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Declinar Eur liberal

Desarrollo


La III República, pese a sus numerosas debilidades estructurales y a su falta de prestigio moral, resistió bien, en el futuro, la prueba de la Guerra Mundial. Hasta cierto punto, fue hasta natural que fuese Clemenceau, jefe del Gobierno desde noviembre de 1917, el Padre de la victoria en aquélla, y no Poincaré. Porque Clemenceau era la historia misma de la República. Había saltado a la política como alcalde de uno de los distritos (Montmartre) en el París sitiado por las tropas prusianas en septiembre de 1870, y el recuerdo de aquella capitulación y el patriotismo revanchista habían inspirado, junto con el laicismo, su carrera política. La Italia liberal en cambio no sobrevivió a aquella contienda: el fascismo llegó al poder en octubre de 1922 y puso fin al régimen liberal y parlamentario que había regido el país desde su unificación en 1871. Eso fue así, sin duda, por razones que tuvieron que ver -como habrá ocasión de comprobar- con los problemas, graves y complejos, que convulsionaron la política italiana entre 1918 y 1922. Pero el sistema liberal estaba en crisis desde mucho antes. Ello resultó hasta cierto punto paradójico. Porque, no obstante la frustración de muchas de las expectativas suscitadas por el Risorgimento y la unificación -que, como vimos, D'Annunzio y otros intelectuales convirtieron en acta de acusación permanente contra la Italia oficial-, lo cierto fue que lo realizado por el régimen liberal a partir de 1871 fue muy notable.

Cuando visitó Nápoles en 1888, Gladstone, el político inglés, quedó sorprendido por la formidable mejora que la ciudad había experimentado en veinte años. Y en efecto, ese desarrollo, que era aún más evidente en Roma, Milán o Turín, venía a ser la expresión del cambio que Italia había experimentado desde la unificación. El "transformismo" -nombre que se dio al sistema político de 1871 a 1887, que consistió en el gobierno permanente en coalición de liberales y conservadores monárquicos- creó el Estado moderno italiano, esto es, una administración eficiente, un sistema judicial independiente, un sistema nacional de educación primaria y secundaria, universidades, una Hacienda saneada, un Ejército y una Marina nacionales, un sistema estatal de ferrocarriles, una policía de Estado (el bandolerismo fue prácticamente erradicado), etcétera. Lo había hecho, además, sin que los problemas del país - atraso industrial, desequilibrios regionales, subdesarrollo y pobreza rural del Mezzogiorno- hubiesen provocado grandes conmociones políticas. El sistema político -dos Cámaras elegidas por sufragio censitario, con sólo 2 millones de electores en 1882- no era plenamente representativo: los gobiernos "hacían" las elecciones, y mediante la presión administrativa ejercida por los prefectos, el entendimiento con los notables locales y la manipulación electoral, lograban las mayorías parlamentarias que requerían. Pero el sistema resultaba, pese a ello, casi natural, debido fundamentalmente a la desmovilización política de la Italia rural y a la fuerza que las relaciones tradicionales de deferencia y patronazgo tenían en ella, no rotas ni siquiera a pesar de estallidos ocasionales de violencia campesina.

Era, además, un sistema regido por una clase política -profesiones liberales, burguesía de negocios, viejas familias aristocráticas, notables locales- por lo general bien formada, hábil y competente. Con todo, el "transformismo" supuso una gran decepción para quienes habían creído que la unificación crearía, como en Alemania, una gran Italia: de ahí, por ejemplo, la exaltación por poetas y escritores de la figura de Garibaldi cuando murió en 1882, como encarnación del ideal heroico y de la grandeza de la que carecía la Italia oficial. Eso es lo que quiso rectificar al llegar al poder en julio de 1887 -a la muerte de Depretis, creador del transformismo- Francesco Crispi (1819-1901), político siciliano, antiguo mazziniano y garibaldino, anticlerical y masón, temperamental y enérgico y gran admirador de la obra de Bismarck. Crispi, que ocupó la presidencia del Gobierno en 1887-91 y 1893-96, quiso poner fin al transformismo, revitalizar la política doméstica y exterior, y galvanizar el país: lo hizo, pero ello provocó las primeras graves crisis del sistema liberal. En efecto, Crispi, gobernando casi por decreto, desplegó una actividad legisladora inusitada. Reformó la administración local, ampliando el electorado para elecciones municipales (1889) y haciendo que el nombramiento de alcaldes fuese por elección y no por designación gubernamental (1896). Transformó la estructura, funciones y organigrama burocrático de varios ministerios y del Consejo de Estado.

