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Era dictaduras

Desarrollo


El fascismo combinó elementos revolucionarios y reaccionarios. La mayoría de las dictaduras que se implantaron en Europa entre 1920 y 1940 no fueron formas de fascismo -algunas de ellas reprimieron a los movimientos fascistas-, sino dictaduras de inspiración por lo general conservadora y a veces nacionalista, que ante el aparente fracaso de los sistemas de partidos y parlamentarios, quisieron establecer un nuevo tipo de orden político autoritario y estable como base del desarrollo económico y social de sus respectivos países. Los Estados del este y centro de Europa, en concreto, eran países de muy débil tradición democrática, con la excepción de Austria y de la nueva Checoslovaquia. Eran además países económicamente atrasados, si bien con ciudades como Viena, Praga y Budapest de excepcional modernidad, y predominantemente rurales, aunque con estructuras de propiedad de la tierra muy distintos, y con importantes enclaves industriales y mineros en varios de ellos. Por lo general, hubieron de hacer frente en los años de la inmediata posguerra, como ya quedó dicho, a gravísimos problemas económicos y políticos: problemas de vertebración nacional (Polonia, Hungría), pleitos fronterizos y reivindicaciones irredentistas (Hungría, Bulgaria), tensiones interétnicas (conflicto serbio-croata, cuestión macedónica), inestabilidad financiera, formidables devastaciones territoriales (Polonia, Hungría, Bulgaria), reorganización y reconstrucción económica, y problemas, finalmente, de régimen político (Hungría, Grecia).

Ya se mencionó que en Hungría, el almirante Horthy, como reacción al desastroso episodio bolchevique de 1919, estableció en 1920 una dictadura contrarrevolucionaria y antisemita que duró 24 años, y que en Yugoslavia las violencias entre serbios y croatas hicieron que en 1928 el rey Alejandro I proclamara la dictadura. En Polonia, el mariscal Pilsudski (1867-1935), el héroe de la independencia y de la guerra contra la Rusia soviética, el creador de la nueva nación polaca, puso fin en mayo de 1926 a la joven República, que en sus pocos años de existencia, plagados de problemas, había vivido permanentemente al borde de la guerra civil en un clima de fragmentación e inestabilidad políticas extremas (más de 30 partidos en el Parlamento, 14 gobiernos en cinco años). La República austríaca no recuperó su legitimidad política tras los violentos sucesos del 15 de julio de 1927 (también ya mencionados en un capítulo anterior). La depresión económica de 1929-33 -crisis internacional pero que comenzó con la quiebra del banco austríaco Kredit Anstalt y que fue particularmente grave en el país- puso fin además a la gradual recuperación económica que había ido produciéndose a lo largo de los años veinte. La llegada de Hitler al poder en 1933 supuso una amenaza directa para la seguridad del país: los nazis austríacos, además, desencadenaron de inmediato una intensa y violenta oleada de agitación pro-alemana.

En esas circunstancias, el canciller Engelbert Dollfuss (1892-1934), que había sustituido a Seipel al frente del derechista Partido Social Cristiano, optó por una política de colaboración con la Heimwehr del príncipe Starhemberg y de amistad con la Italia de Mussolini. En 1934, tras suspender previamente el Parlamento, limitar las libertades democráticas y prohibir el partido nazi, deshizo a la oposición socialista tras una breve guerra civil de cinco días (12 al 16 de febrero), en la que las fuerzas del gobierno bombardearon el principal barrio obrero y socialista de Viena, e impuso (30 de abril) una nueva Constitución que convertía Austria en una dictadura católica y corporativa. En Bulgaria, el zar Boris III, que reinó entre 1918 y 1943, impuso en enero de 1935 una dictadura real, tras una larga etapa de disturbios y tensiones políticas, agravadas por el irredentismo búlgaro sobre los numerosos territorios perdidos en la I Guerra Mundial y por las derivaciones del problema macedonio. En efecto, desde 1919 el país había conocido sucesivamente: la llamada "dictadura verde" (1919-1923) del partido agrario dirigido por Alejandro Stambolijski; un golpe militar nacionalista contra éste (junio de 1923); varios y muy violentos conatos de insurrección comunista, durísimamente reprimidos; la violencia terrorista de la Organización Revolucionaria Interna de Macedonia, terrorismo que aunque dirigido principalmente contra Yugoslavia y Grecia, también se volvió contra políticos búlgaros acusados de no apoyar suficientemente los derechos de los macedonios, o de buscar la amistad con los dos países citados; y un nuevo golpe de Estado militar y nacionalista en mayo de 1934.

