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Los hábitos tradicionales forman parte, además, de una consideración histórica de la propia profesión. La capacidad del arte y de la arquitectura de establecer una permanente relación con el pasado permite que la continuidad de muchas soluciones figurativas y tipológicas ni tan siquiera se planteen con un afán polémico frente a las profundas revisiones que el sensismo de Condillac o la vanguardia racionalista y arqueológica están formulando en estos años. Y baste, de momento, recordar las obras de F. Boucher o Fragonard, pero también las del primer Ledoux.Si los piranesianos franceses, de Charles de Wailly a M. J. Peyre o Ch.-L. Clérisseau, podían seguir manipulando un lenguaje de origen clasicista y arqueológico, pero articulado en una concepción orgánica del proyecto, con complejas e inéditas soluciones tipológicas, Claude-Nicolas Ledoux o Etienne-Louis Boullée comenzarán a plantear una idea de la arquitectura basada en conceptos como el de carácter, componiendo con volúmenes o luces y dotando a la arquitectura de una nueva capacidad de comunicar sensaciones con independencia de los lenguajes históricos. Si bien nada de esto obsta para que buena parte de su arquitectura construida sólo muy tímidamente refleje lo que en los dibujos o en el ámbito de un tratado aparecerá como uno de los fundamentos de la arquitectura moderna, en la que pretenden hacer confluir la crítica a la historia, el racionalismo y la sensibilidad de un nuevo concepto del proyecto.

Se trata de una arquitectura elocuente, parlante también se la ha denominado, cuya sintaxis aún no es manejada por todos. Es más, durante los años de la Revolución Francesa las anticipaciones de estos arquitectos fueron sustituidas por el orden de una lectura clasicista y reductiva de los modelos antiguos, concentrando la capacidad de comunicación no en la pureza de un volumen sino en los textos emblemáticos que decoran con consignas cívicas los nuevos edificios que pretenden, retóricamente, representar la ideología revolucionaria. Lo que ha cambiado es la función social y el destino de las tipologías, pero no su vinculación con la tradición de los lenguajes.Bien es cierto, sin embargo, que una vez contaminada tanto la Academia francesa como la propia práctica profesional, aún pendiente en gran medida de la manera nacional filtrada por la tradición racionalista que conduce de Perrault a Soufflot, por las nuevas utopías figurativas de los piranesianos se producen algunas de las intervenciones arquitectónicas más interesantes de la segunda mitad del siglo XVIII en Francia. En ese proceso de renovación, las nuevas tipologías o la reforma de las tradicionales, desde los teatros a los mercados, de los hospitales a los cementerios o las fábricas, van a ser depositarias de las más significativas novedades. Es más, las carencias de una arquitectura, que en su afán de presentarse como imagen utópica ha abandonado la regla y el compás, quedan en evidencia frente al racionalismo tecnológico y constructivo de los arquitectos que realizan edificios.

Boullée lo sancionaría definitivamente señalando la enorme distancia que en arquitectura existe entre arte y construcción. Hacer pintura y poesía con la arquitectura se convierte en el contrapunto de los nuevos programas que la Ilustración y, con posterioridad, la Revolución van a poner como objetivo de una práctica social como la arquitectónica.En todo caso, no puede olvidarse un aspecto que, por otra parte, ha servido de guía para explicar este complejo período de la historia del arte. Se trata de tener presente que una gran mayoría de las nuevas propuestas no pretenden romper radicalmente con la tradición clásica, sea ésta antigua o moderna, sino configurarla a partir de nuevos supuestos. Y es ese gesto el que permite la frecuente aparición de citas a partir de las cuales se inicia un nuevo discurso. Citas sacadas de la arquitectura manierista o del barroco clasicista, pero también de las restituciones arqueológicas o de las reducciones figurativas y compositivas que suelen acompañar al racionalismo. En este último sentido, es habitual caracterizar la simplicidad geométrica y ornamental, que afecta desde el dibujo a la construcción, como una tendencia hacia la tabula rasa del lenguaje artístico, como si una vez limpiado de excesos y arbitrariedades se estuviese más cerca del origen de una pureza primitiva, a la vez, simbólica, figurativa y moral.Podría afirmarse que es esa última opción la privilegiada por la historiografía. En ella coincidirían un neoclasicismo ideológico con el racionalismo, cerrando así el período crítico anterior, en el que todas las alternativas al barroco y al rococó eran entendidas como anticipaciones del neoclasicismo triunfante.

