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Datos principales
Desarrollo
Capítulo XXXVII Cómo llegado Pizarro a Túmbez, quiso castigar a los indios la muerte que dieron a los dos cristianos y lo que más pasó Como Pizarro supo que los de Túmbez a quien él tanto había honrado, habían hecho tan gran villanía de ponerse en armas para dar la guerra, y muerto tan malamente los dos cristianos; quejábase de ellos llamándolos traidores, y mandó que la gente de las naves saliesen a tierra, aposentándose en dos galpones fuertes, o fortalezas, que allí están; él y Soto con Belalcázar y parte de la gente, en la una, y en la otra el capitán Hernando Pizarro y sus hermanos con el capitán Cristóbal de Mena y los más españoles. Los de Túmbez habían ausentádose en partes secretas del valle. Como Pizarro les había cobrado odio, deseaba castigar la muerte de los dos cristianos, y así mandó luego algunos de sus capitanes, que con la gente conveniente saliesen por la tierra a ranchear, procurando de prender los indios y indias que pudiesen hallar. No les faltó voluntad a los que fueron de ofender a los tumbecinos, espantándose que matasen dos cristianos; y ellos no tenían en nada matar ciento y mil de los indios. Hallaron pocos o no ninguno, mas robaron lo que pudieron así de ovejas como de otras cosas, con que se volvieron al real; mas como no se le hubiese pasado la ira a Pizarro, mandó al capitán Soto que saliese con españoles y pasase el río porque los indios debían de haberse pasado a aquella parte. Salió Soto y pasó el río, mató algunos indios y cautivó más, aunque todos fueron pocos porque estaban entre ciénagas tembladeras.
Como los de Túmbez viesen cuán a pecho los españoles tomaban el quererles dar guerra, pues tan de reposo se estaban en su tierra, y como Atabalipa no enviaba ni venía contra ellos, después de haber pensado lo que mejor les estaría, acordaron de pedir perdón de lo pasado y ofrecer la paz sin ningún fingimiento, porque de otra manera destruiríanlos y robaríanlos su valle, que era gran trabajo para ellos ver tal calamidad. Enviaron mensajeros de los más idóneos de ellos para que en nombre de todos tratasen la paz. Parecieron delante la presencia de Pizarro, a quien pidieron de parte del sol, dios en quien ellos adoraban, los tuviese en su gracia, implorando su favor con grandes gemidos, prometiendo que los de Túmbez tendrían alianza perpetua con los españoles sin cautela. Pizarro, parecióle, que aunque la paz de los de Túmbez fuese hecha por no verse matar ni perder ni ranchar su valle, que sería bien asentarla con ellos, aunque durase poco, pues los había menester para que les diesen guías y ayudasen a llevar el bagaje y por otros efectos; y así dijo a los mensajeros, que volviesen a los caciques y les dijesen, que así como en los españoles había esfuerzo para dar guerra, había clemencia para conceder paz; que mirasen no la rompiesen, con engaños, que la prometía porque los quería bien, por el hospedaje que le hicieron cuando con los trece anduvo en el descubrimiento; y por no holgarse con que ellos ni otros fuesen destruidos. Los caciques principales de Túmbez parecieron delante de Pizarro cuando sus mensajeros les contaron lo que respondió, a quien agradecieron lo bien que con ellos lo hacía.
Tornado a se aliar, Pizarro, con los de Túmbez, como se ha dicho, preguntó por el camino de adelante, y qué disposición tenía, y si había poblado o no. Respondiéronle la verdad, que por los llanos había grandes arenales con falta de yerba para los caballos y de agua, y que por las sierras había riscos de peña viva y montones de nieve; mas no lo creyó: porque siempre se tiene poco crédito a los dichos de los indios. Los españoles, muchos murmuraban de la tierra, por la poca confianza que tenían de lo de adelante; parábanse muy tristes; tales hubo de ellos que pidieron licencia para volver a Nicaragua o a Panamá; diósela Pizarro, con tanto dejasen las armas y caballos; y mandó que fuesen algunos por la costa a ver la disposición de la tierra, qué tal era. Volvieron afirmando que no había sino cardones y algarrobos, y esto en pocas partes, porque todo era arena, diciendo que lo bueno y bien poblado era lo que dejaban en Puerto Viejo. Pizarro sabía bien que había en la tierra grandes provincias, animaba a sus compañeros para que tuviesen constancia en sufrir hasta que Dios se las deparase. Tomó consejo con Hernando Pizarro, con Hernando de Soto, con Cristóbal de Mena y otros principales, qué sería bien, pues los de Túmbez se les mostraban amigos, dejar en una fortaleza a los cristianos enfermos con parte del bagaje, para salir a la sierra con menos dificultades; lo cual aprobaron todos por buen acuerdo; y así se metieron en la fortaleza mucho bastimento, y para tener agua hicieron un pozo.