Reformó muy positivamente la sanidad pública (1888) y los sistemas penal y penitenciario. Suprimió los diezmos eclesiásticos, abolió la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas elementales y renovó las obras pías, transformándolas en un sistema moderno de orfanatos, hospitales y asilos municipales. Respondiendo a presiones de determinados sectores industriales y de algunos grupos agrarios, pero sobre todo por razones de prestigio nacional y por creer que ello favorecería a la economía del país, Crispi asumió una política netamente proteccionista, y en 1887 impuso una drástica elevación arancelaria. Deseoso de relanzar el papel internacional de Italia, reforzó sensiblemente su presencia en la Triple Alianza, a la que Italia pertenecía desde 1882, y obtuvo mayores garantías de sus aliados -Alemania y Austria- de cara a las aspiraciones italianas en el Mediterráneo y África y frente a Francia (convencido, además, de que la aproximación a Alemania y a Austria terminaría por devolver a su país la Italia irredenta del Trentino y Trieste, retenida por Austria). En África, en efecto, en la zona del Mar Rojo y Abisinia donde Italia se había implicado en 1885 como respuesta a la presencia francesa en Túnez, Crispi, que en su momento (1885) se había opuesto a la expedición sobre Assab y Massawa, impulsó ahora, por las mismas razones de prestigio internacional ya citadas, la expansión colonial: estableció un protectorado sobre Abisinia (Tratado de Uccialli, mayo de 1889) y formalizó la colonia de Eritrea (1890).

Todo el vigoroso esfuerzo de Crispi terminó, en su segundo mandato al frente del Gobierno, en el mayor desastre que el joven reino de Italia había conocido: en la derrota de Adua el 1 de marzo de 1896 ante las tropas abisinias (la guerra se había reanudado al entender el emperador de Abisinia, Menelik II, que las pretensiones italianas sobre Somalia violaban el tratado de 1889), derrota en la que murieron dos generales italianos, 4.600 oficiales y soldados (más 500 abisinios enrolados en el Ejército italiano) y en la que otros 1.500 fueron hechos prisioneros. Pero antes de Adua -cuyo recuerdo alimentaría las reivindicaciones del nacionalismo italiano y que Mussolini vengaría en 1935-, la política de Crispi ya había generado gravísimas tensiones. Su laicismo provocó un serio enfrentamiento con el Vaticano y con todo el mundo católico italiano, justo cuando éste renacía con vigor sin precedentes merced a las reformas de León XIII y a la Obra de los Congresos, un amplio movimiento surgido en 1895, dirigido por laicos y sacerdotes progresistas (Romulo Murri, David Albertario) con el objeto de cristianizar la vida social y reconquistar la sociedad italiana que tuvo particular éxito en Venecia, Piamonte y Lombardía. El proteccionismo de Crispi desencadenó una durísima y larga guerra aduanera con Francia, principal mercado de las exportaciones italianas, que, si bien pudo favorecer a los sectores siderúrgico y cerealista, resultó muy negativa para Italia: provocó una espectacular caída de las inversiones extranjeras y una fuerte contracción del comercio exterior, lo que, a su vez, dio lugar a una muy grave crisis bancaria (1889-93), al hundimiento de los sectores vinculados a la exportación y al encarecimiento del coste de la vida, en especial, del pan y del azúcar.

El resultado fue una grave crisis social reflejada, ante todo, en el aumento de la emigración italiana a América y en el estallido de protestas sociales y desórdenes públicos. Los sucesos más graves fueron las revueltas agrarias, huelgas, ocupaciones de tierras comunales, quema de cosechas y manifestaciones contra la carestía y los impuestos que tuvieron lugar en Sicilia en 1892-93, protagonizadas por los Fasci Siciliani (los Fascios Sicilianos), especie de ligas o sindicatos de campesinos, artesanos, obreros y algunos intelectuales de ideología confusa -un vago socialismo con impregnaciones religiosas y objetivos radicales (reformas fiscales, municipales y agrarias) pero también confusos, al extremo de que algunos fasci estaban dominados por la Mafia. En todo caso, Crispi reprimió el movimiento con brutalidad manifiesta. En su segunda etapa de gobierno, disolvió los Fasci (3 de enero de 1894) y el PSI, declaró la ley marcial, envió unos 50.000 soldados a la isla, arrestó a los principales líderes y deportó a unas 1.000 personas a otras islas cercanas. La caída de Crispi tras el desastre de Adua y la paulatina superación de la crisis agraria tras la firma de la paz comercial con Francia (21 de noviembre de 1898), restablecieron la paz social en el Sur. Pero Crispi había, en efecto, galvanizado la política italiana y roto el viejo y precario consenso sobre el que se basaba el sistema liberal. Éste vivió su peor crisis desde la unificación en los años 1896-1900.

