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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XI Vigilancia y dirección de los trabajos de los indios. --Un temporal del "Norte". --Llegada de D. Simón. --Cámaras subterráneas. --Descubrimiento de varios restos de piezas de barro y de un vaso de terra cotta. --Gran número de estas cámaras. --Su uso probable. --Cosecha del maíz. --Sistema de agricultura en Yucatán. --Siembra del maíz. --Máquina primitiva para trillar el grano. --Noticias de la patria. --Más casos prácticos de cirugía. --Un catre rudo. --Una pierna enferma. --Un brazo enfermo también. --Progresiva insalubridad de la hacienda. --Muerte de una india. --Un camposanto. --Excavación de una sepultura. --Un funeral indio Al siguiente día recobré mi ocupación de vigilar el trabajo de los indios. Acaso fue este trabajo el más recio que tuve en el país, pues lo era mucho el estar constantemente velando la obra, porque de otra manera nada hubieran hecho aquéllos. El segundo día amaneció lloviznando, lo cual indicaba el principio de una tormenta ordinaria en el país, y llamada el norte. Esta tormenta era, según se me dijo, rara en aquella estación; y el mayoral me aseguró, que luego que pasase volvería con certeza el tiempo seco. El termómetro bajó hasta 52 grados, y para nosotros el cambio no podía ser mejor ni más oportuno, pues restauró nuestras fuerzas y vigor, como que, por efecto del calor excesivo, habíamos comenzado a sentir ya cierta especie de lasitud y cansancio. También en este día, y al principiar la tormenta, llegó de Halachó D.
Simón Peón a hacernos una visita, conforme lo había ofrecido. No acostumbraba visitar a Uxmal en esa estación, y, aunque no tenía tanto temor como otros individuos de su familia, no dejaba, sin embargo, de abrigar algunas aprensiones relativas a la salubridad del sitio; y en efecto, había sufrido mucho de resultas de una enfermedad contraída allí. A su llegada halló en la hacienda enfermo de la calentura al mayoral que acababa de regresar en mi compañía de Halachó; esto, el frío y el agua que traía el "norte" no eran a propósito para restablecer la serenidad de D. Simón. Insistimos en que se quedase con nosotros, pero no convino en ello sino con la condición de que se retiraría por la noche a la hacienda, para evitar la molestia de los mosquitos. Su visita fue una circunstancia feliz para nosotros; su conocimiento de las localidades y su disposición en seguir nuestras miras nos facilitó mucho el examen de las ruinas; y a la vez, nuestra presencia y cooperación le indujeron a satisfacer su propia curiosidad con respecto a ciertas cosas que no había examinado todavía. Difundidos en las ruinas, hallábanse en diferentes sitios unos agujeros circulares que daban entrada a una cámaras subterráneas, que nunca habían sido examinadas y cuyo carácter era enteramente desconocido. Durante nuestra primera visita los habíamos visto en la plataforma de la gran terraza; y, aunque la plataforma estaba ahora enteramente cubierta y algunos de ellos hubiesen desaparecido a la vista, descubrimos dos al abrir un paso para la hacienda.
El mayoral había descubierto últimamente otro a alguna distancia de la parte exterior de la muralla, tan perfecto en la boca y aparentemente tan profundo al sondarlo con una piedra, que D. Simón mostró deseos de explorarlo. A la mañana siguiente vino a las ruinas con indios, cuerdas y candelas, y comenzamos inmediatamente con uno de los que estaban en la plataforma enfrente de la casa del gobernador. La abertura era un agujero circular de dieciocho pulgadas de diámetro. La gola consistía de cinco capas de piedras, de una yarda de profundidad, hasta un lecho de roca viva. Como reinaba abajo una espesa oscuridad, antes de descender y con objeto de purificar el aire y precavernos de sus malos efectos, hicimos bajar una vela encendida, que al punto tocó en el fondo. El único medio de penetrar era el de atarse una cuerda alrededor del cuerpo, y en seguida ser arriado por los indios. De esta suerte descendí yo, y casi antes de que mi cabeza hubiera acabado de pasar por el agujero, mis pies tocaron en un montón de escombros acumulados bajo la perpendicular del dicho agujero, y que se habían desprendido de las paredes laterales. Habiéndome echado a andar a gatas por ellos, me encontré en una cámara redonda, tan sembrada de escombros, que era imposible mantenerse en una posición recta. Con una vela en la mano, me arrastré con trabajo por toda la circunferencia; y noté que la tal cámara tenía la forma de una rotunda y que sus paredes habían sido dadas de estuco, la mayor parte del cual había caído y escombraba el recinto.
No podía calcularse la profundidad sin extraer la masa de escombros que existía dentro. En medio de mi investigación a tientas, halleme unas piezas rotas de barro y un vaso del mismo material de muy buena obra y cubierto de una capa de esmalte, que, a pesar de no haber desaparecido del todo, había perdido algo de su brillo. Descansaba este vaso sobre tres pies de cerca de una pulgada, y uno de ellos estaba roto. En todo lo demás se hallaba entero. El descubrimiento de este vaso nos animó mucho para continuar las investigaciones. Ninguno de esos sitios había sido explorado antes. Ni D. Simón, ni los indios sabían nada acerca de ellos; y al penetrar en ellos, por la primera vez estábamos animados de la esperanza de hallar una mina rica de curiosas e interesantes obras, trabajadas por los habitantes de esta arruinada ciudad. Además de esto, nos encontrábamos ya seguros de una particularidad respecto de la cual nos hallábamos antes en duda. Esta gran terraza no era enteramente artificial. El lecho de ella estaba formado en la roca viva, lo que probaba que se habían aprovechado los constructores de las ventajas que ofrecía la elevación del terreno, de cuya manera se había ahorrado gran parte del inmenso trabajo en la construcción de esta vasta terraza. Sobre la misma, y al pie de las escaleras, había otra abertura semejante a la otra; y, al despejar el terreno, hallamos cerca de ella una piedra circular de seis pulgadas de espesor, que correspondía exactamente al diámetro de la abertura y que sin duda estuvo destinada para cubrirla.
Este agujero se encontraba escombrado hasta dos pies cerca de la boca; y, habiendo destinado algunos indios para que se empleasen en limpiarlo, pasamos adelante en busca de otro. Al bajar la terraza y pasando detrás del montículo sin nombre que descuella entre la casa del gobernador y la casa de las palomas, los indios despejaron el sitio de algunas malezas y nos llevaron a otro agujero poco distante del camino que habíamos abierto, y oculto enteramente de la vista antes que se limpiase el terreno. La boca era semejante a la del primero, y la gola tenía una yarda de profundidad. Los indios me hicieron bajar sin obstáculo ninguno hasta el fondo; y miraban como loca y atrevida la empresa de penetrar en estos lugares, pues además de ciertos peligros imaginarios hablaban de culebras, alacranes y tábanos. Por la experiencia que de esta última clase de alimañas habíamos hecho en diferentes partes de las ruinas, sabíamos que eran realmente un objeto temible. Cayendo un enjambre de ellos sobre un hombre en semejante sitio, casi podría matarlo antes de que se le extrajese de él. Sin embargo, no se necesitó de mucho tiempo para explorar esta bóveda. Estaba libre de escombros, perfecta y entera en todas sus partes, sin señal de decadencia, y según todas las apariencias, a pesar del transcurso de los años, estaba apta para los usos a que originariamente había sido destinada. Semejante a la de la terraza, tenía la forma de una rotunda inclinándose las paredes hacia el centro, a la manera de una perfecta pila de heno.
La altura era de diez pies y seis pulgadas perpendicularmente a la boca, y el diámetro de diecisiete pies y seis pulgadas. Las paredes y el techo estaban dadas de estuco, en muy buen estado de preservación, y el pavimento era de una mezcla muy recia. D. Simón y el Dr. Cabot fueron también bajados a la bóveda, y juntos examinamos todos los detalles. Habiéndonos separado de ésta, fuimos a otra que era enteramente igual, a excepción de ser más pequeña, pues apenas tenía un diámetro de cinco yardas. La cuarta era la que acababa de descubrirse, y había excitado la curiosidad del mayoral. Estaba a algunos pasos fuera de la muralla, cuyos vestigios, según D. Simón, podían descubrirse en los bosques circunvecinos y que debió encerrar y comprender en un círculo el conjunto de los principales edificios. La boca estaba hecha de mezcla; y el mayoral la cubrió con una gran piedra para evitar un percance al ganado que vagaba en los bosques. Se pasó una cuerda a la piedra y se extrajo. La gola era más estrecha que la de las otras bóvedas, y apenas suficiente para dar paso al cuerpo de un hombre. En la forma y los detalles era exactamente semejante a las demás, si no fuese una ligera diferencia en las dimensiones. A mi entender, la demasiada estrechez de la boca era una prueba vehemente de que estas cámaras subterráneas jamás estuvieron destinadas a ningún uso que requiriese la necesidad de que bajasen a ellas los hombres. La obra de salir de allí fue casi desesperante.
