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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XII Medios artificiales con que la ciudad se surtía de agua. --Aguadas. --Un delicioso sitio para bañarse# --Manera de vivir en las ruinas. --Manera de asar un lechoncillo. --Montículo sin nombre. --Excavaciones hechas en él. --Grande esfuerzo. --Un amargo desengaño. --Un ataque de fiebre. --Visita del cura de Ticul. --Partida para Ticul. --Marcha penosa. --Llegada al convento. --Llegada del Dr. Cabot enfermo de fiebre. --Perspectiva triste. --Sencillo remedio para las fiebres. --Aspecto general de Ticul. --La iglesia. --Una urna funeraria. --Monumento e inscripción. --El convento. --Carácter del cura Carrillo. --Ignorancia de la fecha en que se construyó el convento. --Probabilidad de haber sido edificado con materiales tomados de las ruinas de las ciudades antiguas. --Archivos del convento En el relato de mi primera visita a las ruinas de Uxmal hice mención del hecho de que esa ciudad carecía enteramente de medios aparentes para proveerse de agua. En toda su área no se encuentra pozo, arroyo, fuente o cosa alguna que aparentemente se haya usado para suplir y proveerse de ese elemento, a excepción de las cámaras subterráneas de que hemos hecho mención y que, aun suponiéndolas destinadas a aquel objeto, probablemente no serían suficientes, por numerosas que hubiesen sido, a satisfacer las necesidades de tan vasta población. Toda el agua que necesitábamos para nuestro uso teníamos que enviar a buscarla a la hacienda. Los inconvenientes de esta falta los estuvimos experimentando por todo el tiempo de nuestra residencia en las ruinas; y muy frecuentemente, a despecho de todas nuestras precauciones para tener siempre una provisión competente de agua a la mano, veníamos abrasados de sed después de estar trabajando al sol, y teníamos que esperar que un indio fuese y volviese de la hacienda trayendo agua, cuya distancia, en ida y vuelta, era nada menos que tres millas.
Desde el momento que llegamos, convirtiose nuestro afán e investigaciones hacia este importante objeto, y a poco tiempo quedamos convencidos de que el principal medio por el cual los antiguos se proveían de agua era el de las aguadas, o estanques circunvecinos. Esas aguadas se han abandonado y se encuentran hoy enzolvadas, y éste, acaso, es, hasta cierto punto, el motivo de la insalubridad que reina en Uxmal. Vimos la principal de estas aguadas primero desde la azotea de la casa del enano hacia el oeste, a distancia como de una milla. Visitámosla después guiados del mayoral y acompañados de algunos indios que llevamos para despejar el terreno. El espacio intermedio estaba cubierto de una floresta, y el piso era bajo y pantanoso, y, como a la sazón continuaban aún las lluvias, la aguada era un bello estanque de agua, bordado completamente de árboles, silencioso y desolado, con algunas huellas de ciervo en las orillas, unos cuantos patos nadando en la superficie y un martín pescador posado en la rama de un árbol, acechando alguna presa. El mayoral nos dijo que esa aguada se hallaba en conexión con otra al sur, y que continuaban, unidas unas con otras hasta una gran distancia, y llegaban, según su expresión que no tomamos literalmente, hasta el número de ciento. La opinión general que reina acerca de las aguadas es la misma que nos expresó el cura de Tecoh hablando de la que vimos en las inmediaciones de Mayapán; a saber, que "eran hechas a mano", formaciones artificiales, o excavaciones practicadas por los antiguos habitantes para depósitos de agua.
El mayoral nos dijo también que en la estación de la seca, cuando bajaba el agua, se veían en muchas partes los vestigios de un enlosado en el fondo. Aunque todavía no queríamos creer que todas las aguadas fuesen artificiales, sin embargo, no tuvimos dificultad ninguna en persuadirnos que ellas proveían de agua a los antiguos habitantes de Uxmal. Por lo que veremos después, nos convenceremos de que la distancia, para aquel seco y árido terreno, era de poquísima monta. Como nuestra primera visita a esta aguada, tenía a nuestros ojos un interés más directo y personal. Por la dificultad que había en procurarnos agua en las ruinas, nos veíamos obligados a economizar su uso, mientras que el excesivo calor y nuestras tareas en las ruinas nos tenían cubiertos de polvo y rasguñados de espinas; y por consiguiente no había cosa que apeteciésemos más como el refresco de un baño. Por tanto, no entró por poco en nuestra excursión a la aguada el examinar si sería propia para un sitio de baños. El resultado fue más satisfactorio de lo que esperábamos, y el sitio estaba actualmente convidando. Escogimos una pequeña ensenada a que daba sombra un frondoso árbol, despejamos el terreno inmediato, abrimos un picado hasta la terraza de la casa del gobernador y consagramos el primer día de diciembre para nuestro primer baño. El mayoral, temiendo los fríos y calenturas, protestó contra nuestra determinación, amenazándonos con las más serias consecuencias; pero habíamos obtenido lo que más necesitábamos para nuestra comodidad en Uxmal, y, en el exceso de nuestra satisfacción, no teníamos aprensión ninguna por las resultas.
Hasta allí, nuestra manera de vivir en las ruinas había sido uniforme, y abundantes nuestros recursos. Todo cuanto en la hacienda pertenecía al dueño estaba a nuestra disposición, bien así como los servicios de los indios hasta donde el propietario tenía derecho de exigirlos. La propiedad del dueño consistía en ganado vacuno, mulas, caballos y maíz, de todo lo cual sólo lo último podía considerarse como materia de provisiones. Algunos indios tenían unos cuantos pollos, cerdos y pavos de su pertenencia, que siempre estaban dispuestos a vender; y todas las mañanas, los que venían al trabajo traían consigo agua, pollos, huevos, puerco, frijoles verdes y leche. Alguna vez teníamos una pierna de venado, a lo cual añadía el doctor varias clases de patos, patos silvestres, chachalacas, torcazas, codornices, palomas, papagayos, y otras aves pequeñas. Además, solíamos recibir de cuando en cuando algún regalo de la Sra. D ? Joaquina o de D. Simón, de suerte que, en sentido absoluto, jamás habíamos vivido mejor durante la exploración de ningunas ruinas. Sin embargo, ya al fin, con motivo de la espesura de los bosques, el doctor comenzó a fastidiarse de la caza, pues, no teniendo consigo un perro que le ayudase, perdía las cinco sextas partes de las piezas que cazaba, y se limitó a colectar pájaros para disecar. A la sazón, recibimos también la noticia de que los pollos comenzaban a escasear en la hacienda, y que los huevos se habían agotado en lo absoluto.
El negocio no admitía largas ni dilaciones; y en consecuencia despachamos a Albino, acompañado de un indio, al pueblo de Muna, distante doce millas de allí, y volvió cargado de huevos, frijoles, arroz y azúcar, y con eso renació la abundancia entre nosotros. Un lechoncillo que nos remitió D. Simón desde otra hacienda suya puso en movimiento, para cocinarlo, a los directores en jefe de nuestros varios departamentos domésticos, a saber a Albino, Bernardo y Chepa Chí. Ellos tenían su manera peculiar de hacer esta operación; manera nacional, tradicional y derivada de padres a hijos; la misma en que aquel respetable pueblo cocinaba a los hombres y mujeres "aparejados los cuerpos a su manera, como dice Bernal Díaz, formando una especie de horno de piedras recalentadas, que se colocaban bajo la tierra". Hicieron, pues, una excavación sobre la terraza, encendieron en ella un gran fuego, que mantuvieron hasta que se encontró tan caliente como un horno. Dos piedras muy limpias se colocaron en el fondo de la excavación, sobre ellas se tendió el lechoncillo, ya muerto por supuesto, se le cubrió con yerbas y arbustos y se echaron encima piedras adheridas de tal manera, que apenas dejasen una ligera respiración al fuego y al humo. Entretanto que se cocinaba bien nuestro lechoncillo, nos consagramos a cierto trabajo sobre una cosa que teníamos muy a la mano pero que con la variedad de otras atenciones habíamos estado difiriendo de día en día. A espaldas de la casa del gobernador, se levanta un montículo, que no tiene nombre conocido, y que forma una de las mayores y más imponentes estructuras que se encuentran en las ruinas de Uxmal.
