La enseñanza media y universitaria
Compartir
Datos principales
Rango
Reinado Isabel II
Desarrollo
La mayoría de los españoles que se encaminaban por estudios que podemos calificar de medios en el siglo XIX lo hacían en seminarios eclesiásticos, colegios privados, institutos provinciales, escuelas normales de magisterio y, por una vía diferente, en las escuelas preparatorias para los estudios militares. Los estudios superiores o asimilados se hacían en las academias militares, en las universidades o en escuelas especiales de ingenieros u otras. Este esquema, sin embargo, es más claro a partir de 1857. En 1824, la enseñanza quedó regulada por el plan de Tadeo Calomarde , que se mantuvo en vigor hasta 1845. Era un plan uniformista y centralizador, que apenas ordenaba lo referente a las enseñanzas primaria y media. Las universidades, algunas de ellas dudosamente merecedoras de tal nombre, tuvieron que regular la enseñanza. En ellas se obtendrían los títulos de Bachiller, Licenciado y Doctor. Los estudios podían ser los comunes de Filosofía y las Facultades mayores: Medicina, Leyes, Cánones y Teología. Desde 1832, la instrucción pública pasó a depender de nuevo del ministerio de Fomento, después denominado de Interior y más tarde de Gobernación. Pero no hubo cambios sustanciales en lo referente a la enseñanza media y universitaria. Hay que resaltar el traslado, en 1836, de la Universidad de Alcalá de Henares a Madrid , que, en 1850, sería llamada Universidad Central. En 1845, Pedro José Pidal introducía un nuevo Plan de enseñanza.
El Plan Pidal, redactado por el Jefe de la sección de Instrucción Pública Gil de Zárate , caracterizaba la segunda enseñanza como propia especialmente de las clases medias y se estudiaría en los institutos, costeados por las diputaciones provinciales y, al menos, habría uno por cada provincia. Habría igualmente colegios incorporados a los institutos que se autorizarían si cumplían determinados requisitos. Los contenidos trataban de aunar las asignaturas clásicas, con predominio del latín, con las lenguas vivas y las ciencias. Desde el Plan Pidal, los rectores de cada Universidad serían nombrados directamente por la Corona. Los decanos de las facultades lo serían igualmente por la Corona, a propuesta de cada rector. Las facultades tendrían un claustro de profesores, que, en su conjunto, formarían el de la Universidad. La única universidad que podría conferir el título de Doctor sería la de Madrid. Poco quedaba ya de las universidades pontificias. El proceso centralizador y uniformista liberal quedaba cerrado. En 1847, Nicomedes Pastor Díaz introducía definitivamente las Facultades de Filosofía en la Universidad, con cuatro secciones: dos de letras, literatura y filosofía, y dos de ciencias, naturales y físico-matemáticas, con una duración de cinco años. A la Facultad de Madrid le quedaba reservado el doctorado. La mayor parte de los aspectos de la enseñanza se regularon y ordenaron por la Ley Moyano de 1857, que recogía muchos de los presupuestos del Plan Pidal.
El propio Moyano, treinta años después de aprobada la ley que se conoce con su nombre, explicaba la larga duración de la misma por ser una ley nacional, no de partido. Es cierto que la ley sufrió la erosión de los reglamentos, que supusieron variaciones de la agitada política española, pero el edificio central permaneció más de un siglo: el centralismo acentuado, la consagración de los tres niveles docentes, la ordenación del profesorado, el régimen y gobierno de los centros, la existencia dual de dos sistemas de enseñanza: pública y privada, entre otros aspectos. Claudio Moyano , que ocupó la cartera de Fomento tan sólo un año escaso, pudo, en tan corto período de tiempo, redactar la ley, conseguir su aprobación parlamentaria y ponerla en práctica. Moyano supo dar forma al deseo de todos los partidos de terminar con el continuo reformismo en educación. Dentro de los grupos liberales había cada vez mayor acuerdo sobre las líneas generales en las que se debería insertar la educación. En el fondo, Moyano se iba a limitar a recoger las experiencias existentes y a buscar un acuerdo en los puntos claves. Huyó de un proyecto de ley que regulara todo el sistema educativo de modo detallado y, por el contrario, planteó una ley de bases que recogiera las claves en que se debería inspirar la enseñanza, autorizándose al Gobierno para la promulgación de los correspondientes decretos legislativos que desarrollasen la ley pactada. En realidad, muchos de los sucesivos gobiernos de muy distinto signo utilizaron esa potestad para hacer modificaciones y nuevos reglamentos sin modificar las bases.