Los indios carecían de todo auxilio mecánico para ayudar sus fuerzas, y se veían obligados a situarse sobre el agujero y emplear vanos esfuerzos y movimientos irregulares. La gola era tan pequeña, que no había amplitud para hacer uso de los brazos y tirar de la cuerda para salir de allí, mientras que las piedras que rodeaban la boca eran poco seguras y estaban vacilantes. Sin embargo, me vi obligado a confiarme a los indios para salir de aquella estrechura, e involuntariamente hicieron magullarme la cabeza contra las piedras, envolverme en una espesa nube de polvo y causarme tan severa raspadura, que por entonces me hallé sin más disposición de bajar a otra bóveda. En efecto, ellos estaban también cansadísimos; y ya éste era un asunto en que, al menos por nuestra parte, estaban libres de verse nuevamente atareados. En extremo desconcertados nos veíamos con no haber descubierto otros vasos, ni reliquias de ninguna especie. Ya no hicimos gran mérito por el único que hallamos en la cámara situada bajo de la terraza, y nos vimos obligados a creer que había ido a dar allí por algún accidente. Estas cámaras subterráneas se hallan difundidas por todo el terreno ocupado por las ruinas de la ciudad. Había una cerca del corral de la hacienda, y los indios hacían frecuentes descubrimientos de ellas, a grandes distancias. El doctor, en sus frecuentes excursiones de cacería, las descubría continuamente; y en cierta ocasión, al apartar unas malezas en demanda de un pájaro, cayó dentro de una, y gracias que pudo escaparse sin que le acaeciese un serio contratiempo.
Las hay, en verdad, en un número tan considerable, y se encuentran en sitios en donde menos puede esperarse, que llegaron a hacer peligrosa la obra de despejar el terreno y abrirse paso, y constantemente estuvimos descubriéndolas hasta el último día de nuestra visita. Que ellas fuesen expresamente construidas para un objeto único, fijo y uniforme, me parece esto fuera de toda duda; pero cuál fuese ese objeto es dificultoso afirmarlo hoy, supuesta nuestra ignorancia acerca de los usos y costumbres de aquel pueblo. D. Simón pensaba que el material que trababa entre sí las diversas partes de la obra no era suficientemente recio, para que ella pudiese ser un aljibe, o depósito de agua, y por consiguiente que estarían destinadas para silos o depósitos de maíz, que ha formado siempre, al menos desde la época que nuestro conocimiento de la historia de los aborígenes alcanza, la base principal de sus alimentos. Sin embargo, yo no convengo en esta opinión, y por lo que vi después estoy en la creencia que esas obras se destinaron para depósitos de agua, que pudiesen suplir, en alguna parte al menos, a las necesidades del pueblo que habitó aquella ciudad arruinada. Volvimos a nuestros departamentos a comer, y a la tarde acompañamos a D. Simón para ver la cosecha del maíz. El campo grande situado enfrente de la casa del gobernador estaba plantado de maíz, y en el camino supimos un hecho que puede ser de sumo interés a los agricultores de las cercanías de esas numerosas ciudades que se encuentran en nuestro país y que, por su prematuro auge y desarrollo, están destinadas a convertirse en ruinas.
Los restos de las ciudades arruinadas fertilizan y enriquecen la tierra. D. Simón nos dijo que el terreno circunvecino a Uxmal era excelente para milpas o sembrados de maíz. Jamás había alzado una cosecha más pingüe que la del último año; y fue tan buena, que destinó parte de la misma tierra para plantarla por segunda vez, lo cual no tenía antecedente en su sistema de agricultura; y D. Simón miraba también bajo otro punto de vista práctico el valor de estas ruinas. Designándome los grandes edificios, dijo que si Uxmal estuviese a las orillas del Mississipí, le proporcionaría esto una inmensa fortuna, pues que había allí piedra suficiente para empedrar todas las calles de Nueva Orleans, sin necesidad de ocurrirse por ella al norte, como sucedía; pero nosotros le sugerimos, para no dejar vencernos en punto a la apreciación práctica de las cosas, que, si Uxmal estuviese sobre las orillas del Mississipí, con un acceso fácil y libre de la vigorosa vegetación que ahora lo oculta y destruye, en tal caso sería, como Pompeya y Herculano, un sitio de peregrinación para los curiosos; y que entonces sería mejor ponerle un cercado y hacer pagar algo de entrada que vender las piedras para enlosar las calles. Entretanto habíamos llegado al pie de la terraza, y a poco andar entramos en la milpa. El sistema de agricultura en Yucatán es casi el primitivo de los tiempos de la naturaleza. Fuera vez el henequén y la caña de azúcar, que rara vez siembran los indios para sí, los principales productos del país son maíz, frijol, calabazas, camotes y chile o pimiento, del cual tanto los españoles como los indios hacen un uso inmoderado.
Sin embargo, el maíz es su gran producción, y la manera que se tiene de cultivarlo probablemente difiere muy poco del sistema seguido por los indios antes de la Conquista. En la estación de la seca, en enero o febrero generalmente, se escoge un sitio a propósito en los bosques, se desmonta y se le da fuego. En mayo o junio se siembra el maíz; lo cual se verifica haciendo unos pequeños agujeros en la tierra, por medio de una estaca puntiaguda, depositando allí unos granos de la semilla y cubriéndolos de tierra. Una vez depositado el grano en el terreno, se le deja a su propio cuidado, y, si no quiere crecer, se considera que la tierra no es propia, y punto concluido. El maíz crece con más rapidez que las yerbas y maleza y se aviene muy bien con ellas. El azadón, el rastrillo y el arado son enteramente desconocidos, y en verdad que los dos últimos serían enteramente ineficaces por lo pedregoso del terreno. El machete es el único instrumento que se emplea. La milpa próxima a las ruinas de Uxmal se había descuidado más de lo ordinario, y la cosecha era mala; pero, sin embargo de eso, los indios de las tres haciendas de D. Simón, conforme a sus deberes para con el amo, estaban ocupados en recogerla y alzarla. Estaban distribuidos en diferentes puntos de la milpa, y el primer grupo a que nos acercamos no era menos que de cincuenta y tres indios. Cuando llegamos junto a ellos, interrumpieron un momento su trabajo, se acercaron, hicieron a D. Simón una profunda cortesía, y también a nosotros como amigos del amo.
El maíz estaba recogido, y estos hombres se ocupaban en trillarlo. Se había despejado un espacio como de cien pies cuadrados y a lo largo de los lados había una línea de hamacas pequeñas, colgadas de unas estacas sembradas en el terreno, y en las cuales dormían los indios todo el tiempo de la cosecha, con una pequeña candelada debajo de cada una para resguardarse del aire frío de la noche y alejar los mosquitos. D. Simón echose en una de las hamacas, dejando fuera una de sus piernas, que estaba cubierta de espinas y zarzas. Estos hombres eran electores libres e independientes del Estado de Yucatán; mas uno de ellos tomó en sus manos el pie de D. Simón, extrajo con cuidado las espinas, quitó el zapato, limpió la media y, habiéndolo vuelto a arreglar todo, colocó cuidadosamente un pie en el hamaca y en seguida se apoderó del otro. Todo esto se hacía como una cosa corriente, y en la cual nadie hubiera parado la atención, si no fuésemos nosotros. A un lado del espacio despejado había una gran pila o pequeña montaña de maíz en mazorca, pronto ya para ser trillado; y no lejos de allí se veía la máquina del trillo, que ciertamente no podía considerarse como una infracción de alguna patente obtenida para usar de privilegio exclusivo, pues dicha máquina consistía en un rudo tablado de 18 ó 20 pies en cuadro hecho con cuatro estacas rudas en los ángulos, con atravesaños horizontales situados a tres o cuatro pies de elevación sobre el terreno, y sobre todo lo cual se extendía un lecho de estacas de una pulgada de espesor y colocadas la una junto a la otra, cuyo conjunto podía haber servido como modelo de la primera cama que se hubiese hecho jamás.