Hallábase entonces cubierto de árboles y una espesa capa de maleza, lo que daba un aire melancólico a la magnitud de sus proporciones; y, si no fuese por su regularidad y la faja de piedras que se veía en la cima, habría pasado por una colina natural sembrada de una arboleda. Acompañado de algunos indios, subí al montículo y comencé a despejarlo a fin de que Mr. Catherwood pudiese dibujar. Encontreme con que todos sus lados se hallaban cubiertos, ricamente ornamentados en algunos sitios, pero completamente ocultos a la vista por la espesura del follaje. La altura de este montículo era de sesenta y cinco pies sobre una base de trescientos de un lado y doscientos de otro. En la parte superior hay una gran plataforma de piedra sólida, de tres pies de elevación y setenta y cinco en cuadro; como a quince pies antes de llegar a la cúspide hay una estrecha terraza, que corre por los cuatro costados. Las paredes de la plataforma son de piedra labrada, y en los ángulos se ven algunos adornos esculpidos. El área es enteramente de piedra suelta y ruda, y no hay allí restos ni vestigios de ningún edificio. Esta grande estructura parece haber sido únicamente destinada para tener arriba aquella plataforma. Probablemente sería el lugar consagrado para las grandes ceremonias religiosas, manchándose con la sangre humana de las víctimas sacrificadas en presencia del pueblo reunido. A pesar de su cercanía a nosotros, era la primera vez que yo subía a este montículo, desde el cual se obtenía una plena vista de todos los edificios.
El día estaba nublado, el viento soplaba tristemente sobre la desolada ciudad; y desde mi llegada a aquellos sitios, no había sentido tan viva y profundamente la solemne sublimidad de aquellas ruinas misteriosas. Alrededor de la cúspide del montículo había un bordado de piedras esculpidas, de diez o doce pies de elevación. El principal adorno era el de los mascarones, y siguiendo el curso de aquella especie de ruedo, y despejándolo de los árboles y maleza, por el lado del oeste y enfrente de la casa de las palomas llamome la atención un adorno, cuya parte inferior estaba enteramente oculta con los escombros desprendidos de la parte de arriba. Estaba situado casi en el centro de aquel lado del montículo; y por su posición y su carácter tuve la aprensión de que debía estar sobre una puerta que había de dar entrada a algún departamento interior. Los indios al pasar habían despejado ya aquella parte del terreno; pero los hice volver, ordenándoles que excavasen la tierra y escombros que ocultaban la parte inferior del adorno. Era en verdad un sitio peligroso para trabajar: el costado del montículo era escarpado, y las piedras que formaban el adorno vacilaban a cada movimiento. Los indios, como de costumbre, trabajaban en la obra lo mismo que si tuvieran que emplear en ella todo el resto de su vida. Ellos siempre están cansados y fastidiados del trabajo; pero mis apuros e impaciencia en esta ocasión me los representaban todavía más que de lo ordinario.
Estrechándolos como podía, y procurando hacerles comprender mi idea, los hice trabajar cuatro horas sin intermisión, hasta que alcanzaron la cornisa. Resultó que el adorno era una feísima cara, con los dientes de fuera de la misma forma, aunque en mayor escala y variando algo en los detalles, que las que antes se habían presentado en el resto de los adornos. Al extraer los indios los escombros y amontonarlos a un lado, llegaron a formar una cavidad profunda contra la faz misma del adorno. A semejante profundidad, las piedras parecían estar pendientes; y los indios manifestaban que era peligroso continuar la obra. Pero mi impaciencia ya no conocía límites. Yo les había ayudado alguna vez en la obra, y, estrechándoles ahora para que continuasen en ella, penetré por el agujero y comencé a trabajar con todas mis fuerzas. Caían rodando las piedras hasta la parte inferior del montículo, estrellándose contra las raíces y quebrantando las ramas. Gruesas gotas de sudor brotaban de mi cuerpo; pero estaba yo tan preocupado y tan seguro que iba a entrar en un gabinete herméticamente cerrado desde muchos años atrás, que nada podía detenerme. Y, sin embargo, me consideraba tan frío y tranquilo, que con mucha previsión y calma disponía, tan luego como se descubriese la entrada, parar la obra y enviar en busca de Mr. Catherwood y el Dr. Cabot, de manera que pudiésemos entrar juntos y notar con la exactitud posible todo lo que se descubriese. Pero yo estaba condenado a pasar por un chasco peor que el del laberinto de Maxcanú.
Antes de alcanzar la cornisa, introduje el machete a través de la tierra y no hallé abertura ninguna, sino una pared de piedra sólida. El fundamento de mi esperanza había desaparecido y a pesar de eso insistí en que los indios siguiesen cavando sin objeto alguno. En el interés del momento, no había visto que las nubes se habían disipado y que había yo estado trabajando en este profundo agujero bajo el influjo de un sol vertical. El desengaño y la reacción después de una excitación tan viva, juntamente con la fatiga y el calor, agotaron todas mis fuerzas. Sentí una especie de opresión y peso, y me encontré enfermo hasta el corazón. Así, pues, despidiendo a los indios, apresureme a dar por concluida aquella obra y regresar a nuestro alojamiento. Al bajar el montículo, mis miembros apenas podían sostenerme, pues carecían de fuerza y elasticidad. Con mil trabajos pude llegar al sitio de nuestra residencia: mi sed era abrasadora. Arrojeme en una hamaca, y pocos momentos después me asaltó una fiebre agudísima. Toda la casa se puso en consternación. La enfermedad había puesto a contribución a todos los que nos rodeaban; pero era la primera vez que llamaba a nuestras puertas. Al tercer día, durante un violento acceso de la fiebre, llegó a las ruinas un caballero, cuya visita esperaba yo con la mayor ansia e interés. Era el cura Carrillo de Ticul, pueblo distante de allí siete leguas. Una semana después de nuestra llegada a las ruinas, el mayoral, recibió una carta del cura para saber si su visita sería bien recibida.
Habíamos oído hablar de él como de la persona que tomaba más interés que ninguna otra en las antigüedades del país, y que poseía más conocimientos en la materia. Tenía por costumbre ir solo a Uxmal para andar errante a través de las ruinas, y nosotros habíamos formado el proyecto de hacer una excursión a Ticul con la idea de conocerle y establecer nuestras relaciones con él. Por consiguiente, nos causó muchísimo placer recibir aquella insinuación suya y le hicimos saber que esperábamos ansiosamente su visita. Lo primero que me dijo fue que era necesario dejase yo aquel sitio y marcharse con él a Ticul. Yo me resistía mucho a aquel arreglo. El cura no quiso permitir que yo fuese solo o acompañado de su criado, y a la mañana siguiente, en vez de una agradable visita a las ruinas, se fue regresando a casa llevando consigo a un hombre enfermo. Como no había koché listo, con motivo de cierta equivocación, me fue preciso hacer el viaje a caballo. Era aquel mi día de intervalo, y en esos momentos la falta de la molestia era positivamente una sensación agradable. En esta disposición, al principio de nuestro viaje, escuché con vivo interés las exposiciones del cura sobre los diversos puntos y localidades por donde íbamos pasando; pero gradualmente mi atención fue debilitándose, y por último se fijó mi alma entera sobre la sierra que descollaba enfrente de nosotros a distancia como de dos lenguas de la hacienda San José. Dos veces había cruzado anteriormente aquella sierra y la había contemplado con delicia, porque alteraba la constante monotonía de las llanuras, pero esta vez su apariencia era horrible para mí.
Conforme íbamos avanzando, redoblábanse mis sufrimientos, y cuando llegué a la hacienda me encontraba en un estado imposible de describir. El mayoral estaba ausente y se hallaban cerradas las puertas de la casa principal; y por lo mismo tuve que echarme sobre unos sacos que había en el corredor. El descanso me tranquilizó un tanto. No había allí más que un solo indio, y éste dijo al cura que no era posible hacer un koché; pues los vecinos, unos se hallaban enfermos, y otros ocupados en los trabajos del campo a una legua de distancia. Lo de continuar a caballo era imposible; y por fortuna llegó en esto el mayoral, con lo cual se cambió el mal aspecto de las cosas. Dentro de pocos minutos se halló gente para hacer y cargar los kochés. El cura se adelantó para preparar mi recepción; y pasada una hora, listo ya mi koché, metime en él a las cinco. Mis conductores se sentían algún tanto vacilantes con la carga al principio; pero, ya una vez en camino, tornáronla a buena parte, y comenzaron a caminar con paso regular. Cambiando constantemente de un hombro a otro las varas del mueble, no por eso se detuvieron una sola vez hasta llegar a Ticul, tres leguas de distancia, apeándome en el piso del convento. El cura estaba ya esperándome; y Albino había llegado ya con mi catre, que en pocos minutos quedó listo, y me hallé tranquilamente colocado en cama. Las campanas estaban repicando con ocasión de una fiesta del pueblo, oíase el estallido de los cohetes y fuegos artificiales; y de cuando en cuando la aguda voz de un muchacho, que cantaba los números de la lotería, venía a herir mis oídos.