Y si ciertamente todos estos aspectos son comprobables, también lo es que el debate, como se ha visto, dista mucho de poder ser reducido en los estrechos márgenes de una tendencia. Es más, la presencia contemporánea del sentido decorativo y ornamental de la pintura de un Fragonard o de un Boucher, o algunas de las construcciones emblemáticas de un Ledoux, como su fábrica para las Salinas de Chaux, en la que convergen el carácter naturalista de la arquitectura con citas del lenguaje de la arquitectura manierista y con un sentido jerárquico y simbólico que convierte una fábrica en un lugar sagrado, con independencia de las innovaciones tipológicas planteadas, viene a alterar la comodidad de interpretaciones semejantes. Es en la observación de tales colisiones donde se hace más evidente lo que acerca y lo que separa la obra de un Greuze de la de un Boucher. Mientras, como señalara Diderot, el primero hace de cada escena una pintura parlante cuyo mensaje es específicamente cívico y moral; el segundo encuentra tanto en los temas mitológicos, como en los históricos o en el retrato, una excusa para hacer pintura, para hacer ostentosa la presencia del color. Si se observa con detenimiento una de sus obras más célebres, Diana saliendo del baño (1742), del Museo del Louvre, podemos comprobar la crítica radical que a la pintura del Renacimiento y del Barroco hace Boucher. Un pintor que consideraba aburrida y triste la pintura italiana y que supo mantener sus convicciones frente a las nuevas tendencias que pretendían identificar el buen gusto en la pintura haciendo coincidir el origen clásico y arqueológico de los temas con el estilo que los hacía visibles.

Es posible que una de las pinturas emblemáticas de esta última tendencia que habría de culminar en David sea la Vendedora de amores, de Joseph-Marie Vien (1716-1809). El tema está sacado de una de las célebres pinturas descubiertas en las excavaciones de Stabia, grabada en "Le Atichità di Ercolano esposte", y el tratamiento pictórico respira un clasicismo nostálgico que haría fortuna. Sin embargo, como ya señalara Rosenblum, no es difícil ver cómo detrás de todas esas evidencias aparece un sentido hedonista y erótico, acentuado por el gesto airado del amorcillo central, que rompe el aparente equilibrio de gestos y actitudes, no tan distante de las imágenes y ambientes rococó de la pintura de un Boucher.Este tipo de contradicciones y de simultaneidad de planteamientos recorren la formación en Francia de la pintura moderna, incluso cuando David se convierte en paradigma de la estética del neoclasicismo. Una estética que no parece ofrecer fisuras al orden cívico y moral de la pintura y un estilo que intencionadamente antiguo pretende hacer converger definitivamente la renovación iconográfica, erudita hasta el exhibicionismo, con una idea del estilo modelada sobre un concepto idealizado de la Antigüedad.La casi obsesiva búsqueda de temas que pudiesen aleccionar moralmente al espectador, desde las escenas edificantes de la vida cotidiana a los asuntos heroicos en los que pudiera identificarse la anhelada virtud antigua, han hecho con frecuencia olvidar la lección de pintura que se esconde en obras como las de Greuze o Vien.

Y, sin embargo, la pintura ensimismada de un Fragonard también podía ser criticada debido a la aparente frivolidad de los temas.Un pintor que representa bien estas contradicciones es Hubert Robert (1733-1808). Habitualmente estudiado con los pintores rococós, es quizás un ejemplo muy expresivo de la versatilidad de los lenguajes artísticos de la Ilustración. En un primer acercamiento, Robert aparece como un pintor que tiene un sentido desenvuelto del color, rococó, como se ha afirmado. Además, su casi exclusiva dedicación a la pintura de paisajes arquitectónicos y de ruinas en un ambiente evocador y nostálgico han hecho contemplar su obra como un exponente del pintoresquismo e incluso del prerromanticismo. Pero se olvida, con demasiada frecuencia, su vinculación a Panini y Piranesi, el carácter arqueológico de sus pinturas o, incluso, el sentido de ilustración de las teorías del racionalismo que tienen muchos de sus cuadros, con restos de edificios que responden a los nuevos planteamientos sobre la relación entre columna y arquitrabe, inventando testimonios arqueológicos que avalan las teorías del racionalismo. En otras ocasiones, Robert presenta edificios modernos como si fuesen ruinas antiguas, o reconstruye filológicamente lugares descritos en los textos clásicos. En definitiva, se trata de un pintor que resume en su obra casi todos los lenguajes artísticos y las preocupaciones teóricas de Ilustración, de la pintura rococó a la iconografía antigua, del racionalismo de un Laugier a la evocación sensitiva del jardín pintoresco y de la pintura de paisaje, sin olvidar la tradición de los vedutistas italianos.

