Las reinas y la fe religiosa
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Datos principales
Rango
Edad Moderna
Desarrollo
En una sociedad profundamente religiosa como era la de la España moderna, la reina debía ser necesariamente modelo de buena cristiana, mucho más tratándose de la reina de la Monarquía Católica. La reina Isabel I constituyó el ejemplo más perfecto, por eso ha pasado a la historia como la reina Católica. Su fe firme e inconmovible, demostrada en una piedad recia, se traslucía con gran naturalidad en su actuación como reina. Su vida fue profundamente coherente. Ayudó a la defensa de la fe católica, a la pureza de la doctrina y a la disciplina en los modelos de vida religiosa. Al mismo tiempo, demostró gran caridad en sus obras. En el simbolismo barroco, junto a la sacralización de la figura del rey, se tendió a la santificación de la figura de la reina. En ocasiones, se la representaba casi como una santa, pues se consideraba que la esencia de una reina y el mayor de sus triunfos consistía en combinar la majestad de soberana con el comportamiento de una religiosa, pues la virtud era rara en el mundo cortesano. Incluso, se llegó a identificar la imagen de la reina con la de la Madre de Dios, coronada reina de los cielos. Gráfico Una reina debía reunir un cúmulo de virtudes cristianas, las tres virtudes teologales fe, esperanza y caridad, esenciales para todo cristiano, y las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza, templanza igualmente recomendadas a todos los fieles y especialmente apropiadas y necesarias para una reina.
Además, debía conjugarlas con las propias de su sexo, el femenino y de su estado, el de casada y madre de familia. El catálogo de virtudes era muy amplio, amor y temor de Dios, religiosidad, devoción, piedad, clemencia, compasión, tolerancia, paciencia, conformidad, resignación, humildad, afabilidad, discreción, confianza, constancia, entrega a los demás y muchas otras. De la condición de buena cristiana y dela práctica de esta larga serie de virtudes se derivaban un conjunto de comportamientos, como rendir culto, asistir a la misa y frecuentar los sacramentos, entregarse a la oración, hacer lecturas piadosas, practicar devociones a Jesús, María y los santos, participar en procesiones, practicar la caridad y las obras de misericordia, asistir a los enfermos, distribuir limosnas con generosidad y liberalidad, fundar y proteger a órdenes religiosas y conventos, hacer donación de dinero, joyas y alhajas para el culto divino en iglesias y santuarios. Una de las imágenes preferidas de la reina ideal era la imagen de la reina misericordiosa, la cual, presentada como amparo de sus súbditos, respondía a una imagen femenina, maternal, acogedora, consoladora, protectora. Con frecuencia aplicada a la Virgen María, la madre de misericordia, amparo de las desgracias, descanso en las fatigas, esta imagen también se trasladaba a la reina. La reina era alabada como el "común puerto de desgraciados y afligidos", amparo de los pobres, "a la que invoca en su quebranto la mísera indigencia y ve trocada en benigna su suerte desgraciada" La reina, protectora sobre todo de la fe y la religión, era la bienhechora de sus vasallos y la defensora del reino.
La imagen de la reina era con frecuencia, significativamente, una imagen religiosa. Un ejemplo de gran significado es La Virgen de la Merced del monasterio de Las Huelgas de Burgos, que muestra a dos grupos acogidos bajo el manto protector de la Virgen, a un lado las monjas de Las Huelgas, al otro lado Isabel con la familia real y personajes de su Corte. La reina debía ser modelo también en la hora de la muerte y se le exigía como reina y como cristiana, fortaleza y valor en el último trance para ejemplo de su familia y de sus súbditos. Así sucedió, por ejemplo, con Isabel la Católica, que murió en la madurez, tras una larga y penosa enfermedad, "tan cristianamente como había vivido", según dijo su esposo Fernando . Otro caso sobresaliente fue el de la primera esposa de Felipe V , María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714) que tantas pruebas de valor había dado en vida y dio una nueva muestra ante la muerte, aceptando su final en plena juventud con 26 años, cuando se celebraba ya la victoria borbónica en la Guerra de Sucesión y la paz tan deseada estaba ya llegando. El ceremonial de la muerte y enterramiento de las reinas también resultaba significativo. El ceremonial variaba en función de las circunstancias de su fallecimiento, pero generalmente era muy solemne. Muy reveladores era los funerales y sepulturas de las reinas, por el simbolismo utilizado en las obras de arte, efímero y duradero y por el contenido de las oraciones fúnebres.
