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Donde la pintura de Andrea del Castagno logra una relación entre el espacio figurado y el espacio real es en la serie de Hombres y Mujeres Ilustres, que realiza en 1450-51 en la villa Carducci de Legnaia (actualmente en el refectorio de Santa Apolonia, Florencia). Los personajes, de mayor tamaño que el natural, fingen salir de sus enmarcamientos, invadiendo, en un efecto ilusionista, el espacio situado entre la pintura y el espectador. A este respecto, debe señalarse el papel que cumplieron, en el desarrollo de las experiencias figurativas del Quattrocento, las arquitecturas pintadas. Ya hemos hecho referencia a cómo Ghiberti en las terceras puertas del baptisterio florentino utilizó elementos arquitectónicos como instrumentos de desarrollo espacial. E igualmente Masaccio, en su Trinidad, utilizó la arquitectura como escenario de sus pinturas. Algunas obras de Piero della Francesca como La Flagelación (Urbino, Galería Nacional de las Marcas), pintada en 1455; La Madonna con el Niño, Santos y Federico de Montefeltro (Milán, Pinacoteca Brera), de hacia 1475, o La Madonna de Sinigallia (Urbino, Museo Nacional), pintada hacia 1474-78, muestran este empleo de las arquitecturas como componente fundamental de la escenografía del desarrollo perspectivo. Incluso en alguna de estas obras, como en La Flagelación, y La Madonna con el Niño, Santos y Federico Montefeltro, se ha apreciado la influencia decisiva de Alberti en las arquitecturas de un escenario que adquiere el valor de un proyecto ideal y paradigmático de la nueva cultura arquitectónica. Sin embargo, Piero della Francesca se sirve fundamentalmente de la luz como elemento de determinación espacial, reduciendo las figuras a una íntima simplificación volumétrica que las proporciona un acentuado hermetismo y las convierte, a su vez, en un elemento arquitectónico de la composición. Algunas de sus obras tempranas muestran igualmente este efecto. El Bautismo de Cristo (Londres, National Gallery), pintado entre 1440 y 1445 aporta un tratamiento de las figuras en el que este proceso de simplificación les proporciona una apariencia escultórica ideal. En este sentido, como ha notado Argan, a propósito de esta composición, no se plantea una transmisión de la luz, sino una fijación de la luz que hace que las figuras se ofrezcan como referencias expresivas de una definición de un espacio. Los problemas que desarrolla la pintura de Piero della Francesca son consecuencia del momento en que el artista desarrolla su formación, entre 1430 y 1440. El pintor estuvo por estas fechas en Florencia y es evidente que la ebullición artística que tiene lugar durante estos años en la ciudad marcó definitivamente su trayectoria. Aunque Piero no volvió nunca más a Florencia la huella dejada en él por el clima de experimentación florentino fue imborrable. A ello se suma el hecho de que el artista entró en contacto con la corte de Urbino al mismo tiempo que Alberti con cuyo sentido clásico y matemático coincidía. Un eco del influjo de Alberti puede observarse igualmente en alguna de las composiciones del ciclo de Arezzo, realizado entre 1452 y 1459, dedicado a la Historia de la invención de la Vera Cruz. Piero della Francesca había estado poco antes, en 1451, en Rimini, donde Alberti había realizado la transformación de San Francesco, el templo malatestiano que hubo de dejar una profunda huella en nuestro artista. En una de las composiciones de estos frescos, la que representa La comprobación de cuál de las tres cruces halladas es la verdadera, Piero della Francesca sitúa el acontecimiento en un escenario urbano en cuyo fondo ha representado un templo en el que recrea a la manera de un homenaje, la realización albertiana. Las arquitecturas, no como evocación, sino como proyecto ideal de El encuentro de Salomón y la Reina de Saba, muestran un espacio determinado por columnas adinteladas, columnas de las que Vasari dijo que estaban divinamente proporcionadas. La disposición de las figuras en el espacio se ofrece como referencias de una construcción arquitectónica del mismo, articulando un espacio luminoso que rodea los volúmenes de simplificación escultórica. Y todo ello desde un riguroso control de la perspectiva, la proporción y la geometría. Un siglo después Vasari glosaba la personalidad de Piero della Francesca con las siguientes palabras: "Piero fue muy aplicado en el estudio de las artes; se ejercitó bastante en la perspectiva y conoció muy bien la obra de Euclides; entendió mejor que otros geómetras las líneas trazadas en los cuerpos regulares, y las mayores luces que de tal cosa hay son de su mano...".