En concreto, el malestar social, extendido ahora al Norte como consecuencia de la carestía de los precios, provocó desórdenes en numerosos lugares hasta culminar en los gravísimos "hechos de mayo" de Milán de 1898 en los que murieron unas ochenta personas en choques entre manifestantes y tropas del Ejército. No fue sólo que como respuesta, los líderes socialistas, en parte protagonistas de los sucesos, fueran condenados a duras sentencias de cárcel. Sino que además, el gobierno del general Pelloux, formado el 28 de junio de 1898, que inicialmente había tomado medidas para restablecer el orden liberal (indultos, reforma tributaria, etcétera), presentó una drástica ley de seguridad pública y un conjunto de reformas parlamentarias que, de haber prosperado, habrían supuesto la transformación de Italia en un régimen casi autoritario. Pero la derrota del citado gobierno en las elecciones de junio de 1900 -que vieron el avance de liberales, republicanos, radicales y socialistas- lo impidió: los años 1900-1914, la edad giolittiana, fueron en esencia los años de la restauración liberal (a lo que contribuyó también la crisis creada por el asesinato del rey Humberto I por un anarquista en julio de 1900; su sucesor, Víctor Manuel III, quiso vincular su reinado a la Italia de la libertad y de la Monarquía que, según dijo en su primer discurso a la nación, creía indisolublemente unidas). Aunque ya el gobierno de Giuseppe Zanardelli (febrero 1901-octubre 1903) significó un giro determinante, el hombre de la restauración liberal fue Giovanni Giolitti (1842-1928), un piamontés equilibrado, discreto, eficaz y prudente, formado en la carrera funcionarial y en la vida administrativa, y dotado por ello de un gran sentido del Estado.

Giolitti gobernó en octubre 1903-marzo 1905, mayo 1906-diciembre 1909 y marzo 1911-marzo 1914; dio, así, a la política italiana una estabilidad sólo comparable a la británica, que coincidió con, y en parte propició, el "primer milagro económico" italiano -electrificación, metalurgia, química, automóviles, industria de la seda- que se mencionó con anterioridad. Giolitti recompuso el consenso liberal por medio de una política de neutralidad del Estado en los conflictos sociales, y de integración y atracción de los partidos o fuerzas sociales marginales al sistema (a pesar de lo cual Italia conocería, como se recordará, grandes huelgas sobre todo, en 1911-14). En el caso socialista, Giolitti supo sintonizar con el pragmatismo democrático y reformista de Turati, que llevó al PSI hacia la acción electoral y parlamentaria con éxito creciente (28 diputados en 1904, 41 en 1909, 79 en 1913); la contrapartida fue de una parte, una política fiscal más progresiva, con nuevos impuestos, por ejemplo, sobre la herencia y sobre la renta, y de otra, la introducción de leyes sociales como el descanso semanal, el fondo de maternidad y otras, además de que la neutralidad del Estado en huelgas y conflictos favoreció las posibilidades de negociación laboral de los trabajadores. Respecto a la Iglesia y los católicos, Giolitti buscó algún tipo de acomodación que pusiera fin a aquella paradoja que suponía la inexistencia de relaciones entre el Vaticano y la Monarquía de uno de los países más católicos del mundo (cuestión que no se resolvió hasta 1929), pero sin alterar por ello la política de "Iglesia libre en el Estado libre" que regía desde la unificación en 1870.