A pesar de que semejante ruido era verdaderamente insoportable, la bondad del cura y la satisfacción de haber dejado una atmósfera infecta eran tan grandes para mí, que hube de dormirme profundamente. En tres días no dejé la cama, pero al cuarto salí a respirar el aire al balcón del convento. Era fresco, puro, embalsamado y corroborante. A la tarde del siguiente día salí con el cura a dar un paseo. No nos habíamos alejado mucho cuando un indio vino a darnos alcance para anunciar que otro de los caballeros había llegado enfermo de las ruinas. Retrocedimos y encontrámonos con el Dr. Cabot tendido en su koché asentado a la puerta del convento. Estaba acometido de una violenta fiebre, que se había acrecentado con el movimiento y fatiga del camino. Quedeme azorado al ver el extraordinario cambio que sus facciones habían sufrido en tan pocos días. Su fisonomía se hallaba encendida, su mirada era selvática y endeble y flaca su figura. Sin fuerzas para sostenerse a sí mismo, tuvo que apoyarse en mí; y como mis fuerzas no estaban muy allá que digamos, poco faltó para que ambos viniésemos a tierra. Había sido atacado al otro día de haber salido yo de las ruinas; y desde entonces, casi sin intermisión ninguna, estaba sufriendo la fiebre. Toda la noche y los dos siguientes días continuó bajando o subiendo la fiebre, pero sin dejarlo enteramente. Acompañábanle una constante inquietud y delirio, de manera que, no bien le poníamos en la cama, cuando se levantaba y comenzaba a girar por el cuarto.
Al día siguiente, Mr. Catherwood nos remitió a Albino, quien en dos accesos se había puesto del color de un hombre moreno de la raza blanca. Escribiome Mr. Catherwood que quedaba enteramente solo en las ruinas, en las cuales permanecería todo el tiempo que pudiese luchar contra la fiebre y los espíritus malos; pero anunciando que, al primer ataque de la fiebre, abandonaría el terreno y vendría a juntarse con nosotros. Nuestra situación y porvenir comenzaban a tomar un sombrío aspecto. Si llegaba a enfermarse Mr. Catherwood, quedaba concluida la obra y frustrado tal vez todo el objeto de nuestra expedición. Pero el pobre cura era más digno de compasión que nosotros. Su malhadada visita a Uxmal le había proporcionado la carga de tres enfermos, con la probabilidad de hallarse con cuatro de un momento a otro. Su convento se había convertido en un verdadero hospital; pero, mientras más molestias le causábamos, más se complacía en servirnos. Yo no pude menos que sonreírme cuando, hablando con el doctor de la bondad de nuestro huésped, en medio de su inquietud y delirio, me repuso que, si el cura tenía algunos amigos bizcos, él se encargaría de curarlos. El cura atendía cuidadosamente al doctor, pero sin querer ostentar su opinión ante un médico que curaba bizcos; pero al tercer día me alarmó seriamente con la observación de que la fisonomía del doctor tenía una expresión fatal. Con esta palabra se significa en español el estado malo de una cosa; pero semejante sonido siempre había sonado terriblemente en mis oídos.
El cura añadió que había ciertos indicios que indicaban cuándo la enfermedad era mortal; pero que felizmente aún no aparecían éstos en el doctor. Pero ya digo, la simple sugestión fue bastante para alarmarme. Preguntele al cura la manera de tratar la enfermedad en el país, o si por ventura no podría prescribírsela al doctor. Éste jamás había visto una enfermedad semejante, particularmente como efecto del clima. Además estaba fuera de combate por falta de su botiquín, y en una pena y delirio tan constantes, que no se hallaba en estado de recetarse nada. El cura Carrillo era el médico espiritual y temporal del pueblo. Diariamente acudían a él por medicinas, y estaba siempre visitando enfermos. El doctor quiso ponerse enteramente en sus manos, y entonces le administró el cura una preparación que voy a referir para beneficio de los futuros viajeros en el país, a quienes pueda sorprender la enfermedad desprovistos de su botiquín. Era una simple decocción de corteza de naranja, aromatizada con canela y jugo de limón, de que se administraba caliente un vaso lleno cada dos horas. A la segunda toma, hallose el doctor bañado en un copioso sudor. Abandonole entonces la fiebre por primera vez desde que fue atacado, y cayó en un sueño profundo. Al despertar diéronsele sendas tomas de agua de tamarindo; y, cuando volvía la fiebre se repetía la decocción, y el agua de tamarindo en los intervalos. El efecto de este tratamiento fue admirable; y bueno es que lo sepan los extranjeros, porque en cualquier parte del país se encuentra la corteza de naranja; y por lo que entonces y después vi, ese remedio es sin duda mejor y más eficaz para aquella clase de fiebres, que ningún otro de los que se conocen en la farmacia extranjera.
El pueblo de Ticul, a donde habíamos ido a dar tan casualmente, merece la pena de ser visitado siquiera una vez por un ciudadano de Nueva York. Cuando yo lo contemplaba desde los balcones del convento, me sentía conmovido y como si tuviera por delante la más completa pintura de la tranquilidad y reposo. La plaza estaba cubierta de yerbas; unas cuantas mulas, atados los pies delanteros, pastaban en ella, y de cuando en cuando cruzaba un hombre a caballo. Los balcones del convento se hallaban al nivel de las azoteas de las casas; y se presentaba desde allí la vista de una grande y espaciosa llanura sembrada de casas de piedra con techos planos, y altas cercas de jardín sobre las cuales descollaban el naranjo, el plátano y el limonero, entre los cuales desde el alba hasta la noche se oía, por único ruido, el perpetuo canto de los pájaros. Todos los negocios y visitas se hacían por la mañana muy temprano o a la caída de la tarde. En el resto del día, durante el calor, hallábanse los habitantes encerrados en su casa, y así habría pasado entonces el pueblo por desierto. Como casi todos los pueblos españoles, está trazado con su plaza y calles que se cortan en ángulos rectos; y Ticul era notable entre los de Yucatán por sus casas de piedra. Éstas se veían en la plaza y calles adyacentes; más allá, y prolongándose hasta una milla en todas direcciones, estaban las chozas de los indios. Esas chozas eran generalmente ripiadas, cercadas de piedras y ocultas en un verdadero bosque, según lo espeso de la arboleda.
La población sería de cinco mil habitantes, de los cuales había unas trescientas familias de vecinos, o gente blanca, y el resto era de indios. Diariamente había carne fresca en el mercado, y la tienda grande de D. Buenaventura Guzmán podía lucir hasta en Mérida. El pan era mejor que el de la capital, y, por su conjunto, apariencia, sociedad y conveniencias para la vida, es Ticul seguramente el mejor pueblo de Yucatán, y es además famoso por sus luchas de toros y por la belleza de las mestizas. La iglesia y convento ocupan todo un lado de la plaza. Uno y otro son obra de los frailes franciscanos, y sobresalen entre los gigantescos edificios de esta especie con que esa poderosa orden señaló su entrada en el país. Están situados sobre una plataforma como de cuatro pies de elevación, y algunos centenares de frente. La iglesia era grande y sombría, adornada de rudos monumentos, y cubierta de imágenes y figuras calculadas para inspirar respeto y temor reverencial a los indios. En un nicho practicado en la pared había un lucillo pintado de negro con una cornisa blanca que contenía los restos mortales de una señora del pueblo. Bajo de él había un monumento con esta inscripción. ¡HOMBRES! He aquí el término de nuestros afanes; La muerte, tierra, nada. En esta urna reposan los restos de D.? Loreto Lara, Mujer caritativa y esposa fiel, madre tierna, Prudente y virtuosa. ¡MORTALES! Al Señor dirijamos por ella nuestras preces. Falleció El 29 de noviembre del año 1830 A los 44 años de su edad.