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Dada y Berlín son inseparables de uno de los mayores logros del arte de nuestro siglo, el fotomontaje. Esta técnica, inventada por Hausmann, Grosz y John Heartfield (que transformó en inglés su nombre y apellido, Helmut Herzfelde, como protesta al creciente nacionalismo alemán), y Hanna Höch, fue muy utilizada en Berlín como un arma y de allí exportada. Consiste en componer cuadros con fotografías recortadas y constituye un nuevo género, muy acorde con las ideas dadaístas de ruptura de barreras entre los géneros y de acabar con los tradicionales. El fotomontaje, como ha escrito M. de Micheli, "resultaba ser un arte sin mayúscula, sin pretensiones de entidad, inmerso por completo en lo inmediato real", un modo de expresión adecuada a los tiempos de guerra en que vivían. Y Heartfield fabricó sus primeros fotomontajes en el frente con recortes de revistas, como tarjetas postales para mandar a sus amigos y así burlar la censura.El hecho de recortar fotografías y hacer una nueva composición con ellas no era nuevo. Ya lo habían hecho los fotógrafos victorianos en el siglo XIX y Rejlander o Robinson eran maestros en este arte. Sin embargo, mientras aquéllos ponían un cuidado extremo en que la imagen resultante fuera tan armónica como una pintura tradicional, los dadaístas colocaron juntas imágenes radicalmente distintas y discordantes en escala, tamaño, tema, etcétera. El resultado es que cada imagen reacciona frente a la que tiene al lado y obliga al espectador a mirarla de otro modo. Lo que hace el fotomontaje es abrir la mirada, renovarla, descubrir cosas, realidades nuevas, antes ocultas en una mirada convencional.Wieland Herzfelde describió así el nacimiento del fotomontaje en el catálogo de la primera exposición Dada en Berlín, en 1920: "La pintura tuvo una vez la finalidad expresa de registrar la apariencia de las cosas -paisajes, animales, edificios, etcétera - que las personas no podían llegar a conocer por sus propios ojos. Hoy esa tarea ha sido emprendida por la fotografía y el cine, y se logra de manera incomparablemente mejor y más perfecta de lo que la pintura haya llegado nunca a conseguir.(..) Los dadaístas dicen: mientras en el pasado se invertían grandes cantidades de amor, de tiempo y de esfuerzo en pintar una persona, una flor, un sombrero, una sombra proyectada, etcétera, nosotros sólo cogemos un par de tijeras y cortamos todo lo necesario en cuadros o en fotografías. Si necesitamos cosas de tamaño pequeño no las representamos, sino que cogemos el objeto mismo, como puede ser una navaja de bolsillo, un cenicero, libros, etcétera: cosas simples que en los museos de arte antiguo están bellamente pintadas. Pero aun así, sólo están pintadas".
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El nuevo orden político establecido por Augusto traerá parejo importantes cambios que se plasmarán en lo artístico. El retrato particular a partir de este momento iniciará un seguro despegue que culminará en la dinastía julioclaudia, período de mayor eclosión del género. Tras la fase que denominamos del realismo tardorrepublicano formativa de los centros de producción peninsulares, acceden a la provincia numerosas obras oficiales que, sin duda, harán cambiar el rumbo de los trabajos en curso. En primer lugar, los modelos de los jóvenes se irán imponiendo frente a la vetusta imagen precedente. El dominio del modelado suavizará y matizará ciertas reglas que encasillaban los rostros. Los modelos de peinados que aparecen en los trabajos oficiales sustituirán el sobrio tipo anterior. El resultado es una obra de taller de calidad; frente a la desigualdad de las series iniciales encontraremos un retrato más homogéneo en el nivel de ejecución, menos sometido a los moldes metropolitanos por la libertad que permite la experiencia, y de ahí sus logros creativos. Es difícil rastrear en este momento peculiaridades propiamente hispanas. Se mantienen, como es lógico en cualquier período artístico, los niveles de calidad, pero siempre partiendo de similares supuestos técnicos y estilísticos. La dicotomía obra oficial-privada está menos radicalizada por la proximidad entre ambas. En este momento augústeo hacen su aparición retratos femeninos e infantiles, iniciándose las series familiares al estilo de los grupos oficiales que irrumpirán en los edificios públicos durante toda la dinastía julio-claudia. Los retratos femeninos de época de Augusto poseen austeridad; el adorno personal queda restringido a casos concretos vinculados con aspectos simbólicos. A lo largo de la dinastía julio-claudia los talleres escultóricos asimilan las transformaciones del retrato en la esfera particular; por un lado, permanecen ciertos esquemas de sabor añejo en la solución de las facciones; por otra parte, el lenguaje formal aportado con los ejemplos oficiales renueva y diversifica la producción. La libertad creativa es sinónimo de avance en las oficinas, donde se abandona el sometimiento puntual al patrón y se ejecutan versiones que son el resultado de mezclar soluciones diferentes. El grado de perfección en el trabajo del retrato nos lo proporciona tanto el elevado número de piezas como la calidad de éstas. En todos los retratos julio-claudios cabe establecer dos grupos: aquéllos que acusan familiaridad con los encargos oficiales, acercándose notablemente a los tipos imperiales, y los que responden a un deseo de veracidad y acentuación de lo personal, resultado de la superación de normas y técnicas precedentes. Este bloque julio-claudio resulta bien documentado en toda la Península; el grupo emeritense destaca por su solidez. Los retratos femeninos abandonan la anterior sencillez y son objeto de un fenómeno de reinterpretación local y personal de los gustos imperantes determinados desde los estamentos oficiales. Los modelos femeninos julio-claudios que se introdujeron en la Península, establecidos por Trillmich, son punto de referencia para las damas hispanas en la selección del peinado. Las ricas colecciones béticas, tarraconenses y lusitanas constituyen el mejor exponente de esta nutrida interpretación femenina: cabellos sueltos o recogidos en moños de distintos grosores y alturas, bandas de rizos y mechones lisos, flequillos o frentes despejadas, todos recrean las versiones del original común. Ejemplos tan significativos como el de la conocida Gitanilla emeritense no vienen sino a confirmar el peso que en la plástica privada tenía el gusto personal, a pesar de encarnar tradiciones de cuño indígena. El mantenimiento de alguna parte, aunque fuera secundaria, del prototipo metropolitano refleja la hibridación de que es objeto el encargo personal. La calidad, distante de unas obras a otras, confirma la multiplicidad de manos ya expertas en el tallado de la piedra marmórea, consecuencia de la maduración de los talleres. El formato de las piezas inicia cambios novedosos, la cabeza-retrato de la estatua deja paso al busto-retrato.