En Grecia, el 4 de agosto de 1936, el general Metaxas (1871-1941), con el apoyo del rey Jorge III, disolvió el Parlamento y los partidos políticos, con el pretexto de prevenir una supuesta revolución comunista, y estableció una dictadura militar después también de una larga etapa en la que el país había vivido dividido y polarizado por la cuestión monárquica. Constantino I había sido obligado a abdicar en septiembre de 1922 como consecuencia de su actitud pro-alemana en la guerra y a causa de la derrota griega ante Turquía en 1922. Su sucesor, Jorge II, abandonó Grecia en diciembre de 1923 tras la gran victoria de los republicanos de Eleuterio Venizelos (1864-1936) en las elecciones de ese mes y la posterior proclamación de la república (1924-1935). La Monarquía fue restaurada en 1935, primero por el Parlamento -presionado por el general Kondylis, que se había hecho con el poder por la fuerza en octubre- y luego por el país en un irregular plebiscito: la experiencia republicana liderada por Venizelos, que pareció estabilizarse entre 1928 y 1932, había entrado en un período de enfrentamientos y tensiones graves como consecuencia del impacto que sobre el país tuvo la crisis económica mundial de 1929. Finalmente, en Rumanía, el 18 de febrero de 1938, el rey Carol II (que reinó de 1930 a 1940), ante el crecimiento del fascismo de la Guardia de Codreanu y la creciente polarización del país, reflejada en las elecciones de 1937, suspendió la Constitución de 1923 -que había introducido un sistema democrático y parlamentario viciado en la práctica por la corrupción electoral y el intervencionismo político de la Corona-, suprimió los partidos políticos, formó un gobierno de concentración nacional presidido por el Patriarca de la Iglesia ortodoxa, y tras un plebiscito popular fraudulento impuso una nueva Constitución claramente autoritaria y antidemocrática, con un parlamento corporativo y un electorado restringido.

La eficacia, naturaleza y duración de estas dictaduras fueron tan dispares como sus orígenes. El régimen de Horthy, que en los años veinte supuso sencillamente el retorno de la antigua oligarquía imperial húngara, logró entre 1922 y 1932 estabilizar la economía del país e impulsar un notable desarrollo industrial. El conde Bethlen, que gobernó en todos esos años, mantuvo además un cierto pluralismo parlamentario, llevó a cabo una modesta reforma agraria, liberalizó los sindicatos e incluso toleró el retorno gradual de los socialistas a la vida pública. Pero no sobrevivió a los graves problemas financieros provocados por la crisis de 1929, que hundió las exportaciones de trigo, clave de la economía húngara. Horthy jugó entonces la carta del nacionalismo y del antisemitismo, encargando el gobierno en octubre de 1932 al filofascista y populista Gömbos, partidario del alineamiento húngaro con la Alemania nazi y la Italia de Mussolini (aunque ello no fue suficiente para frenar el crecimiento de la ultra-derecha húngara: el partido de La Cruz y la Flecha se creó precisamente en 1935). En Yugoslavia, la dictadura de Alejandro I, que concluyó en 1931 con la aprobación de una nueva Constitución menos democrática que la de 1920 -pues reforzaba el poder de las instituciones yugoslavas e ilegalizaba los partidos étnicos y particularistas-, no pudo poner fin a las tensiones entre las minorías nacionales.