Las estacas paralelas servían como de piso para el trillo y sobre ellas se extendía una espesa capa de maíz. De cada lado había una ruda escala de dos o tres peldaños fija en el suelo. En cada escalera estaba un indio medio desnudo aporreando el maíz con un palo largo, mientras que debajo en los ángulos del aparato estaban otros hombres limpiando y recogiendo el grano que caía, a través del tendido de estacas. Concluido esto, se recogía el maíz en canastos y se llevaba a la hacienda. El conjunto de este procedimiento habría sorprendido, sin duda, a un labrador del Genesee; pero tal vez en donde el costo del trabajo es tan módico esta manera de trillar el grano da tan buenos resultados, como la mejor máquina. Al día siguiente tuvimos otra visita en uno de nuestros compañeros de pasaje: Mr. Camerden, que acababa de llegar de Campeche, en donde había visto papeles de Nueva York que alcanzaban hasta el 3 de noviembre. Conociendo nuestro profundo interés en los negocios de nuestro país y posponiendo su propia curiosidad con respecto a las ruinas, se había apresurado a comunicarnos el resultado de la elección de la ciudad, a saber: una contienda en el sexto barrio y la más completa incertidumbre acerca de la parte victoriosa. Desgraciadamente, Mr. Camerden, que no se encontraba muy bueno a la sazón, se veía también poseído de aprensiones acerca de Uxmal; y como el "norte" continuaba todavía, la frialdad y la lluvia lo tenían inquieto en un lugar de tan mala reputación.
No abrigando malos sentimientos contra él y no pudiendo darle un mosquitero, no le aconsejamos que se quedase a pasar la noche; y acompañó a D. Simón a la hacienda para dormir allí. El doctor tenía un compromiso profesional en la hacienda para el siguiente día. En las dos expediciones que había yo hecho en aquella región del país nuestra sección médica había estado incompleta. La primera vez teníamos botiquín y carecíamos de médico; y ahora era al revés el negocio. El botiquín se había quedado a bordo casualmente, y no vino a nuestras manos, sino después de algún tiempo. Apenas poseíamos un pequeño surtido de drogas compradas en Merida; y tanto por esto, como por hallarse empeñado en otros negocios, el doctor había evitado en general el ejercicio práctico de su profesión. Él habría preferido asistir enfermos a quienes pudiese curarse con una sola operación; pero las enfermedades reinantes eran las fiebres, que ciertamente no pueden extirparse con una cuchilla o navaja. Sin embargo, el día anterior fue a las ruinas llevando un recado a D. Simón cierto indio joven con una pierna inflamada y cubierta de úlceras. Su expresión era mansa y sus maneras respetuosas y sumisas y era muy dócil, como decía D. Simón, cuando hablaba de sus mejores sirvientes. Su situación era entonces interesante, porque estaba a punto de casarse; y el amo lo había tenido en Mérida seis meses al cuidado de un médico; pero sin obtenerse ningún buen resultado.
Con esto, el pobre mozo se había abandonado, casi con la certidumbre de quedar inválido entre pocos años, convirtiéndose en una masa de corrupción. El Dr. Cabot se encargó de hacerle la operación y con tal motivo era necesario marchar a la hacienda; y, para poder regresar a las ruinas con Mr. Camerden, fuimos allí todos a almorzar. Bajo el corredor y arrimado a un pilar estaba un indio viejo con sus brazos cruzados enseñando la doctrina a una línea de muchachitas indias, formadas delante de él, igualmente con los brazos cruzados, y que repetían las pocas palabras que iba profiriendo el maestro. Al entrar nosotros en el corredor, tanto el viejo como las muchachitas se nos acercaron haciendo una reverencia y besándonos las manos. D. Simón tenía ya listo el almuerzo, pero nos encontramos con algunas deficiencias. Las haciendas en aquel país nunca tienen muebles de respeto, como que apenas son visitadas por sus dueños una o dos veces al año, y eso por muy pocos días y llevando consigo cuanto puedan necesitar para su comodidad y regalo. Uxmal era como todas las demás haciendas, y aun se encontraba en peor situación, porque la habíamos despojado de casi todos sus muebles para aumentar nuestras comodidades en las ruinas. La principal dificultad consistía en la falta de sillas. Todos estábamos ya acomodados, excepto D. Simón, quien, por último, siendo aquel un caso de extrema necesidad, se dirigió impávido a la capilla y trajo el gran sillón que servía de confesonario.
Concluido el almuerzo, el doctor hizo avanzar al paciente, quien no había sido consultado para nada respecto de la operación, pues sus deseos eran los de su amo y sólo hizo lo que éste le mandaba. En el momento de proceder, el doctor pidió una cama, no habiéndolo hecho antes, suponiendo que estaría lista en el momento en que la pidiese; pero pedir una cama era lo mismo que pedir un buque de vapor o el locomotivo de un ferrocarril. ¿Quién había pensado jamás que se necesitase de una cama en Uxmal? Tal era el general sentimiento de los indios. Ellos habían nacido en hamacas y esperaban morir en ellas. ¿Para qué se quería una cama habiendo hamacas? Sin embargo era indispensable una cama, y los indios se dispersaron por la finca en busca de aquel mueble. Uno a uno fueron volviendo, después de una larga ausencia, trayendo la noticia de que allá en años atrás hubo en la hacienda una cama, pero que se había desbaratado y sus piezas se habían destinado a otros usos. Con esto, fueron enviados de nuevo en demanda de aquel objeto, y al fin y al cabo recibimos la nueva de que la cama estaba ya en camino. En efecto, al momento apareció ella a través de la puerta del corral en la forma de un rollo de maderas en los hombros de un solo indio. Para el objeto de usarla inmediatamente, era lo mismo que si los maderos estuviesen todavía en los árboles; mas, sin embargo, después de un rato, los arreglaron y formaron una cama que habría dejado atónito a un insigne constructor de muebles de nuestra ciudad.
Entretanto, el paciente estaba presenciando todas aquellas operaciones, tal vez con un sentimiento igual al de uno que ve preparar su ataúd. La enfermedad estaba en la pierna derecha, que aparecía casi tan gruesa como su propio cuerpo, cubierta de úlceras y saltadas las venas como el espesor de un látigo. El doctor consideró necesario cortar las venas. El indio se puso en pie apoyando todo su cuerpo sobre la pierna enferma hasta hacerlas brotar en toda su plenitud, mientras que se sostenía apoyando las manos en una banca. Cortose una vena, atose la herida; y entonces se hizo la operación sobre la otra introduciendo con fuerza un largo alfiler en la carne viva que quedaba bajo de la vena, sacándolo del otro lado atando un hilo a las dos extremidades y dejando que el alfiler se abriese paso a través de la vena y facilitar así la supuración. Atose después la pierna y se colocó al indio en la cama. Durante todo ese tiempo ni un solo músculo de la cara se le movió; y, excepto una ligera contracción de sus manos apoyadas en la banca en el momento en que se le introdujo el alfiler bajo la vena, nadie hubiera dicho que estaba sufriendo operación de ninguna especie. Concluido esto, nos pusimos en camino para volver a las ruinas en compañía de Mr. Camerden; pero apenas habíamos salido de la puerta del corral, cuando encontramos a un indio con el brazo encabestrillado en una venda, y que venía en busca del doctor Cabot. Parecía que tenía ya en su frente el sello de la muerte.
Su joven esposa, que era una muchacha de catorce años a lo más y próxima a ser madre, venía en su compañía. El caso actual mostraba de qué manera la vida humana en aquellos países es el juguete de la casualidad o de la ignorancia. Pocos días antes, por cierta torpeza se había dado un machetazo en el brazo izquierdo cerca del codo. Para detener la sangre, su mujer le había atado, con toda la fuerza posible, un cordel en el puño y otro en la parte superior del brazo, y así había permanecido por tres días. La operación había producido un resultado regularmente favorable en cuanto a detener la sangre; y tal vez la habría detenido para siempre parando la circulación de ella. La mano estaba sin movimiento y parecía muerta: la parte del brazo entre ambas ligaduras se había inflamado horriblemente y el sitio de la herida era una masa de corrupción. El doctor arrancó las ataduras y procuró que la mujer aprendiese a restablecer la circulación interrumpida, por medio de fricciones, o, estregando el brazo con la palma de la mano; pero ella no tenía más idea de la circulación de la sangre que de la revolución de los planetas. Cuando se introdujo la tienta en la herida, arrojó ésta una descarga de líquido pestilente, que se convirtió en un arroyo de sangre arterial, después de limpiarse la podre. El pobre hombre se había trozado una arteria. Como el doctor no tenía consigo sus instrumentos para tomarla, apretó el brazo con una fuerte presión sobre la arteria, y me lo transfirió, encargándome que fijase bien los dedos mientras iba de prisa a las ruinas en busca de sus instrumentos.