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La nueva imagen se sigue ofreciendo en su marco tradicional, el retablo, pero transformado y diferente en su traza y repertorio decorativo. Este mueble litúrgico se había convertido en la herramienta principal para el adoctrinamiento de los fieles, pero era lógico que al compás de las nuevas ideas, el retablo abigarrado y repleto de motivos decorativos del Primer Renacimiento no fuera ya válido. Se buscaba ahora una mayor claridad estructural y limpieza decorativa que diera más importancia a imágenes y relieves, dotadas para ello de mayor monumentalidad. El proceso que tiene el punto culminante en el retablo de Astorga presenta algún precedente en obras como el retablo de La Antigua de Valladolid (1545). En el pleito que conllevó, la traza presentada por Giralte fue definida por algunos testigos como "obra muy menuda y muy ofuscada" o "asno cargado de oro que no tenía ni arte ni proporción". Las ideas de claridad, simplificación y orden serán repetidas en los condicionados de muchos contratos. "Que no se haga talla, decía Becerra para el ático de Astorga, pues causaría muy gran confusión". Las arquitecturas de los retablos también tienen sus modelos en la obra práctica y teórica de afamados artistas italianos como Miguel Angel, Jacopo Sansovino, Serlio, Vignola y Palladio. Con ellos los retablistas locales lograron la claridad estructural, a través del ordenamiento clásico y la superposición de órdenes, y limpieza decorativa. El esquema seguido en España es el del retablo de Astorga, pero también debemos tener en cuenta los tratados arquitectónicos muy tempranamente en poder de algún escultor, a veces incluso en ediciones originales traducidas con el vocabulario en español e italiano de Cristóbal de las Casas que, entre otros, tenía Celma. La obra de Serlio estuvo en manos de algunas dignidades eclesiásticas como el obispo de Calahorra Bernal Díaz de Luco (1566), y escultores como López de Gámiz (muerto en 1588). Aparecen además Vignola, Vitrubio y más excepcionalmente Alberti y Palladio junto a estampas y papeles de traza. Los escultores romanistas hicieron de su mano trazas de retablos, como la de las Descalzas de Becerra, y pronto se dieron cuenta de los cambios. Así lo refleja la opinión de Fernández de Vallejo en 1578 sobre la traza presentada para el retablo de la colegiata de San Pedro de Soria: "me parece es con verdadera arte... que los demás (otros escultores) carecen de la noticia que se tiene de qué cosa es arte y el que la tomare se obligue a que a las plantas y monteas de toda la obra los saque el dicho Pedro Ruiz de Valpuesta, porque sus conceptos, atento que la traza es superficie en la profundidad del cuerpo, ninguno lo podrá comprender también como aquél de cuya imaginativa tuvieran principio". Es aceptado unánimemente que el retablo de Astorga (1558-62) es el iniciador de un nuevo estilo donde las referencias al palacio Farnesio, la basílica de San Pedro, y principalmente la Capilla Médicis y la Biblioteca Laurenciana se acentúan. En el conjunto queda subrayada la inversión arquitectónica manierista, destacando las portadillas individualizadas. La ausencia total de arcos, el adintelamiento generalizado, los frontones curvos y triangulares, algunos con ignudi recostados, las cajas planas de los relieves y la utilización de los órdenes clásicos son elementos que definen el nuevo modelo de retablo. Señalar que también la limpieza decorativa va a ser patrimonio del retablo romanista sería excesivo a la vista del primer cuerpo de Astorga; sin embargo existe una explicación para esos frisos y columnas revestidas de talla, a los que nos referimos, y que debemos buscar en el interés de los comitentes de dar sensación de riqueza y no romper con la tradición. A pesar de ello, Becerra colocó talla hordenada en el segundo cuerpo y la suprime en el tercero porque causaría muy gran confusión. La otra gran máquina del Romanismo, el retablo del convento de Santa Clara de Briviesca, debe considerarse deudor del de Astorga pues el contrato entre Gámiz y el Condestable se firmó el 2 de marzo de 1566 y además la traza seguida no fue la inicialmente presentada por Diego Guillén en 1551. Estas afirmaciones, basadas en un documento inédito, avalan al mirandés, independientemente de que la traza seguida saliera de sus manos; no olvidemos que trazó otras obras y tuvo en su biblioteca el tratado de Serlio. El aparente abigarramiento decorativo no puede ocultar su dependencia del manierismo académico y su deuda con Becerra lo demuestran la clara ordenación, el dominio del dintel, la sucesión de órdenes y la presencia de frontones. La talla que recubre frisos y fustes de columnas y, principalmente, las innumerables escenas, a veces de ínfimo tamaño, esparcidas por bancos, netos y frisos, contribuyen a cierto confusionismo estructural. Los grandes retablos de Astorga y Briviesca marcaron la pauta seguida por la retablística romanista hacia 1600 aproximadamente e incluso más en algunas zonas, al fundirse con la traza del retablo escurialense y dar un conjunto híbrido que se desarrolla durante el primer tercio del XVII. La planta en artesa, la búsqueda de cierta verticalidad en la calle central y cuatro cuerpos como media caracterizan conjuntos como los de Medina de Rioseco, Arcos de la Frontera o Tafalla, verdaderos retablos fachada que tratan cada una de sus unidades independientemente. Una modificación significativa respecto a Astorga, la introducción de la serliana, sucesión de arco-dintel que permite destacar la calle central mediante un arco de medio punto, la encontramos en Zumaya o Lanciego. Las columnas clásicas, junto a estípites rematados en modillones-triglifos (Alaejos, Sotes), sustituirán a la columna abalaustrada, pero será la de fuste estriado la