Evolución económica
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Datos principales
Rango
Transición
Desarrollo
Del período franquista la economía española surgió con una herencia que era, a la vez, la constatación de graves deficiencias y el testimonio de un cambio muy importante producido en un período excepcionalmente breve de tiempo. En el balance positivo habría que señalar la constatación de que la población activa agraria había pasado en el espacio de una generación desde un 50% a un 25% del total, proceso que en Francia se había producido en tres cuartos de siglo, medio siglo en Alemania y un tercio de siglo en Italia. La imagen de la España agraria tradicional, ese "intratable país de cabreros", al decir del poeta Gil de Biedma , fue simplemente liquidada durante el régimen de Franco . Sin embargo, España iniciaba su transformación política con un sector financiero más poderoso que eficiente, un gasto público reducido pero un intervencionismo estatal en materias económicas excesivo y a menudo contradictorio, y un sistema tributario muy arcaico caracterizado por defraudación generalizada y, consiguientemente, por la insuficiencia de recursos públicos. Ahora bien todo este conjunto de graves defectos no fue susceptible de modificación en el transcurso mismo de la transición. Precisamente una característica de la transición española a la democracia fue que se evitó solapar la acción política con la reforma económica; es muy probable que, si se hubieran dado a un tiempo, la consecuencia hubiera podido ser muy peligrosa para ambos procesos.
Sólo cuando se dispuso de un grado suficiente de estabilidad política resultó posible emprender la tarea de saneamiento económico. "Me tocó gobernar en el peor momento de la crisis", ha escrito Calvo Sotelo en sus memorias. Esta afirmación, que es cierta y vale también para la etapa de Suárez , no exime de responsabilidad a quienes ejercieron el poder durante el período. Si las dificultades fueron muchas no cabe duda que, al mismo tiempo, acabaron volviéndose en contra de quienes ejercieron el poder como consecuencia de su aparente incapacidad para resolverlas. Pero es necesario remontarse al punto de partida para poder entender la magnitud de los problemas con los que se enfrentaron los políticos españoles de la época democrática. En 1973, con la crisis del petróleo, se planteó para una España que había cambiado mucho desde comienzos de siglo, una situación especialmente difícil. España, que a la altura de la Primera Guerra Mundial tenía una renta inferior a la mitad de la británica, llegaba ahora al comienzo de la libertad con dos tercios de ella. La economía española, sin embargo, se había comportado siempre como una economía de arrastre que había crecido aprovechando las oleadas expansivas de su entorno y haciéndolo a un ritmo muy superior. La crisis del petróleo hizo triplicar la factura pagada por su importación y supuso un golpe rudísimo equivalente a la disminución de un quinto en su capacidad adquisitiva en el exterior; como sucedió en otros países, se produjo un grave desequilibrio en la balanza de pagos y un rápido crecimiento de la deuda exterior.
Lo que establece una clara diferencia entre el caso español y el de otros países es que, lejos de repercutir este incremento de los precios del crudo sobre el consumidor, se trató de evitar la repercusión en el consumidor. En realidad, sólo una porción mínima del incremento de los precios recayó sobre éste, lo que explica que, frente a lo que fue habitual en el mundo, se produjera un aumento del consumo. En definitiva los agentes económicos no tuvieron información suficiente que les pudiera hacer pensar que la crisis era grave. Los dirigentes políticos y económicos hicieron también un diagnóstico errado que partía de considerar la crisis como un fenómeno en definitiva no tan grave e intenso. Se consiguió, por tanto, retrasar la recesión pero la consecuencia fue también que la recuperación llegó mucho más tarde. Las decisiones tomadas en la política económica fueron distintas a las de los otros países europeos y también por otra razón, de índole política. Hay que tener en cuenta que en el período 1973-1977 hubo cinco Gobiernos, remodelaciones aparte; a ello hay que sumar la parálisis decisoria de la etapa final de la dictadura y la incertidumbre política de la etapa de transición. De esta manera se puede decir que el éxito de ese período fue tan sólo llegar a las elecciones tolerando una política permisiva al máximo. El inconveniente fue percibido también de un modo inmediato porque en 1977 ya había un porcentaje de paro superior al de los restantes países desarrollados europeos.