Uno de los altares estaba decorado de calaveras y canillas; y en la parte posterior de la iglesia había un vasto harnero, cercado de una elevada pared y lleno de huesos y calaveras que, después de disolverse la carne, se extraían de los sepulcros en el cementerio de la iglesia y se arrojaban allí. Únese la iglesia con el convento por medio de una galería. El convento es una gigantesca estructura, construido enteramente de piedra con paredes macizas, y de una extensión de cuatrocientos pies. La entrada está bajo de un noble pórtico de elevadas columnas de sillería, del cual se sube por una amplia escalinata de piedra a un espacioso corredor de veinticinco pies de ancho, y que se prolonga por todo lo largo del edificio, con un pavimento enlosado, y recibiendo la luz por medio de dos cúpulas. De cada lado estaban las celdas, ocupadas antiguamente por una numerosa comunidad de frailes franciscanos. Las dos primeras y principales del lado izquierdo eran la habitación del cura, y allí estábamos alejados; otra era ocupada por el ministro, y otra más todavía por un indio viejo que hacía cigarros. El resto de este lado se hallaba sin habitantes; y por el derecho, enfrente de la gran huerta del convento, todas las celdas estaban arruinadas y en la más completa desolación; las puertas y ventanas rotas, y la maleza creciendo hasta más allá de los techos. La huerta estuvo en un tiempo en completa armonía con la grandeza y estilo del edificio, y hoy también participa de su misma suerte.
Las norias y estanques, parterres y eras, todo está allí todavía, pero abandonado, marchando de prisa a su destrucción; la maleza, los naranjos y limoneros, todo crece junto y de una manera selvática; y nuestros caballos andaban allí sueltos pastando, como si estuvieran en un bosque. Asociábase en mi espíritu con este arruinado convento, y como si formase parte de él, nuestro huésped, el cura Carrillo, orgullo y amor del pueblo de Ticul. Era de más de cuarenta años, alto y delgado, de fisonomía abierta, animada e inteligente; varonil y enérgica, a la vez que suave y apacible. Pertenecía a la antes poderosa orden de los franciscanos, reducida entonces en el país a él mismo y a muy pocos cohermanos. Después de la destrucción del convento de Mérida y total dispersión de los religiosos, sus amigos le procuraron los papeles y diplomas necesarios para secularizarse debidamente; pero el cura Carrillo no quiso abandonar la sociedad en los días de su angustia y desolación, y hasta entonces llevaba el sayal azul y ceñía el cordón de la orden franciscana. En virtud de los arreglos hechos por la hermandad, los productos del curato pertenecían a ella, deduciendo cuarenta pesos mensuales para el cura. Con esta asignación podía vivir y extender su hospitalidad aun a los extranjeros. Urgíanle sus numerosos amigos a fin de que se secularizase, ofreciéndole que harían lo posible en su favor para que se le diese un curato de más provecho; pero rehusábalo constantemente; no esperaba enriquecer nunca, ni aun lo deseaba: con lo que tenía satisfacía todas sus necesidades, y no apetecía nada más.
Estaba contentísimo con el pueblo y con su grey; era amigo de todos, y todos eran sinceramente sus amigos. En una palabra, para un hombre que no era ciertamente indolente, sino al contrario muy activo de cuerpo y alma, era, sin afectación ni orgullo, el hombre más contento de su suerte que yo hubiese conocido jamás. La quietud y lejanía de su pueblo no le suministraban suficiente empleo a la actividad vigorosa de su espíritu; pero felizmente para la ciencia, y para mí en particular, había convertido su atención a las antigüedades del país. Él no podía alejarse del curato, ni ausentarse por mucho tiempo; pero había visitado todos los sitios de ruinas puestos a su alcance, y era un verdadero entusiasta en esta materia. Sonreíanse sus amigos de esta especie de locura suya, que así querían llamarla; pero excusábanla en atención a sus excelentes cualidades personales. No hay individuo en todo el país con quien nos hubiésemos encontrado con mayor placer, como con el cura Carrillo; y como era para él una cosa rarísima hallarse con personas que tomasen el más ligero interés en su estudio favorito, estaba triste por no poder echar a un lado sus atenciones y acompañarnos en nuestra exploración de las ruinas. Es digno de notar que aun para un hombre tan adicto a todo linaje de antigüedades fuese desconocida enteramente la historia del convento de Ticul. En el pavimento del gran corredor, en las galerías, paredes y techos, así de la iglesia como del convento, se ven piedras de los antiguos edificios; y no hay duda de que ambos fueron construidos con los materiales que suministraban los edificios arruinados de otra raza; pero cuándo, cómo y en qué circunstancias eso es lo que no se sabe.
En la bóveda había descubierto el cura, en una situación que nadie sino él había observado, una piedra cuadrada con esta inscripción grabada con rudeza y grosería: 26 MARZO 1625 Acaso se refiere esta fecha a la de la construcción del convento; y, si es así, éste es el único monumento conocido que se refiere a él; y no puede uno menos de pensar que, si tal oscuridad existe respecto de un edificio construido por los españoles hace poco más de dos siglos, ¡cuánta no será la que envuelve en sus sombras a las arruinadas ciudades de los aborígenes erigidas, si no estaban ya arruinadas, a la sazón, antes de la Conquista! Durante los primeros días de mi convalecencia sentía cierta especie de tranquilo y sombrío interés en andar vagando a través de este venerable convento. También empleaba con empeño algunas horas en registrar sus archivos. Los libros tenían aspecto de caducidad, se hallaban forrados en pergamino y taladrados de la polilla. En algunos pasajes la tinta había desaparecido, y la escritura era casi ilegible. Eran los anales de los primitivos monjes, escritos de su propio puño, y contenían un registro de casamientos, bautismos y entierros, y allí estaba acaso el nombre del primer indio que recibió la fe cristiana. Esperaba yo hallar en estos archivos alguna noticia, aunque fuese ligera, acerca de las circunstancias que acompañaron a la primitiva introducción por los padres del estandarte de la cruz en aquel pueblo; pero el primer libro no tenía preámbulo ni introducción de ninguna especie, comenzando bruscamente con el acta de un matrimonio.
Esta acta introductoria lleva la fecha de 1588, cuarenta o cincuenta años no más de la época en que se establecieron en Mérida los primeros españoles, y treinta y ocho años anterior a la que se descubrió en la piedra de que hemos hablado. Mas es de presumir que el convento no se edificó sino después de algunos años de haberse comenzado a formar los archivos. Los monjes, sin duda alguna, comenzaron a formar sus registros de bautismos y casamientos desde el momento en que los hubo; pero, como eran tan previsores y prudentes no menos que celosos en la propagación del Evangelio, no hay duda e que no se resolvieron a la erección de este gigantesco edificio hasta que se establecieron de asiento en el país y comprendieron sus recursos, porque la obra no solamente era la de construir esos edificios, sino de conservarlos y proveer a la subsistencia de los ministros, con arreglo a los medios de la población. Además de esto, los vastos templos y grandes conventos que se encuentran en todos los puntos de la América española no se construían con fondos públicos, enviados de España, sino con el trabajo de los indios mismos, después que eran completamente sometidos y obligados a trabajar por los españoles o, como sucedía más generalmente, después que abrazaban el cristianismo, y entonces erigían voluntariamente esos edificios para el nuevo culto y sus ministros. No es probable que ninguno de estos sucesos ocurriese hacia el año 1588 en un pueblo del interior de la provincia.
