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Datos principales
Desarrollo
De cómo el vicario hizo algunas amonestaciones a los soldados y los ejemplos que trajo Pasadas las dos muertes referidas, como el vicario vio las enfermedades cuán de veras eran, y que cada día moría uno, dos, o tres, andaba por el campo diciendo a altas voces: --¿Hay quien se quiera confesar? Pónganse bien con Dios, y miren por sus almas, que tenemos presente un castigo de que entiendo no ha de escapar ninguno de cuantos estamos aquí. Los indios han de triunfar de nosotros, y quedar gozando vestidos y armas y todo lo que tenemos en este lugar, a donde Dios nos tiene presos para castigarnos, que lo merecen nuestras obras. Miren que si por un pecado castiga Dios a un reino, aquí a donde hay tantos, ¿qué será? Pues hay hombres de tres, cinco, siete, nueve, catorce y treinta años de confesión, y otro que una sola vez se ha confesado en su vida. Hay hombres de dos y tres muertes de otros hombres; y hombre que ni sé si es moro, ni si es cristiano: y otros pecados tan feos y graves que por ser tales, su nombre callo. Miren que hizo Dios concierto con David y le dijo que escogiese de tres castigos el uno, y que tenemos presente peste, guerra, hambre y discordia entre nosotros mismos y tan alejados de todo remedio. Miren, pues, que tenemos a Dios airado, y de su justicia desnuda y sangrienta tiene la espada con que va matando, y presta para nos acabar: bien justificada tiene su causa; no es tanto, ni tan riguroso el castigo que nos da, que no sea más nuestro merecido.
Confiésense; limpien sus almas, y con la enmienda aplacará la ira de Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Abran los ojos, y verán cuán gran castigo es éste. Andaba el buen sacerdote una y otra vez, día y días haciendo bien su oficio, sacramentando a los enfermos, enterrando muertos, y para los que no se querían confesar buscaba medios: otras veces, con las mismas ansias pregoneras de su espíritu decía que la misericordia de Cristo era mucho mayor que nuestros pecados, por feos y enormes que fuesen, y que una sola gota de sangre de las que derramó en su pasión, bastaba para satisfacer por los pecados de infinitos muchos, y que ninguno de los que allí estaban, por pecador que fuese, perdiese la esperanza; mas antes con la fe y constancia de cristiano la afijase más en Dios, que sabía perdonar pecados. Y para más animar y consolar a todos con ejemplos, trujo los dos siguientes. En un pueblo del Perú había un fraile de San Francisco , en un convento, de buena vida, a cuyos pies se puso de rodillas para confesarse un soldado extragado, vecino y conocido suyo; y como a sus pies le vio, puso los ojos en un Crucifijo que en el crucero estaba, y en su corazón le dijo: --¡Ah, Señor, duélete y apiádate desta alma!; y que en aquel instante salió la imagen de la cruz y vino hasta la mitad de la distancia, y le dijo: --No dudes: confiésalo y absuélvelo, que por ése y otros pecadores como ése, vine yo al mundo.
El otro fue, que en las Indias había un hombre rico de hacienda y pobre de virtud, que pecaba, y tenía viejas y bien arraigadas raíces en muchos vicios; hombre que salía algunas veces al campo con adarga y lanza, y apretados dientes y los ojos hincados en el cielo, decía: --Dios; baja aquí a este lugar a reñir conmigo y veremos quién es el más valiente; y otros dichos, de tan poco temor y reverencia de dios como son éstos. Este tal dice que andando una noche paseándose en un aposento suyo, rezando en unas cuentas, oyó una voz que le dijo: --¡Ah! fulano, ¿por qué no rezas con devoción ese rosario? Y que, alborotado y temeroso, trujo una lumbre mirando el aposento, no vio a nadie; y buscando más, halló una imagen de Nuestra Señora, pintada en papel, que levantada del suelo, la puso en la pared, y él, de rodillas, la tenía con las manos, prosiguiendo su rosario: y que estando así, llegaron a él dos negros, que, matando la luz, en un proviso lo desnudaron en carnes y con unos de hierro le azotaron con tanta fuerza, que estaba ya para espirar; y que en este punto, se vio en el aposento un gran resplandor, y dijo una voz: --Andad, andad y dejad esa alma; que no es vuestra, que mi hijo me la tiene concedida por su misericordia y mis ruegos; y que luego, en un instante, los negros le dejaron, y el resplandor y ellos desaparecieron, y que el paciente, como pudo salió fuera y se acostó en su cama, enviando a llamar un religioso, que, venido, le preguntó qué novedad era la de llamarle a media noche.