Muchas glosaban su figura en su doble vertiente, como imagen institucional y como persona concreta, en una síntesis difícil de deslindar en que la persona solía quedar en la penumbra, utilizada como mero soporte de la imagen y de la representación de la reina ideal. Las dos reinas propietarias murieron en Castilla, Isabel en Medina del Campo, Juana en Tordesillas, y ambas acabaron sepultadas en la Capilla Real de Granada. Muy reveladoras fueron las instrucciones dejadas por Isabel en su testamento para ser enterrada de manera muy pobre y humilde, amortajada con un hábito franciscano, en una sepultura en el suelo, bajo una simple lápida con su nombre, en el convento de San Francisco de Granada. Sin embargo, su condición de reina la siguió también en la muerte y su esposo Fernando mandó construir para ambos una espléndida tumba renacentista en la Capilla Real de Granada. En el siglo XVI, Isabel de Portugal murió en Toledo, María Tudor en Londres, Isabel de Valois en Madrid, Anna de Austria en Badajoz camino de Lisboa, donde Felipe II iba para ocupar el trono de Portugal. Todas, menos una, fueron enterradas en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Isabel, primero en Granada, y después fue trasladada al Panteón de Reyes de El Escorial construido por Felipe II para enterramiento de los miembros de la dinastía. El Panteón de Reyes acogió también a Isabel de Valois y Ana de Austria.
La excepción fue María Tudor, reina de Inglaterra, enterrada en la abadía de Westminster en Londres. En el siglo XVII, Isabel de Borbón, Mariana de Austria y María Luisa de Orleans las tres fallecieron en Madrid, Margarita en El Escorial y Mariana de Neoburgo en Guadalajara, todas muertas en España, en Castilla y enterradas en El Escorial, en el Panteón de Reyes. Margarita y Mariana de Austria, como madres de reyes. En el siglo XVIII, cuatro murieron en España, dos en Madrid, María Luisa Gabriela de Saboya y María Amalia de Sajonia, dos en Aranjuez, Isabel de Farnesio y Bárbara de Braganza, otras dos fuera de España, Luisa Isabel de Orleáns en París, pues volvió a Francia al quedarse viuda y María Luisa de Parma en Roma, en el exilio. Los enterramientos fueron en muy diversos lugares. Tres reinas descansan en el Panteón de Reyes de El Escorial: María Luisa Gabriela de Saboya, María Amalia de Sajonia y María Luisa de Parma; Isabel de Farnesio en La Granja de San Ildefonso; Bárbara de Braganza en el Convento de las Salesas Reales de Madrid; Luisa Isabel de Orleans en la iglesia de Saint Sulpice de París. Muchas veces desconocidas a pesar de ser reinas, sus vidas fueron esenciales para la historia de la monarquía española y ocuparon un papel destacado en la historia de España. Aunque excepcionales, las reinas proporcionaron un modelo y una referencia para la vida de millones de otras mujeres comunes y corrientes.
Además, debía conjugarlas con las propias de su sexo, el femenino y de su estado, el de casada y madre de familia. El catálogo de virtudes era muy amplio, amor y temor de Dios, religiosidad, devoción, piedad, clemencia, compasión, tolerancia, paciencia, conformidad, resignación, humildad, afabilidad, discreción, confianza, constancia, entrega a los demás y muchas otras. De la condición de buena cristiana y dela práctica de esta larga serie de virtudes se derivaban un conjunto de comportamientos, como rendir culto, asistir a la misa y frecuentar los sacramentos, entregarse a la oración, hacer lecturas piadosas, practicar devociones a Jesús, María y los santos, participar en procesiones, practicar la caridad y las obras de misericordia, asistir a los enfermos, distribuir limosnas con generosidad y liberalidad, fundar y proteger a órdenes religiosas y conventos, hacer donación de dinero, joyas y alhajas para el culto divino en iglesias y santuarios. Una de las imágenes preferidas de la reina ideal era la imagen de la reina misericordiosa, la cual, presentada como amparo de sus súbditos, respondía a una imagen femenina, maternal, acogedora, consoladora, protectora. Con frecuencia aplicada a la Virgen María, la madre de misericordia, amparo de las desgracias, descanso en las fatigas, esta imagen también se trasladaba a la reina. La reina era alabada como el "común puerto de desgraciados y afligidos", amparo de los pobres, "a la que invoca en su quebranto la mísera indigencia y ve trocada en benigna su suerte desgraciada" La reina, protectora sobre todo de la fe y la religión, era la bienhechora de sus vasallos y la defensora del reino.