Las primeras actas de matrimonios que se registran son las de dos viudas X, Diego Chuc con María Hu, y Zpo-Bot con Cata Keul. Según lo que hallé en mi examen de esos archivos, aparece que en aquellos tiempos había un considerable y poco común número de viudos dispuestos a pasar a nuevas nupcias; mas es muy probable que, no estando bien y claramente definido el parentesco entre los indios, respecto del marido y mujer, estos candidatos para un nuevo matrimonio eran en realidad separados de sus primeros vínculos, y por caridad o modestia de los frailes eran aquéllos llamados viudos y viudas. Los primeros bautismos aparecen hechos en 20 de noviembre de 1594, cuando probablemente comenzaban a surtir efecto los nuevos matrimonios cristianos. Hay cuatro actas bautismales de aquel día; y, al examinarlas, llamó mi atención, por el conocimiento que tenía yo de la familia, el nombre de Mel Chí. Probablemente uno de los antepasados de Chepa Chí. El tal Mel parecía haber sido una de las grandes columnas de los padres, y un padrino jurado de todos los chiquillos indios. Ningún conocimiento práctico podía sacarse de los tales archivos; pero la letra de los frailes y los signos estampados de los indios parecían hacerme tomar parte en las salvajes y románticas escenas de la Conquista. En último resultado todo eso era una prueba de que, cuarenta o cincuenta años después de la Conquista, los indios habían ya abandonado sus antiguos usos y costumbres, adoptando los ritos y ceremonias de la Iglesia Católica y comenzando a bautizar a sus hijos con nombres españoles.
Desde el momento que llegamos, convirtiose nuestro afán e investigaciones hacia este importante objeto, y a poco tiempo quedamos convencidos de que el principal medio por el cual los antiguos se proveían de agua era el de las aguadas, o estanques circunvecinos. Esas aguadas se han abandonado y se encuentran hoy enzolvadas, y éste, acaso, es, hasta cierto punto, el motivo de la insalubridad que reina en Uxmal. Vimos la principal de estas aguadas primero desde la azotea de la casa del enano hacia el oeste, a distancia como de una milla. Visitámosla después guiados del mayoral y acompañados de algunos indios que llevamos para despejar el terreno. El espacio intermedio estaba cubierto de una floresta, y el piso era bajo y pantanoso, y, como a la sazón continuaban aún las lluvias, la aguada era un bello estanque de agua, bordado completamente de árboles, silencioso y desolado, con algunas huellas de ciervo en las orillas, unos cuantos patos nadando en la superficie y un martín pescador posado en la rama de un árbol, acechando alguna presa. El mayoral nos dijo que esa aguada se hallaba en conexión con otra al sur, y que continuaban, unidas unas con otras hasta una gran distancia, y llegaban, según su expresión que no tomamos literalmente, hasta el número de ciento. La opinión general que reina acerca de las aguadas es la misma que nos expresó el cura de Tecoh hablando de la que vimos en las inmediaciones de Mayapán; a saber, que "eran hechas a mano", formaciones artificiales, o excavaciones practicadas por los antiguos habitantes para depósitos de agua.
El mayoral nos dijo también que en la estación de la seca, cuando bajaba el agua, se veían en muchas partes los vestigios de un enlosado en el fondo. Aunque todavía no queríamos creer que todas las aguadas fuesen artificiales, sin embargo, no tuvimos dificultad ninguna en persuadirnos que ellas proveían de agua a los antiguos habitantes de Uxmal. Por lo que veremos después, nos convenceremos de que la distancia, para aquel seco y árido terreno, era de poquísima monta. Como nuestra primera visita a esta aguada, tenía a nuestros ojos un interés más directo y personal. Por la dificultad que había en procurarnos agua en las ruinas, nos veíamos obligados a economizar su uso, mientras que el excesivo calor y nuestras tareas en las ruinas nos tenían cubiertos de polvo y rasguñados de espinas; y por consiguiente no había cosa que apeteciésemos más como el refresco de un baño. Por tanto, no entró por poco en nuestra excursión a la aguada el examinar si sería propia para un sitio de baños. El resultado fue más satisfactorio de lo que esperábamos, y el sitio estaba actualmente convidando. Escogimos una pequeña ensenada a que daba sombra un frondoso árbol, despejamos el terreno inmediato, abrimos un picado hasta la terraza de la casa del gobernador y consagramos el primer día de diciembre para nuestro primer baño. El mayoral, temiendo los fríos y calenturas, protestó contra nuestra determinación, amenazándonos con las más serias consecuencias; pero habíamos obtenido lo que más necesitábamos para nuestra comodidad en Uxmal, y, en el exceso de nuestra satisfacción, no teníamos aprensión ninguna por las resultas.
Hasta allí, nuestra manera de vivir en las ruinas había sido uniforme, y abundantes nuestros recursos. Todo cuanto en la hacienda pertenecía al dueño estaba a nuestra disposición, bien así como los servicios de los indios hasta donde el propietario tenía derecho de exigirlos. La propiedad del dueño consistía en ganado vacuno, mulas, caballos y maíz, de todo lo cual sólo lo último podía considerarse como materia de provisiones. Algunos indios tenían unos cuantos pollos, cerdos y pavos de su pertenencia, que siempre estaban dispuestos a vender; y todas las mañanas, los que venían al trabajo traían consigo agua, pollos, huevos, puerco, frijoles verdes y leche. Alguna vez teníamos una pierna de venado, a lo cual añadía el doctor varias clases de patos, patos silvestres, chachalacas, torcazas, codornices, palomas, papagayos, y otras aves pequeñas. Además, solíamos recibir de cuando en cuando algún regalo de la Sra. D ? Joaquina o de D. Simón, de suerte que, en sentido absoluto, jamás habíamos vivido mejor durante la exploración de ningunas ruinas. Sin embargo, ya al fin, con motivo de la espesura de los bosques, el doctor comenzó a fastidiarse de la caza, pues, no teniendo consigo un perro que le ayudase, perdía las cinco sextas partes de las piezas que cazaba, y se limitó a colectar pájaros para disecar. A la sazón, recibimos también la noticia de que los pollos comenzaban a escasear en la hacienda, y que los huevos se habían agotado en lo absoluto.
El negocio no admitía largas ni dilaciones; y en consecuencia despachamos a Albino, acompañado de un indio, al pueblo de Muna, distante doce millas de allí, y volvió cargado de huevos, frijoles, arroz y azúcar, y con eso renació la abundancia entre nosotros. Un lechoncillo que nos remitió D. Simón desde otra hacienda suya puso en movimiento, para cocinarlo, a los directores en jefe de nuestros varios departamentos domésticos, a saber a Albino, Bernardo y Chepa Chí. Ellos tenían su manera peculiar de hacer esta operación; manera nacional, tradicional y derivada de padres a hijos; la misma en que aquel respetable pueblo cocinaba a los hombres y mujeres "aparejados los cuerpos a su manera, como dice Bernal Díaz, formando una especie de horno de piedras recalentadas, que se colocaban bajo la tierra". Hicieron, pues, una excavación sobre la terraza, encendieron en ella un gran fuego, que mantuvieron hasta que se encontró tan caliente como un horno. Dos piedras muy limpias se colocaron en el fondo de la excavación, sobre ellas se tendió el lechoncillo, ya muerto por supuesto, se le cubrió con yerbas y arbustos y se echaron encima piedras adheridas de tal manera, que apenas dejasen una ligera respiración al fuego y al humo. Entretanto que se cocinaba bien nuestro lechoncillo, nos consagramos a cierto trabajo sobre una cosa que teníamos muy a la mano pero que con la variedad de otras atenciones habíamos estado difiriendo de día en día. A espaldas de la casa del gobernador, se levanta un montículo, que no tiene nombre conocido, y que forma una de las mayores y más imponentes estructuras que se encuentran en las ruinas de Uxmal.
Hallábase entonces cubierto de árboles y una espesa capa de maleza, lo que daba un aire melancólico a la magnitud de sus proporciones; y, si no fuese por su regularidad y la faja de piedras que se veía en la cima, habría pasado por una colina natural sembrada de una arboleda. Acompañado de algunos indios, subí al montículo y comencé a despejarlo a fin de que Mr. Catherwood pudiese dibujar. Encontreme con que todos sus lados se hallaban cubiertos, ricamente ornamentados en algunos sitios, pero completamente ocultos a la vista por la espesura del follaje. La altura de este montículo era de sesenta y cinco pies sobre una base de trescientos de un lado y doscientos de otro. En la parte superior hay una gran plataforma de piedra sólida, de tres pies de elevación y setenta y cinco en cuadro; como a quince pies antes de llegar a la cúspide hay una estrecha terraza, que corre por los cuatro costados. Las paredes de la plataforma son de piedra labrada, y en los ángulos se ven algunos adornos esculpidos. El área es enteramente de piedra suelta y ruda, y no hay allí restos ni vestigios de ningún edificio. Esta grande estructura parece haber sido únicamente destinada para tener arriba aquella plataforma. Probablemente sería el lugar consagrado para las grandes ceremonias religiosas, manchándose con la sangre humana de las víctimas sacrificadas en presencia del pueblo reunido. A pesar de su cercanía a nosotros, era la primera vez que yo subía a este montículo, desde el cual se obtenía una plena vista de todos los edificios.