Robert, además, era amigo de Fragonard y con él coincidió en Roma. Como puede verse, la posibilidad de separar con criterios estilísticos experiencias tan próximas no deja de ser una arbitrariedad. Por otra parte, la presencia de obras y criterios semejantes nos permite constatar la presencia de un público y un mercado artístico que demandaba ese tipo de obras que desde luego no pueden ser entendidas como un anacronismo rococó en el momento del triunfo del supuesto neoclasicismo. Al contrario, su capacidad de resistencia frente a otros modelos y teorías venía, en muchas ocasiones, acompañada por la voluntad de asumir lo que en apariencia pudiera resultar contradictorio con su idea de la pintura. El ejemplo de Robert es, en ese sentido, enormemente revelador, pero el de Jean Honoré Fragonard (1732-1806) resulta especialmente elocuente.Formado con Chardin y Boucher, representa una poderosa y renovadora tradición pictórica. Además, su presencia en Roma a mediados de siglo, como pensionado de la Academia de Francia, le permite asistir a todo el complicado espectáculo de internacionalización de la cultura artística que ya se ha descrito, desde las experiencias de sus propios compañeros arquitectos, más pendientes del pincel que de la geometría, hasta las propuestas de Piranesi o las teorías rigoristas de G. G. Bottari y la Academia de la Arcadia. Son años en los que confluyen en su pintura el clasicismo de Van Loo con el color de Boucher, los temas históricos con los mitológicos, pero también el nuevo espíritu de la arqueología y de las ruinas, del paisaje y de la naturaleza, coincidiendo en estas preocupaciones con Hubert Robert.

A su regreso a Francia, mantiene una postura distinta de la Academia, ensimismado en sus propias preocupaciones pictóricas y a sabiendas de que para sus propuestas existe un ámbito preciso. Esa orgullosa independencia le lleva a participar solamente en una ocasión en el Salón parisino, consciente de que su pintura no participa de las preocupaciones que allí solían establecer como modelos tanto pintores como críticos y académicos.Fiestas y paisajes lujuriosos de color, retratos, como la serie Figuras de fantasía, de 1769, son tratados con una facilidad pictórica que nada tiene que ver con el clasicismo idealizado de un Mengs o con la propia tradición francesa del siglo XVIII. La luminosidad de su pintura o el desenfado de los temas, son, sin duda, un riesgo en el ambiente que le ha tocado vivir y, sin embargo, sus obras también incorporan, como objetos de placer, motivos arqueológicos o citas eruditas aunque siempre aparecen como sometidas al ambiente del paisaje o del color. Una pintura, en definitiva, que como la otra cara de la moneda encuentra su significación y su modernidad en contraste con las tendencias clasicistas contemporáneas y no como un epígono de la tradición rococó.Entre 1760 y 1789, Francia conoce una casi infinita variedad de propuestas figurativas e ideológicas, formales y teóricas, como si fuera preciso, para demostrar la vitalidad de una cultura como la de la Ilustración, hacer entrar en escena todas las posibilidades y todas las contradicciones, lo que afecta de igual forma al mundo de la decoración que al de la teoría, a la escultura que al mundo de los ingenieros.

La cultura de las Luces se propone así no como un ámbito en el que se resuelve la polémica entre barroco y rococó y el neoclasicismo incipiente, sino como el escenario de una crisis, la de la edad clásica, llena de utopías y miradas al pasado Racionalista e idealista, los lenguajes artísticos parecen una excusa para comprobar la pertinencia del proyecto ideológico de la Ilustración. Piénsese, por ejemplo, en la escultura clasicista de un E. Bouchardon, imagen retórica de la tradición nacional, casi contemporánea de las referencias barrocas de un Etienne-Maurice Falconet, como ocurre con su Estatua ecuestre de Pedro l el Grande (1766-1782), en San Petersburgo, inspirada en modelos berninianos. Lo que en uno es pervivencia de un modo de hacer, en el otro es elección histórica, después de haber estudiado concienzudamente la escultura grecorromana. Algo parecido ocurre con otros escultores franceses, como el elegante y casi manierista Jean Antoine Houdon frente al realismo provocador y barroco del ilustrado Jean-Baptiste Pigalle, cuyo Voltaire (1776) sigue impresionando, casi con la modernidad de un Rodin.En definitiva, una experiencia que resume e inquieta por la imposibilidad histórica de explicar la existencia no ya de un cambio de estilo, sino la coincidencia de varios que no pueden ser comprendidos excluyendo a unos de otros, sino confrontándolos históricamente.