Además, el resultado de no enfrentarse con la crisis económica con decisión y desde el primer momento fue que en España el efecto de la primera subida del petróleo no se había disipado cuando se produjo la segunda en 1979. La crisis no se llegaría a superar de una forma total sino en 1985-1986, con tres años de retraso con respecto al resto del mundo occidental. Sin embargo, hubo un factor político que influyó positivamente en la forma de enfrentarse a la crisis. En 1977, como en 1931, daba la sensación de que la democracia llegaba en el peor momento posible. En los meses centrales de ese año la inflación fue superior al 40%. En realidad, todo el período de la transición propiamente dicho (1976-1982) se caracterizó por un nivel de crecimiento muy bajo, tan sólo un 1.4%, cifra muy inferior a la de los años sesenta, pero también del crecimiento posterior a 1985. Los Pactos de La Moncloa fueron un procedimiento para evitar que la dureza en las reivindicaciones sociales hiciera imposible un acuerdo a la hora de redactar un texto constitucional. Hubo también un convencimiento en las fuerzas políticas de que la inflación a largo plazo no acarreaba bien alguno. Fue mérito especial de Fuentes Quintana el conseguir convencer a Suárez de esta realidad, aunque en ello empleó los meses entre julio y septiembre de 1977. Los Pactos de La Moncloa empezaron por constatar que la crisis existía y supusieron como respuesta la formulación de todo un paquete articulado de medidas no sólo coyunturales sino también estructurales.
Los resultados de los pactos fueron positivos. A fines de 1977 la inflación se había reducido hasta el 26% y un año después estaba en el 16%; al mismo tiempo se hicieron reformas decisivas en el terreno fiscal, en el sistema financiero y en el Estatuto de los Trabajadores. Sin embargo, los resultados positivos conseguidos no pudieron prolongarse mucho tiempo más, en parte por la nueva crisis del petróleo pero también por la aparición de problemas políticos semejantes en entidad a los de la etapa posterior a la muerte de Franco . En 1981 la factura petrolífera alcanzó el récord de toda la década: en ese año las compras de crudo supusieron el 50% de la exportación. Además entre 1979 y 1982 hubo tres Gobiernos débiles, que contaron en su contra con una oposición implacable , ejercida por los socialistas. Eso explica la demora en las tomas de decisiones, la falta de consenso en la mayor parte de ellas y la irresponsabilidad en el gasto, con los consiguientes resultados lamentables. Se tardó mucho en elaborar un plan energético nacional (hasta 1979) y, por si fuera poco, se previó una ampliación de la capacidad de producción que resultó por completo irreal. Las primeras medidas relativas a la reconversión industrial no se aprobaron hasta 1981, cuando en otros países se habían puesto en práctica hacía ya mucho tiempo. Tampoco había proseguido la labor de reformas, necesaria en muchos terrenos como el fiscal o el de la liberalización y saneamiento del sistema financiero.
A pesar de que en 1981 se llegó a un acuerdo nacional acerca del empleo, la tasa de paro alcanzó la cifra récord entonces del 15%. Al concluir 1982 España registraba la más alta tasa de paro de toda la OCDE y se situaba en inflación y déficit público bastante por encima de la media europea. En los años 1980 y 1981 el crecimiento económico fue negativo y la balanza de pagos, gravemente deficitaria. Lo peor era, por supuesto, la tasa de paro, que si en parte obedecía a razones semejantes a las de otros países europeos, también tenía características especiales para el caso español. Entre 1978 y 1984 se destruyó algo más del 20% del empleo industrial en España, tasa superior a la de Francia o Italia aunque inferior a la británica. La gravedad del paro en España se explica por la llegada al mercado de trabajo de un número muy importante de jóvenes, por el regreso de los emigrantes y por la incorporación de la mujer al trabajo. No cabe la menor duda, finalmente, de que se trataba de un mercado de trabajo caracterizado por la falta de flexibilidad y sus costes crecientes, inferiores a la productividad, en el que además la capacidad reivindicativa era alta, contribuyó también a facilitar el paro. Se ha calculado que durante la crisis la industria española perdió 3,5 puntos porcentuales en costes y 6,5 en competitividad con respecto a la europea. El programa electoral del PSOE en 1982 fue, en lo que respecta a materias económicas, un ejercicio de paleontología política.