El día estaba nublado, el viento soplaba tristemente sobre la desolada ciudad; y desde mi llegada a aquellos sitios, no había sentido tan viva y profundamente la solemne sublimidad de aquellas ruinas misteriosas. Alrededor de la cúspide del montículo había un bordado de piedras esculpidas, de diez o doce pies de elevación. El principal adorno era el de los mascarones, y siguiendo el curso de aquella especie de ruedo, y despejándolo de los árboles y maleza, por el lado del oeste y enfrente de la casa de las palomas llamome la atención un adorno, cuya parte inferior estaba enteramente oculta con los escombros desprendidos de la parte de arriba. Estaba situado casi en el centro de aquel lado del montículo; y por su posición y su carácter tuve la aprensión de que debía estar sobre una puerta que había de dar entrada a algún departamento interior. Los indios al pasar habían despejado ya aquella parte del terreno; pero los hice volver, ordenándoles que excavasen la tierra y escombros que ocultaban la parte inferior del adorno. Era en verdad un sitio peligroso para trabajar: el costado del montículo era escarpado, y las piedras que formaban el adorno vacilaban a cada movimiento. Los indios, como de costumbre, trabajaban en la obra lo mismo que si tuvieran que emplear en ella todo el resto de su vida. Ellos siempre están cansados y fastidiados del trabajo; pero mis apuros e impaciencia en esta ocasión me los representaban todavía más que de lo ordinario.
Estrechándolos como podía, y procurando hacerles comprender mi idea, los hice trabajar cuatro horas sin intermisión, hasta que alcanzaron la cornisa. Resultó que el adorno era una feísima cara, con los dientes de fuera de la misma forma, aunque en mayor escala y variando algo en los detalles, que las que antes se habían presentado en el resto de los adornos. Al extraer los indios los escombros y amontonarlos a un lado, llegaron a formar una cavidad profunda contra la faz misma del adorno. A semejante profundidad, las piedras parecían estar pendientes; y los indios manifestaban que era peligroso continuar la obra. Pero mi impaciencia ya no conocía límites. Yo les había ayudado alguna vez en la obra, y, estrechándoles ahora para que continuasen en ella, penetré por el agujero y comencé a trabajar con todas mis fuerzas. Caían rodando las piedras hasta la parte inferior del montículo, estrellándose contra las raíces y quebrantando las ramas. Gruesas gotas de sudor brotaban de mi cuerpo; pero estaba yo tan preocupado y tan seguro que iba a entrar en un gabinete herméticamente cerrado desde muchos años atrás, que nada podía detenerme. Y, sin embargo, me consideraba tan frío y tranquilo, que con mucha previsión y calma disponía, tan luego como se descubriese la entrada, parar la obra y enviar en busca de Mr. Catherwood y el Dr. Cabot, de manera que pudiésemos entrar juntos y notar con la exactitud posible todo lo que se descubriese. Pero yo estaba condenado a pasar por un chasco peor que el del laberinto de Maxcanú.
Antes de alcanzar la cornisa, introduje el machete a través de la tierra y no hallé abertura ninguna, sino una pared de piedra sólida. El fundamento de mi esperanza había desaparecido y a pesar de eso insistí en que los indios siguiesen cavando sin objeto alguno. En el interés del momento, no había visto que las nubes se habían disipado y que había yo estado trabajando en este profundo agujero bajo el influjo de un sol vertical. El desengaño y la reacción después de una excitación tan viva, juntamente con la fatiga y el calor, agotaron todas mis fuerzas. Sentí una especie de opresión y peso, y me encontré enfermo hasta el corazón. Así, pues, despidiendo a los indios, apresureme a dar por concluida aquella obra y regresar a nuestro alojamiento. Al bajar el montículo, mis miembros apenas podían sostenerme, pues carecían de fuerza y elasticidad. Con mil trabajos pude llegar al sitio de nuestra residencia: mi sed era abrasadora. Arrojeme en una hamaca, y pocos momentos después me asaltó una fiebre agudísima. Toda la casa se puso en consternación. La enfermedad había puesto a contribución a todos los que nos rodeaban; pero era la primera vez que llamaba a nuestras puertas. Al tercer día, durante un violento acceso de la fiebre, llegó a las ruinas un caballero, cuya visita esperaba yo con la mayor ansia e interés. Era el cura Carrillo de Ticul, pueblo distante de allí siete leguas. Una semana después de nuestra llegada a las ruinas, el mayoral, recibió una carta del cura para saber si su visita sería bien recibida.
Habíamos oído hablar de él como de la persona que tomaba más interés que ninguna otra en las antigüedades del país, y que poseía más conocimientos en la materia. Tenía por costumbre ir solo a Uxmal para andar errante a través de las ruinas, y nosotros habíamos formado el proyecto de hacer una excursión a Ticul con la idea de conocerle y establecer nuestras relaciones con él. Por consiguiente, nos causó muchísimo placer recibir aquella insinuación suya y le hicimos saber que esperábamos ansiosamente su visita. Lo primero que me dijo fue que era necesario dejase yo aquel sitio y marcharse con él a Ticul. Yo me resistía mucho a aquel arreglo. El cura no quiso permitir que yo fuese solo o acompañado de su criado, y a la mañana siguiente, en vez de una agradable visita a las ruinas, se fue regresando a casa llevando consigo a un hombre enfermo. Como no había koché listo, con motivo de cierta equivocación, me fue preciso hacer el viaje a caballo. Era aquel mi día de intervalo, y en esos momentos la falta de la molestia era positivamente una sensación agradable. En esta disposición, al principio de nuestro viaje, escuché con vivo interés las exposiciones del cura sobre los diversos puntos y localidades por donde íbamos pasando; pero gradualmente mi atención fue debilitándose, y por último se fijó mi alma entera sobre la sierra que descollaba enfrente de nosotros a distancia como de dos lenguas de la hacienda San José. Dos veces había cruzado anteriormente aquella sierra y la había contemplado con delicia, porque alteraba la constante monotonía de las llanuras, pero esta vez su apariencia era horrible para mí.
Conforme íbamos avanzando, redoblábanse mis sufrimientos, y cuando llegué a la hacienda me encontraba en un estado imposible de describir. El mayoral estaba ausente y se hallaban cerradas las puertas de la casa principal; y por lo mismo tuve que echarme sobre unos sacos que había en el corredor. El descanso me tranquilizó un tanto. No había allí más que un solo indio, y éste dijo al cura que no era posible hacer un koché; pues los vecinos, unos se hallaban enfermos, y otros ocupados en los trabajos del campo a una legua de distancia. Lo de continuar a caballo era imposible; y por fortuna llegó en esto el mayoral, con lo cual se cambió el mal aspecto de las cosas. Dentro de pocos minutos se halló gente para hacer y cargar los kochés. El cura se adelantó para preparar mi recepción; y pasada una hora, listo ya mi koché, metime en él a las cinco. Mis conductores se sentían algún tanto vacilantes con la carga al principio; pero, ya una vez en camino, tornáronla a buena parte, y comenzaron a caminar con paso regular. Cambiando constantemente de un hombro a otro las varas del mueble, no por eso se detuvieron una sola vez hasta llegar a Ticul, tres leguas de distancia, apeándome en el piso del convento. El cura estaba ya esperándome; y Albino había llegado ya con mi catre, que en pocos minutos quedó listo, y me hallé tranquilamente colocado en cama. Las campanas estaban repicando con ocasión de una fiesta del pueblo, oíase el estallido de los cohetes y fuegos artificiales; y de cuando en cuando la aguda voz de un muchacho, que cantaba los números de la lotería, venía a herir mis oídos.
