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Datos principales
Desarrollo
De los tres meses restantes El décimo sexto mes se llama Atemuztli porque en él se pedía la lluvia, indicios de la cual suelen aparecer en su mayor parte por este tiempo y los sacerdotes de los tlaloques acostumbraban hacer fiesta a los dioses de las lluvias y entonces comenzaban por primera vez la penitencia prescrita y los sacrificios. Cuando empezaban los truenos y los relámpagos ofrecían con gran cuidado y solicitud el incienso de la tierra, llamado también copalli, y otras clases de sahumerios para inducir en el ánimo a los dioses que concedieran a la tierra las lluvias abriendo el cielo y desgarrando las nubes. Los del pueblo prometían encargarse de que se hicieran los ídolos llamados tepictli porque estaban consagrados a los dioses de las lluvias. El día décimo sexto de este mes preparaban todo lo que tenían que ofrecer a los tlaloques y durante cuatro días atestiguaban la penitencia de sus crímenes atormentándose de varios modos; los varones se abstenían completamente del consorcio de las mujeres y las mujeres del de los varones. Cuando llegaba la fiesta que era costumbre celebrar el día último de este mes cortaban tiras de papel de membrana de árbol (chartaceas phyluras) y las dejaban colgadas de unas varas en los patios de las casas. Hacían estatuas de tzoalli de los montes y les ponían dientes de pepitas de calabaza y ojos de aquel género de frijol que se llama ayocotli; les ofrecían también comida y los adoraban con gran reverencia. Se acostumbraba después de los cantos, bailes y vigilias con música de varios instrumentos, matar a los cautivos abriéndoles el pecho con un tzotzopatli o con una gran espada de piedra y extraído el corazón y cortada la cabeza, por fin se entregaban los troncos de los cadáveres a los ciudadanos, y se quemaban los ornamentos en los patios de las casas.
Hecho lo cual, llevaban las cenizas y todos los instrumentos de que se habían servido a los oratorios llamados ayauhcalco y con convites y bebida y mil maneras de juegos, daban fin a la solemnidad, porque otras cosas que paso en silencio eran de tal modo pueriles que sería superfluo narrarlas. Al décimo séptimo mes lo llamaban Tititl, en el cual era costumbre hacer fiesta a la diosa Illamateuhtli, Tona o Cozcamiauh, en cuyo honor inmolaban una mujer a la cual, como a las otras víctimas, le sacaban el corazón y le cortaban la cabeza, que por los cabellos llevaba uno por delante para adorno de los juegos y bailes. Los que tenían que matar a esta mujer la vestían con los ornamentos de esa diosa en cuyo honor se ordenaba que muriera y la obligaban a bailar sola siguiendo al compás de su movimiento el canto de unos viejos y llorando y suspirando porque le venía a la mente cuán pronto tenía que sucumbir a una muerte lastimera. Después del mediodía los sacerdotes la vestían con las vestiduras de todos los dioses y, procedían al templo adonde tenía que morir y puesta sobre la piedra de sacrificios, le arrancaban el corazón para ofrecerlo a la diosa para la que se hacían las ceremonias sagradas y le cortaban la cabeza que serviría de ornamento en los bailes, adonde asida por los cabellos sería llevada por un varón precediendo a los demás, vestido como los dioses y representando a la bailadora. El mismo día en que era sacrificada la mujer, los ministros de los dioses divididos en dos batallones hacían unos simulacros y remedios de guerra, persiguiéndose los unos a los otros por todo el templo, correteando de aquí para allá con muchas ceremonias establecidas.