Mi posición no era en verdad muy agradable, porque, si yo me desviaba un tanto, el hombre podía desangrarse hasta morir. Como carecía yo de un diploma en forma que permitiese a la gente morirse en mis manos, no queriendo correr el riesgo de un accidente y conociendo el imperturbable carácter de los indios, pasé el brazo a uno de ellos bajo el apercibimiento de que la vida de aquel hombre pendía de él. El doctor emplearía media hora en ir y venir; y durante este tiempo, mientras la cabeza del paciente se iba de un lado y otro con los desmayos, el indio le miraba fijamente a la cara y sostuvo el brazo enfermo con tal fijeza de actitud, que podía servir de modelo a un escultor. Yo creo que ni por un solo momento cambió la posición del brazo ni el tanto de un cabello. El doctor arregló la herida y despachó al indio con iguales probabilidades, según nos dijo el médico mismo, de vivir o morir. Sin embargo, cuando volvimos a oír hablar de él, ya estaba trabajando en el campo. Ciertamente que, si no hubiese sido por la visita casual del Dr. Cabot, habría ido a descansar a la sepultura. Después de esto, presentáronse algunos casos graves de enfermedad entre las mujeres de la hacienda; y todas estas varias ocupaciones nos consumieron toda la mañana, que habíamos destinado para Mr. Camerden y las ruinas. Hacía un día frío y destemplado, y no veía Mr. Camerden más que aires malos y enfermedades a su derredor. A la tarde se despidió de nosotros para volver a Nueva York a bordo del mismo buque que nos había traído.
Desgraciadamente llevó consigo el germen de una peligrosa enfermedad, de la cual no se recobró en buenos meses. Al día siguiente partió también D. Simón, y volvimos a quedarnos solos otra vez. Las enfermedades iban en progreso en la hacienda; y dos días después recibimos noticia de que el enfermo de la pierna estaba con fiebre, y que una mujer había muerto de la misma enfermedad, debiendo ser sepultada a la mañana inmediata. Dispusimos que se nos trajesen los caballos a las ruinas, y a la mañana siguiente nos encaminamos a la hacienda del doctor para visitar a su paciente, y yo para asistir al funeral, en la expectativa de que un suceso semejante verificado en una hacienda lejana, y sin la presencia de ningún ministro que hiciese las ceremonias religiosas, me mostraría algún rasgo que me ilustrase sobre el antiguo carácter de los indios. Habiendo dejado mi caballo en el corral, dirigime al camposanto en compañía del mayoral. El susodicho camposanto era un claro del bosque a muy corta distancia de la casa, cuadrado y ceñido de un rudo cercado de piedras, o albarrada. Había sido consagrado con las ceremonias de la iglesia y destinado para sepultura de todos los que muriesen en la finca; lugar tosco y rudo, que indicaba la simplicidad del pueblo para quien estaba destinado. Al entrar, vimos una sepultura a medio abrir, y que se había abandonado por las piedras: algunos indios estaban entonces ocupados en cavar otra. Sólo una parte del cementerio se había empleado para sepultar los cadáveres, y esto se conocía por las pequeñas cruces de madera colocadas en la cabecera de cada sepulcro.
En esa parte del cementerio había un apartado circuido de una albarrada como de cuatro pies de elevación, y otros tantos de diámetro, que servía de harnero y que a la sazón estaba henchido de calaveras y huesos humanos blanqueándose a los rayos del sol. Encamineme a este sitio y comencé a examinar las calaveras. Para cavar una sepultura los indios emplean la barreta y el machete, extrayendo la tierra suelta con las manos. Durante la obra, escuché el estridente sonido de la barreta, que rompía algo de poca resistencia: era que había atravesado de medio a medio una calavera humana. Uno de los indios la extrajo con sus propias manos; y después de haberla todos examinado y hecho sus comentarios, se la pasaron al mayoral, quien me la dio luego. Ellos sabían cúya era la tal calavera. Pertenecía a una mujer que había nacido y crecido en aquella pequeña comunidad, en el seno de la cual había muerto y sido enterrada en la última seca; poco más de un año antes. Colocose la calavera en el harnero, y los indios extrajeron los brazos, canillas y demás huesos menores. En la parte posterior e inferior de las costillas existían todavía los fragmentos de la carne, pero secos ya y adheridos al hueso, todo lo cual fue reunido y llevado al harnero con mucha decencia y respeto. Hallándome junto al harnero, tomé en las manos diversas calaveras, y todas ellas eran conocidas e identificadas. El camposanto apenas tenía cinco años de haberse abierto, y todas las calaveras habían descansado sobre los hombros de algún conocido de los indios presentes.
Todas las sepulturas estaban a un solo lado: en el otro nadie había sido enterrado. Indiquele al mayoral que, comenzándose los entierros en la parte más lejana, y haciéndose ordenadamente las inhumaciones, cada cadáver tendría el tiempo suficiente para descomponerse y convertirse en polvo antes que fuese lanzado de su sitio para cedérselo a otro. Parecíale buena la idea; y, habiéndosela comunicado a los indios, suspendieron éstos su trabajo en un momento, miraron alternativamente al mayoral y a mí, y luego continuaron cavando. Añadile que en pocos años los huesos del amigo que se iba a enterrar, los suyos propios y los de todos ellos serían extraídos y conducidos al harnero lo mismo que los otros que acaban de depositarse allí; lo cual fue igualmente comunicado a los indios con el mismo efecto que la especie primera. Entretanto, yo había registrado todas las calaveras, y colocado en la parte superior dos, que sabía yo pertenecían a indios de la raza pura, con la idea de apropiármelas y robarlas a la primera coyuntura favorable. Los indios trabajaban tan a espacio, como si estuviesen cavando su propia sepultura; y al cabo se presentó el marido de la difunta aparentemente para enterrarla. Traía descubierta la cabeza: su negro cabello le caía sobre los ojos; y, vestido como estaba con una camisa limpia de franela azul, parecía lo que era en realidad, uno de los hombres más respetables de la hacienda. Inclinándose a un lado de la sepultura, tomó dos varillas de madera, por ventura puestas allí con aquel objeto, y con la una midió lo largo y con la otra lo ancho de la fosa.
Verificó esto con frialdad; y la expresión de su fisonomía en aquel momento era de aquella estólida e inflexible especie que no permite formar idea alguna de los sentimientos de otro; pero no sería demasiado suponer que un hombre en la flor de su edad y que ha cumplido bien con todos sus deberes debería sentir alguna emoción al tiempo de medir la sepultura de la que había sido su compañera, cuando se terminaban sus trabajos de cada día, y la madre de sus hijos. Según las medidas, la sepultura no era suficientemente grande, y el marido se situó al pie de ella mientras que los indios la extendían más. Entretanto el doctor llegó al cementerio con su escopeta, y uno de los que estaban haciendo la excavación señaló una manada de papagayos que pasaban volando. Iban muy lejos para poderlos matar; pero, como los indios siempre se azoraban al ver descargar un tiro al aire y parecían desear que se disparase el tiro, así lo hizo el doctor y cayeron algunas plumas. Echáronse a reír los indios, examinaron las plumas que cayeron dentro de la sepultura y continuaron la obra. Al cabo de algún tiempo, el marido tomó de nuevo las varillas midió la sepultura y, hallándolo todo bien, se volvió a su casa. Los indios tomaron unas rudas angarillas, que habían servido para traer otro cadáver, y fueron en busca de la difunta. Tardáronse tanto, que comenzamos a creer se habían propuesto cansarnos la paciencia, y dije al mayoral que fuese a darles prisa; pero en el momento escuchamos rumor de pasos, y el sonido de voces femeninas que anunciaban una tumultuosa procesión de mujeres.
Al llegar al cercado del cementerio, detuviéronse todas, y se quedaron mirándonos sin pasar adelante, a excepción de una vieja belcebú, que saliendo de entre ellas marchó directamente a la sepultura, inclinose sobre ella y mirando el interior profirió algunas exclamaciones que hicieron reír a las mujeres de fuera. Esto irritó de tal manera a la vieja, que cogió en sus manos un puñado de piedras y comenzó a arrojarlas a derecha e izquierda, con lo que las perseguidas se dispersaron con gran confusión y risa; y en medio de esto presentose el cadáver acompañado de una turba confusa de hombres, mujeres y muchachos. Las angarillas fueron alzadas por sobre el muro y asentadas junto a la sepultura. El cuerpo no tenía ataúd; pero estaba envuelto de pies a cabeza en una manta azul con bordados amarillos. La cabeza iba descubierta, y los pies quedaban de fuera, llevando un par de zapatos de cuero y medias blancas de algodón, regalo tal vez de su marido al volver de algún viaje a Mérida, que la pobre mujer jamás usó en vida, y que el marido pensó hacerle un gran honor enterrándola con tal regalo. Los indios pasaron unas cuerdas bajo del cuerpo y lo hicieron bajar a la sepultura mientras que el marido sostenía la cabeza. Era de buena talla, y según su fisonomía tendría unos veintitrés o veinticuatro años; la expresión de sus facciones era penosa, como indicando que en la lucha final el espíritu se había resistido a dejar su mortal morada. Sólo una persona de las presentes derramó algunas lágrimas; y ésa fue la anciana madre de la difunta, quien sin duda había esperado que su hija haría bajar su cabeza a la sepultura.