A pesar de que semejante ruido era verdaderamente insoportable, la bondad del cura y la satisfacción de haber dejado una atmósfera infecta eran tan grandes para mí, que hube de dormirme profundamente. En tres días no dejé la cama, pero al cuarto salí a respirar el aire al balcón del convento. Era fresco, puro, embalsamado y corroborante. A la tarde del siguiente día salí con el cura a dar un paseo. No nos habíamos alejado mucho cuando un indio vino a darnos alcance para anunciar que otro de los caballeros había llegado enfermo de las ruinas. Retrocedimos y encontrámonos con el Dr. Cabot tendido en su koché asentado a la puerta del convento. Estaba acometido de una violenta fiebre, que se había acrecentado con el movimiento y fatiga del camino. Quedeme azorado al ver el extraordinario cambio que sus facciones habían sufrido en tan pocos días. Su fisonomía se hallaba encendida, su mirada era selvática y endeble y flaca su figura. Sin fuerzas para sostenerse a sí mismo, tuvo que apoyarse en mí; y como mis fuerzas no estaban muy allá que digamos, poco faltó para que ambos viniésemos a tierra. Había sido atacado al otro día de haber salido yo de las ruinas; y desde entonces, casi sin intermisión ninguna, estaba sufriendo la fiebre. Toda la noche y los dos siguientes días continuó bajando o subiendo la fiebre, pero sin dejarlo enteramente. Acompañábanle una constante inquietud y delirio, de manera que, no bien le poníamos en la cama, cuando se levantaba y comenzaba a girar por el cuarto.
Al día siguiente, Mr. Catherwood nos remitió a Albino, quien en dos accesos se había puesto del color de un hombre moreno de la raza blanca. Escribiome Mr. Catherwood que quedaba enteramente solo en las ruinas, en las cuales permanecería todo el tiempo que pudiese luchar contra la fiebre y los espíritus malos; pero anunciando que, al primer ataque de la fiebre, abandonaría el terreno y vendría a juntarse con nosotros. Nuestra situación y porvenir comenzaban a tomar un sombrío aspecto. Si llegaba a enfermarse Mr. Catherwood, quedaba concluida la obra y frustrado tal vez todo el objeto de nuestra expedición. Pero el pobre cura era más digno de compasión que nosotros. Su malhadada visita a Uxmal le había proporcionado la carga de tres enfermos, con la probabilidad de hallarse con cuatro de un momento a otro. Su convento se había convertido en un verdadero hospital; pero, mientras más molestias le causábamos, más se complacía en servirnos. Yo no pude menos que sonreírme cuando, hablando con el doctor de la bondad de nuestro huésped, en medio de su inquietud y delirio, me repuso que, si el cura tenía algunos amigos bizcos, él se encargaría de curarlos. El cura atendía cuidadosamente al doctor, pero sin querer ostentar su opinión ante un médico que curaba bizcos; pero al tercer día me alarmó seriamente con la observación de que la fisonomía del doctor tenía una expresión fatal. Con esta palabra se significa en español el estado malo de una cosa; pero semejante sonido siempre había sonado terriblemente en mis oídos.
El cura añadió que había ciertos indicios que indicaban cuándo la enfermedad era mortal; pero que felizmente aún no aparecían éstos en el doctor. Pero ya digo, la simple sugestión fue bastante para alarmarme. Preguntele al cura la manera de tratar la enfermedad en el país, o si por ventura no podría prescribírsela al doctor. Éste jamás había visto una enfermedad semejante, particularmente como efecto del clima. Además estaba fuera de combate por falta de su botiquín, y en una pena y delirio tan constantes, que no se hallaba en estado de recetarse nada. El cura Carrillo era el médico espiritual y temporal del pueblo. Diariamente acudían a él por medicinas, y estaba siempre visitando enfermos. El doctor quiso ponerse enteramente en sus manos, y entonces le administró el cura una preparación que voy a referir para beneficio de los futuros viajeros en el país, a quienes pueda sorprender la enfermedad desprovistos de su botiquín. Era una simple decocción de corteza de naranja, aromatizada con canela y jugo de limón, de que se administraba caliente un vaso lleno cada dos horas. A la segunda toma, hallose el doctor bañado en un copioso sudor. Abandonole entonces la fiebre por primera vez desde que fue atacado, y cayó en un sueño profundo. Al despertar diéronsele sendas tomas de agua de tamarindo; y, cuando volvía la fiebre se repetía la decocción, y el agua de tamarindo en los intervalos. El efecto de este tratamiento fue admirable; y bueno es que lo sepan los extranjeros, porque en cualquier parte del país se encuentra la corteza de naranja; y por lo que entonces y después vi, ese remedio es sin duda mejor y más eficaz para aquella clase de fiebres, que ningún otro de los que se conocen en la farmacia extranjera.
El pueblo de Ticul, a donde habíamos ido a dar tan casualmente, merece la pena de ser visitado siquiera una vez por un ciudadano de Nueva York. Cuando yo lo contemplaba desde los balcones del convento, me sentía conmovido y como si tuviera por delante la más completa pintura de la tranquilidad y reposo. La plaza estaba cubierta de yerbas; unas cuantas mulas, atados los pies delanteros, pastaban en ella, y de cuando en cuando cruzaba un hombre a caballo. Los balcones del convento se hallaban al nivel de las azoteas de las casas; y se presentaba desde allí la vista de una grande y espaciosa llanura sembrada de casas de piedra con techos planos, y altas cercas de jardín sobre las cuales descollaban el naranjo, el plátano y el limonero, entre los cuales desde el alba hasta la noche se oía, por único ruido, el perpetuo canto de los pájaros. Todos los negocios y visitas se hacían por la mañana muy temprano o a la caída de la tarde. En el resto del día, durante el calor, hallábanse los habitantes encerrados en su casa, y así habría pasado entonces el pueblo por desierto. Como casi todos los pueblos españoles, está trazado con su plaza y calles que se cortan en ángulos rectos; y Ticul era notable entre los de Yucatán por sus casas de piedra. Éstas se veían en la plaza y calles adyacentes; más allá, y prolongándose hasta una milla en todas direcciones, estaban las chozas de los indios. Esas chozas eran generalmente ripiadas, cercadas de piedras y ocultas en un verdadero bosque, según lo espeso de la arboleda.
La población sería de cinco mil habitantes, de los cuales había unas trescientas familias de vecinos, o gente blanca, y el resto era de indios. Diariamente había carne fresca en el mercado, y la tienda grande de D. Buenaventura Guzmán podía lucir hasta en Mérida. El pan era mejor que el de la capital, y, por su conjunto, apariencia, sociedad y conveniencias para la vida, es Ticul seguramente el mejor pueblo de Yucatán, y es además famoso por sus luchas de toros y por la belleza de las mestizas. La iglesia y convento ocupan todo un lado de la plaza. Uno y otro son obra de los frailes franciscanos, y sobresalen entre los gigantescos edificios de esta especie con que esa poderosa orden señaló su entrada en el país. Están situados sobre una plataforma como de cuatro pies de elevación, y algunos centenares de frente. La iglesia era grande y sombría, adornada de rudos monumentos, y cubierta de imágenes y figuras calculadas para inspirar respeto y temor reverencial a los indios. En un nicho practicado en la pared había un lucillo pintado de negro con una cornisa blanca que contenía los restos mortales de una señora del pueblo. Bajo de él había un monumento con esta inscripción. ¡HOMBRES! He aquí el término de nuestros afanes; La muerte, tierra, nada. En esta urna reposan los restos de D.? Loreto Lara, Mujer caritativa y esposa fiel, madre tierna, Prudente y virtuosa. ¡MORTALES! Al Señor dirijamos por ella nuestras preces. Falleció El 29 de noviembre del año 1830 A los 44 años de su edad.