característica del momento. A pesar de ello Becerra, Gámiz o Anchieta seguirán utilizando la de tercio inferior tallado. Puede parecer sorprendente que se siga utilizando con cierta profusión la columna con el fuste revestido de talla que ya vimos en el retablo de Astorga, pero los clientes lo demandaban. Es ilustrativa la obligación impuesta a Juan de Anchieta de sustituir los órdenes clásicos por fustes decorados en el retablo de Asteasu. Obras como el retablo de Arbulo en Briones, los de Gámiz en Briviesca, el mayor de la catedral de Burgos, Tafalla o Durango muestran el éxito de este soporte. El retablo escurialense, difundido a través de los grabados de Perret, fue seguido en obras tan tempranas como el de la colegiata de Villagarcía de Campos (1579), trazado por el propio Herrera y, como hemos señalado, al principio convivió y después sustituyó al romanista a pesar de cobijar esculturas del estilo. La severidad de los retablos romanistas quedó paliada en parte por un repertorio decorativo a base de triglifos, metopas, cartelas correiformes, bucráneos, atlantes, niños recostados, escudetes y festones. Las imposiciones trentinas hicieron desaparecer los repertorios a la romana repletos de grutescos para dar paso a otros de carácter naturalista, como niños, aves y vegetales. Mención aparte merece la decoración que cubre las columnas de los retablos de Astorga o Briviesca calificada en ocasiones de grutescos. Hubiera sido sorprendente que Becerra o Gámiz no hubiesen seguido la ortodoxia cuando el mismo escultor bacetano al referirse a su obra leonesa señalaba: "esto me parece que conviene (ángeles) por remate, e no máscara y bestiones que es cosa reprobable". ¿Cuál es, pues, el motivo utilizado? El mismo escultor nos lo dice en el condicionado de su retablo: "el follamen, columnas revestidas de follamen o follamen de talla lo llama Becerra". Lejos de tratarse de motivos a la romana nos encontramos con un nuevo repertorio al natural con elementos vegetales que se entrecruzan dejando huecos para muchachos desnudos, orlas o cálices florales. No se pierde la profusión ornamental ni el ritmo compositivo del grutesco, pero el repertorio del Primer Renacimiento da paso a un nuevo modelo ornamental: el rameado. Un elemento que ahora cobra gran protagonismo ante la afirmación trentina de la Eucaristía es el Sagrario. Los antiguos cimborrios góticos dieron paso a potentes templetes con expositor. Ya desde Astorga este elemento se considera independiente en sí mismo, cosa apartada y por instancia de los visitadores es lo primero que se realiza y policroma. La variedad tipológica existente podemos simplificarla en dos grupos diferentes, los templetes poligonales muy cerrados y rematados en cúpula que evocan la de La Roca, como los de Briviesca, Caseda o San Salvador del Nido (Museo Diocesano de León) y las arquetas eucarísticas culminadas por estructuras circulares abiertas, a la, manera de las custodias procesionales con expositor como los de Astorga, Alaejos u Ozana.
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No obstante, cabría también la posibilidad de acentuar la importancia del pensamiento religioso del dominico fray Luis si pasamos, de su mera consideración como fuente iconográfica, a tenerlo como representante de un tono general de piedad y de un método imaginativo de meditación devocional. Es bien conocido el papel de los "Ejercicios espirituales" (1548) de Ignacio de Loyola -otro estudiante de la Universidad de Alcalá de Henares- como estimulador de un arte religioso en el que la composición del lugar y el tiempo de una historia sagrada, de manera objetiva y precisa, tenía importancia primordial como medio para fijar una meditación, y todo ello a pesar de que el jesuita recomendara, en su anotación, poner menos énfasis en los detalles que en lo íntimamente experimentado y lo vivencialmente sentido. No puede olvidarse la importancia que la historia del arte ha concedido a sus indicaciones; incluso un buen sector de la pintura del Barroco europeo se ha vinculado unilateral y simplistamente con el santo fundador de la Compañía, olvidando otros textos contemporáneos que proponían prácticas paralelas pero no idénticas. Ahora bien, el método ignaciano constituía para entonces una especie de tratamiento de choque, a realizar a lo largo de cuatro semanas y normalmente una sola vez en la vida; por contra, el más popular de todos los libros de sistemática de la oración mental, el de fray Luis de Granada, preveía su uso cotidiano y continuo, dividiéndose las meditaciones en un riguroso esquema semanal, dedicándose las matinales a la Pasión de Cristo y las nocturnas al propio conocimiento y a las postrimerías. La exigencia de representar e imaginar, mantenida en la Guía, los pasajes o ideas sobre los que se meditaba, se explicitaba en "De la oración y consideración" (II, 13): "... esta meditación unas veces es de cosas que se pueden figurar con la imaginación, como son todos los pasos de la vida y pasión de Cristo, y otras cosas que pertenescen más al entendimiento que a la imaginación... esta manera de meditación se llama intelectual y la otra imaginaria... Cuando el misterio que queremos pensar es de la vida y Pasión de Cristo, o de alguna otra cosa que se puede figurar con la imaginación... debemos figurar cada cosa destas con la imaginación, de la manera que ella es, o de la manera que pasaría, y hacer cuenta que allí, en aquel mesmo lugar donde estamos, pasa todo aquello en presencia nuestra; para que con esta representación de las cosas sea más viva la consideración y sentimiento dellas". Una menor concreción ambiental, poca especulación intelectual y mayor énfasis en la meditación emocional de lo esencial de estas representaciones es lo que se recomendaba en el segundo aviso de la consideración (II, 16): "... que trabaje el hombre por excusar en este ejercicio la demasía especulación, del entendimiento y procure tratar este negocio más con afectos y sentimientos de la voluntad, que con discursos y especulaciones de entendimiento...". Por todas estas razones, la figuración tiende a centrarse en los episodios de la Pasión y las meditaciones matinales, como las recurrentes los miércoles (Cristo ante Anás, Cristo ante Caifás, Cristo ante Herodes y Cristo ante Pilatos y Flagelación) y los jueves (Ecce Homo y Cristo con la cruz a cuestas), que son una y otra vez las reiteradas y reiterativas iconografías de las tablas del divino Morales. El tono de estos pasajes de fray Luis es ambiguo, doble: "Para que sientas algo, ánima mía, deste paso tan doloroso, pon primero ante tus ojos la imagen antigua deste señor, y la excelencia de sus virtudes; y luego vuelve a mirarlo de la manera que aquí está... Mira la grandeza de su hermosura, la mesura de sus ojos, la dulzura de sus palabras, su autoridad, su mansedumbre, su serenidad y aquel aspecto suyo de tanta veneración... Y después que lo hubieres mirado, y deleitándote de ver una tan acabada figura, vuelve los ojos a mirarte tal cuál aquí te ves, cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña por esceptro real en la mano, y aquella horrible diadema en la cabeza, y aquellos ojos mortales, y aquel rostro defuncto, y aquella figura toda borrada con la sangre, y afeada con las salivas que por todo el rostro están tendidas. Míralo todo dentro y fuera: el corazón atravesado con dolores, el cuerpo lleno de llagas, desamparado de sus discípulos, perseguido de los judíos, escarnecido de los soldados, y despreciado de los pontífices, desechado del Rey inicuo, acusado injustamente, y desamparado de todo favor humano". Fray Luis de Granada está exigiendo una imagen mental que podría perfectamente apoyarse en una imagen pictórica, que no represente el momento crucial aristotélico de un suceso, el instante más representativo del mismo, sino que permita la anticipación y evocación temporales. Morales no fija en un tiempo o en un lugar concretos la escena de sus tablas, nos da una pauta a partir de la que nuestra imaginación puede volar hacia delante y hacia atrás. Los comparsas del drama nos señalan, desde la propia imagen, el centro de nuestra atención. Los donantes que acompañan a los personajes sagrados ni nos miran a nosotros, sus espectadores, ni contemplan directamente la historia; más bien meditan, sin mirar a otro sitio que no sea su propio interior, sobre lo ya visto. La Virgen o el propio Cristo, incluso, no se relacionan visualmente con nosotros sino que a su vez meditan; quizá por ello, uno de los mejores cuadros de Luis de Morales sea su Varón de Dolores de Minneapolis (The Minneapolis Institute of Arts; antes de la colección Drago de Nueva York), que recuerda al Alberto Durero de los "addenda" a su Gran Pasión -quizá la más divulgada serie de sus estampas religiosas del maestro alemán- pero cuyo movido patetismo original ha sido sustituido por una serena placidez, que emana de la meditación sobre los símbolos de su propia Pasión. El Cristo a la espera de la Pasión se convierte en un Cristo meditando sobre ella, anticipándola a través de unos símbolos que solamente lo serán cuando hayan transcurrido estos pasos. Viaje de ida y vuelta, suspensión del espacio y del tiempo momentáneo, hermosura y fealdad simultáneas, atracción y repulsión. Y fray Luis de Granada prosigue: "Y no pienses esto como cosa ya pasada, sino como presente; no como dolor ajeno, sino como tuyo propio. Y para tí mismo ponte en lugar del que padesce, y mira lo que sentirás si en parte tan sensible como es la cabeza, te hincasen muchas y muy agudas espinas que penetrasen hasta los huesos. ¿y qué digo espinas? una sola punzada de un alfiler que fuese, apenas la podrías sufrir. Pues ¿qué sentiría aquella delicadísima cabeza con este linaje de tormento?... Mis pecados son, Señor, las espinas que te punzan; mis locuras la púrpura que te escarnece; mis hipocresías y fingimientos las ceremonias con que te desprecian, mis atavíos y vanidades la corona con que te coronan, yo soy tu verdugo, yo soy la causa de tu dolor...". El viaje de ida y vuelta reaparece, pero ahora mirándolo dentro y no fuera. Las sensaciones de la imagen pasan al espectador y éste se convierte en el sayón, con sus pecados que son los símbolos de la pasión; pero el viaje sigue y la imagen permite pasar del remordimiento y la contrición a la salvación, siguiendo el curso del pasaje de fray Luis: "Porque tomaste mi muerte, me diste tu vida. Porque tomaste mi carne, me diste tu espíritu. Porque tomaste sobre tí mis pecados, me diste tu gracia. Así que, Redemptor mío, todas las penas tuyas son tesoros y riquezas mías. Tu púrpura me viste, tu corona me honra, tus cardenales me hermosean, tus dolores me regalan, tus amarguras me sustentan, tus llagas me sanan, tu sangre me enriquece, y tu amor me embriaga...". Esta ambigüedad -dualidad de intenciones y formulaciones- está también en Morales, presente ya en su eclecticismo formal: convencionalismos nórdicos, quizá a través del ejemplo de los pintores septentrionales afincados en Sevilla, sensibilidades italianas, y asperezas lusitanas; sensiblerías y esquematismos flamencos, naturalismo e imaginería hispalenses; belleza formal, esfumaturas de lejano origen leonardesco y un tono piagnone -llorón- a lo Fra Sebastiano del Piombo, cuyas obras, originales o copias, habían penetrado en las capillas privadas y los oratorios aristocráticos españoles, de la Valencia del embajador Vich a la del Patriarca Ribera, de la Ubeda del secretario imperial Francisco de los Cobos y la Sevilla de los duques de Alcalá al Avila del obispo don Alvaro de Mendoza o a la Cuenca del Palacio Inquisitorial.