Lo peor del caso es que ni siquiera era necesario proponer un programa de directa creación de empleo por parte del sector público para obtener la victoria, dadas las condiciones de los oponentes. En la práctica, sin embargo, la política económica seguida no tuvo nada que ver con el programa electoral. El Gobierno, en el que la principal responsabilidad en estas cuestiones recayó en Boyer (que, en definitiva, había pertenecido a UCD en la fase inicial de la transición) actuó con total autonomía con respecto al partido y tuvo el apoyo y la colaboración de técnicos cuya posición ideológica se situaba en el extremo más moderado del espectro socialdemócrata. En realidad se puede decir que muchos de esos responsables políticos hubieran sido intercambiables con los que ocuparon los principales cargos en la época de UCD. Además, tampoco se modificó con el transcurso del tiempo la significación del equipo gubernamental: Boyer , Solchaga y Solbes se sitúan en coordenadas semejantes. El cambio decisivo producido con el advenimiento de los socialistas al poder reside en el contexto político del que se beneficiaron, sin duda mucho más estable al estar dotado de una sólida mayoría parlamentaria. La prioridad básica de la política económica estuvo constituida por la lucha contra la inflación, que se hizo pasar del 14 al 8% en el período entre 1982 y 1985. El ajuste se hizo pesar sobre el empleo con gran intensidad, de tal modo que en vez de crearse más puestos de trabajo lo que hubo fue un incremento del paro, que pasó del 16 al 22% en el mismo período.
El desequilibrio exterior quedó superado y se llegó a un superávit importante. Con ello se sentaron las bases para un posterior crecimiento económico con consecuencias directas e inmediatas sobre el empleo. En realidad, la política económica de estos años iniciales del decenio socialista fue una operación de saneamiento más que de reforma; su ritmo fue lento y quizá sus costes resultaron excesivos. Sin embargo, como balance de ella predominan las luces sobre las sombras. Entre las segundas desempeña un papel especial la expropiación y posterior privatización de Rumasa, que resultó más que discutible desde el punto de vista jurídico y tuvo el inconveniente complementario de provocar una presión del Ejecutivo sobre el Tribunal Constitucional que tuvo consecuencias políticas graves; además, resultó una operación muy gravosa para el erario público al mismo tiempo que favorecía a determinados intereses privados. El coste de la operación de saneamiento del sistema financiero privado fue también muy alto (dos billones de pesetas). Los resultados fueron poco positivos en lo que respecta a la reforma del sector público; igualmente la reconversión industrial resultó en exceso onerosa para el erario. Toda esa acumulación de dificultades tuvo como consecuencia el grave déficit, que se vio multiplicado por algunas de las medidas redistributivas emprendidas por el Gobierno. En cuanto a las luces hay que dejar claro que no sólo resultaron evidentes sino que incluso cabe decir que fueron espectaculares.
A la altura de 1985 la inflación era ya inferior al 9% y desde 1984 la balanza de pagos ofreció resultados positivos. Pero, sobre todo, en lo que se apreció de manera especial la buena gestión económica de los socialistas fue en lo que respecta al nivel de crecimiento: en 1987 el PIB español subió más del 5% y en ese nivel se mantuvo los dos años siguientes. España dio en esos momentos la sensación de ser un nuevo caso de milagro económico, lo que explica que se convirtiera en motivo de atracción para los capitales extranjeros de diversas procedencias; en 1992 era el tercer país del mundo en reservas de divisas, tras Japón y Taiwan y superando a Estados Unidos. Se explica así el furor megalómano del que fue espectadora España en ese año cuando nuestro país fue a la vez huésped de una Exposición Universal y unas Olimpiadas. La verdad es que en esta fase alcista del ciclo no había sucedido otra cosa que la recuperación por nuestro país de la distancia que mantenía con la media europea en 1975 que, en años posteriores, se había hecho cada vez más grande. Pronto empezaron a percibirse que los problemas de la economía española no habían desaparecido como por ensalmo. En primer lugar la apertura de la economía española a la europea tuvo como consecuencia un grave déficit de la balanza de pagos, que si pudo compensarse con copiosas entradas de capital luego empeoró cuando éstas se paralizaron a partir de 1991-1992. Este último año se hizo patente la sobrevaloración de la peseta, que mantenía una ficticia sensación de prosperidad.