El propio rey fue asesinado en octubre de 1934, en Marsella, por un macedonio al servicio del terrorismo croata. Su sucesor, el príncipe regente Pablo -que ejerció la regencia en nombre del joven rey Pedro II- siguió en principio una política centralista y proserbia encarnada por Milan Stojadinovich, jefe del gobierno de 1935 a 1939, pero que al tiempo -y pese al estilo fascistizante del primer ministro- supuso una relativa apertura democrática y buscó, además, la atracción del nacionalismo croata moderado. Así, en 1935 Yugoslavia firmó un concordato con la Santa Sede que reconocía los mismos derechos a los católicos -esto es, a los croatas- que a los ortodoxos. Pero no bastó. Al contrario, la apertura fortaleció al nacionalismo croata y ello, más la fuerte oposición que suscitaron el estilo de gobierno de Stojadinovich y su política exterior (Concordato, amistad con Bulgaria, acuerdo de no agresión con Italia, dos de los enemigos históricos del país), forzaron su dimisión. En agosto de 1939, el regente restableció el sistema federal mediante un "acuerdo" (Sporazum) que reconocía una amplia autonomía a Croacia. Pero el problema era ya casi insoluble: el "acuerdo" de 1939 irritó al nacionalismo radical serbio, radicalizó al independentismo croata del Ustacha y despertó las aspiraciones autonomistas de las restantes minorías. En Polonia, la dictadura de Pilsudski, que inicialmente contó hasta con el apoyo de los comunistas, fue en sus primeros años una dictadura benigna: se limitó a enmendar la Constitución reforzando los poderes de la Presidencia del gobierno -poderes que Pilsudski, hombre desdeñoso de la práctica cotidiana de la política, no ejerció personalmente salvo en algún momento excepcional- y permitió un considerable grado de libertad.

Pero la prolongación de la situación y las actuaciones irregulares de la dictadura provocaron hacia 1929-30 el fin del consenso. Pilsudski respondió endureciendo la represión y apoyándose exclusivamente en los militares y en los círculos de sus colaboradores más próximos. Frente a la crisis de 1929, siguió una política deflacionista, que golpeó particularmente a las clases populares, y, tras la llegada de Hitler al poder, intentó una política de acomodación con la Alemania nazi que pudiese garantizar la independencia de Polonia. En abril de 1935, impuso una nueva Constitución, que pretendía perpetuar la dictadura que, en efecto, a su muerte (mayo de 1935), se prolongó en el llamado régimen de los coroneles, un régimen nacionalista y antisemita, bajo la presidencia de Ignacy Moscicki, con el jefe del Ejército Rydz-Smigli como hombre fuerte y el partido Campo de la Unidad Nacional, creado por el coronel Koc, como base política. Las dictaduras del centro y este de Europa, nacidas todas ellas como regímenes fuertes y de autoridad, garantía de la regeneración, independencia y engrandecimiento nacionales, sucumbieron ante Hitler. El caso austríaco fue paradigmático y premonitorio. La dictadura de Dollfuss sirvió para muy poco. El gobierno pudo controlar el intento de golpe nazi de 25 de julio de 1934 -en el que Dollfuss fue asesinado-, pero la política de su sucesor, Schuschnigg, de salvaguardar la independencia de Austria mediante la amistad con la Alemania hitleriana fue un completo fracaso: el Ejército alemán ocupó el país el 12 de marzo de 1938 y los nazis austríacos proclamaron la unión con Alemania.

En Hungría, Horthy, tras la muerte de Gömbos en marzo de 1936, propició el retorno a políticas más moderadas y tradicionales, reprimió al movimiento nazi-fascista de Szálasi e impulsó una política exterior que, aun reforzando la amistad con Alemania, tendiese puentes con Austria y con otros países balcánicos y con Occidente. La colaboración con el Eje permitió a Hungría recuperar entre 1938 y 1940 parte de Eslovaquia, Rutenia y Transilvania, la gran aspiración del irredentismo húngaro desde 1919. Como aliada de Alemania, en junio de 1941 Hungría declaró la guerra a Rusia; pero cuando Horthy -que personalmente detestaba a Hitler y los nazis- quiso negociar una paz separada con los aliados occidentales, Alemania, cuyo ejército ocupaba importantes posiciones en el interior del país, y que en 1943 ya había impuesto un gobierno afín, encarceló a Horthy (octubre de 1944) e impuso un gobierno nazi presidido por Szálasi. Los "coroneles" polacos intentaron seguir una política de equilibrio entre Alemania y la Unión Soviética. Fue inútil. A principios de 1939, Hitler anuló el pacto de no-agresión que había firmado en 1934 con Pilsudski. Más aún, las cláusulas secretas del pacto nazi-soviético de 25 de agosto de 1939 suponían la quinta partición de Polonia. El 1 de septiembre, tropas alemanas invadieron el país y se anexionaron Danzig: antes de un mes habían entrado en Varsovia (al tiempo que el Ejército soviético ocupaba importantes territorios en la Polonia oriental).