El día siguiente rellenaban unos sacos con alguna materia blanda, los llevaban ocultos bajo sus mantas y con ellos golpeaban a los que se encontraban descuidados cuando menos lo pensaban. Esto mismo hacían los muchachos. Al décimo octavo mes lo llamaban Itzcalli, en el cual hacían fiesta a XiuhteuhIi, dios del fuego, o Izcoçauhqui, y fabricaban con gran industria un ídolo en su honor, el que parecía vomitar flamas por la boca. Mataban cada cuatro años en esta misma solemnidad algunos cautivos en honor de ese dios y perforaban las orejas de los niños nacidos en todos esos años y les asignaban pedagogos o ministros de costumbres como padres de enseñanza y de las almas. El décimo día de ese mismo mes distribuían el fuego recientemente encendido, delante del ídolo Xiuhteuhtli adornado con magníficos ornamentos, entrada ya la noche. Y desde que salía el sol matutino, encendido ya por doquiera el fuego nuevo, acudían los adolescentes, quienes durante los diez días anteriores se habían entregado con ahínco a la caza, cargados de casi todo género de animales terrestres volátiles y acuáticos y los entregaban a los viejos a los cuales había sido encomendado el cuidado de ese día por los sacerdotes; y estos viejos repartían ya asada la carne a los mismos jóvenes y a cualesquiera otros para que la comieran con unos tamales de semilla de bledos y llamados hoaquiltamalli que habían sido ofrecidos el mismo día por todo el pueblo. No había ninguno que no los comiera en honor de la solemnidad y que lleno de alegría no dejara en seco muchas copas.
En esa fiesta en los años comunes no mataban a nadie, pero en el bisiesto que venía cada cuatro años, no perdonaban ni a los esclavos ni a los cautivos cuya muerte celebraban delante de la imagen de Xiuhteuhtli preciosamente vestida, y (como ya se ha dicho) con grandes y peregrinas ceremonias a las cuales ningunas otras se pueden comparar. Una vez muertos los esclavos y los cautivos, se presentaban ante el ídolo de Izcoçauhqui, dios del fuego. Todos los próceres y los reyes mismos, vestidos con hermosísimos ropajes y adornados con los ornamentos más preciosos, iniciaban el baile, digno de verse por su pompa y solemnidad, llamado Netecuitoteliztli, y por la multitud de próceres que concurría a él. Este baile era costumbre celebrarlo solamente el mismo día cada cuatro años, y ese mismo día, muy de mañana, perforaban las orejas de los niños y les pegaban a la cabeza un casco de plumas de papagayo con resina de pino y asignaban maestro a cada uno de ellos. A los cuatro días restantes del año, que son los últimos de enero y el primero de febrero, llamaban Nemontemi o baldíos y eran considerados nefastos. Hay quienes opinan que puesto que cada cuatro años se perforaban las orejas de los párvulos y no en otro tiempo, habían llamado esos días Nemontemi o bisiestos. Decíase, pues, que aquellos cinco días eran infelices y que a los que nacían en ellos todo les salía mal y por esto eran llamados neno, si eran hombres nenoquichitl y si mujeres neoçioatl.
Nada hacían durante esos días, puesto que eran infaustos, y ante todo evitaban las riñas y los pleitos, porque tenían por indudable que los que en esos días fueran malos o impertinentes con alguien, lo seguirían siendo y habían de ser siempre malos o impertinentes y también tenían por infausto perjudicar a cualquiera. Todas las fiestas antedichas se llamaban fijas porque venían a ser celebradas siempre dentro de ese mes o dentro de los dos días siguientes; otras eran movibles porque se decía que eran designadas por el curso de los veinte signos. Estos cerraban el círculo en doscientos sesenta días; por consiguiente, cada año ocupaban las fiestas movibles varios y diversos meses.
Hecho lo cual, llevaban las cenizas y todos los instrumentos de que se habían servido a los oratorios llamados ayauhcalco y con convites y bebida y mil maneras de juegos, daban fin a la solemnidad, porque otras cosas que paso en silencio eran de tal modo pueriles que sería superfluo narrarlas. Al décimo séptimo mes lo llamaban Tititl, en el cual era costumbre hacer fiesta a la diosa Illamateuhtli, Tona o Cozcamiauh, en cuyo honor inmolaban una mujer a la cual, como a las otras víctimas, le sacaban el corazón y le cortaban la cabeza, que por los cabellos llevaba uno por delante para adorno de los juegos y bailes. Los que tenían que matar a esta mujer la vestían con los ornamentos de esa diosa en cuyo honor se ordenaba que muriera y la obligaban a bailar sola siguiendo al compás de su movimiento el canto de unos viejos y llorando y suspirando porque le venía a la mente cuán pronto tenía que sucumbir a una muerte lastimera. Después del mediodía los sacerdotes la vestían con las vestiduras de todos los dioses y, procedían al templo adonde tenía que morir y puesta sobre la piedra de sacrificios, le arrancaban el corazón para ofrecerlo a la diosa para la que se hacían las ceremonias sagradas y le cortaban la cabeza que serviría de ornamento en los bailes, adonde asida por los cabellos sería llevada por un varón precediendo a los demás, vestido como los dioses y representando a la bailadora. El mismo día en que era sacrificada la mujer, los ministros de los dioses divididos en dos batallones hacían unos simulacros y remedios de guerra, persiguiéndose los unos a los otros por todo el templo, correteando de aquí para allá con muchas ceremonias establecidas.