Llevaba de la mano a una muchachita de ojo vivo, que miraba con asombro ignorando por fortuna que su mejor amiga en la tierra desaparecía para siempre bajo la tumba. Al abrirse la manta, apareció bajo de ella un vestido blanco de algodón; los brazos que para conducir mejor el cadáver vinieron cruzados sobre el pecho, fueron extendidos a los lados del cuerpo, que se envolvió de nuevo en la manta. El marido arregló la cabeza colocando bajo de ella a manera de almohada un trapo de algodón, componiéndolo tan cuidadosamente como si una piedra o un guijarro pudiese lastimarla. En seguida echó un puño de tierra sobre la cara, los indios llenaron la sepultura y todos se retiraron. Ningún cuadro romántico apareció en la escena final; pero no era extraño seguir con la imaginación al indio viudo a su desolada cabaña. Al ver que ya eran las once del día sin haber almorzado y que no habíamos visto ningún vestigio de las costumbres indias, no nos consideramos particularmente indemnizados de la molestia sufrida.
Simón Peón a hacernos una visita, conforme lo había ofrecido. No acostumbraba visitar a Uxmal en esa estación, y, aunque no tenía tanto temor como otros individuos de su familia, no dejaba, sin embargo, de abrigar algunas aprensiones relativas a la salubridad del sitio; y en efecto, había sufrido mucho de resultas de una enfermedad contraída allí. A su llegada halló en la hacienda enfermo de la calentura al mayoral que acababa de regresar en mi compañía de Halachó; esto, el frío y el agua que traía el "norte" no eran a propósito para restablecer la serenidad de D. Simón. Insistimos en que se quedase con nosotros, pero no convino en ello sino con la condición de que se retiraría por la noche a la hacienda, para evitar la molestia de los mosquitos. Su visita fue una circunstancia feliz para nosotros; su conocimiento de las localidades y su disposición en seguir nuestras miras nos facilitó mucho el examen de las ruinas; y a la vez, nuestra presencia y cooperación le indujeron a satisfacer su propia curiosidad con respecto a ciertas cosas que no había examinado todavía. Difundidos en las ruinas, hallábanse en diferentes sitios unos agujeros circulares que daban entrada a una cámaras subterráneas, que nunca habían sido examinadas y cuyo carácter era enteramente desconocido. Durante nuestra primera visita los habíamos visto en la plataforma de la gran terraza; y, aunque la plataforma estaba ahora enteramente cubierta y algunos de ellos hubiesen desaparecido a la vista, descubrimos dos al abrir un paso para la hacienda.
El mayoral había descubierto últimamente otro a alguna distancia de la parte exterior de la muralla, tan perfecto en la boca y aparentemente tan profundo al sondarlo con una piedra, que D. Simón mostró deseos de explorarlo. A la mañana siguiente vino a las ruinas con indios, cuerdas y candelas, y comenzamos inmediatamente con uno de los que estaban en la plataforma enfrente de la casa del gobernador. La abertura era un agujero circular de dieciocho pulgadas de diámetro. La gola consistía de cinco capas de piedras, de una yarda de profundidad, hasta un lecho de roca viva. Como reinaba abajo una espesa oscuridad, antes de descender y con objeto de purificar el aire y precavernos de sus malos efectos, hicimos bajar una vela encendida, que al punto tocó en el fondo. El único medio de penetrar era el de atarse una cuerda alrededor del cuerpo, y en seguida ser arriado por los indios. De esta suerte descendí yo, y casi antes de que mi cabeza hubiera acabado de pasar por el agujero, mis pies tocaron en un montón de escombros acumulados bajo la perpendicular del dicho agujero, y que se habían desprendido de las paredes laterales. Habiéndome echado a andar a gatas por ellos, me encontré en una cámara redonda, tan sembrada de escombros, que era imposible mantenerse en una posición recta. Con una vela en la mano, me arrastré con trabajo por toda la circunferencia; y noté que la tal cámara tenía la forma de una rotunda y que sus paredes habían sido dadas de estuco, la mayor parte del cual había caído y escombraba el recinto.
No podía calcularse la profundidad sin extraer la masa de escombros que existía dentro. En medio de mi investigación a tientas, halleme unas piezas rotas de barro y un vaso del mismo material de muy buena obra y cubierto de una capa de esmalte, que, a pesar de no haber desaparecido del todo, había perdido algo de su brillo. Descansaba este vaso sobre tres pies de cerca de una pulgada, y uno de ellos estaba roto. En todo lo demás se hallaba entero. El descubrimiento de este vaso nos animó mucho para continuar las investigaciones. Ninguno de esos sitios había sido explorado antes. Ni D. Simón, ni los indios sabían nada acerca de ellos; y al penetrar en ellos, por la primera vez estábamos animados de la esperanza de hallar una mina rica de curiosas e interesantes obras, trabajadas por los habitantes de esta arruinada ciudad. Además de esto, nos encontrábamos ya seguros de una particularidad respecto de la cual nos hallábamos antes en duda. Esta gran terraza no era enteramente artificial. El lecho de ella estaba formado en la roca viva, lo que probaba que se habían aprovechado los constructores de las ventajas que ofrecía la elevación del terreno, de cuya manera se había ahorrado gran parte del inmenso trabajo en la construcción de esta vasta terraza. Sobre la misma, y al pie de las escaleras, había otra abertura semejante a la otra; y, al despejar el terreno, hallamos cerca de ella una piedra circular de seis pulgadas de espesor, que correspondía exactamente al diámetro de la abertura y que sin duda estuvo destinada para cubrirla.
Este agujero se encontraba escombrado hasta dos pies cerca de la boca; y, habiendo destinado algunos indios para que se empleasen en limpiarlo, pasamos adelante en busca de otro. Al bajar la terraza y pasando detrás del montículo sin nombre que descuella entre la casa del gobernador y la casa de las palomas, los indios despejaron el sitio de algunas malezas y nos llevaron a otro agujero poco distante del camino que habíamos abierto, y oculto enteramente de la vista antes que se limpiase el terreno. La boca era semejante a la del primero, y la gola tenía una yarda de profundidad. Los indios me hicieron bajar sin obstáculo ninguno hasta el fondo; y miraban como loca y atrevida la empresa de penetrar en estos lugares, pues además de ciertos peligros imaginarios hablaban de culebras, alacranes y tábanos. Por la experiencia que de esta última clase de alimañas habíamos hecho en diferentes partes de las ruinas, sabíamos que eran realmente un objeto temible. Cayendo un enjambre de ellos sobre un hombre en semejante sitio, casi podría matarlo antes de que se le extrajese de él. Sin embargo, no se necesitó de mucho tiempo para explorar esta bóveda. Estaba libre de escombros, perfecta y entera en todas sus partes, sin señal de decadencia, y según todas las apariencias, a pesar del transcurso de los años, estaba apta para los usos a que originariamente había sido destinada. Semejante a la de la terraza, tenía la forma de una rotunda inclinándose las paredes hacia el centro, a la manera de una perfecta pila de heno.
La altura era de diez pies y seis pulgadas perpendicularmente a la boca, y el diámetro de diecisiete pies y seis pulgadas. Las paredes y el techo estaban dadas de estuco, en muy buen estado de preservación, y el pavimento era de una mezcla muy recia. D. Simón y el Dr. Cabot fueron también bajados a la bóveda, y juntos examinamos todos los detalles. Habiéndonos separado de ésta, fuimos a otra que era enteramente igual, a excepción de ser más pequeña, pues apenas tenía un diámetro de cinco yardas. La cuarta era la que acababa de descubrirse, y había excitado la curiosidad del mayoral. Estaba a algunos pasos fuera de la muralla, cuyos vestigios, según D. Simón, podían descubrirse en los bosques circunvecinos y que debió encerrar y comprender en un círculo el conjunto de los principales edificios. La boca estaba hecha de mezcla; y el mayoral la cubrió con una gran piedra para evitar un percance al ganado que vagaba en los bosques. Se pasó una cuerda a la piedra y se extrajo. La gola era más estrecha que la de las otras bóvedas, y apenas suficiente para dar paso al cuerpo de un hombre. En la forma y los detalles era exactamente semejante a las demás, si no fuese una ligera diferencia en las dimensiones. A mi entender, la demasiada estrechez de la boca era una prueba vehemente de que estas cámaras subterráneas jamás estuvieron destinadas a ningún uso que requiriese la necesidad de que bajasen a ellas los hombres. La obra de salir de allí fue casi desesperante.