Junto a estos problemas, que no eran sólo de coyuntura pero que se podían vincular a ella, había otros más de fondo. La realidad es que en lo que respecta al paro, probablemente debido a la falta de flexibilidad del mercado laboral, nunca se consiguió que bajara más allá del 16%. Algo parecido cabe decir de la inflación, que se situó alrededor del 7% en los mejores años del crecimiento económico. En cuanto al rigor presupuestario se puede decir que en realidad nunca existió, ni siquiera en el momento en que la situación económica era mejor y por lo tanto aumentaba la recaudación. No sólo los gastos del año 1992 testimonian esta falta de rigor presupuestario, sino que éste se aprecia, por ejemplo, en el hecho de que en el período de una década se incrementara el número de empleados públicos en un millón y medio de personas. En 1992 el crecimiento económico se había estancado y daba la sensación de que se iniciaba una etapa recesiva que, una vez más, como en anteriores ocasiones, podía llegar a ser más grave que en el resto de Europa. La recuperación sólo se inició con la segunda mitad de la década.
Sólo cuando se dispuso de un grado suficiente de estabilidad política resultó posible emprender la tarea de saneamiento económico. "Me tocó gobernar en el peor momento de la crisis", ha escrito Calvo Sotelo en sus memorias. Esta afirmación, que es cierta y vale también para la etapa de Suárez , no exime de responsabilidad a quienes ejercieron el poder durante el período. Si las dificultades fueron muchas no cabe duda que, al mismo tiempo, acabaron volviéndose en contra de quienes ejercieron el poder como consecuencia de su aparente incapacidad para resolverlas. Pero es necesario remontarse al punto de partida para poder entender la magnitud de los problemas con los que se enfrentaron los políticos españoles de la época democrática. En 1973, con la crisis del petróleo, se planteó para una España que había cambiado mucho desde comienzos de siglo, una situación especialmente difícil. España, que a la altura de la Primera Guerra Mundial tenía una renta inferior a la mitad de la británica, llegaba ahora al comienzo de la libertad con dos tercios de ella. La economía española, sin embargo, se había comportado siempre como una economía de arrastre que había crecido aprovechando las oleadas expansivas de su entorno y haciéndolo a un ritmo muy superior. La crisis del petróleo hizo triplicar la factura pagada por su importación y supuso un golpe rudísimo equivalente a la disminución de un quinto en su capacidad adquisitiva en el exterior; como sucedió en otros países, se produjo un grave desequilibrio en la balanza de pagos y un rápido crecimiento de la deuda exterior.
Lo que establece una clara diferencia entre el caso español y el de otros países es que, lejos de repercutir este incremento de los precios del crudo sobre el consumidor, se trató de evitar la repercusión en el consumidor. En realidad, sólo una porción mínima del incremento de los precios recayó sobre éste, lo que explica que, frente a lo que fue habitual en el mundo, se produjera un aumento del consumo. En definitiva los agentes económicos no tuvieron información suficiente que les pudiera hacer pensar que la crisis era grave. Los dirigentes políticos y económicos hicieron también un diagnóstico errado que partía de considerar la crisis como un fenómeno en definitiva no tan grave e intenso. Se consiguió, por tanto, retrasar la recesión pero la consecuencia fue también que la recuperación llegó mucho más tarde. Las decisiones tomadas en la política económica fueron distintas a las de los otros países europeos y también por otra razón, de índole política. Hay que tener en cuenta que en el período 1973-1977 hubo cinco Gobiernos, remodelaciones aparte; a ello hay que sumar la parálisis decisoria de la etapa final de la dictadura y la incertidumbre política de la etapa de transición. De esta manera se puede decir que el éxito de ese período fue tan sólo llegar a las elecciones tolerando una política permisiva al máximo. El inconveniente fue percibido también de un modo inmediato porque en 1977 ya había un porcentaje de paro superior al de los restantes países desarrollados europeos.
Además, el resultado de no enfrentarse con la crisis económica con decisión y desde el primer momento fue que en España el efecto de la primera subida del petróleo no se había disipado cuando se produjo la segunda en 1979. La crisis no se llegaría a superar de una forma total sino en 1985-1986, con tres años de retraso con respecto al resto del mundo occidental. Sin embargo, hubo un factor político que influyó positivamente en la forma de enfrentarse a la crisis. En 1977, como en 1931, daba la sensación de que la democracia llegaba en el peor momento posible. En los meses centrales de ese año la inflación fue superior al 40%. En realidad, todo el período de la transición propiamente dicho (1976-1982) se caracterizó por un nivel de crecimiento muy bajo, tan sólo un 1.4%, cifra muy inferior a la de los años sesenta, pero también del crecimiento posterior a 1985. Los Pactos de La Moncloa fueron un procedimiento para evitar que la dureza en las reivindicaciones sociales hiciera imposible un acuerdo a la hora de redactar un texto constitucional. Hubo también un convencimiento en las fuerzas políticas de que la inflación a largo plazo no acarreaba bien alguno. Fue mérito especial de Fuentes Quintana el conseguir convencer a Suárez de esta realidad, aunque en ello empleó los meses entre julio y septiembre de 1977. Los Pactos de La Moncloa empezaron por constatar que la crisis existía y supusieron como respuesta la formulación de todo un paquete articulado de medidas no sólo coyunturales sino también estructurales.