En todo caso, la Ley Moyano fue aprobada, tanto en el Congreso como en el Senado, sin grandes polémicas. El aspecto sobre el que se dio un auténtico debate fue el relativo al derecho de inspección que la Iglesia, los eclesiásticos, tendrían sobre la educación de acuerdo con el Concordato de 1851. El sector que deseaba mayores instrumentos de control para los eclesiásticos era el de los neocatólicos, quienes pretendían que el derecho de la Iglesia debería extenderse al nombramiento de profesores y a la aprobación de libros de texto y no sólo a la inspección de la moral y las doctrinas que se impartían en la enseñanza oficial y privada. El Ministro Moyano argumentó en defensa de su ley que él mismo era católico practicante y que deseaba lograr un buen entendimiento con los eclesiásticos, con la institución. Para ello, defendió que la ley de bases sólo recogía el principio del derecho de inspección de la Iglesia por ser ésta una materia concordataria que obligaba al Gobierno por su propia naturaleza, pero, de acuerdo con la filosofía de la ley, no se reglamentaba dicho derecho, que el texto articulado regularía ampliamente. Con ese compromiso, la Ley fue aprobada sin modificaciones. Efectivamente, los artículos 295 y 298 dispusieron la posibilidad de que los prelados diocesanos ejercieran la inspección en todos los niveles de la enseñanza. Las autoridades civiles y académicas se cuidarían, bajo su responsabilidad, de que, ni en los establecimientos públicos de enseñanza, ni en los privados, se pusiera impedimento alguno a los reverendos obispos y demás prelados diocesanos, encargados por su ministerio de velar por la pureza de la doctrina, de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud, en el ejercicio de este cargo.
En realidad, dichos artículos vienen a confirmar lo que ya estaba recogido en el artículo segundo del Concordato. Después de largas negociaciones a través de un acuerdo de rango superior, el Concordato de 1851, el Estado español se comprometía con la Santa Sede, entre otros, a dos aspectos que, debido a la larga duración de esta norma, supuso infinidad de dificultades e inconvenientes cuando la legislación del Estado quiso adecuarse a una ideología liberal que implicaba el respeto a todas las ideologías y a su libre difusión. En efecto, como nos ha recordado Carlos Valverde (1979: 526), los poderes legislativo, judicial y ejecutivo dispensarían su protección a los obispos en orden a impedir la difusión de las doctrinas anticatólicas y ponían bajo la vigilancia de la jerarquía eclesiástica la enseñanza religiosa de los centros docentes. Ambas disposiciones -Ley Moyano y Concordato- serán el argumento legal que, a lo largo de varias décadas, esgrimirán los defensores del dominio eclesiástico de la enseñanza. La configuración administrativa de la enseñanza media estaba en relación con la universitaria. Existía una universidad central (Madrid) y otros distritos, tantos como universidades, a cuya cabeza había un rector nombrado por el Estado, del que dependían los institutos de enseñanza media. De éstos, a su vez, dependían, como incorporados o asimilados, los centros privados. En 1857, la Ley Moyano establecía un instituto de segunda enseñanza en cada provincia y dos en Madrid.
La financiación y organización quedaba en manos de las diputaciones. La concesión de más centros quedaba limitada a que los solicitantes demostrasen contar con recursos suficientes para su dotación y mantenimiento. En 1887, el Estado asumió a todos los efectos la responsabilidad de los institutos. El Plan Pidal de 1845 había pretendido secularizar la enseñanza y había creado condiciones difíciles de cumplir para la enseñanza privada, más estrictas aún para los posibles centros docentes patrocinados por órdenes religiosas. Sucesivas reformas habían suavizado estas condiciones que culminan con el Concordato. Un artículo, que en realidad es un privilegio, vino a aumentar la influencia eclesiástica en la enseñanza, en este caso en los centros privados. Por el artículo 153, el Gobierno podría autorizar la apertura de colegios a las órdenes de religiosos (entonces muy pocos) y de religiosas legalmente establecidos en España y cuyo objeto fuera la enseñanza pública. Lo realmente significativo es que a los directores y profesores de dichos colegios se les dispensaba del título (licenciado en caso del director y licenciados o bachilleres en el de los profesores) y la fianza que se exigían por el artículo 150. Si bien la creación masiva de centros de enseñanza secundaria confesionales será propia del período de la Restauración, al amparo del artículo citado se desarrollaron un buen número de colegios, especialmente por parte de una de las pocas órdenes religiosas que, por esos años, tenían existencia legal en España: los escolapios.