Giolitti hizo concesiones en cuestiones como el divorcio, la educación religiosa en las escuelas públicas, nombramiento de obispos, indemnizaciones debidas a la Santa Sede y protección de establecimientos católicos en el extranjero; y respetó escrupulosamente las decisiones -como se recordará, condenatorias- de la jerarquía eclesiástica respecto a la naciente democracia cristiana y al modernismo teológico. Giolitti logró así el apoyo de los elementos más conservadores del catolicismo italiano, apoyo explícito y decisivo en las elecciones de 1904 y 1913. Pero todo aquel amplio movimiento católico social de cooperativas, círculos obreros y universitarios, prensa y bancos rurales surgido en la década de 1890 por la Obra de los Congresos -que en 1919 confluiría en el Partido Popular de Luigi Sturzo- permaneció al margen, en detrimento de la base social de la Monarquía liberal. Por supuesto, Giolitti no resolvió los problemas de Italia. La relativa prosperidad y aquel primer despegue industrial del país siguieron apoyándose en un proteccionismo industrial excesivo. Hasta cierto punto, además, acentuaron los desequilibrios regionales del país: la emigración continuaba siendo la única salida al subdesarrollo y atraso del Mezzogiorno, como denunciaron reiteradamente meridionalistas como Fortunato, Saverio Nitti, Salvemini, Arturo Labriola y otros. El reconocimiento del derecho de huelga no supuso el fin de las actuaciones violentas de las fuerzas de orden público en conflictos y disturbios sociales.

Giolitti siguió recurriendo al clientelismo y a la corrupción electoral para asegurarse las mayorías parlamentarias que necesitaba para gobernar. Bajo su mandato, las elecciones fueron particularmente fraudulentas en el Sur: en 1909, Salvemini, el historiador y militante socialista, le calificó como el "ministro de la delincuencia", calificativo de gran efecto que dañaría sensiblemente su imagen pública. La modernización de Italia había avanzado sensiblemente desde 1900. Pero el mismo desarrollo del país socavó los cimientos del "giolittismo". Los problemas pendientes -Trento, Trieste- y la debilidad internacional de Italia, puesta de relieve en la derrota de 1896, habían provocado, como vimos, la aparición de un nuevo nacionalismo populista y antiliberal; el catolicismo social permanecía sin integrarse en el sistema; el sindicalismo revolucionario y la izquierda del PSI suponían una permanente amenaza al equilibrio "giolittiano". Giolitti quiso hacer frente a todo ello relanzando, de una parte, la acción exterior de Italia y ensanchando, de otra, las bases sociales del sistema político. Así, el 29 de septiembre de 1911, a fin de afirmar sus posiciones en el norte de África y en el Mediterráneo ante la tensión franco-alemana suscitada por la segunda crisis marroquí -que estalló tras el envío el 1 de julio de aquel año del cañonero alemán Panther a Agadir-, Italia declaró la guerra a Turquía, invadió Libia, donde envió un ejército de 70.

000 hombres y, en mayo de 1912, ocupó un total de trece islas turcas en el Egeo: el 8 de octubre, Turquía le cedió Libia. La guerra tuvo un primer efecto político: el gobierno Giolitti introdujo en ese mismo año el sufragio universal masculino para mayores de 21 años (o de 30, en el caso de los analfabetos). Precisamente entonces, y contra lo que el mismo Giolitti había esperado, la situación se volvió contra el propio orden "giolittiano". La guerra fue un gran triunfo del nacionalismo (no de la Monarquía), que supo capitalizar en las calles y en la prensa el entusiasmo popular suscitado por los éxitos militares italianos. Las elecciones de 1913, las primeras celebradas con sufragio universal, pusieron de relieve el papel decisivo del voto católico, y que el liberalismo italiano no era un movimiento de masas. Fueron elegidos 29 candidatos con esa denominación de "católicos", y unos 229 diputados liberales (de un total de 318 elegidos) debieron su escaño a acuerdos con las organizaciones y los dirigentes católicos. En julio de 1912, además, la "corriente revolucionaria" dirigida por Lazzari y Mussolini se hizo, como se indicó, con la dirección del PSI: los años 1912-14 vieron un grave deterioro del orden social, hasta culminar en la "semana roja" de junio de 1914. Giolitti, que en el mes de marzo había cedido la jefatura del gobierno al conservador Antonio Salandra, seguía teniendo mayoría en el Parlamento.

Italia tenía problemas graves, o muy graves, pero no insolubles: la misma semana roja, que las autoridades controlaron con relativa facilidad, fue en realidad un jarro de agua fría para las expectativas revolucionarias de los extremistas: no creo -diría el líder maximalista del PSI, Serrati- "que la situación en Italia permitiese pensar seriamente en la revolución". Incluso estaban cristalizando las condiciones sociales y económicas que podían teóricamente dar estabilidad a un régimen liberal moderno. El problema fue el que señaló Benedetto Croce, el filósofo más importante del país: que el liberalismo hacia 1914 era un sistema, un régimen, y había dejado de ser un ideal, una emoción.

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