Los resultados de los pactos fueron positivos. A fines de 1977 la inflación se había reducido hasta el 26% y un año después estaba en el 16%; al mismo tiempo se hicieron reformas decisivas en el terreno fiscal, en el sistema financiero y en el Estatuto de los Trabajadores. Sin embargo, los resultados positivos conseguidos no pudieron prolongarse mucho tiempo más, en parte por la nueva crisis del petróleo pero también por la aparición de problemas políticos semejantes en entidad a los de la etapa posterior a la muerte de Franco . En 1981 la factura petrolífera alcanzó el récord de toda la década: en ese año las compras de crudo supusieron el 50% de la exportación. Además entre 1979 y 1982 hubo tres Gobiernos débiles, que contaron en su contra con una oposición implacable , ejercida por los socialistas. Eso explica la demora en las tomas de decisiones, la falta de consenso en la mayor parte de ellas y la irresponsabilidad en el gasto, con los consiguientes resultados lamentables. Se tardó mucho en elaborar un plan energético nacional (hasta 1979) y, por si fuera poco, se previó una ampliación de la capacidad de producción que resultó por completo irreal. Las primeras medidas relativas a la reconversión industrial no se aprobaron hasta 1981, cuando en otros países se habían puesto en práctica hacía ya mucho tiempo. Tampoco había proseguido la labor de reformas, necesaria en muchos terrenos como el fiscal o el de la liberalización y saneamiento del sistema financiero.
A pesar de que en 1981 se llegó a un acuerdo nacional acerca del empleo, la tasa de paro alcanzó la cifra récord entonces del 15%. Al concluir 1982 España registraba la más alta tasa de paro de toda la OCDE y se situaba en inflación y déficit público bastante por encima de la media europea. En los años 1980 y 1981 el crecimiento económico fue negativo y la balanza de pagos, gravemente deficitaria. Lo peor era, por supuesto, la tasa de paro, que si en parte obedecía a razones semejantes a las de otros países europeos, también tenía características especiales para el caso español. Entre 1978 y 1984 se destruyó algo más del 20% del empleo industrial en España, tasa superior a la de Francia o Italia aunque inferior a la británica. La gravedad del paro en España se explica por la llegada al mercado de trabajo de un número muy importante de jóvenes, por el regreso de los emigrantes y por la incorporación de la mujer al trabajo. No cabe la menor duda, finalmente, de que se trataba de un mercado de trabajo caracterizado por la falta de flexibilidad y sus costes crecientes, inferiores a la productividad, en el que además la capacidad reivindicativa era alta, contribuyó también a facilitar el paro. Se ha calculado que durante la crisis la industria española perdió 3,5 puntos porcentuales en costes y 6,5 en competitividad con respecto a la europea. El programa electoral del PSOE en 1982 fue, en lo que respecta a materias económicas, un ejercicio de paleontología política.
Lo peor del caso es que ni siquiera era necesario proponer un programa de directa creación de empleo por parte del sector público para obtener la victoria, dadas las condiciones de los oponentes. En la práctica, sin embargo, la política económica seguida no tuvo nada que ver con el programa electoral. El Gobierno, en el que la principal responsabilidad en estas cuestiones recayó en Boyer (que, en definitiva, había pertenecido a UCD en la fase inicial de la transición) actuó con total autonomía con respecto al partido y tuvo el apoyo y la colaboración de técnicos cuya posición ideológica se situaba en el extremo más moderado del espectro socialdemócrata. En realidad se puede decir que muchos de esos responsables políticos hubieran sido intercambiables con los que ocuparon los principales cargos en la época de UCD. Además, tampoco se modificó con el transcurso del tiempo la significación del equipo gubernamental: Boyer , Solchaga y Solbes se sitúan en coordenadas semejantes. El cambio decisivo producido con el advenimiento de los socialistas al poder reside en el contexto político del que se beneficiaron, sin duda mucho más estable al estar dotado de una sólida mayoría parlamentaria. La prioridad básica de la política económica estuvo constituida por la lucha contra la inflación, que se hizo pasar del 14 al 8% en el período entre 1982 y 1985. El ajuste se hizo pesar sobre el empleo con gran intensidad, de tal modo que en vez de crearse más puestos de trabajo lo que hubo fue un incremento del paro, que pasó del 16 al 22% en el mismo período.
