Antecedentes
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Datos principales
Rango
Arte Antiguo de España
Desarrollo
Antes de esta normativa , apenas sabemos nada sobre el asunto que nos ocupa. Tan sólo parece que, entre ciertos pueblos indígenas, se celebraban combates funerarios: así se deduce del relato según el cual lucharon, sobre el túmulo de Viriato (139 a.C.), hasta doscientas parejas de guerreros en combates singulares (Apiano , "Iber.", 71; Diodoro , XXXIII, 21). Aprovechando estas costumbres, Escipión el Africano organizó en Carthago Nova, en 206 a.C., como recuerdo a su padre y a su tío paterno, unos combates en los que intervinieron príncipes locales (Valerio Máximo , IX, 11; Tito Livio , XXVIII, 21); acaso pretendía una fusión entre las tradiciones ibéricas y las luchas de gladiadores itálicas, adoptadas en Roma desde hacía un siglo. Pero la fusión era imposible: en Iberia combatían guerreros libres, acaso en virtud de las leyes de lealtad al jefe; en Italia, en cambio, los gladiadores eran esclavos o condenados. Sólo cabía la lenta superposición de la costumbre de los vencedores, y el progresivo olvido de las tradiciones indígenas, aunque no sabemos con qué rapidez. Ante una conocida vasija pintada de Liria (s. II-I a.C.), donde dos guerreros se enfrentan al compás de instrumentos musicales, no sabemos si nos hallamos ante una danza armada, ante un enfrentamiento funerario ibérico, o ya ante un combate de gladiadores. En cuanto a otros espectáculos, sólo la lógica permite suponer la existencia de carreras de caballos entre los indígenas, y cabe la posibilidad de que éstos conociesen ya algún juego venatorio, si interpretamos así imágenes como la de otro conocido vaso de Liria, donde un hombre a pie se enfrenta a un toro.
El teatro, en cambio, parece una aportación netamente romana. Es evidente que la romanización cultural de la península comienza mucho antes de la época de César , y cabe pensar que, por lo menos a lo largo de la costa mediterránea y en los valles del Ebro y el Guadalquivir, los espectáculos típicos de Roma hubiesen hecho su aparición ya en el siglo II a.C. Pero los datos fehacientes faltan por completo: no podemos aún acudir a iconografías en cerámica o en mosaico, ni a restos monumentales de ningún tipo; en cuanto a la epigrafía de la Hispania republicana, es tan escasa que apenas se mencionan juegos en un par de lápidas (una en Urgauo (Arjona), otra en Carthago Nova), y sin concretar siquiera su naturaleza. Además de significar un punto de partida, la "Ley de Osuna" tiene otro valor testimonial de enorme interés. A lo largo del Imperio, cuando ya se multiplican los epígrafes sobre celebraciones de toda índole, se corre el riesgo, al estudiar las lápidas de forma exclusiva, de concluir que los juegos eran ante todo fruto de la iniciativa privada. Nada más ajeno a la realidad: los espectáculos más numerosos y brillantes seguían siendo los organizados oficialmente por duunviros y ediles, pero éstos no se mencionaban, porque, al ser un munus u obligación vinculada al cargo o magistratura, no suponían ningún mérito para quien los ofrecía. Los únicos festejos, por tanto, que aparecen en las inscripciones honoríficas son los privados, y éstos, por lo que sabemos, se mántenían siempre en unos estrechos límites, pues los excesos eran vistos como ansias de notoriedad y de competencia con los poderes públicos, y por tanto impedidos a toda costa. Hecha esta precisión, no está de más, pese a todo, dar un vistazo a estas lápidas, verdadera exposición de vanidades locales, ambiciones políticas a nivel ciudadano, deseos de prestigio, o en ocasiones -¿por qué no?- gestos de auténtica benevolencia pública por parte de una aristocracia que ponía en práctica sus valores éticos y sociales.
El teatro, en cambio, parece una aportación netamente romana. Es evidente que la romanización cultural de la península comienza mucho antes de la época de César , y cabe pensar que, por lo menos a lo largo de la costa mediterránea y en los valles del Ebro y el Guadalquivir, los espectáculos típicos de Roma hubiesen hecho su aparición ya en el siglo II a.C. Pero los datos fehacientes faltan por completo: no podemos aún acudir a iconografías en cerámica o en mosaico, ni a restos monumentales de ningún tipo; en cuanto a la epigrafía de la Hispania republicana, es tan escasa que apenas se mencionan juegos en un par de lápidas (una en Urgauo (Arjona), otra en Carthago Nova), y sin concretar siquiera su naturaleza. Además de significar un punto de partida, la "Ley de Osuna" tiene otro valor testimonial de enorme interés. A lo largo del Imperio, cuando ya se multiplican los epígrafes sobre celebraciones de toda índole, se corre el riesgo, al estudiar las lápidas de forma exclusiva, de concluir que los juegos eran ante todo fruto de la iniciativa privada. Nada más ajeno a la realidad: los espectáculos más numerosos y brillantes seguían siendo los organizados oficialmente por duunviros y ediles, pero éstos no se mencionaban, porque, al ser un munus u obligación vinculada al cargo o magistratura, no suponían ningún mérito para quien los ofrecía. Los únicos festejos, por tanto, que aparecen en las inscripciones honoríficas son los privados, y éstos, por lo que sabemos, se mántenían siempre en unos estrechos límites, pues los excesos eran vistos como ansias de notoriedad y de competencia con los poderes públicos, y por tanto impedidos a toda costa. Hecha esta precisión, no está de más, pese a todo, dar un vistazo a estas lápidas, verdadera exposición de vanidades locales, ambiciones políticas a nivel ciudadano, deseos de prestigio, o en ocasiones -¿por qué no?- gestos de auténtica benevolencia pública por parte de una aristocracia que ponía en práctica sus valores éticos y sociales.