LA CONQUISTA DE TENOCHTITLAN. INTRODUCCIÓN GENERAL

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INTRODUCCIÓN GENERAL El 13 de agosto de 1521, festividad de San Hipólito, Cuauhtemoc, postrero señor de Tenochtitlan, se entregó a un oficial español llamado García Holguín. Aquel acto ponía el punto final a una larga y penosa conquista iniciada dos años antes en los arenosos médanos de Veracruz. La aventura había finalizado, pero sus protagonistas jamás olvidarían una experiencia que marcaría de manera indeleble su futuro. Años después, algunos participantes, acuciados por los más variados motivos, reflejarán por escrito la traumática vivencia, legando a la posteridad inigualables relatos, donde se conjugan con sin par pericia los más variados sentimientos del ser humano. Las obras de estos improvisados escritores, que militaron en bandos distintos, han corrido suertes distintas. Las Cartas de relación cortesianas, escritas al calor de las operaciones militares, son de todos conocidas; e igual puede decirse de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, fruto de la bien cortada pluma del soldado Bernal Díaz. También los esfuerzos de los autores indígenas, de los vencidos, se han visto coronados por el éxito1. Otros escritos, por el contrario, han desaparecido, permanecen ocultos en algún polvoriento archivo o son desconocidos del público en general. El libro que el lector tiene en sus manos recoge cuatro de esas narraciones: las relaciones de Juan Díaz, Andrés de Tapia, Bernardino Vázquez de Tapia y Francisco de Aguilar. Como la vida y obra de estos autores se tratará más adelante, me limitaré aquí a señalar que todos ellos tienen varios rasgos en común.

Los autores son soldados cronistas, antitético término, que, según Jorge Gurría Lacroix: Designa a aquellos hombres que, habiendo participado en la conquista realizada por Hernán Cortés, posteriormente relataron los hechos por ellos vistos u oídos, dándonos así su versión sobre tan importante episodio2. Una segunda característica reside en su carencia de intereses etnológicos. Desgraciadamente para los estudiosos del México prehispánico, estos hombres --los únicos europeos que tuvieron el privilegio de contemplar viva la hermosa cultura del Anahuac-- se mostraron un tanto cicateros a la hora de tratar la cultura de los mexicanos, aunque, siguiendo la directriz general de la cronística indiana, incluyeron algunos datos en sus obras sobre las costumbres y creencias de sus adversarios, tan peculiares y distintas de las que ellos conocían. Actitud harto comprensible, pues tomaron la pluma impulsados por intereses distintos del etnográfico. Tan sólo el Itinerario de la armada --un relato en la línea del género de viajes-- hace hincapié en la descripción de las maravillas, humanas y naturales, que los asombrados expedicionarios descubren en el curso de la navegación. Finalmente, unos y otros comparten --con variantes, claro está-- la misma mentalidad; una mentalidad plural y contradictoria, que mezcla a partes iguales lo providencial, lo mágico y lo puramente humano. Sobre todo ello hablaremos en las páginas siguientes. Lo providencial Se ha escrito largo y tendido sobre la mentalidad providencialista de los conquistadores españoles en general y de la hueste cortesiana en particular; mas, como suele acontecer en la historiografía, abunda la grandilocuencia tópica y escasean los análisis concretos que contribuyan a esclarecer el papel jugado por la ideología en la sociedad humana.

Ciertamente no seré yo quien niegue el talante providencialista de los soldados cortesianos. El providencialismo era la ideología dominante en la España del Renacimiento, y los castellanos de México, leales súbditos de la Corona, creían ciegamente en él. Educados en unos postulados que tenían más de islámico que de cristiano, los españoles se consideraban meros instrumentos de la Divina Providencia, la cual --sobra señalarlo-- los manejaba a su antojo para llevar a cabo sus inescrutables designios. A veces, incluso los dotaba de cualidades extraordinarias, como ocurrió cuando don Hernán, preso de santa cólera, destrozó las divinidades del Templo Mayor de México: Enojose de las palabras que oía, y tomó con una barra de hierro que estaba allí, y comenzó a dar en los ídolos de pedrería; y yo prometo mi fe de gentilhombre, y juro por Dios que es verdad que me parece agora que el marqués saltaba sobrenatural, y se abalanzaba tomando la barra por en medio a dar en lo más alto de los ojos del ídolo3. No resulta extraño, pues, que los veteranos, cuando trocaron la espada por la pluma, impregnasen sus escritos de providencialismo. Si hemos de creer a los soldados cronistas, Dios intervino una y otra vez en auxilio de sus criaturas. Pero casi siempre --y ello debe subrayarse-- de forma indirecta. La naturaleza será el gran arma de la Divinidad: los cerros protegerán a los cansados cruzados, y las pestes diezmarán al cobrizo rival: En esta sazón vino una pestilencia de sarampión, y víroles tan recia y tan cruel, que creo murió más de la cuarta parte de la gente de indios que había en toda la tierra, la cual muy mucho nos ayudó para hacer la guerra y fue causa que mucho más presto se acabase, porque, como he dicho, en esta pestilencia murió gran cantidad de hombres y gente de guerra y muchos señores y capitanes y valientes hombres, con los cuales habíamos de pelear y tenerlos por enemigos; y milagrosamente Nuestro Señor los mató y nos los quitó delante4.