El desequilibrio exterior quedó superado y se llegó a un superávit importante. Con ello se sentaron las bases para un posterior crecimiento económico con consecuencias directas e inmediatas sobre el empleo. En realidad, la política económica de estos años iniciales del decenio socialista fue una operación de saneamiento más que de reforma; su ritmo fue lento y quizá sus costes resultaron excesivos. Sin embargo, como balance de ella predominan las luces sobre las sombras. Entre las segundas desempeña un papel especial la expropiación y posterior privatización de Rumasa, que resultó más que discutible desde el punto de vista jurídico y tuvo el inconveniente complementario de provocar una presión del Ejecutivo sobre el Tribunal Constitucional que tuvo consecuencias políticas graves; además, resultó una operación muy gravosa para el erario público al mismo tiempo que favorecía a determinados intereses privados. El coste de la operación de saneamiento del sistema financiero privado fue también muy alto (dos billones de pesetas). Los resultados fueron poco positivos en lo que respecta a la reforma del sector público; igualmente la reconversión industrial resultó en exceso onerosa para el erario. Toda esa acumulación de dificultades tuvo como consecuencia el grave déficit, que se vio multiplicado por algunas de las medidas redistributivas emprendidas por el Gobierno. En cuanto a las luces hay que dejar claro que no sólo resultaron evidentes sino que incluso cabe decir que fueron espectaculares.
A la altura de 1985 la inflación era ya inferior al 9% y desde 1984 la balanza de pagos ofreció resultados positivos. Pero, sobre todo, en lo que se apreció de manera especial la buena gestión económica de los socialistas fue en lo que respecta al nivel de crecimiento: en 1987 el PIB español subió más del 5% y en ese nivel se mantuvo los dos años siguientes. España dio en esos momentos la sensación de ser un nuevo caso de milagro económico, lo que explica que se convirtiera en motivo de atracción para los capitales extranjeros de diversas procedencias; en 1992 era el tercer país del mundo en reservas de divisas, tras Japón y Taiwan y superando a Estados Unidos. Se explica así el furor megalómano del que fue espectadora España en ese año cuando nuestro país fue a la vez huésped de una Exposición Universal y unas Olimpiadas. La verdad es que en esta fase alcista del ciclo no había sucedido otra cosa que la recuperación por nuestro país de la distancia que mantenía con la media europea en 1975 que, en años posteriores, se había hecho cada vez más grande. Pronto empezaron a percibirse que los problemas de la economía española no habían desaparecido como por ensalmo. En primer lugar la apertura de la economía española a la europea tuvo como consecuencia un grave déficit de la balanza de pagos, que si pudo compensarse con copiosas entradas de capital luego empeoró cuando éstas se paralizaron a partir de 1991-1992. Este último año se hizo patente la sobrevaloración de la peseta, que mantenía una ficticia sensación de prosperidad.
Junto a estos problemas, que no eran sólo de coyuntura pero que se podían vincular a ella, había otros más de fondo. La realidad es que en lo que respecta al paro, probablemente debido a la falta de flexibilidad del mercado laboral, nunca se consiguió que bajara más allá del 16%. Algo parecido cabe decir de la inflación, que se situó alrededor del 7% en los mejores años del crecimiento económico. En cuanto al rigor presupuestario se puede decir que en realidad nunca existió, ni siquiera en el momento en que la situación económica era mejor y por lo tanto aumentaba la recaudación. No sólo los gastos del año 1992 testimonian esta falta de rigor presupuestario, sino que éste se aprecia, por ejemplo, en el hecho de que en el período de una década se incrementara el número de empleados públicos en un millón y medio de personas. En 1992 el crecimiento económico se había estancado y daba la sensación de que se iniciaba una etapa recesiva que, una vez más, como en anteriores ocasiones, podía llegar a ser más grave que en el resto de Europa. La recuperación sólo se inició con la segunda mitad de la década.