En Yugoslavia, un golpe de Estado de militares pro-occidentales acabó el 27 de marzo de 1941 con la regencia del príncipe Pablo, que desde 1938-39 había basculado, como los demás países de la región, hacia Alemania e Italia. Diez días después, los alemanes desencadenaron un violentísimo ataque por aire y tierra y en pocos días ocuparon toda Yugoslavia. Ésta fue dividida. Eslovenia quedó incorporada a Alemania, Dalmacia a Italia, la Vojvodina a Hungría y Kosovo a Albania. Serbia fue colocada bajo administración alemana; Croacia fue declarada Reino independiente y a su frente alemanes e italianos pusieron a Ante Pavelic, el líder del Ustacha, que desencadenó una represión verdaderamente atroz contra las minorías serbia y judía. Metaxas creó un régimen que él mismo llamó "totalitario". La dictadura militar impulsó un vasto programa de obras públicas e introdujo una amplia legislación social paternalista y protectora para las clases trabajadoras. Como los coroneles polacos, el régimen griego trató de mantener una política de equilibrio entre el Eje de un lado y Gran Bretaña y Francia (que en abril de 1939 garantizaron la integridad e independencia de Grecia) de otro. Pero la Italia fascista, al atacar Grecia en octubre de 1940, rompió el equilibrio. Ello provocó la unidad de Grecia en torno al régimen militar: los griegos derrotaron a los italianos, pero no pudieron resistir la posterior invasión alemana (abril de 1941). Bulgaria y Rumanía también se convirtieron, incluso antes, en meros satélites de la Alemania nazi.

A Bulgaria, la cooperación le valió la recuperación de las Macedonias griega y serbia. Pero el zar Boris se abstuvo de declarar la guerra a Rusia y desde 1942-43 trató de negociar con los aliados. En Rumanía, los alemanes tuvieron su hombre en el general Antonescu (1882-1946), militar prestigioso y de claras simpatías fascistas que encabezaba el gobierno desde 1940 y que, tras exiliar al rey Carol en septiembre de ese año -a la vista de la campaña ultranacionalista y antimonárquica desencadenada por los sucesores guardistas de Codreanu- asumió plenos poderes dictatoriales (con el título de Conducator, equivalente rumano de Duce y Führer). Antonescu, que a veces gobernó con la Guardia de Hierro pero que la reprimió con dureza cuando le fue preciso -con el asentimiento y la ayuda alemanes, además- llevó a Rumanía a la guerra como aliado de Alemania. Alemania e Italia no condicionaron de la misma forma -aunque sólo fuese por razones geográficas- la dictadura portuguesa. Ésta fue otro ejemplo significativo de la crisis que la democracia sufrió en la Europa del período de entreguerras. Cronológicamente, fue una de las primeras. La dictadura portuguesa fue instaurada por el pronunciamiento militar de 28 de mayo de 1926 encabezado por el general Gomes de Costa (muy pronto sustituido por el también general Carmona) y fue desde luego una de las más largas y exitosas: duró hasta 1974. La dictadura llegó por agotamiento de la experiencia democrática que se inició en 1910 con la proclamación de la República.