Uno de los altares estaba decorado de calaveras y canillas; y en la parte posterior de la iglesia había un vasto harnero, cercado de una elevada pared y lleno de huesos y calaveras que, después de disolverse la carne, se extraían de los sepulcros en el cementerio de la iglesia y se arrojaban allí. Únese la iglesia con el convento por medio de una galería. El convento es una gigantesca estructura, construido enteramente de piedra con paredes macizas, y de una extensión de cuatrocientos pies. La entrada está bajo de un noble pórtico de elevadas columnas de sillería, del cual se sube por una amplia escalinata de piedra a un espacioso corredor de veinticinco pies de ancho, y que se prolonga por todo lo largo del edificio, con un pavimento enlosado, y recibiendo la luz por medio de dos cúpulas. De cada lado estaban las celdas, ocupadas antiguamente por una numerosa comunidad de frailes franciscanos. Las dos primeras y principales del lado izquierdo eran la habitación del cura, y allí estábamos alejados; otra era ocupada por el ministro, y otra más todavía por un indio viejo que hacía cigarros. El resto de este lado se hallaba sin habitantes; y por el derecho, enfrente de la gran huerta del convento, todas las celdas estaban arruinadas y en la más completa desolación; las puertas y ventanas rotas, y la maleza creciendo hasta más allá de los techos. La huerta estuvo en un tiempo en completa armonía con la grandeza y estilo del edificio, y hoy también participa de su misma suerte.
Las norias y estanques, parterres y eras, todo está allí todavía, pero abandonado, marchando de prisa a su destrucción; la maleza, los naranjos y limoneros, todo crece junto y de una manera selvática; y nuestros caballos andaban allí sueltos pastando, como si estuvieran en un bosque. Asociábase en mi espíritu con este arruinado convento, y como si formase parte de él, nuestro huésped, el cura Carrillo, orgullo y amor del pueblo de Ticul. Era de más de cuarenta años, alto y delgado, de fisonomía abierta, animada e inteligente; varonil y enérgica, a la vez que suave y apacible. Pertenecía a la antes poderosa orden de los franciscanos, reducida entonces en el país a él mismo y a muy pocos cohermanos. Después de la destrucción del convento de Mérida y total dispersión de los religiosos, sus amigos le procuraron los papeles y diplomas necesarios para secularizarse debidamente; pero el cura Carrillo no quiso abandonar la sociedad en los días de su angustia y desolación, y hasta entonces llevaba el sayal azul y ceñía el cordón de la orden franciscana. En virtud de los arreglos hechos por la hermandad, los productos del curato pertenecían a ella, deduciendo cuarenta pesos mensuales para el cura. Con esta asignación podía vivir y extender su hospitalidad aun a los extranjeros. Urgíanle sus numerosos amigos a fin de que se secularizase, ofreciéndole que harían lo posible en su favor para que se le diese un curato de más provecho; pero rehusábalo constantemente; no esperaba enriquecer nunca, ni aun lo deseaba: con lo que tenía satisfacía todas sus necesidades, y no apetecía nada más.
Estaba contentísimo con el pueblo y con su grey; era amigo de todos, y todos eran sinceramente sus amigos. En una palabra, para un hombre que no era ciertamente indolente, sino al contrario muy activo de cuerpo y alma, era, sin afectación ni orgullo, el hombre más contento de su suerte que yo hubiese conocido jamás. La quietud y lejanía de su pueblo no le suministraban suficiente empleo a la actividad vigorosa de su espíritu; pero felizmente para la ciencia, y para mí en particular, había convertido su atención a las antigüedades del país. Él no podía alejarse del curato, ni ausentarse por mucho tiempo; pero había visitado todos los sitios de ruinas puestos a su alcance, y era un verdadero entusiasta en esta materia. Sonreíanse sus amigos de esta especie de locura suya, que así querían llamarla; pero excusábanla en atención a sus excelentes cualidades personales. No hay individuo en todo el país con quien nos hubiésemos encontrado con mayor placer, como con el cura Carrillo; y como era para él una cosa rarísima hallarse con personas que tomasen el más ligero interés en su estudio favorito, estaba triste por no poder echar a un lado sus atenciones y acompañarnos en nuestra exploración de las ruinas. Es digno de notar que aun para un hombre tan adicto a todo linaje de antigüedades fuese desconocida enteramente la historia del convento de Ticul. En el pavimento del gran corredor, en las galerías, paredes y techos, así de la iglesia como del convento, se ven piedras de los antiguos edificios; y no hay duda de que ambos fueron construidos con los materiales que suministraban los edificios arruinados de otra raza; pero cuándo, cómo y en qué circunstancias eso es lo que no se sabe.
En la bóveda había descubierto el cura, en una situación que nadie sino él había observado, una piedra cuadrada con esta inscripción grabada con rudeza y grosería: 26 MARZO 1625 Acaso se refiere esta fecha a la de la construcción del convento; y, si es así, éste es el único monumento conocido que se refiere a él; y no puede uno menos de pensar que, si tal oscuridad existe respecto de un edificio construido por los españoles hace poco más de dos siglos, ¡cuánta no será la que envuelve en sus sombras a las arruinadas ciudades de los aborígenes erigidas, si no estaban ya arruinadas, a la sazón, antes de la Conquista! Durante los primeros días de mi convalecencia sentía cierta especie de tranquilo y sombrío interés en andar vagando a través de este venerable convento. También empleaba con empeño algunas horas en registrar sus archivos. Los libros tenían aspecto de caducidad, se hallaban forrados en pergamino y taladrados de la polilla. En algunos pasajes la tinta había desaparecido, y la escritura era casi ilegible. Eran los anales de los primitivos monjes, escritos de su propio puño, y contenían un registro de casamientos, bautismos y entierros, y allí estaba acaso el nombre del primer indio que recibió la fe cristiana. Esperaba yo hallar en estos archivos alguna noticia, aunque fuese ligera, acerca de las circunstancias que acompañaron a la primitiva introducción por los padres del estandarte de la cruz en aquel pueblo; pero el primer libro no tenía preámbulo ni introducción de ninguna especie, comenzando bruscamente con el acta de un matrimonio.
Esta acta introductoria lleva la fecha de 1588, cuarenta o cincuenta años no más de la época en que se establecieron en Mérida los primeros españoles, y treinta y ocho años anterior a la que se descubrió en la piedra de que hemos hablado. Mas es de presumir que el convento no se edificó sino después de algunos años de haberse comenzado a formar los archivos. Los monjes, sin duda alguna, comenzaron a formar sus registros de bautismos y casamientos desde el momento en que los hubo; pero, como eran tan previsores y prudentes no menos que celosos en la propagación del Evangelio, no hay duda e que no se resolvieron a la erección de este gigantesco edificio hasta que se establecieron de asiento en el país y comprendieron sus recursos, porque la obra no solamente era la de construir esos edificios, sino de conservarlos y proveer a la subsistencia de los ministros, con arreglo a los medios de la población. Además de esto, los vastos templos y grandes conventos que se encuentran en todos los puntos de la América española no se construían con fondos públicos, enviados de España, sino con el trabajo de los indios mismos, después que eran completamente sometidos y obligados a trabajar por los españoles o, como sucedía más generalmente, después que abrazaban el cristianismo, y entonces erigían voluntariamente esos edificios para el nuevo culto y sus ministros. No es probable que ninguno de estos sucesos ocurriese hacia el año 1588 en un pueblo del interior de la provincia.
Las primeras actas de matrimonios que se registran son las de dos viudas X, Diego Chuc con María Hu, y Zpo-Bot con Cata Keul. Según lo que hallé en mi examen de esos archivos, aparece que en aquellos tiempos había un considerable y poco común número de viudos dispuestos a pasar a nuevas nupcias; mas es muy probable que, no estando bien y claramente definido el parentesco entre los indios, respecto del marido y mujer, estos candidatos para un nuevo matrimonio eran en realidad separados de sus primeros vínculos, y por caridad o modestia de los frailes eran aquéllos llamados viudos y viudas. Los primeros bautismos aparecen hechos en 20 de noviembre de 1594, cuando probablemente comenzaban a surtir efecto los nuevos matrimonios cristianos. Hay cuatro actas bautismales de aquel día; y, al examinarlas, llamó mi atención, por el conocimiento que tenía yo de la familia, el nombre de Mel Chí. Probablemente uno de los antepasados de Chepa Chí. El tal Mel parecía haber sido una de las grandes columnas de los padres, y un padrino jurado de todos los chiquillos indios. Ningún conocimiento práctico podía sacarse de los tales archivos; pero la letra de los frailes y los signos estampados de los indios parecían hacerme tomar parte en las salvajes y románticas escenas de la Conquista. En último resultado todo eso era una prueba de que, cuarenta o cincuenta años después de la Conquista, los indios habían ya abandonado sus antiguos usos y costumbres, adoptando los ritos y ceremonias de la Iglesia Católica y comenzando a bautizar a sus hijos con nombres españoles.