianos que pronto emprenderían nuevos movimientos en este sentido.En España, con motivo de la ocupación de las tropas napoleónicas, se produjeron también dos movimientos aparentemente contradictorios. Mientras que un grupo de españoles patriotas se refugiaban en Cádiz y, reunidos en Cortes, aprobaban una serie de reformas a la francesa destinadas a transformar de raíz las instituciones, la sociedad y la economía tradicionales, otros -la inmensa mayoría- se levantaban unánimemente contra el invasor francés dando muestras de un espíritu nacional solidario frente al dominio extranjero. Sin embargo, en España la burguesía liberal, necesaria para la consolidación de los movimientos decimonónicos de independencia y nacionalismo, era escasa en número y tenía poca fuerza.Polonia constituía el centro del nacionalismo agraviado en la Europa del Este. A finales del siglo XIX su territorio había sido repartido entre los imperios de Rusia, Prusia y Austria.

Cuando Napoleón creó el Gran Ducado de Varsovia en 1807, los polacos creyeron que ése podía constituir un paso importante para conseguir la independencia. Pero pronto se dieron cuenta de que eso no entraba en los cálculos del emperador y que, por el contrario, la nueva entidad no iba a ser más que un peón que éste iba a utilizar en sus relaciones con Rusia. Cuando se produjo la derrota napoleónica a manos de las potencias europeas, el Estado polaco fue de nuevo postergado, pero las ideas revolucionarias y las expectativas creadas durante el dominio napoleónico movieron a los patriotas a buscar firmemente la unidad nacional y la independencia, aunque ambas tardarían todavía un siglo en conseguirse.En lo que respecta a Rusia, el sentimiento nacionalista era aún, en esta época, débil y difuso. Las derrotas napoleónicas en Smolensko y Moscú, así como la épica retirada de la Grande Armée, junto con los actos de pillaje y de saqueo de los soldados franceses, contribuyeron a crear un sentimiento de orgullo y de independencia nacional entre aquella población. Sin embargo, aquellos acontecimientos tuvieron un efecto muy limitado en la creación de una conciencia de nacionalismo en un imperio en el que el régimen se hallaba muy distanciado del pueblo.En realidad, la política de Napoleón en Europa no iba más allá de convertir a los países conquistados en satélites de Francia y de poner medios para satisfacer sus ambiciones dinásticas.

Probablemente, el emperador no tenía un proyecto claro para utilizar los nacientes sentimientos nacionalistas en algunos países europeos contra sus respectivos gobiernos. Como tampoco preparó una estructura para darle consistencia a su imperio, limitándose a introducir los códigos legales y el sistema administrativo. Las urgencias militares y los requerimientos del Sistema Continental fueron los elementos que marcaron su política en cada momento y para cada ocasión. El nacionalismo no fue, por consiguiente, un producto de las intenciones de Napoleón, sino más bien un fenómeno que surgió en contra de su Imperio en los pueblos sometidos al peso y la exacciones de la presencia francesa.Cuando, tras la derrota napoleónica, los soberanos y los estadistas emprendieron la reconstrucción de Europa en el Congreso de Viena, se olvidaron de los sentimientos nacionalistas que habían contribuido a levantar a los pueblos contra el dominio del Emperador. Las potencias conservadoras, al oprimir al mismo tiempo los movimientos de las nacionalidades y las corrientes liberales, los convirtió en aliados. En efecto, como ha puesto de manifiesto René Remond, la alianza a partir de 1815 entre el movimiento de las nacionalidades y la idea liberal, provenía del desconocimiento por parte de los diplomáticos, de las aspiraciones nacionales. Los movimientos revolucionarios que van a tener lugar a partir de 1830 presentarán, pues, ese doble carácter de revoluciones liberales y de revoluciones nacionales. "Si es cierto -afirma Remond- que el hecho nacional no es más que un molde vacío que necesita una ideología, este molde es llenado, en ese momento, por la ideología liberal".

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