Los indios carecían de todo auxilio mecánico para ayudar sus fuerzas, y se veían obligados a situarse sobre el agujero y emplear vanos esfuerzos y movimientos irregulares. La gola era tan pequeña, que no había amplitud para hacer uso de los brazos y tirar de la cuerda para salir de allí, mientras que las piedras que rodeaban la boca eran poco seguras y estaban vacilantes. Sin embargo, me vi obligado a confiarme a los indios para salir de aquella estrechura, e involuntariamente hicieron magullarme la cabeza contra las piedras, envolverme en una espesa nube de polvo y causarme tan severa raspadura, que por entonces me hallé sin más disposición de bajar a otra bóveda. En efecto, ellos estaban también cansadísimos; y ya éste era un asunto en que, al menos por nuestra parte, estaban libres de verse nuevamente atareados. En extremo desconcertados nos veíamos con no haber descubierto otros vasos, ni reliquias de ninguna especie. Ya no hicimos gran mérito por el único que hallamos en la cámara situada bajo de la terraza, y nos vimos obligados a creer que había ido a dar allí por algún accidente. Estas cámaras subterráneas se hallan difundidas por todo el terreno ocupado por las ruinas de la ciudad. Había una cerca del corral de la hacienda, y los indios hacían frecuentes descubrimientos de ellas, a grandes distancias. El doctor, en sus frecuentes excursiones de cacería, las descubría continuamente; y en cierta ocasión, al apartar unas malezas en demanda de un pájaro, cayó dentro de una, y gracias que pudo escaparse sin que le acaeciese un serio contratiempo.
Las hay, en verdad, en un número tan considerable, y se encuentran en sitios en donde menos puede esperarse, que llegaron a hacer peligrosa la obra de despejar el terreno y abrirse paso, y constantemente estuvimos descubriéndolas hasta el último día de nuestra visita. Que ellas fuesen expresamente construidas para un objeto único, fijo y uniforme, me parece esto fuera de toda duda; pero cuál fuese ese objeto es dificultoso afirmarlo hoy, supuesta nuestra ignorancia acerca de los usos y costumbres de aquel pueblo. D. Simón pensaba que el material que trababa entre sí las diversas partes de la obra no era suficientemente recio, para que ella pudiese ser un aljibe, o depósito de agua, y por consiguiente que estarían destinadas para silos o depósitos de maíz, que ha formado siempre, al menos desde la época que nuestro conocimiento de la historia de los aborígenes alcanza, la base principal de sus alimentos. Sin embargo, yo no convengo en esta opinión, y por lo que vi después estoy en la creencia que esas obras se destinaron para depósitos de agua, que pudiesen suplir, en alguna parte al menos, a las necesidades del pueblo que habitó aquella ciudad arruinada. Volvimos a nuestros departamentos a comer, y a la tarde acompañamos a D. Simón para ver la cosecha del maíz. El campo grande situado enfrente de la casa del gobernador estaba plantado de maíz, y en el camino supimos un hecho que puede ser de sumo interés a los agricultores de las cercanías de esas numerosas ciudades que se encuentran en nuestro país y que, por su prematuro auge y desarrollo, están destinadas a convertirse en ruinas.
Los restos de las ciudades arruinadas fertilizan y enriquecen la tierra. D. Simón nos dijo que el terreno circunvecino a Uxmal era excelente para milpas o sembrados de maíz. Jamás había alzado una cosecha más pingüe que la del último año; y fue tan buena, que destinó parte de la misma tierra para plantarla por segunda vez, lo cual no tenía antecedente en su sistema de agricultura; y D. Simón miraba también bajo otro punto de vista práctico el valor de estas ruinas. Designándome los grandes edificios, dijo que si Uxmal estuviese a las orillas del Mississipí, le proporcionaría esto una inmensa fortuna, pues que había allí piedra suficiente para empedrar todas las calles de Nueva Orleans, sin necesidad de ocurrirse por ella al norte, como sucedía; pero nosotros le sugerimos, para no dejar vencernos en punto a la apreciación práctica de las cosas, que, si Uxmal estuviese sobre las orillas del Mississipí, con un acceso fácil y libre de la vigorosa vegetación que ahora lo oculta y destruye, en tal caso sería, como Pompeya y Herculano, un sitio de peregrinación para los curiosos; y que entonces sería mejor ponerle un cercado y hacer pagar algo de entrada que vender las piedras para enlosar las calles. Entretanto habíamos llegado al pie de la terraza, y a poco andar entramos en la milpa. El sistema de agricultura en Yucatán es casi el primitivo de los tiempos de la naturaleza. Fuera vez el henequén y la caña de azúcar, que rara vez siembran los indios para sí, los principales productos del país son maíz, frijol, calabazas, camotes y chile o pimiento, del cual tanto los españoles como los indios hacen un uso inmoderado.
Sin embargo, el maíz es su gran producción, y la manera que se tiene de cultivarlo probablemente difiere muy poco del sistema seguido por los indios antes de la Conquista. En la estación de la seca, en enero o febrero generalmente, se escoge un sitio a propósito en los bosques, se desmonta y se le da fuego. En mayo o junio se siembra el maíz; lo cual se verifica haciendo unos pequeños agujeros en la tierra, por medio de una estaca puntiaguda, depositando allí unos granos de la semilla y cubriéndolos de tierra. Una vez depositado el grano en el terreno, se le deja a su propio cuidado, y, si no quiere crecer, se considera que la tierra no es propia, y punto concluido. El maíz crece con más rapidez que las yerbas y maleza y se aviene muy bien con ellas. El azadón, el rastrillo y el arado son enteramente desconocidos, y en verdad que los dos últimos serían enteramente ineficaces por lo pedregoso del terreno. El machete es el único instrumento que se emplea. La milpa próxima a las ruinas de Uxmal se había descuidado más de lo ordinario, y la cosecha era mala; pero, sin embargo de eso, los indios de las tres haciendas de D. Simón, conforme a sus deberes para con el amo, estaban ocupados en recogerla y alzarla. Estaban distribuidos en diferentes puntos de la milpa, y el primer grupo a que nos acercamos no era menos que de cincuenta y tres indios. Cuando llegamos junto a ellos, interrumpieron un momento su trabajo, se acercaron, hicieron a D. Simón una profunda cortesía, y también a nosotros como amigos del amo.
El maíz estaba recogido, y estos hombres se ocupaban en trillarlo. Se había despejado un espacio como de cien pies cuadrados y a lo largo de los lados había una línea de hamacas pequeñas, colgadas de unas estacas sembradas en el terreno, y en las cuales dormían los indios todo el tiempo de la cosecha, con una pequeña candelada debajo de cada una para resguardarse del aire frío de la noche y alejar los mosquitos. D. Simón echose en una de las hamacas, dejando fuera una de sus piernas, que estaba cubierta de espinas y zarzas. Estos hombres eran electores libres e independientes del Estado de Yucatán; mas uno de ellos tomó en sus manos el pie de D. Simón, extrajo con cuidado las espinas, quitó el zapato, limpió la media y, habiéndolo vuelto a arreglar todo, colocó cuidadosamente un pie en el hamaca y en seguida se apoderó del otro. Todo esto se hacía como una cosa corriente, y en la cual nadie hubiera parado la atención, si no fuésemos nosotros. A un lado del espacio despejado había una gran pila o pequeña montaña de maíz en mazorca, pronto ya para ser trillado; y no lejos de allí se veía la máquina del trillo, que ciertamente no podía considerarse como una infracción de alguna patente obtenida para usar de privilegio exclusivo, pues dicha máquina consistía en un rudo tablado de 18 ó 20 pies en cuadro hecho con cuatro estacas rudas en los ángulos, con atravesaños horizontales situados a tres o cuatro pies de elevación sobre el terreno, y sobre todo lo cual se extendía un lecho de estacas de una pulgada de espesor y colocadas la una junto a la otra, cuyo conjunto podía haber servido como modelo de la primera cama que se hubiese hecho jamás.
Las estacas paralelas servían como de piso para el trillo y sobre ellas se extendía una espesa capa de maíz. De cada lado había una ruda escala de dos o tres peldaños fija en el suelo. En cada escalera estaba un indio medio desnudo aporreando el maíz con un palo largo, mientras que debajo en los ángulos del aparato estaban otros hombres limpiando y recogiendo el grano que caía, a través del tendido de estacas. Concluido esto, se recogía el maíz en canastos y se llevaba a la hacienda. El conjunto de este procedimiento habría sorprendido, sin duda, a un labrador del Genesee; pero tal vez en donde el costo del trabajo es tan módico esta manera de trillar el grano da tan buenos resultados, como la mejor máquina. Al día siguiente tuvimos otra visita en uno de nuestros compañeros de pasaje: Mr. Camerden, que acababa de llegar de Campeche, en donde había visto papeles de Nueva York que alcanzaban hasta el 3 de noviembre. Conociendo nuestro profundo interés en los negocios de nuestro país y posponiendo su propia curiosidad con respecto a las ruinas, se había apresurado a comunicarnos el resultado de la elección de la ciudad, a saber: una contienda en el sexto barrio y la más completa incertidumbre acerca de la parte victoriosa. Desgraciadamente, Mr. Camerden, que no se encontraba muy bueno a la sazón, se veía también poseído de aprensiones acerca de Uxmal; y como el "norte" continuaba todavía, la frialdad y la lluvia lo tenían inquieto en un lugar de tan mala reputación.