Del barroco a la modernidad del rococó, del racionalismo a las múltiples versiones del clasicismo, evocador, dogmático, académico o revolucionario, de la pintura de historia al paisaje pintoresco, del neopalladianismo a los modelos arqueológicos, de la construcción a la poesía en arquitectura, todas las posibilidades parecen tener cabida en este período cronológico. Sin embargo, lo que parece evidente es que con ese contradictorio esfuerzo lo que se evidencia es la crisis de toda una concepción del arte y de la historia. No por casualidad se suele identificar esta época con los orígenes de la modernidad, aunque los puntos de partida sean distintos según las diferentes preocupaciones e intereses de los historiadores.Lo que ya no puede ser mantenido por más tiempo es el convencimiento de que sólo puede ser explicada como una confrontación maniquea entre lo viejo y lo nuevo. El drama y la especificidad de esta época es su irreductibilidad a la simplicidad de los estilos. Las formas, los lenguajes, las tipologías, las teorías que se suceden, unas veces corren paralelas, otras se imbrican, y en ocasiones unas explican a otras, a pesar de su aparente oposición.Ya se ha señalado al comienzo, de Boffrand a Robert Adam hay menos distancia que de John Soane a Giuseppe Piermarini. Si el primero hacía de la historia de la arquitectura un argumento disciplinar para construir racional y poéticamente, Adam convertía su dedicación arqueológica y de vanguardia en un estilo decorativo y superficial cuando hacía de arquitecto práctico.

Es decir, resolvía demandas del gusto y de la moda. El clasicismo arqueológico se convertía en objeto de consumo. ¡Qué lejos queda el drama de Piranesi o la intransigencia de Lodoli! Por otro lado, mientras Piermarini depuraba académicamente en Milán la herencia del barroco clasicista de Vanvitelli, Soane daba comienzo a una de las experiencias más apasionantes de la historia de la arquitectura. Se trata de un proyecto sin estilo, de una arquitectura que sólo se refiere a sí misma, como un comentario permanente a la tradición, no para negarla sino para mantenerla en la memoria. Y pensemos que su arquitectura, como la de Adam, Piermarini o la del neopalladiano Bertotti Scamozzi, va a estar en el origen de toda la arquitectura historicista posterior, en el origen del eclecticismo y, además, va a ser contemporánea de una experiencia de laboratorio verdaderamente excepcional cómo la de la ocupación clasicista de San Petersburgo, con G. Quarenghi como protagonista. Es como si, frente a todas las innovaciones y tradiciones conflictivas, la arquitectura y el arte se hubieran convertido en páginas de un catálogo de ventas, por otra parte tan frecuentes en este período ávido de colecciones de obras de arte.Entre esos modelos de orden académico y las rupturas revolucionarias de un Soane o de un Boullée, un escultor como Antonio Canova podía resumir las contradicciones de toda una época.

Seducido por la brillantez del barroco, convencido de la genialidad del boceto rápido, impresionado por Winckelmann y por la escultura griega, hizo de su obra de escultor una magistral prueba de indiferencia ideológica, más pendiente de la técnica, del amoroso acabado, de haber reconstruido a través del oficio de intelectual y de escultor la grandeza de los antiguos, pero no para parecerse a ellos sino para marcar la distancia que corresponde al arte moderno. El contenido simbólico o alegórico de sus obras no pasa de ser un espejismo, los tipos iconográficos ya no se representan más que a ellos. Ahí está encerrada toda una parábola de la crisis definitiva de la tradición clásica, a pesar de las apariencias. Sin embargo, en Boullée, por ejemplo, no existe una renuncia a esa tradición, sino que pretende establecer una nueva forma de diálogo. Sus pirámides, esferas y volúmenes rotundos de luces y sombras son como la búsqueda de un nuevo origen de lo clásico, adecuado a las nuevas condiciones sociales e históricas. La dimensión y la escala de sus proyectos no sobrecoge sino que impone su capacidad de emoción y de dramatizar una disciplina que necesita y exige un orden técnico y compositivo que J. L. N. Durand y los ingenieros civiles le habrán de otorgar a comienzos del siglo XIX.Como en el Templo de la Filosofía del jardín de Ermenonville, también a esta interpretación de los años centrales del siglo XVIII le faltan aún columnas que colocar para contemplar su restitución definitiva, sin embargo, sirvan mientras tanto para evocar un apasionante período de la historia del arte.

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