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Ninguno de los tres grandes imperios europeos -Rusia, Alemania, Austria-Hungría- sobrevivió a la guerra. La I Guerra Mundial provocó en efecto una de las más profundas transformaciones del orden internacional de toda la historia. Ello fue negociado y acordado por los vencedores en una gran conferencia internacional celebrada en París entre el 18 de enero de 1919 y el 20 de enero de 1920, y quedó plasmado en la serie de relevantes tratados (Versalles, Saint-Germain, Neuilly, Trianón y Sèvres) que de aquella se siguieron. El punto de partida fueron los 14 puntos que el presidente norteamericano Wilson había hecho públicos en enero de 1918 y que constituían la única exposición sistemática de objetivos de guerra de los aliados. El punto de llegada -habida cuenta de los conflictos de intereses entre las principales potencias y de los problemas domésticos de todas y cada una de ellas- fue, sin embargo, muy otro. El programa de Wilson incluía las siguientes propuestas: acuerdos de paz negociados abiertamente y fin de la diplomacia particular y secreta; libertad absoluta de navegación por los mares; supresión de barreras económicas y establecimiento de condiciones comerciales iguales para todas las naciones que laborasen por la paz; reducciones garantizadas de armamentos; acuerdos sobre los problemas coloniales respetando los derechos de las poblaciones autóctonas y los intereses de las metrópolis; evacuación de todos los territorios rusos ocupados; evacuación y restablecimiento de Bélgica; devolución a Francia de Alsacia y Lorena; rectificación de las fronteras italianas; garantía inmediata de un desarrollo autónomo para los pueblos de Austria-Hungría; evacuación de Rumanía, Serbia y Montenegro; seguridad absoluta de existencia para las regiones no turcas bajo dominación del Imperio otomano; creación de una Polonia independiente; creación de una asociación general de naciones para regular el orden internacional. El presidente Wilson, que permaneció en París hasta julio de 1919 y responsable principal del resultado de la conferencia (junto con los otros "tres grandes", Lloyd George, Clemenceau y Orlando, jefe del gobierno italiano), tuvo particular interés en lograr ese último punto: la creación de una Sociedad de Naciones. La delegación francesa estuvo interesada ante todo en su seguridad y en la imposición de sanciones y reparaciones de guerra a Alemania (no contempladas, como ha podido verse, en el plan norteamericano, y que tampoco apoyaban los ingleses). Italia luchó para que se le concediera lo que le había sido prometido en 1915 a cambio de su entrada en la guerra -Trento, Trieste, Istria, etcétera-, a lo que en los puntos de Wilson se aludía sólo de forma muy ambigua. Gran Bretaña, muy poco interesada en la Sociedad de Naciones, quiso ante todo defender sus intereses coloniales, mejorar la parte que le correspondiese de las reparaciones alemanas y asegurarse su antigua supremacía naval. Wilson acabó haciendo numerosas concesiones a cambio de asegurarse la aceptación de la Sociedad de Naciones. El Tratado de Versalles pudo así ser presentado a Alemania en mayo de 1919 y fue finalmente aceptado por el gobierno alemán, que lo rechazó en primera instancia, el 28 de junio. El Tratado obligaba a Alemania a devolver Alsacia y Lorena a Francia, a entregar sus colonias a Gran Bretaña, Francia y Sudáfrica bajo la fórmula de "mandatos" (y las de Asia, a Japón, Australia y Nueva Zelanda), a ceder también parte de sus territorios del este a la nueva Polonia y Schleswig a Dinamarca. La región del Saar quedó bajo administración de la Sociedad de Naciones y ocupación francesa hasta 1935; la del Rin fue desmilitarizada y ocupada por fuerzas aliadas (Gran Bretaña no evacuó la zona hasta 1926 y Francia, hasta 1930). En el este, se reconstruyó efectivamente Polonia. Danzig, ciudad de mayoría alemana en territorio polaco, fue declarada Ciudad Libre pero se trazó un "pasillo polaco" entre Danzig y la frontera alemana para permitir el acceso de Polonia al mar, cortando así Prusia oriental del resto de Alemania. En el otro extremo de Prusia oriental, el puerto de Memel fue entregado, bajo control internacional, a Lituania. El ejército alemán quedó reducido a 100.000 hombres. Por la cláusula 231, el Tratado declaró a Alemania "culpable de la guerra" y le hizo responsable de las pérdidas y daños causados, si bien se dejó la estimación de la cantidad a pagar por reparaciones a una comisión (que en abril de 1921 las fijó en 6.500 millones de libras, más los intereses). Mientras, se obligaba a Alemania a entregar a los aliados, como anticipo, sus flotas mercante y de guerra (los marineros hundieron esta última antes de hacerlo), ciertas cantidades de carbón y las propiedades de los ciudadanos alemanes en el extranjero. Finalmente, se prohibía la posible unidad de Alemania con Austria. El Tratado de Versalles dejó sin efecto el de Brest-Litovsk. Además de Polonia, también Finlandia, Lituania, Letonia y Estonia fueron reconocidos como países independientes. Los Tratados de Saint-Germain (con Austria) y Trianón (con Hungría) dividieron el Imperio austro-húngaro. Austria quedó reducida a un pequeño país de 6 millones de habitantes. Hungría perdió dos terceras partes de su territorio; el nuevo Estado tenía una población de 8 millones (frente a los 20 millones de la antigua Hungría). Transilvania se entregó a Rumanía pese a contener un alto porcentaje de población magiar. Checoslovaquia, representada en París por Benes, y Yugoslavia, formada por la incorporación a Serbia de Croacia, Eslovenia y Bosnia-Herzegovina, fueron reconocidos como países de pleno derecho. Galitzia quedó incorporada a la nueva Polonia (cuya frontera oriental con Rusia fue trazada en 1920 por el ministro de Exteriores británico, Lord Curzon: también la Alta Silesia, antes alemana, se integró tras