No abrigando malos sentimientos contra él y no pudiendo darle un mosquitero, no le aconsejamos que se quedase a pasar la noche; y acompañó a D. Simón a la hacienda para dormir allí. El doctor tenía un compromiso profesional en la hacienda para el siguiente día. En las dos expediciones que había yo hecho en aquella región del país nuestra sección médica había estado incompleta. La primera vez teníamos botiquín y carecíamos de médico; y ahora era al revés el negocio. El botiquín se había quedado a bordo casualmente, y no vino a nuestras manos, sino después de algún tiempo. Apenas poseíamos un pequeño surtido de drogas compradas en Merida; y tanto por esto, como por hallarse empeñado en otros negocios, el doctor había evitado en general el ejercicio práctico de su profesión. Él habría preferido asistir enfermos a quienes pudiese curarse con una sola operación; pero las enfermedades reinantes eran las fiebres, que ciertamente no pueden extirparse con una cuchilla o navaja. Sin embargo, el día anterior fue a las ruinas llevando un recado a D. Simón cierto indio joven con una pierna inflamada y cubierta de úlceras. Su expresión era mansa y sus maneras respetuosas y sumisas y era muy dócil, como decía D. Simón, cuando hablaba de sus mejores sirvientes. Su situación era entonces interesante, porque estaba a punto de casarse; y el amo lo había tenido en Mérida seis meses al cuidado de un médico; pero sin obtenerse ningún buen resultado.
Con esto, el pobre mozo se había abandonado, casi con la certidumbre de quedar inválido entre pocos años, convirtiéndose en una masa de corrupción. El Dr. Cabot se encargó de hacerle la operación y con tal motivo era necesario marchar a la hacienda; y, para poder regresar a las ruinas con Mr. Camerden, fuimos allí todos a almorzar. Bajo el corredor y arrimado a un pilar estaba un indio viejo con sus brazos cruzados enseñando la doctrina a una línea de muchachitas indias, formadas delante de él, igualmente con los brazos cruzados, y que repetían las pocas palabras que iba profiriendo el maestro. Al entrar nosotros en el corredor, tanto el viejo como las muchachitas se nos acercaron haciendo una reverencia y besándonos las manos. D. Simón tenía ya listo el almuerzo, pero nos encontramos con algunas deficiencias. Las haciendas en aquel país nunca tienen muebles de respeto, como que apenas son visitadas por sus dueños una o dos veces al año, y eso por muy pocos días y llevando consigo cuanto puedan necesitar para su comodidad y regalo. Uxmal era como todas las demás haciendas, y aun se encontraba en peor situación, porque la habíamos despojado de casi todos sus muebles para aumentar nuestras comodidades en las ruinas. La principal dificultad consistía en la falta de sillas. Todos estábamos ya acomodados, excepto D. Simón, quien, por último, siendo aquel un caso de extrema necesidad, se dirigió impávido a la capilla y trajo el gran sillón que servía de confesonario.
Concluido el almuerzo, el doctor hizo avanzar al paciente, quien no había sido consultado para nada respecto de la operación, pues sus deseos eran los de su amo y sólo hizo lo que éste le mandaba. En el momento de proceder, el doctor pidió una cama, no habiéndolo hecho antes, suponiendo que estaría lista en el momento en que la pidiese; pero pedir una cama era lo mismo que pedir un buque de vapor o el locomotivo de un ferrocarril. ¿Quién había pensado jamás que se necesitase de una cama en Uxmal? Tal era el general sentimiento de los indios. Ellos habían nacido en hamacas y esperaban morir en ellas. ¿Para qué se quería una cama habiendo hamacas? Sin embargo era indispensable una cama, y los indios se dispersaron por la finca en busca de aquel mueble. Uno a uno fueron volviendo, después de una larga ausencia, trayendo la noticia de que allá en años atrás hubo en la hacienda una cama, pero que se había desbaratado y sus piezas se habían destinado a otros usos. Con esto, fueron enviados de nuevo en demanda de aquel objeto, y al fin y al cabo recibimos la nueva de que la cama estaba ya en camino. En efecto, al momento apareció ella a través de la puerta del corral en la forma de un rollo de maderas en los hombros de un solo indio. Para el objeto de usarla inmediatamente, era lo mismo que si los maderos estuviesen todavía en los árboles; mas, sin embargo, después de un rato, los arreglaron y formaron una cama que habría dejado atónito a un insigne constructor de muebles de nuestra ciudad.
Entretanto, el paciente estaba presenciando todas aquellas operaciones, tal vez con un sentimiento igual al de uno que ve preparar su ataúd. La enfermedad estaba en la pierna derecha, que aparecía casi tan gruesa como su propio cuerpo, cubierta de úlceras y saltadas las venas como el espesor de un látigo. El doctor consideró necesario cortar las venas. El indio se puso en pie apoyando todo su cuerpo sobre la pierna enferma hasta hacerlas brotar en toda su plenitud, mientras que se sostenía apoyando las manos en una banca. Cortose una vena, atose la herida; y entonces se hizo la operación sobre la otra introduciendo con fuerza un largo alfiler en la carne viva que quedaba bajo de la vena, sacándolo del otro lado atando un hilo a las dos extremidades y dejando que el alfiler se abriese paso a través de la vena y facilitar así la supuración. Atose después la pierna y se colocó al indio en la cama. Durante todo ese tiempo ni un solo músculo de la cara se le movió; y, excepto una ligera contracción de sus manos apoyadas en la banca en el momento en que se le introdujo el alfiler bajo la vena, nadie hubiera dicho que estaba sufriendo operación de ninguna especie. Concluido esto, nos pusimos en camino para volver a las ruinas en compañía de Mr. Camerden; pero apenas habíamos salido de la puerta del corral, cuando encontramos a un indio con el brazo encabestrillado en una venda, y que venía en busca del doctor Cabot. Parecía que tenía ya en su frente el sello de la muerte.
Su joven esposa, que era una muchacha de catorce años a lo más y próxima a ser madre, venía en su compañía. El caso actual mostraba de qué manera la vida humana en aquellos países es el juguete de la casualidad o de la ignorancia. Pocos días antes, por cierta torpeza se había dado un machetazo en el brazo izquierdo cerca del codo. Para detener la sangre, su mujer le había atado, con toda la fuerza posible, un cordel en el puño y otro en la parte superior del brazo, y así había permanecido por tres días. La operación había producido un resultado regularmente favorable en cuanto a detener la sangre; y tal vez la habría detenido para siempre parando la circulación de ella. La mano estaba sin movimiento y parecía muerta: la parte del brazo entre ambas ligaduras se había inflamado horriblemente y el sitio de la herida era una masa de corrupción. El doctor arrancó las ataduras y procuró que la mujer aprendiese a restablecer la circulación interrumpida, por medio de fricciones, o, estregando el brazo con la palma de la mano; pero ella no tenía más idea de la circulación de la sangre que de la revolución de los planetas. Cuando se introdujo la tienta en la herida, arrojó ésta una descarga de líquido pestilente, que se convirtió en un arroyo de sangre arterial, después de limpiarse la podre. El pobre hombre se había trozado una arteria. Como el doctor no tenía consigo sus instrumentos para tomarla, apretó el brazo con una fuerte presión sobre la arteria, y me lo transfirió, encargándome que fijase bien los dedos mientras iba de prisa a las ruinas en busca de sus instrumentos.
Mi posición no era en verdad muy agradable, porque, si yo me desviaba un tanto, el hombre podía desangrarse hasta morir. Como carecía yo de un diploma en forma que permitiese a la gente morirse en mis manos, no queriendo correr el riesgo de un accidente y conociendo el imperturbable carácter de los indios, pasé el brazo a uno de ellos bajo el apercibimiento de que la vida de aquel hombre pendía de él. El doctor emplearía media hora en ir y venir; y durante este tiempo, mientras la cabeza del paciente se iba de un lado y otro con los desmayos, el indio le miraba fijamente a la cara y sostuvo el brazo enfermo con tal fijeza de actitud, que podía servir de modelo a un escultor. Yo creo que ni por un solo momento cambió la posición del brazo ni el tanto de un cabello. El doctor arregló la herida y despachó al indio con iguales probabilidades, según nos dijo el médico mismo, de vivir o morir. Sin embargo, cuando volvimos a oír hablar de él, ya estaba trabajando en el campo. Ciertamente que, si no hubiese sido por la visita casual del Dr. Cabot, habría ido a descansar a la sepultura. Después de esto, presentáronse algunos casos graves de enfermedad entre las mujeres de la hacienda; y todas estas varias ocupaciones nos consumieron toda la mañana, que habíamos destinado para Mr. Camerden y las ruinas. Hacía un día frío y destemplado, y no veía Mr. Camerden más que aires malos y enfermedades a su derredor. A la tarde se despidió de nosotros para volver a Nueva York a bordo del mismo buque que nos había traído.