El día siguiente rellenaban unos sacos con alguna materia blanda, los llevaban ocultos bajo sus mantas y con ellos golpeaban a los que se encontraban descuidados cuando menos lo pensaban. Esto mismo hacían los muchachos. Al décimo octavo mes lo llamaban Itzcalli, en el cual hacían fiesta a XiuhteuhIi, dios del fuego, o Izcoçauhqui, y fabricaban con gran industria un ídolo en su honor, el que parecía vomitar flamas por la boca. Mataban cada cuatro años en esta misma solemnidad algunos cautivos en honor de ese dios y perforaban las orejas de los niños nacidos en todos esos años y les asignaban pedagogos o ministros de costumbres como padres de enseñanza y de las almas. El décimo día de ese mismo mes distribuían el fuego recientemente encendido, delante del ídolo Xiuhteuhtli adornado con magníficos ornamentos, entrada ya la noche. Y desde que salía el sol matutino, encendido ya por doquiera el fuego nuevo, acudían los adolescentes, quienes durante los diez días anteriores se habían entregado con ahínco a la caza, cargados de casi todo género de animales terrestres volátiles y acuáticos y los entregaban a los viejos a los cuales había sido encomendado el cuidado de ese día por los sacerdotes; y estos viejos repartían ya asada la carne a los mismos jóvenes y a cualesquiera otros para que la comieran con unos tamales de semilla de bledos y llamados hoaquiltamalli que habían sido ofrecidos el mismo día por todo el pueblo. No había ninguno que no los comiera en honor de la solemnidad y que lleno de alegría no dejara en seco muchas copas.
En esa fiesta en los años comunes no mataban a nadie, pero en el bisiesto que venía cada cuatro años, no perdonaban ni a los esclavos ni a los cautivos cuya muerte celebraban delante de la imagen de Xiuhteuhtli preciosamente vestida, y (como ya se ha dicho) con grandes y peregrinas ceremonias a las cuales ningunas otras se pueden comparar. Una vez muertos los esclavos y los cautivos, se presentaban ante el ídolo de Izcoçauhqui, dios del fuego. Todos los próceres y los reyes mismos, vestidos con hermosísimos ropajes y adornados con los ornamentos más preciosos, iniciaban el baile, digno de verse por su pompa y solemnidad, llamado Netecuitoteliztli, y por la multitud de próceres que concurría a él. Este baile era costumbre celebrarlo solamente el mismo día cada cuatro años, y ese mismo día, muy de mañana, perforaban las orejas de los niños y les pegaban a la cabeza un casco de plumas de papagayo con resina de pino y asignaban maestro a cada uno de ellos. A los cuatro días restantes del año, que son los últimos de enero y el primero de febrero, llamaban Nemontemi o baldíos y eran considerados nefastos. Hay quienes opinan que puesto que cada cuatro años se perforaban las orejas de los párvulos y no en otro tiempo, habían llamado esos días Nemontemi o bisiestos. Decíase, pues, que aquellos cinco días eran infelices y que a los que nacían en ellos todo les salía mal y por esto eran llamados neno, si eran hombres nenoquichitl y si mujeres neoçioatl.
Nada hacían durante esos días, puesto que eran infaustos, y ante todo evitaban las riñas y los pleitos, porque tenían por indudable que los que en esos días fueran malos o impertinentes con alguien, lo seguirían siendo y habían de ser siempre malos o impertinentes y también tenían por infausto perjudicar a cualquiera. Todas las fiestas antedichas se llamaban fijas porque venían a ser celebradas siempre dentro de ese mes o dentro de los dos días siguientes; otras eran movibles porque se decía que eran designadas por el curso de los veinte signos. Estos cerraban el círculo en doscientos sesenta días; por consiguiente, cada año ocupaban las fiestas movibles varios y diversos meses.