Por supuesto, el Sumo Hacedor también se manifestó de manera directa, aunque un tanto cicateramente. De hecho, los píos castellanos sólo tuvieron oportunidad de contemplar un milagro5. El evento sucedió en Centla, una localidad poblada por mayas yucatecos: El marqués y toda su gente oyó misa y salió a ellos; y porque la tierra es acequiada y por el camino por donde habíamos de ir había rías hondas, tomó con diez de caballo, de trece que tenía, y fuese sobre la mano izquierda de la ría para ver dónde podría encubrirse con unos árboles y dar en los enemigos y la gente de pie se fue camino derecho pasando acequias. Y como los indios sabían los pasos hacían gran daño en nosotros por ser mucho número de gentes como eran, y nos vimos en mucho peligro, y no sabíamos del marqués, porque no halló por dónde pasar a los enemigos, antes hallaba muchos malos pasos de acequias; y como los enemigos nos tuviesen ya cercados a los peones por todas partes apareció por la retaguardia de ellos un hombre en un caballo rucio picado, y los indios comenzaron a huir y a nos dejar algún tanto por el daño que aquel jinete en ellos hacía; y nosotros, creyendo que fuese el marqués, arremetimos y matamos algunos de los enemigos, y el del caballo no apareció más por entonces. Volviendo los enemigos sobre nosotros, nos tornaban a maltratar como de primero, y tornó a parecer el de caballo más cerca de nosotros, haciendo daño en ellos, por manera que todos lo vimos, y tornamos a arremeter y tornose a desaparecer como de primero, y así lo hizo otra vez, de manera que fueron tres veces las que apareció y le vimos; y siempre creímos que fuese alguno de los de la compañía del marqués.

El marqués con sus nueve de caballo volvieron a venir por nuestra retaguardia, y nos hizo saber cómo no había podido pasar, y le dijimos cómo habíamos visto uno de caballo y dijo: "Adelante, compañeros, que Dios es con nosotros"6. Bernardino Vázquez de Tapia aceptó el portento de buen grado7; mas el viejo y gruñón Bernal Díaz lo rechazó con inusitada energía: Lo que yo entonces vi y conocí fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, y venía juntamente con Cortés, que me parece que ahora que lo estoy escribiendo se me representa por estos ojos pecadores toda la guerra según y de la manera que allí pasamos. Y ya que yo, como indigno, no fuera merecedor de ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí en nuestra compañía había sobre cuatrocientos soldados y Cortés y otros muchos caballeros y platicárase de ello, y se tomara por testimonio, y se hubiera hecho una iglesia cuando se pobló la villa, y se nombrara la villa de Santiago de la Victoria, o de San Pedro de la Victoria, como se nombró Santa María de la Victoria8. Aguilar, que debía de compartir los argumentos teologizantes de Díaz, tampoco admitió el milagro, atribuyendo la victoria a los caballos, cuyas galopadas aterrorizaron a los combatientes mayas9. ¿A qué responde tan dispar reacción? Personalmente, me inclino a pensar que esta dualidad surge de dos interpretaciones opuestas de la ideología providencialista, que en el fondo no es más que una concepción imperialista.

En palabras del maestro Edmundo O'Gorman: Se trata en realidad de una visión mesiánica de la historia, fundada en la inquebrantable fe que algunos españoles tenían en el destino providencial de su pueblo como elegido por Dios para implantar la monarquía universal católica hasta la consumación de los tiempos10. La ideología providencialista se formula en unos términos que a priori no admiten una segunda lectura; pero este monolitismo se resquebraja cuando se reinterpreta en función de intereses personales u objetivos concretos. Para el veterano Bernal Díaz, que escribía con el fin de obtener beneficios económicos, admitir el milagro de Centla implicaba un menoscabo de sus méritos, menoscabo que no estaba dispuesto a aceptar en absoluto. Para Andrés de Tapia y Bernardino Vázquez, la intervención del Santo Patrón en Tabasco ponía de manifiesto el deseo divino de que aquel territorio, poblado por caníbales idólatras, fuera incorporado a la monarquía española. La providencia bendecía así la actitud sediciosa que la hueste adoptaría algún tiempo después en los médanos de Veracruz. Y es que, en el caso de México, Dios siempre estuvo con los rebeldes, como demostrara con creces un año antes, cuando el disciplinado Juan de Grijalva, obedeciendo las órdenes de Velázquez, se negó a poblar la tierra de los culhua: En este día, a la tarde, vimos un milagro bien grande, y fue que apareció una estrella encima de la nave después de puesto el sol, y se partió despidiendo rayos de luz a la continua, hasta que se puso sobre aquella villa o pueblo grande, y dejó un rastro en el aire que duró más de tres horas largas; y también vimos otras señales bien claras, por donde entendimos que Dios quería que poblásemos aquella tierra para su servicio11.

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