En la Ley Moyano de 1857, la enseñanza secundaria tiene dos vías diferentes: 1) Estudios generales con una primera etapa de dos años de duración y otra de cuatro. A la primera se accede a los nueve años, después de aprobar un examen de ingreso sobre las materias de la enseñanza elemental (de seis a nueve años). En ambas etapas se estudian los contenidos tradicionales y, al terminarlas, los alumnos podían obtener el grado de bachiller en Artes. 2) Estudios de aplicación (profesionales), en los que se cursan asignaturas de inmediata aplicación a la agricultura, arte, industria, comercio y náutica (artículo 16). Los que terminaran por esta vía recibirían el certificado de perito en la materia a que especialmente se habían dedicado. Desde el punto de vista administrativo, la Universidad seguirá, desde 1857, el modelo francés centralizado y burocratizado con diez distritos encabezados por el de Madrid y dependientes de la Dirección General de Instrucción Pública. Durante el reinado de Isabel II , tan sólo Madrid era una universidad numerosa, con unos 2.500 alumnos en 1857 y cerca de 6.000 en 1868. Barcelona (850 y 1.600), Valladolid (450 y 1.100) y Valencia (400 y 1.000) llegaron al millar de alumnos. El resto eran pequeños establecimientos, con muy pocos profesores. Sevilla y Granada se acercaban a los 800 alumnos en 1868. Zaragoza y Santiago no sobrepasaban los 500. Las más pequeñas, que rondaban el centenar de estudiantes en 1857, caso de Salamanca y Oviedo, apenas tenían 200 en 1868.
La Universidad estaba formada básicamente por dos facultades: Derecho y Medicina. Las facultades de Ciencias, que acababan de desgajarse de las de Filosofía en 1857, comenzaban su andadura, lo mismo que Farmacia. Por su parte, la teología, como enseñanza civil, declinaba. Existía también la Escuela Politécnica, creada en 1821, que posteriormente se dividió en instituciones diferenciadas, encaminadas a la enseñanza técnica. Las escuelas de Artillería, Ingenieros, Minas, Canales, Puentes y Caminos, Ingenieros Geógrafos y Construcción Naval. Las academias y escuelas de Bellas Artes, con un buen número de estudiantes, fueron semilleros de una nueva generación de escultores y pintores.
El Plan Pidal, redactado por el Jefe de la sección de Instrucción Pública Gil de Zárate , caracterizaba la segunda enseñanza como propia especialmente de las clases medias y se estudiaría en los institutos, costeados por las diputaciones provinciales y, al menos, habría uno por cada provincia. Habría igualmente colegios incorporados a los institutos que se autorizarían si cumplían determinados requisitos. Los contenidos trataban de aunar las asignaturas clásicas, con predominio del latín, con las lenguas vivas y las ciencias. Desde el Plan Pidal, los rectores de cada Universidad serían nombrados directamente por la Corona. Los decanos de las facultades lo serían igualmente por la Corona, a propuesta de cada rector. Las facultades tendrían un claustro de profesores, que, en su conjunto, formarían el de la Universidad. La única universidad que podría conferir el título de Doctor sería la de Madrid. Poco quedaba ya de las universidades pontificias. El proceso centralizador y uniformista liberal quedaba cerrado. En 1847, Nicomedes Pastor Díaz introducía definitivamente las Facultades de Filosofía en la Universidad, con cuatro secciones: dos de letras, literatura y filosofía, y dos de ciencias, naturales y físico-matemáticas, con una duración de cinco años. A la Facultad de Madrid le quedaba reservado el doctorado. La mayor parte de los aspectos de la enseñanza se regularon y ordenaron por la Ley Moyano de 1857, que recogía muchos de los presupuestos del Plan Pidal.
