Los hombres y sus programas arquitectónicos
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Arte Español Medieval
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Mauricio, desde 1213 obispo de Burgos, se había formado en Teología en París; allí debió coincidir con su amigo, el futuro arzobispo de Toledo, con el que más tarde acudiría a Roma con motivo de la celebración del IV Concilio de Letrán (1215). En 1219, como hombre de confianza de Fernando III , volvía a atravesar Francia con la misión de recoger a la futura esposa del rey, Beatriz de Suabia . Durante sus continuos viajes el obispo pudo conocer la nueva arquitectura europea. El caso es que, apenas transcurridos dos años desde que celebrara el matrimonio real en la vieja catedral románica, las crónicas nos lo presentan colocando la primera piedra del nuevo edificio gótico que se había propuesto construir. Aunque la historiografía ha supuesto -y esto es cierto- la necesidad de un edificio de mayores dimensiones, capaz de acoger el acrecido número de fieles que acudían al templo mayor de una ciudad que desde Alfonso VIII era capital del Reino, tampoco debemos olvidar la sensibilidad estética del propio promotor; Mauricio debió adherirse a ese sentir general que al parecer invadía, no sólo en la Península sino también en la propia Francia, a todos aquellos obispos que todavía no habían emprendido la renovación de sus respectivas fábricas, de acuerdo con lo que entonces se consideraba moderno. La historia se repite en la trayectoria personal de una de las más importantes personalidades de la iglesia en la Castilla de la primera mitad del siglo.
En 1201 estudiaba en la Sorbona Rodrigo Jiménez de Rada , el famoso arzobispo de Toledo y consejero de Alfonso VIII; diez años más tarde volvía a visitar en misión diplomática la corte de Francia donde, para aquel entonces, las principales canterías catedralicias (Chartres, Bourges, París, Reims) se hallaban abiertas, en plena efervescencia de nuevas ideas y proyectos. Poco después implicaría a Fernando III en la construcción de un edificio que sustituyese a la antigua mezquita musulmana y fuese digna sede para la metropolitana. A partir de entonces, el deseo del arzobispo sería levantar una catedral que se convirtiera en el símbolo cristiano por excelencia en una ciudad marcadamente islámica, un templo moderno, en sintonía con las modas que entonces se imponían en la arquitectura europea que había tenido ocasión de contemplar en Francia, y un edificio que a su vez provocase, por lo novedoso y por su imagen sorprendente, la admiración de los fieles y en general de los hombres de la época. El mismo se nos muestra orgulloso cuando reconoce que la fábrica que se había emprendido a sus instancias "se levantaba día a día no sin gran admiración de los hombres". Algo más de ciento cincuenta años después, en los albores del siglo XV, el cabildo de Sevilla volverá a manifestar un afán desbordado por deslumbrar, erigiendo una iglesia excepcional en sus dimensiones y diferente a lo hasta entonces conocido en la ciudad: "tal e tan buena que no haya otra su igual".
Para entonces, aún se estaban concluyendo las grandes fábricas iniciadas en el siglo XIII . Si hasta ahora nos hemos venido refiriendo a un nuevo ideal estético, tampoco podemos olvidar cierto sentimiento de obligación moral por parte de los obispos para con las iglesias madres de sus diócesis. Así lo expresa el obispo Fernando de Segovia en el preámbulo de una bula de concesión de indulgencias a cambio de limosnas para la obra de Santa María de Segovia, entonces en construcción: "... Commo quier que todo obispo sea tenudo de ayudar a las eglesias todas de su obispado et fazer bien et mercet et de dar y sus perdones mayor mientre es tenudo a la su eglesia cathedrat que es madre et cabeza de todas las otras, dont el recibe ondra et dont del cabeza de la ayudar et del dar sus persones...". Ambos factores -sentimiento estético y responsabilidad moral- ayudan a explicar el empeño que algunos prelados pusieron en convertirse en patrocinadores de una empresa arquitectónica de envergadura, que por una parte serviría para la glorificación de Dios y de su Iglesia (no en vano abundan en los testimonios documentales de la época expresiones como "para mayor ondra de Dios e de su Eglesia") y por otra para su gloria y satisfacción personal. Es por esto que algunos no pueden ocultar su orgullo a la hora de referir su participación, contribuyendo económicamente, pero también esforzándose para conseguir otros medios con que atender a los gastos enormes que conllevaba la construcción.