Desgraciadamente llevó consigo el germen de una peligrosa enfermedad, de la cual no se recobró en buenos meses. Al día siguiente partió también D. Simón, y volvimos a quedarnos solos otra vez. Las enfermedades iban en progreso en la hacienda; y dos días después recibimos noticia de que el enfermo de la pierna estaba con fiebre, y que una mujer había muerto de la misma enfermedad, debiendo ser sepultada a la mañana inmediata. Dispusimos que se nos trajesen los caballos a las ruinas, y a la mañana siguiente nos encaminamos a la hacienda del doctor para visitar a su paciente, y yo para asistir al funeral, en la expectativa de que un suceso semejante verificado en una hacienda lejana, y sin la presencia de ningún ministro que hiciese las ceremonias religiosas, me mostraría algún rasgo que me ilustrase sobre el antiguo carácter de los indios. Habiendo dejado mi caballo en el corral, dirigime al camposanto en compañía del mayoral. El susodicho camposanto era un claro del bosque a muy corta distancia de la casa, cuadrado y ceñido de un rudo cercado de piedras, o albarrada. Había sido consagrado con las ceremonias de la iglesia y destinado para sepultura de todos los que muriesen en la finca; lugar tosco y rudo, que indicaba la simplicidad del pueblo para quien estaba destinado. Al entrar, vimos una sepultura a medio abrir, y que se había abandonado por las piedras: algunos indios estaban entonces ocupados en cavar otra. Sólo una parte del cementerio se había empleado para sepultar los cadáveres, y esto se conocía por las pequeñas cruces de madera colocadas en la cabecera de cada sepulcro.
En esa parte del cementerio había un apartado circuido de una albarrada como de cuatro pies de elevación, y otros tantos de diámetro, que servía de harnero y que a la sazón estaba henchido de calaveras y huesos humanos blanqueándose a los rayos del sol. Encamineme a este sitio y comencé a examinar las calaveras. Para cavar una sepultura los indios emplean la barreta y el machete, extrayendo la tierra suelta con las manos. Durante la obra, escuché el estridente sonido de la barreta, que rompía algo de poca resistencia: era que había atravesado de medio a medio una calavera humana. Uno de los indios la extrajo con sus propias manos; y después de haberla todos examinado y hecho sus comentarios, se la pasaron al mayoral, quien me la dio luego. Ellos sabían cúya era la tal calavera. Pertenecía a una mujer que había nacido y crecido en aquella pequeña comunidad, en el seno de la cual había muerto y sido enterrada en la última seca; poco más de un año antes. Colocose la calavera en el harnero, y los indios extrajeron los brazos, canillas y demás huesos menores. En la parte posterior e inferior de las costillas existían todavía los fragmentos de la carne, pero secos ya y adheridos al hueso, todo lo cual fue reunido y llevado al harnero con mucha decencia y respeto. Hallándome junto al harnero, tomé en las manos diversas calaveras, y todas ellas eran conocidas e identificadas. El camposanto apenas tenía cinco años de haberse abierto, y todas las calaveras habían descansado sobre los hombros de algún conocido de los indios presentes.
Todas las sepulturas estaban a un solo lado: en el otro nadie había sido enterrado. Indiquele al mayoral que, comenzándose los entierros en la parte más lejana, y haciéndose ordenadamente las inhumaciones, cada cadáver tendría el tiempo suficiente para descomponerse y convertirse en polvo antes que fuese lanzado de su sitio para cedérselo a otro. Parecíale buena la idea; y, habiéndosela comunicado a los indios, suspendieron éstos su trabajo en un momento, miraron alternativamente al mayoral y a mí, y luego continuaron cavando. Añadile que en pocos años los huesos del amigo que se iba a enterrar, los suyos propios y los de todos ellos serían extraídos y conducidos al harnero lo mismo que los otros que acaban de depositarse allí; lo cual fue igualmente comunicado a los indios con el mismo efecto que la especie primera. Entretanto, yo había registrado todas las calaveras, y colocado en la parte superior dos, que sabía yo pertenecían a indios de la raza pura, con la idea de apropiármelas y robarlas a la primera coyuntura favorable. Los indios trabajaban tan a espacio, como si estuviesen cavando su propia sepultura; y al cabo se presentó el marido de la difunta aparentemente para enterrarla. Traía descubierta la cabeza: su negro cabello le caía sobre los ojos; y, vestido como estaba con una camisa limpia de franela azul, parecía lo que era en realidad, uno de los hombres más respetables de la hacienda. Inclinándose a un lado de la sepultura, tomó dos varillas de madera, por ventura puestas allí con aquel objeto, y con la una midió lo largo y con la otra lo ancho de la fosa.
Verificó esto con frialdad; y la expresión de su fisonomía en aquel momento era de aquella estólida e inflexible especie que no permite formar idea alguna de los sentimientos de otro; pero no sería demasiado suponer que un hombre en la flor de su edad y que ha cumplido bien con todos sus deberes debería sentir alguna emoción al tiempo de medir la sepultura de la que había sido su compañera, cuando se terminaban sus trabajos de cada día, y la madre de sus hijos. Según las medidas, la sepultura no era suficientemente grande, y el marido se situó al pie de ella mientras que los indios la extendían más. Entretanto el doctor llegó al cementerio con su escopeta, y uno de los que estaban haciendo la excavación señaló una manada de papagayos que pasaban volando. Iban muy lejos para poderlos matar; pero, como los indios siempre se azoraban al ver descargar un tiro al aire y parecían desear que se disparase el tiro, así lo hizo el doctor y cayeron algunas plumas. Echáronse a reír los indios, examinaron las plumas que cayeron dentro de la sepultura y continuaron la obra. Al cabo de algún tiempo, el marido tomó de nuevo las varillas midió la sepultura y, hallándolo todo bien, se volvió a su casa. Los indios tomaron unas rudas angarillas, que habían servido para traer otro cadáver, y fueron en busca de la difunta. Tardáronse tanto, que comenzamos a creer se habían propuesto cansarnos la paciencia, y dije al mayoral que fuese a darles prisa; pero en el momento escuchamos rumor de pasos, y el sonido de voces femeninas que anunciaban una tumultuosa procesión de mujeres.
Al llegar al cercado del cementerio, detuviéronse todas, y se quedaron mirándonos sin pasar adelante, a excepción de una vieja belcebú, que saliendo de entre ellas marchó directamente a la sepultura, inclinose sobre ella y mirando el interior profirió algunas exclamaciones que hicieron reír a las mujeres de fuera. Esto irritó de tal manera a la vieja, que cogió en sus manos un puñado de piedras y comenzó a arrojarlas a derecha e izquierda, con lo que las perseguidas se dispersaron con gran confusión y risa; y en medio de esto presentose el cadáver acompañado de una turba confusa de hombres, mujeres y muchachos. Las angarillas fueron alzadas por sobre el muro y asentadas junto a la sepultura. El cuerpo no tenía ataúd; pero estaba envuelto de pies a cabeza en una manta azul con bordados amarillos. La cabeza iba descubierta, y los pies quedaban de fuera, llevando un par de zapatos de cuero y medias blancas de algodón, regalo tal vez de su marido al volver de algún viaje a Mérida, que la pobre mujer jamás usó en vida, y que el marido pensó hacerle un gran honor enterrándola con tal regalo. Los indios pasaron unas cuerdas bajo del cuerpo y lo hicieron bajar a la sepultura mientras que el marido sostenía la cabeza. Era de buena talla, y según su fisonomía tendría unos veintitrés o veinticuatro años; la expresión de sus facciones era penosa, como indicando que en la lucha final el espíritu se había resistido a dejar su mortal morada. Sólo una persona de las presentes derramó algunas lágrimas; y ésa fue la anciana madre de la difunta, quien sin duda había esperado que su hija haría bajar su cabeza a la sepultura.
Llevaba de la mano a una muchachita de ojo vivo, que miraba con asombro ignorando por fortuna que su mejor amiga en la tierra desaparecía para siempre bajo la tumba. Al abrirse la manta, apareció bajo de ella un vestido blanco de algodón; los brazos que para conducir mejor el cadáver vinieron cruzados sobre el pecho, fueron extendidos a los lados del cuerpo, que se envolvió de nuevo en la manta. El marido arregló la cabeza colocando bajo de ella a manera de almohada un trapo de algodón, componiéndolo tan cuidadosamente como si una piedra o un guijarro pudiese lastimarla. En seguida echó un puño de tierra sobre la cara, los indios llenaron la sepultura y todos se retiraron. Ningún cuadro romántico apareció en la escena final; pero no era extraño seguir con la imaginación al indio viudo a su desolada cabaña. Al ver que ya eran las once del día sin haber almorzado y que no habíamos visto ningún vestigio de las costumbres indias, no nos consideramos particularmente indemnizados de la molestia sufrida.