El propio Moyano, treinta años después de aprobada la ley que se conoce con su nombre, explicaba la larga duración de la misma por ser una ley nacional, no de partido. Es cierto que la ley sufrió la erosión de los reglamentos, que supusieron variaciones de la agitada política española, pero el edificio central permaneció más de un siglo: el centralismo acentuado, la consagración de los tres niveles docentes, la ordenación del profesorado, el régimen y gobierno de los centros, la existencia dual de dos sistemas de enseñanza: pública y privada, entre otros aspectos. Claudio Moyano , que ocupó la cartera de Fomento tan sólo un año escaso, pudo, en tan corto período de tiempo, redactar la ley, conseguir su aprobación parlamentaria y ponerla en práctica. Moyano supo dar forma al deseo de todos los partidos de terminar con el continuo reformismo en educación. Dentro de los grupos liberales había cada vez mayor acuerdo sobre las líneas generales en las que se debería insertar la educación. En el fondo, Moyano se iba a limitar a recoger las experiencias existentes y a buscar un acuerdo en los puntos claves. Huyó de un proyecto de ley que regulara todo el sistema educativo de modo detallado y, por el contrario, planteó una ley de bases que recogiera las claves en que se debería inspirar la enseñanza, autorizándose al Gobierno para la promulgación de los correspondientes decretos legislativos que desarrollasen la ley pactada. En realidad, muchos de los sucesivos gobiernos de muy distinto signo utilizaron esa potestad para hacer modificaciones y nuevos reglamentos sin modificar las bases.
En todo caso, la Ley Moyano fue aprobada, tanto en el Congreso como en el Senado, sin grandes polémicas. El aspecto sobre el que se dio un auténtico debate fue el relativo al derecho de inspección que la Iglesia, los eclesiásticos, tendrían sobre la educación de acuerdo con el Concordato de 1851. El sector que deseaba mayores instrumentos de control para los eclesiásticos era el de los neocatólicos, quienes pretendían que el derecho de la Iglesia debería extenderse al nombramiento de profesores y a la aprobación de libros de texto y no sólo a la inspección de la moral y las doctrinas que se impartían en la enseñanza oficial y privada. El Ministro Moyano argumentó en defensa de su ley que él mismo era católico practicante y que deseaba lograr un buen entendimiento con los eclesiásticos, con la institución. Para ello, defendió que la ley de bases sólo recogía el principio del derecho de inspección de la Iglesia por ser ésta una materia concordataria que obligaba al Gobierno por su propia naturaleza, pero, de acuerdo con la filosofía de la ley, no se reglamentaba dicho derecho, que el texto articulado regularía ampliamente. Con ese compromiso, la Ley fue aprobada sin modificaciones. Efectivamente, los artículos 295 y 298 dispusieron la posibilidad de que los prelados diocesanos ejercieran la inspección en todos los niveles de la enseñanza. Las autoridades civiles y académicas se cuidarían, bajo su responsabilidad, de que, ni en los establecimientos públicos de enseñanza, ni en los privados, se pusiera impedimento alguno a los reverendos obispos y demás prelados diocesanos, encargados por su ministerio de velar por la pureza de la doctrina, de la fe y de las costumbres, y sobre la educación religiosa de la juventud, en el ejercicio de este cargo.
En realidad, dichos artículos vienen a confirmar lo que ya estaba recogido en el artículo segundo del Concordato. Después de largas negociaciones a través de un acuerdo de rango superior, el Concordato de 1851, el Estado español se comprometía con la Santa Sede, entre otros, a dos aspectos que, debido a la larga duración de esta norma, supuso infinidad de dificultades e inconvenientes cuando la legislación del Estado quiso adecuarse a una ideología liberal que implicaba el respeto a todas las ideologías y a su libre difusión. En efecto, como nos ha recordado Carlos Valverde (1979: 526), los poderes legislativo, judicial y ejecutivo dispensarían su protección a los obispos en orden a impedir la difusión de las doctrinas anticatólicas y ponían bajo la vigilancia de la jerarquía eclesiástica la enseñanza religiosa de los centros docentes. Ambas disposiciones -Ley Moyano y Concordato- serán el argumento legal que, a lo largo de varias décadas, esgrimirán los defensores del dominio eclesiástico de la enseñanza. La configuración administrativa de la enseñanza media estaba en relación con la universitaria. Existía una universidad central (Madrid) y otros distritos, tantos como universidades, a cuya cabeza había un rector nombrado por el Estado, del que dependían los institutos de enseñanza media. De éstos, a su vez, dependían, como incorporados o asimilados, los centros privados. En 1857, la Ley Moyano establecía un instituto de segunda enseñanza en cada provincia y dos en Madrid.