En este sentido hay que entender una expresión de Jiménez de Rada (1238) en que nos manifiesta sus desvelos para la transformación, "por sus trabajos y a sus expensas", de lo que hasta entonces había sido una mezquita purificada en una iglesia cristiana. En definitiva, los obispos no dudaron en comprometer parte de su patrimonio personal, pero también se las ingeniaron para encontrar otras fuentes de financiación, implicando a pontífices y monarcas en su causa. Con consentimiento papal consiguieron con frecuencia desviar parte de las rentas del territorio del obispado, especialmente las tercias de fábrica de todas las iglesias de la diócesis, durante un plazo de tiempo determinado, y conceder indulgencias a todos aquellos fieles que visitasen la catedral con motivo de alguna festividad religiosa o una fecha conmemorativa -que se especifica en el documento correspondiente- y aportasen sus donativos para la fábrica del edificio catedralicio. (Esta concesión de indulgencias llegó a generalizarse hasta el punto de que alguien las ha definido como una transformación de las penitencias impuestas a los pecadores por las faltas cometidas en una especie de tasas, en beneficio para las obras). Pero fueron también hábiles a la hora de conseguir la colaboración del rey. Ya señalábamos al principio como, a pesar de los enfrentamientos que a lo largo del siglo pudieron producirse por evidentes diferencias de intereses, existió una estrecha vinculación y mutua colaboración entre Iglesia y monarquía que ayuda a explicar el interés regio en los ambiciosos proyectos constructivos desarrollados por los obispos; al fin y al cabo éstos, especialmente durante los reinados de Alfonso VIII y Fernando III , se convirtieron en magníficos colaboradores en el proceso de reconquista, repoblación y afianzamiento de los territorios recuperados.
Tampoco hay que olvidar que algunos de estos prelados participaron activamente en la política del Reino, a veces muy cerca del rey en tanto que canciller, hombre de confianza, consejero o amigo personal. La fórmula de la contrapartida material en agradecimiento por los servicios prestados, como ha indicado Ana Rodríguez, se hizo habitual en las colecciones diplomáticas de nuestras catedrales. Es evidente que el grado en que cada sede se vio beneficiada por la monarquía variaba en función de la relación establecida entre el rey y sus respectivos titulares, de modo que con Fernando III, momento de especial interés para las canterías castellanas, fueron Burgos (en la persona de Mauricio) y Toledo (Jiménez de Rada ) las más favorecidas por la cancillería regia. La documentación conservada nos muestra cómo Alfonso VIII, Fernando III, más tarde Alfonso X y, aunque en menor medida, Sancho IV , contribuirán directa o indirectamente en los proyectos edilicios con sus aportaciones en metálico, donaciones de tierras y heredades, o bien por medio de privilegios que consistían fundamentalmente en la dispensa de determinados tributos beneficiando a la catedral, a la Obra como institución, o al personal que en ella trabajaba. La importancia de esta colaboración no podía pasar inadvertida a los cronistas de la época, como el obispo de Tuy, que no duda en ensalzar el interés mostrado por Fernando III el Santo : el monarca y su madre -nos dice- ayudaban generosamente a todas las obras "arrimando oro, plata, piedras preciosas y ornamentos".
No es menos interesante la forma en que se invocaba la ayuda divina en los triunfos militares de los ejércitos cristianos contra el infiel para justificar la inversión de las ganancias obtenidas en la construcción de la Casa de Dios. El relato que nos ofrece la "Primera Crónica General" es claro cuando dice: "... et mesuro el rey don Fernando que pues que Dios renovava e el y daba fazer tantas conquistas de los moros en la tierra que la su cristiandad perdiera, que bien serie de renovar ellos de aquellas ganancias la yglesia de Sancta Maria de Toledo, et façerle servido alli de las ganancias que le el dava de sus enemigos...". Este texto viene a completar aquel otro, más tardío, en que Don Juan Manuel aconseja a los grandes señores de su época que aquellos dineros que "...han de caloñas o de algunos fechos de fuerzas o de alguna manera que non sean derechamente ganados, no deben de los facer tesoro; mas debénlos poner en facer eglesias et monasterios". Seguramente fue esta la razón por la cual, años antes, el obispo de París, Maurice de Sully, había aconsejado a un usurero de allí que donase para la edificación de la catedral los bienes acumulados con sus malas artes. Si éstos eran dineros "non derechamente ganados", según el texto del literato español del siglo XIV, los beneficios atesorados por Fernando III como fruto de las victorias contra el enemigo, por muy justificadas que estuvieran, no dejaban de ser ganancias procedentes de fechos de fuerzas, tal era la mentalidad de la época.