Falta de autoridad y de instituciones moderadoras, amenazada por la contrarrevolución monárquica, el faccionalismo republicano y el intervencionismo militar, sometida a una creciente polarización por cuestiones religiosas y sociales y marcada por un estrepitoso fracaso económico y financiero -el escudo se depreció en un 2.800 por 100 entre 1911 y 1924-, la República portuguesa naufragó: nueve presidentes, 45 gobiernos (uno cada cuatro meses), 25 revoluciones y golpes de Estado, tres dictaduras contrarrevolucionarias, un Presidente, Sidonio Pais, y un jefe de gobierno, Antonio Granjo, asesinados, todo en dieciséis años. La dictadura portuguesa, como otras dictaduras europeas, se inspiró en el ejemplo italiano de 1922 (y en el español de 1923). Pero no fue, como no lo fueron aquéllas según se ha visto, un régimen fascista. Inicialmente, el régimen portugués fue una dictadura militar, preocupada ante todo por el mantenimiento del orden público y la suspensión de toda actividad política. Incapaces de resolver los problemas económicos de Portugal, los militares llamaron al ministerio de Hacienda a un catedrático de Economía de la Universidad de Coimbra, ya conocido y respetado en los medios católicos y reaccionarios, Antonio de Oliveira Salazar (1889-1970), un hombre de origen campesino y humilde, antiguo seminarista, muy religioso, soltero, ascético, de vida privada reservada, anodina y austera, que en muy poco tiempo logró, mediante una política muy conservadora de economías y ahorro, estabilizar la moneda, reducir el déficit y restaurar la confianza internacional en la economía portuguesa.

Salazar -que ejerció como primer ministro de 1932 a 1969- institucionalizó la dictadura y le dio una significación política clara y precisa (y distinta, sin duda, de los vagos y contradictorios proyectos iniciales de los militares). Creó un régimen, el llamado Estado Novo, anti-liberal, antidemocrático, contrarrevolucionario, católico y corporativo, inspirado en las directrices sociales del catolicismo conservador portugués. La Constitución de 1933, en efecto, además de establecer una especie de "diarquía" entre la jefatura del Estado -ejercida por Carmona hasta 9.951- y la del gobierno, detentada por Salazar hasta su muerte, creaba un Estado fuerte, en el que el gobierno era responsable no ante las cámaras sino ante el Presidente (elegido cada siete años) e introducía un sistema de representación corporativa, en el que grupos y corporaciones (gremios, casas de pescadores, universidades y similares) y no los individuos, constituían la base de la representación, y en el que las cámaras (Asamblea Nacional y Cámara Corporativa) tenían muy escasas competencias. Los partidos políticos fueron prohibidos, salvo el partido gubernamental, la Unión Nacional, que Salazar creó desde arriba -diferencia esencial con los movimientos fascistas- y que perfiló como una entidad de integración nacional que trascendía los partidos políticos. El salazarismo fue, por tanto, una especie de corporativismo católico y autoritario. Más que a la ideologización de las masas, el salazarismo aspiró a su desmovilización.

Salazar no creó un estilo fascista. El movimiento fascista portugués, el Movimiento Nacional-Sindicalista de Rolao Preto, fue liquidado en 1934. La dictadura portuguesa no fue por ello menos represiva. Salazar hubo de hacer frente a intentos de restauración democrática (1927) y a insurrecciones de carácter obrerista (1934) y desde 1945, a una creciente oposición. El régimen portugués se apoyó en todo momento en el Ejército y dispuso desde 1933 de una policía política, siniestro instrumento de una represión eficaz, amplia y continuada. Pero la represión, la censura y el control no explicarían su duración. El catolicismo y el pragmatismo de Salazar sin duda apelaron a los valores y preocupaciones de una buena parte de la sociedad portuguesa. La dictadura creó una administración eficiente, reforzó la integración entre Portugal y sus colonias, desarrolló un vasto programa de obras públicas -ferrocarriles, carreteras, presas hidraúlicas- que cambió la infraestructura del país (y que permitiría su progresiva industrialización, que se inició a partir de 1950-60) y saneó la economía, aunque Portugal siguiese siendo durante muchos años un país rural y pobre, y cerca de un millón de portugueses optaran por la emigración entre 1921 y 1940. El pragmatismo de Salazar, finalmente, mantuvo a Portugal fuera de la II Guerra Mundial. Había apoyado a Franco en la guerra civil española (1936-39). Pero la neutralidad que observó durante la contienda mundial y su especial relación amistosa con Gran Bretaña, y a través de ella con los aliados, hicieron que, paradójicamente, la dictadura portuguesa se encontrara en 1945 al lado de los países democráticos.

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