Quedaron en Túmbez hasta veinte y cinco españoles y entre ellos los oficiales reales y Francisco Martín de Alcántara. Por capitán y justicia nombró Pizarro al contador Antonio Navarro. Antes de esto había salido Francisco Martín de Alcántara con ciertos españoles hacia la sierra, y vieron algunos de los caminos reales que por allí atraviesan, de donde volvieron a avisar de ello. Dos frailes de San Francisco, dicen que como no viesen tan presta las tierras de Chile, pidieron licencia para volverse a Nicaragua; de que tienen bien que dar a Dios cuenta, pues si quisieran predicar y convertir había la necesidad que el lector ve haber. Otros cuatro españoles pidieron licencia a Pizarro, ya que se quería partir de Túmbez, para quedarse allí, diciendo que no querían acabar de gastar sus vidas entre ciénagas y mala ventura. Diósela libremente, diciendo que no había de llevar ninguno contra su voluntad, ni dejar de pasar adelante, aunque solos sus hermanos y él se viesen. El orejón que envió Atabalipa de Caxamalca había llegado disimulado adonde los cristianos estaban, sin que pensasen sino que era uno de los indios que andaban sirviéndoles; contó cuántos eran; lo mismo hizo de los caballos; volvió a dar aviso a quien lo envió de lo que vio, y que creía que, juntándose muchos, les sería fácil matarlos a todos, pues eran tan pocos; y así lo afirmó.
Como los de Túmbez viesen cuán a pecho los españoles tomaban el quererles dar guerra, pues tan de reposo se estaban en su tierra, y como Atabalipa no enviaba ni venía contra ellos, después de haber pensado lo que mejor les estaría, acordaron de pedir perdón de lo pasado y ofrecer la paz sin ningún fingimiento, porque de otra manera destruiríanlos y robaríanlos su valle, que era gran trabajo para ellos ver tal calamidad. Enviaron mensajeros de los más idóneos de ellos para que en nombre de todos tratasen la paz. Parecieron delante la presencia de Pizarro, a quien pidieron de parte del sol, dios en quien ellos adoraban, los tuviese en su gracia, implorando su favor con grandes gemidos, prometiendo que los de Túmbez tendrían alianza perpetua con los españoles sin cautela. Pizarro, parecióle, que aunque la paz de los de Túmbez fuese hecha por no verse matar ni perder ni ranchar su valle, que sería bien asentarla con ellos, aunque durase poco, pues los había menester para que les diesen guías y ayudasen a llevar el bagaje y por otros efectos; y así dijo a los mensajeros, que volviesen a los caciques y les dijesen, que así como en los españoles había esfuerzo para dar guerra, había clemencia para conceder paz; que mirasen no la rompiesen, con engaños, que la prometía porque los quería bien, por el hospedaje que le hicieron cuando con los trece anduvo en el descubrimiento; y por no holgarse con que ellos ni otros fuesen destruidos. Los caciques principales de Túmbez parecieron delante de Pizarro cuando sus mensajeros les contaron lo que respondió, a quien agradecieron lo bien que con ellos lo hacía.
Tornado a se aliar, Pizarro, con los de Túmbez, como se ha dicho, preguntó por el camino de adelante, y qué disposición tenía, y si había poblado o no. Respondiéronle la verdad, que por los llanos había grandes arenales con falta de yerba para los caballos y de agua, y que por las sierras había riscos de peña viva y montones de nieve; mas no lo creyó: porque siempre se tiene poco crédito a los dichos de los indios. Los españoles, muchos murmuraban de la tierra, por la poca confianza que tenían de lo de adelante; parábanse muy tristes; tales hubo de ellos que pidieron licencia para volver a Nicaragua o a Panamá; diósela Pizarro, con tanto dejasen las armas y caballos; y mandó que fuesen algunos por la costa a ver la disposición de la tierra, qué tal era. Volvieron afirmando que no había sino cardones y algarrobos, y esto en pocas partes, porque todo era arena, diciendo que lo bueno y bien poblado era lo que dejaban en Puerto Viejo. Pizarro sabía bien que había en la tierra grandes provincias, animaba a sus compañeros para que tuviesen constancia en sufrir hasta que Dios se las deparase. Tomó consejo con Hernando Pizarro, con Hernando de Soto, con Cristóbal de Mena y otros principales, qué sería bien, pues los de Túmbez se les mostraban amigos, dejar en una fortaleza a los cristianos enfermos con parte del bagaje, para salir a la sierra con menos dificultades; lo cual aprobaron todos por buen acuerdo; y así se metieron en la fortaleza mucho bastimento, y para tener agua hicieron un pozo.
Quedaron en Túmbez hasta veinte y cinco españoles y entre ellos los oficiales reales y Francisco Martín de Alcántara. Por capitán y justicia nombró Pizarro al contador Antonio Navarro. Antes de esto había salido Francisco Martín de Alcántara con ciertos españoles hacia la sierra, y vieron algunos de los caminos reales que por allí atraviesan, de donde volvieron a avisar de ello. Dos frailes de San Francisco, dicen que como no viesen tan presta las tierras de Chile, pidieron licencia para volverse a Nicaragua; de que tienen bien que dar a Dios cuenta, pues si quisieran predicar y convertir había la necesidad que el lector ve haber. Otros cuatro españoles pidieron licencia a Pizarro, ya que se quería partir de Túmbez, para quedarse allí, diciendo que no querían acabar de gastar sus vidas entre ciénagas y mala ventura. Diósela libremente, diciendo que no había de llevar ninguno contra su voluntad, ni dejar de pasar adelante, aunque solos sus hermanos y él se viesen. El orejón que envió Atabalipa de Caxamalca había llegado disimulado adonde los cristianos estaban, sin que pensasen sino que era uno de los indios que andaban sirviéndoles; contó cuántos eran; lo mismo hizo de los caballos; volvió a dar aviso a quien lo envió de lo que vio, y que creía que, juntándose muchos, les sería fácil matarlos a todos, pues eran tan pocos; y así lo afirmó.