Contóle el caso, mostróle las heridas y cardenales, pidiéndole confesión con mucha instancia, diciendo había treinta y ocho años que no se confesaba. El confesor le dijo tuviese ánimo y se consolase, que a muchos mayores pecadores perdonaba Dios con larga mano; y que hizo una confesión que duró diez y siete días; y que acertada, una chica penitencia le absolvió, y le dio una calentura que le fue gastando de manera, que el día que cumplió la penitencia, ése murió como un santo. Con estas y otras muchas diligencias, tan cristianas como éstas, procuraba la salvación de las almas que le cupieron en parte repastar; y para mejor acudir a las obligaciones de su oficio, se desembarcó y se fue a vivir en una casa de uno de los muertos.
Confiésense; limpien sus almas, y con la enmienda aplacará la ira de Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Abran los ojos, y verán cuán gran castigo es éste. Andaba el buen sacerdote una y otra vez, día y días haciendo bien su oficio, sacramentando a los enfermos, enterrando muertos, y para los que no se querían confesar buscaba medios: otras veces, con las mismas ansias pregoneras de su espíritu decía que la misericordia de Cristo era mucho mayor que nuestros pecados, por feos y enormes que fuesen, y que una sola gota de sangre de las que derramó en su pasión, bastaba para satisfacer por los pecados de infinitos muchos, y que ninguno de los que allí estaban, por pecador que fuese, perdiese la esperanza; mas antes con la fe y constancia de cristiano la afijase más en Dios, que sabía perdonar pecados. Y para más animar y consolar a todos con ejemplos, trujo los dos siguientes. En un pueblo del Perú había un fraile de San Francisco , en un convento, de buena vida, a cuyos pies se puso de rodillas para confesarse un soldado extragado, vecino y conocido suyo; y como a sus pies le vio, puso los ojos en un Crucifijo que en el crucero estaba, y en su corazón le dijo: --¡Ah, Señor, duélete y apiádate desta alma!; y que en aquel instante salió la imagen de la cruz y vino hasta la mitad de la distancia, y le dijo: --No dudes: confiésalo y absuélvelo, que por ése y otros pecadores como ése, vine yo al mundo.
El otro fue, que en las Indias había un hombre rico de hacienda y pobre de virtud, que pecaba, y tenía viejas y bien arraigadas raíces en muchos vicios; hombre que salía algunas veces al campo con adarga y lanza, y apretados dientes y los ojos hincados en el cielo, decía: --Dios; baja aquí a este lugar a reñir conmigo y veremos quién es el más valiente; y otros dichos, de tan poco temor y reverencia de dios como son éstos. Este tal dice que andando una noche paseándose en un aposento suyo, rezando en unas cuentas, oyó una voz que le dijo: --¡Ah! fulano, ¿por qué no rezas con devoción ese rosario? Y que, alborotado y temeroso, trujo una lumbre mirando el aposento, no vio a nadie; y buscando más, halló una imagen de Nuestra Señora, pintada en papel, que levantada del suelo, la puso en la pared, y él, de rodillas, la tenía con las manos, prosiguiendo su rosario: y que estando así, llegaron a él dos negros, que, matando la luz, en un proviso lo desnudaron en carnes y con unos de hierro le azotaron con tanta fuerza, que estaba ya para espirar; y que en este punto, se vio en el aposento un gran resplandor, y dijo una voz: --Andad, andad y dejad esa alma; que no es vuestra, que mi hijo me la tiene concedida por su misericordia y mis ruegos; y que luego, en un instante, los negros le dejaron, y el resplandor y ellos desaparecieron, y que el paciente, como pudo salió fuera y se acostó en su cama, enviando a llamar un religioso, que, venido, le preguntó qué novedad era la de llamarle a media noche.
Contóle el caso, mostróle las heridas y cardenales, pidiéndole confesión con mucha instancia, diciendo había treinta y ocho años que no se confesaba. El confesor le dijo tuviese ánimo y se consolase, que a muchos mayores pecadores perdonaba Dios con larga mano; y que hizo una confesión que duró diez y siete días; y que acertada, una chica penitencia le absolvió, y le dio una calentura que le fue gastando de manera, que el día que cumplió la penitencia, ése murió como un santo. Con estas y otras muchas diligencias, tan cristianas como éstas, procuraba la salvación de las almas que le cupieron en parte repastar; y para mejor acudir a las obligaciones de su oficio, se desembarcó y se fue a vivir en una casa de uno de los muertos.