La imagen de la reina era con frecuencia, significativamente, una imagen religiosa. Un ejemplo de gran significado es La Virgen de la Merced del monasterio de Las Huelgas de Burgos, que muestra a dos grupos acogidos bajo el manto protector de la Virgen, a un lado las monjas de Las Huelgas, al otro lado Isabel con la familia real y personajes de su Corte. La reina debía ser modelo también en la hora de la muerte y se le exigía como reina y como cristiana, fortaleza y valor en el último trance para ejemplo de su familia y de sus súbditos. Así sucedió, por ejemplo, con Isabel la Católica, que murió en la madurez, tras una larga y penosa enfermedad, "tan cristianamente como había vivido", según dijo su esposo Fernando . Otro caso sobresaliente fue el de la primera esposa de Felipe V , María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714) que tantas pruebas de valor había dado en vida y dio una nueva muestra ante la muerte, aceptando su final en plena juventud con 26 años, cuando se celebraba ya la victoria borbónica en la Guerra de Sucesión y la paz tan deseada estaba ya llegando. El ceremonial de la muerte y enterramiento de las reinas también resultaba significativo. El ceremonial variaba en función de las circunstancias de su fallecimiento, pero generalmente era muy solemne. Muy reveladores era los funerales y sepulturas de las reinas, por el simbolismo utilizado en las obras de arte, efímero y duradero y por el contenido de las oraciones fúnebres.
Muchas glosaban su figura en su doble vertiente, como imagen institucional y como persona concreta, en una síntesis difícil de deslindar en que la persona solía quedar en la penumbra, utilizada como mero soporte de la imagen y de la representación de la reina ideal. Las dos reinas propietarias murieron en Castilla, Isabel en Medina del Campo, Juana en Tordesillas, y ambas acabaron sepultadas en la Capilla Real de Granada. Muy reveladoras fueron las instrucciones dejadas por Isabel en su testamento para ser enterrada de manera muy pobre y humilde, amortajada con un hábito franciscano, en una sepultura en el suelo, bajo una simple lápida con su nombre, en el convento de San Francisco de Granada. Sin embargo, su condición de reina la siguió también en la muerte y su esposo Fernando mandó construir para ambos una espléndida tumba renacentista en la Capilla Real de Granada. En el siglo XVI, Isabel de Portugal murió en Toledo, María Tudor en Londres, Isabel de Valois en Madrid, Anna de Austria en Badajoz camino de Lisboa, donde Felipe II iba para ocupar el trono de Portugal. Todas, menos una, fueron enterradas en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Isabel, primero en Granada, y después fue trasladada al Panteón de Reyes de El Escorial construido por Felipe II para enterramiento de los miembros de la dinastía. El Panteón de Reyes acogió también a Isabel de Valois y Ana de Austria.
La excepción fue María Tudor, reina de Inglaterra, enterrada en la abadía de Westminster en Londres. En el siglo XVII, Isabel de Borbón, Mariana de Austria y María Luisa de Orleans las tres fallecieron en Madrid, Margarita en El Escorial y Mariana de Neoburgo en Guadalajara, todas muertas en España, en Castilla y enterradas en El Escorial, en el Panteón de Reyes. Margarita y Mariana de Austria, como madres de reyes. En el siglo XVIII, cuatro murieron en España, dos en Madrid, María Luisa Gabriela de Saboya y María Amalia de Sajonia, dos en Aranjuez, Isabel de Farnesio y Bárbara de Braganza, otras dos fuera de España, Luisa Isabel de Orleáns en París, pues volvió a Francia al quedarse viuda y María Luisa de Parma en Roma, en el exilio. Los enterramientos fueron en muy diversos lugares. Tres reinas descansan en el Panteón de Reyes de El Escorial: María Luisa Gabriela de Saboya, María Amalia de Sajonia y María Luisa de Parma; Isabel de Farnesio en La Granja de San Ildefonso; Bárbara de Braganza en el Convento de las Salesas Reales de Madrid; Luisa Isabel de Orleans en la iglesia de Saint Sulpice de París. Muchas veces desconocidas a pesar de ser reinas, sus vidas fueron esenciales para la historia de la monarquía española y ocuparon un papel destacado en la historia de España. Aunque excepcionales, las reinas proporcionaron un modelo y una referencia para la vida de millones de otras mujeres comunes y corrientes.