Puesto que, además, la ayuda de Dios había hecho posibles tales triunfos, la mejor forma de servirle y darle gracias era invertir los tesoros materiales reunidos en "facer eglesias e monasterios", es decir, en la financiación de las fábricas religiosas, de la Casa de Dios y, en este caso, en la renovación de la antigua iglesia-mezquita de Santa María de Toledo . ` Por supuesto, a todo ello hay que añadir la participación del cabildo, bien en su conjunto, bien a título individual de alguno de sus miembros, los donativos de los fieles (a veces el obispo había apelado previamente a la devoción popular hacia las reliquias del patrón o fundador, que la catedral poseía) y las mandas testamentarias de aquellas personas interesadas en que, anualmente y de por vida, se recordase su memoria y un capellán cantase unas misas para la salvación de su alma (capellanías y aniversarios). Nos falta por abordar -volviendo al protagonismo y personalidad de los obispos y su posible participación, no ya en las cuestiones económicas y organizativas, sino en los planteamientos más puramente teóricos- un tema especialmente complejo y poco analizado; el de los programas arquitectónicos. Desdichadamente tenemos que lamentar que los prelados hispanos -ni siquiera el erudito arzobispo- no nos dejaran entre sus escritos un testimonio de su programa, como lo hiciera Suger con Saint-Denis; dispondríamos ahora de un documento inapreciable para conocer la teoría de la arquitectura gótica en España en la centuria que la vio nacer, el siglo XIII.
No obstante contamos con algunos testimonios que sirven para demostrar que los promotores de las grandes empresas del siglo XIII, las catedrales, contaban con un elaborado programa teórico que había que materializar; es decir, que tenían una idea más o menos precisa del edificio que querían levantar. Eduardo Estella fue el primero en publicar la traducción al castellano (1926) del famoso decreto de 1238, por el cual Jiménez de Rada dejaba instituidas las catorce capellanías de la girola toledana con sus respectivas advocaciones. Y estas advocaciones eran, una tras otra, todos y cada uno de los artículos del credo apostólico que él mismo explicitaba en el texto: es decir, que como apunta Estella, existía en la mente del prelado un plan litúrgico-dogmático que el arquitecto hubo de tener en cuenta, pues necesariamente había de plasmarse en la nueva fábrica. Aunque carecemos de datos ciertos al respecto debemos pensar que el resto de los eclesiásticos, responsables del impulso inicial de sus respectivas catedrales, contaban también con un plan ideal, al menos con una serie de pautas litúrgicas, dogmáticas, etc., a las que habrían de someterse los arquitectos en sus trazados. Y es aquí donde la documentación se nos muestra especialmente parca, de modo que aún hoy nos enfrentamos con el problema de la oscura personalidad de los maestros arquitectos a quienes dichos prelados encomendaron tal responsabilidad.
En 1201 estudiaba en la Sorbona Rodrigo Jiménez de Rada , el famoso arzobispo de Toledo y consejero de Alfonso VIII; diez años más tarde volvía a visitar en misión diplomática la corte de Francia donde, para aquel entonces, las principales canterías catedralicias (Chartres, Bourges, París, Reims) se hallaban abiertas, en plena efervescencia de nuevas ideas y proyectos. Poco después implicaría a Fernando III en la construcción de un edificio que sustituyese a la antigua mezquita musulmana y fuese digna sede para la metropolitana. A partir de entonces, el deseo del arzobispo sería levantar una catedral que se convirtiera en el símbolo cristiano por excelencia en una ciudad marcadamente islámica, un templo moderno, en sintonía con las modas que entonces se imponían en la arquitectura europea que había tenido ocasión de contemplar en Francia, y un edificio que a su vez provocase, por lo novedoso y por su imagen sorprendente, la admiración de los fieles y en general de los hombres de la época. El mismo se nos muestra orgulloso cuando reconoce que la fábrica que se había emprendido a sus instancias "se levantaba día a día no sin gran admiración de los hombres". Algo más de ciento cincuenta años después, en los albores del siglo XV, el cabildo de Sevilla volverá a manifestar un afán desbordado por deslumbrar, erigiendo una iglesia excepcional en sus dimensiones y diferente a lo hasta entonces conocido en la ciudad: "tal e tan buena que no haya otra su igual".