La financiación y organización quedaba en manos de las diputaciones. La concesión de más centros quedaba limitada a que los solicitantes demostrasen contar con recursos suficientes para su dotación y mantenimiento. En 1887, el Estado asumió a todos los efectos la responsabilidad de los institutos. El Plan Pidal de 1845 había pretendido secularizar la enseñanza y había creado condiciones difíciles de cumplir para la enseñanza privada, más estrictas aún para los posibles centros docentes patrocinados por órdenes religiosas. Sucesivas reformas habían suavizado estas condiciones que culminan con el Concordato. Un artículo, que en realidad es un privilegio, vino a aumentar la influencia eclesiástica en la enseñanza, en este caso en los centros privados. Por el artículo 153, el Gobierno podría autorizar la apertura de colegios a las órdenes de religiosos (entonces muy pocos) y de religiosas legalmente establecidos en España y cuyo objeto fuera la enseñanza pública. Lo realmente significativo es que a los directores y profesores de dichos colegios se les dispensaba del título (licenciado en caso del director y licenciados o bachilleres en el de los profesores) y la fianza que se exigían por el artículo 150. Si bien la creación masiva de centros de enseñanza secundaria confesionales será propia del período de la Restauración, al amparo del artículo citado se desarrollaron un buen número de colegios, especialmente por parte de una de las pocas órdenes religiosas que, por esos años, tenían existencia legal en España: los escolapios.
En la Ley Moyano de 1857, la enseñanza secundaria tiene dos vías diferentes: 1) Estudios generales con una primera etapa de dos años de duración y otra de cuatro. A la primera se accede a los nueve años, después de aprobar un examen de ingreso sobre las materias de la enseñanza elemental (de seis a nueve años). En ambas etapas se estudian los contenidos tradicionales y, al terminarlas, los alumnos podían obtener el grado de bachiller en Artes. 2) Estudios de aplicación (profesionales), en los que se cursan asignaturas de inmediata aplicación a la agricultura, arte, industria, comercio y náutica (artículo 16). Los que terminaran por esta vía recibirían el certificado de perito en la materia a que especialmente se habían dedicado. Desde el punto de vista administrativo, la Universidad seguirá, desde 1857, el modelo francés centralizado y burocratizado con diez distritos encabezados por el de Madrid y dependientes de la Dirección General de Instrucción Pública. Durante el reinado de Isabel II , tan sólo Madrid era una universidad numerosa, con unos 2.500 alumnos en 1857 y cerca de 6.000 en 1868. Barcelona (850 y 1.600), Valladolid (450 y 1.100) y Valencia (400 y 1.000) llegaron al millar de alumnos. El resto eran pequeños establecimientos, con muy pocos profesores. Sevilla y Granada se acercaban a los 800 alumnos en 1868. Zaragoza y Santiago no sobrepasaban los 500. Las más pequeñas, que rondaban el centenar de estudiantes en 1857, caso de Salamanca y Oviedo, apenas tenían 200 en 1868.
La Universidad estaba formada básicamente por dos facultades: Derecho y Medicina. Las facultades de Ciencias, que acababan de desgajarse de las de Filosofía en 1857, comenzaban su andadura, lo mismo que Farmacia. Por su parte, la teología, como enseñanza civil, declinaba. Existía también la Escuela Politécnica, creada en 1821, que posteriormente se dividió en instituciones diferenciadas, encaminadas a la enseñanza técnica. Las escuelas de Artillería, Ingenieros, Minas, Canales, Puentes y Caminos, Ingenieros Geógrafos y Construcción Naval. Las academias y escuelas de Bellas Artes, con un buen número de estudiantes, fueron semilleros de una nueva generación de escultores y pintores.