un plebiscito en Polonia). La Bucovina fue entregada a Rumanía. El sur del Tirol (Trento), Trieste y la península de Istria -pero excluyendo el puerto de Fiume (Rijeka)- pasaron a Italia. Por el tratado de Neuilly, Bulgaria cedió la Dobrudja del sur a Rumanía y Tracia occidental a Grecia (y perdió así acceso directo al Mediterráneo). Mayores dificultades surgieron en torno al Imperio otomano, objeto del Tratado de Sévres. El Sultán Mohamed VI (1918-1922) se mostró dispuesto a ceder Tracia oriental a Grecia, a dejar que la ciudad turca de Esmirna (Izmir) fuese administrada por Grecia durante cinco años, a desmilitarizar los Estrechos y a que los territorios no turcos del Imperio (Armenia, Kurdistán, Siria, Líbano, Palestina, Iraq y Transjordania) se constituyeran en Estados o independientes o autónomos. Pero la dureza de los términos provocó la reacción del nacionalismo turco, liderado por Mustafá Kemal (1881-1938), general-inspector del 9° Ejército, estacionado en Anatolia. Kemal ocupó rápidamente esa Península -la parte sustancial del Imperio-, organizó elecciones, reunió un Parlamento Nacional en Ankara, que le designó jefe del gobierno en abril de 1920, y declaró la guerra a Grecia. La aceptación por Mohamed VI del Tratado de Sévres en agosto de 1920 volcó la contienda del lado de Kemal. Tras derrotar en varios combates a los griegos, expulsarles de Esmirna y obligarles a aceptar un armisticio (octubre de 1921), abolió el sultanato -y en marzo de 1924, el califato, dignidad de sucesión de Mahoma-, proclamando la República (29 de octubre de 1923). Los aliados, después que los ingleses, estacionados en Chanak, en los Dardanelos, se vieran al borde de la guerra, aceptaron revisar el Tratado de Sévres. Y en efecto, por el nuevo Tratado de Lausana (12 de julio de 1923), reconocieron a Turquía, Anatolia, Armenia, Kurdistán, Tracia oriental y la posesión neutralizada de los Estrechos. Los aliados abandonarían además Constantinopla (Estambul), que había quedado bajo su control desde el 30 de octubre de 1918. Turquía no pagaría indemnizaciones de guerra. A cambio, renunciaba a los territorios no turcos de Oriente Medio, también ocupados, como se recordará, por ingleses, franceses y árabes desde la guerra mundial. En esa región, se había logrado ya un acuerdo. Francia y Gran Bretaña proclamaron en 1920, y así les fue reconocido por la Sociedad de Naciones, sus mandatos respectivos sobre Siria y Líbano (Francia) y sobre Iraq, Transjordania y Palestina (Gran Bretaña), más o menos según el pacto secreto que en mayo de 1916 habían negociado los diplomáticos sir Mark Sykes y François Georges-Picot. El reparto desdecía las promesas hechas por los mismos ingleses -el alto comisariado Henry McMahon y Lawrence de Arabia- al emir Hussein del Hijaz y a sus hijos de crear un reino unitario árabe en la zona. Con todo, Gran Bretaña reconoció a Hussein como rey del Hijaz, hizo a Abdullah emir de Transjordania y a su hermano Feisal, expulsado por los franceses de Siria, rey de Iraq (agosto de 1921). El presidente norteamericano Wilson pudo, pese a todo, ver materializada su mayor ambición. El 16 de enero de 1920 se constituyó en Ginebra la Sociedad de Naciones, el organismo que, a modo de asamblea democrática de naciones soberanas (inicialmente 42 países), debía garantizar la cooperación entre ellas y la resolución mediante el arbitraje y la diplomacia abierta de conflictos y disputas internacionales. La Sociedad de Naciones se completó, además, con la Organización Internacional del Trabajo, para extender la legislación laboral, y con el Tribunal Internacional de justicia, con sede en La Haya.
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El Reich alemán bajo los primeros Otones actuó como fuerza evangelizadora (y europeizadora habría que añadir] de los pueblos de la Europa Central. Ello compensó en parte los distintos sinsabores cosechados por los soberanos germanos en Italia y en la propia Alemania. Enrique de Baviera sucedió en 1002 a Otón III y se convirtió en el último monarca de la casa de Sajonia. Sus esfuerzos por imponerse militarmente a los eslavos del Este y por pacificar Italia obtuvieron escasos resultados cuando murió en 1024. Para esas fechas, además, el Imperio veía cómo en el Occidente estaban consolidándose las fuerzas políticas del futuro: las monarquías feudales. En la Francia Occidentalis de los primeros Capetos, el reino sobre el que Hugo Capeto ejercía nominalmente su autoridad al ser elegido en el 987 era un mosaico de Estados feudales. Algunos tenían una extensión -y, por consiguiente, unos recursos- superior a aquella sobre la que se extendía de forma directa el poder del rey: la cuenca media del Sena con París por capital. Con tan modesta plataforma, Hugo tuvo la fortuna de ser reconocido como una especie de señor de señores. Siguiendo el modelo de los carolingios, asoció a su hijo Roberto a las tareas de gobierno: los textos del momento hablarán de los reyes Hugo y Roberto, ejerciendo una cierta colegilidad. Esta práctica sería respetada por las sucesivas generaciones y acabaría consagrando una profunda innovación: el poder real, en principio electivo, se convierte en la práctica en hereditario. En el 996 moría Hugo Capeto y Roberto el Piadoso (996-1031) pasaba al primer plano. Monarca devoto pero protagonista de tortuosas aventuras conyugales que le llegaron a costar una excomunión, el segundo de los Capeto lograría la anexión temporal de Borgoña a los dominios reales. A la postre sería infeudada a su hijo menor Roberto, tronco de una dinastía ducal capetiana en este territorio. Pese a todo, con Roberto el Piadoso se iniciaba una de las más prestigiosas tradiciones monárquicas francesas: la de los poderes taumatúrgicos adquiridos por sus reyes desde el momento de ser ungidos. Por los mismos años, el obispo Adolberón de Laón redactaba su "Carmen ad Rotbertum regem" en