Para entonces, aún se estaban concluyendo las grandes fábricas iniciadas en el siglo XIII . Si hasta ahora nos hemos venido refiriendo a un nuevo ideal estético, tampoco podemos olvidar cierto sentimiento de obligación moral por parte de los obispos para con las iglesias madres de sus diócesis. Así lo expresa el obispo Fernando de Segovia en el preámbulo de una bula de concesión de indulgencias a cambio de limosnas para la obra de Santa María de Segovia, entonces en construcción: "... Commo quier que todo obispo sea tenudo de ayudar a las eglesias todas de su obispado et fazer bien et mercet et de dar y sus perdones mayor mientre es tenudo a la su eglesia cathedrat que es madre et cabeza de todas las otras, dont el recibe ondra et dont del cabeza de la ayudar et del dar sus persones...". Ambos factores -sentimiento estético y responsabilidad moral- ayudan a explicar el empeño que algunos prelados pusieron en convertirse en patrocinadores de una empresa arquitectónica de envergadura, que por una parte serviría para la glorificación de Dios y de su Iglesia (no en vano abundan en los testimonios documentales de la época expresiones como "para mayor ondra de Dios e de su Eglesia") y por otra para su gloria y satisfacción personal. Es por esto que algunos no pueden ocultar su orgullo a la hora de referir su participación, contribuyendo económicamente, pero también esforzándose para conseguir otros medios con que atender a los gastos enormes que conllevaba la construcción.
En este sentido hay que entender una expresión de Jiménez de Rada (1238) en que nos manifiesta sus desvelos para la transformación, "por sus trabajos y a sus expensas", de lo que hasta entonces había sido una mezquita purificada en una iglesia cristiana. En definitiva, los obispos no dudaron en comprometer parte de su patrimonio personal, pero también se las ingeniaron para encontrar otras fuentes de financiación, implicando a pontífices y monarcas en su causa. Con consentimiento papal consiguieron con frecuencia desviar parte de las rentas del territorio del obispado, especialmente las tercias de fábrica de todas las iglesias de la diócesis, durante un plazo de tiempo determinado, y conceder indulgencias a todos aquellos fieles que visitasen la catedral con motivo de alguna festividad religiosa o una fecha conmemorativa -que se especifica en el documento correspondiente- y aportasen sus donativos para la fábrica del edificio catedralicio. (Esta concesión de indulgencias llegó a generalizarse hasta el punto de que alguien las ha definido como una transformación de las penitencias impuestas a los pecadores por las faltas cometidas en una especie de tasas, en beneficio para las obras). Pero fueron también hábiles a la hora de conseguir la colaboración del rey. Ya señalábamos al principio como, a pesar de los enfrentamientos que a lo largo del siglo pudieron producirse por evidentes diferencias de intereses, existió una estrecha vinculación y mutua colaboración entre Iglesia y monarquía que ayuda a explicar el interés regio en los ambiciosos proyectos constructivos desarrollados por los obispos; al fin y al cabo éstos, especialmente durante los reinados de Alfonso VIII y Fernando III , se convirtieron en magníficos colaboradores en el proceso de reconquista, repoblación y afianzamiento de los territorios recuperados.
Tampoco hay que olvidar que algunos de estos prelados participaron activamente en la política del Reino, a veces muy cerca del rey en tanto que canciller, hombre de confianza, consejero o amigo personal. La fórmula de la contrapartida material en agradecimiento por los servicios prestados, como ha indicado Ana Rodríguez, se hizo habitual en las colecciones diplomáticas de nuestras catedrales. Es evidente que el grado en que cada sede se vio beneficiada por la monarquía variaba en función de la relación establecida entre el rey y sus respectivos titulares, de modo que con Fernando III, momento de especial interés para las canterías castellanas, fueron Burgos (en la persona de Mauricio) y Toledo (Jiménez de Rada ) las más favorecidas por la cancillería regia. La documentación conservada nos muestra cómo Alfonso VIII, Fernando III, más tarde Alfonso X y, aunque en menor medida, Sancho IV , contribuirán directa o indirectamente en los proyectos edilicios con sus aportaciones en metálico, donaciones de tierras y heredades, o bien por medio de privilegios que consistían fundamentalmente en la dispensa de determinados tributos beneficiando a la catedral, a la Obra como institución, o al personal que en ella trabajaba. La importancia de esta colaboración no podía pasar inadvertida a los cronistas de la época, como el obispo de Tuy, que no duda en ensalzar el interés mostrado por Fernando III el Santo : el monarca y su madre -nos dice- ayudaban generosamente a todas las obras "arrimando oro, plata, piedras preciosas y ornamentos".
No es menos interesante la forma en que se invocaba la ayuda divina en los triunfos militares de los ejércitos cristianos contra el infiel para justificar la inversión de las ganancias obtenidas en la construcción de la Casa de Dios. El relato que nos ofrece la "Primera Crónica General" es claro cuando dice: "... et mesuro el rey don Fernando que pues que Dios renovava e el y daba fazer tantas conquistas de los moros en la tierra que la su cristiandad perdiera, que bien serie de renovar ellos de aquellas ganancias la yglesia de Sancta Maria de Toledo, et façerle servido alli de las ganancias que le el dava de sus enemigos...". Este texto viene a completar aquel otro, más tardío, en que Don Juan Manuel aconseja a los grandes señores de su época que aquellos dineros que "...han de caloñas o de algunos fechos de fuerzas o de alguna manera que non sean derechamente ganados, no deben de los facer tesoro; mas debénlos poner en facer eglesias et monasterios". Seguramente fue esta la razón por la cual, años antes, el obispo de París, Maurice de Sully, había aconsejado a un usurero de allí que donase para la edificación de la catedral los bienes acumulados con sus malas artes. Si éstos eran dineros "non derechamente ganados", según el texto del literato español del siglo XIV, los beneficios atesorados por Fernando III como fruto de las victorias contra el enemigo, por muy justificadas que estuvieran, no dejaban de ser ganancias procedentes de fechos de fuerzas, tal era la mentalidad de la época.
Puesto que, además, la ayuda de Dios había hecho posibles tales triunfos, la mejor forma de servirle y darle gracias era invertir los tesoros materiales reunidos en "facer eglesias e monasterios", es decir, en la financiación de las fábricas religiosas, de la Casa de Dios y, en este caso, en la renovación de la antigua iglesia-mezquita de Santa María de Toledo . ` Por supuesto, a todo ello hay que añadir la participación del cabildo, bien en su conjunto, bien a título individual de alguno de sus miembros, los donativos de los fieles (a veces el obispo había apelado previamente a la devoción popular hacia las reliquias del patrón o fundador, que la catedral poseía) y las mandas testamentarias de aquellas personas interesadas en que, anualmente y de por vida, se recordase su memoria y un capellán cantase unas misas para la salvación de su alma (capellanías y aniversarios). Nos falta por abordar -volviendo al protagonismo y personalidad de los obispos y su posible participación, no ya en las cuestiones económicas y organizativas, sino en los planteamientos más puramente teóricos- un tema especialmente complejo y poco analizado; el de los programas arquitectónicos. Desdichadamente tenemos que lamentar que los prelados hispanos -ni siquiera el erudito arzobispo- no nos dejaran entre sus escritos un testimonio de su programa, como lo hiciera Suger con Saint-Denis; dispondríamos ahora de un documento inapreciable para conocer la teoría de la arquitectura gótica en España en la centuria que la vio nacer, el siglo XIII.
No obstante contamos con algunos testimonios que sirven para demostrar que los promotores de las grandes empresas del siglo XIII, las catedrales, contaban con un elaborado programa teórico que había que materializar; es decir, que tenían una idea más o menos precisa del edificio que querían levantar. Eduardo Estella fue el primero en publicar la traducción al castellano (1926) del famoso decreto de 1238, por el cual Jiménez de Rada dejaba instituidas las catorce capellanías de la girola toledana con sus respectivas advocaciones. Y estas advocaciones eran, una tras otra, todos y cada uno de los artículos del credo apostólico que él mismo explicitaba en el texto: es decir, que como apunta Estella, existía en la mente del prelado un plan litúrgico-dogmático que el arquitecto hubo de tener en cuenta, pues necesariamente había de plasmarse en la nueva fábrica. Aunque carecemos de datos ciertos al respecto debemos pensar que el resto de los eclesiásticos, responsables del impulso inicial de sus respectivas catedrales, contaban también con un plan ideal, al menos con una serie de pautas litúrgicas, dogmáticas, etc., a las que habrían de someterse los arquitectos en sus trazados. Y es aquí donde la documentación se nos muestra especialmente parca, de modo que aún hoy nos enfrentamos con el problema de la oscura personalidad de los maestros arquitectos a quienes dichos prelados encomendaron tal responsabilidad.