donde se popularizaba la imagen clásica de la trifuncionalidad social feudal: los que rezan, los que combaten y los que trabajan. La realeza se erigía en punto de equilibrio necesario para la buena marcha del conjunto de la sociedad. En Inglaterra, se manifiesta la lucha entre anglosajones y daneses. Los sucesores de Alfredo el Grande, apoyados en la labor del arzobispo Dunstan de Canterbury, lograron reimplantar la hegemonía política anglosajona en territorio británico. Sin embargo, en el 978, Eduardo el Mártir moría víctima de la rebelión de su hermano Etelredo. La crisis política se producía en un mal momento ya que el monarca danés Seven Barbapartida que había establecido su autoridad en Jutlandia, se dispuso -retomando viejas tradiciones normandas- a emprender una gran campaña contra Inglaterra. Sus éxitos en el campo de batalla forzaron a Etelredo a negociar una paz. Ésta fue aprovechada por los dos rivales para fortalecer sus posiciones. Sven procedió a la conquista de Noruega y Etelredo a buscar alianzas en Normandía. Sintiéndose fuerte mandó pasar a cuchillo a la población danesa de Inglaterra (Matanza de San Bricio de 1002). La venganza de Svend se dejó sentir a lo largo de un decenio en que procedió a la ocupación sistemática de Inglaterra. Su heredero, Canuto el Grande (1014-1035), gobernó sobre un auténtico imperio a caballo del Mar del Norte. Por primera vez en muchos años los países ribereños de éste gozaron de estabilidad. En los Estados hispanocristianos, la muerte de Almanzor en Medinaceli en el 1002 permitió a los cristianos españoles restañar heridas en los años siguientes. En el 1010, incluso, tropas de los condes de Barcelona y Urgel terciaban en la guerra civil que asolaba el califato de Córdoba y saqueaban la capital andulusí. La crisis de la España musulmana se acompañó de importantes proyectos de reorganización en los Estados cristianos. Así, en 1017, el monarca leonés Alfonso V procedió, ante una magna asamblea, a promulgar un conjunto de importantes leyes para poner orden en la administración de sus Estados. Como "Fuero de León" se conocen aquellas decretadas para la capital legionense. En el otro extremo de la Península, los condados catalanes habían mantenido relaciones de vasallaje con los monarcas carolingios. Con la subida de los Capeto tales lazos acabarían por relajarse. De hecho, los condes se mantuvieron independientes entre francos y musulmanes. El núcleo formado por Barcelona-Ausona-Gerona había de constituirse, al entrar en el segundo milenio, en el poder hegemónico entre el Pirineo y el curso del Llobregat. De todos los proyectos de restauración política de la España cristiana a principios del siglo XI, ninguno fue de tanta envergadura como el de Sancho III el Mayor de Navarra (1000-1035). La vieja hegemonía política leonesa se transfiere con él durante algunos años al núcleo vascón. La incorporación al reino pamplonés de algunos condados pirenaicos; el protectorado establecido sobre el condado de Castilla que, desde 1029, se tradujo en ocupación; y las intervenciones en el reino leonés, convirtieron a Sancho en la primera potencia política de la España cristiana. En su testamento, redactado en términos absolutamente patrimonialistas, se echarán las bases para el nacimiento de dos nuevos reinos peninsulares: Castilla y Aragón.
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Una dolorosa enfermedad trajo la muerte al rey Carlos II en 1387. Su hijo Carlos III (1387-1425), que ya en vida de su progenitor había servido de instrumento de paz (rehén de los franceses; casado con la infanta Leonor de Castilla), iba a cambiar la vocación del reino. De ser un satélite de intereses franceses o de haber participado sin beneficio en toda contienda cercana, el talante pacificador del rey Noble lo iba a conducir a ser remanso de vida placentera en que las producciones artísticas se desarrollaron a gran nivel. Pero el cambio no podía consumarse de un día para otro. Las arcas reales estaban exhaustas y el prestigio de Navarra bajo mínimos tras la última invasión castellana. El camino fue lento. Tres años tardó en coronarse (1390), casi quince más en recuperar dentro de lo posible rentas y territorios patrimoniales en Francia (Tratado de París, 1404). El nuevo rey no esperó tanto para poner de manifiesto una personalidad volcada hacia el clima lujoso y refinado de las grandes cortes de finales del siglo XIV. Una de sus primeras iniciativas fue, como había hecho Carlos II, mandar erigir una capilla en la catedral en recuerdo de su padre, cuyo proyecto correspondió al mazonero Juan García de Laguardia, quien había sido maestro mayor del reino en tiempos de su progenitor. A continuación destapó sus intereses propios: entre 1388 y 1394 gastó casi 25.000 libras en edificaciones y ornamentación (pinturas, vidrieras, etcétera), del castillo de Tudela, ampliado con terrenos de la judería. Los motivos que adornaban muros y ventanas denotan interés por la heráldica y las hazañas caballerescas, de amplia aceptación en las cortes europeas contemporáneas. Nada queda hoy de sus lujosas estancias. También estos primeros años de reinado son fructíferos en piezas de orfebrería. El relicario de San Saturnino (1389) y el cáliz de Ujué (1394) constituyen la muestra de una intensa actividad cuya calidad es indudable.
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El nuevo lenguaje artístico que se formula en el Quattrocento tuvo una referencia común en la superación de las fórmulas y convencionalismos del arte preexistente; sin embargo, cada uno de los lenguajes, la arquitectura, la pintura y la escultura, aunque en muchos casos fueron fruto de una experimentación común, siguieron procesos completamente diferentes. En algún caso estas diferencias resultaron paradójicas. Por ejemplo, la arquitectura, que disponía de excelentes modelos de la Antigüedad en que inspirarse, fue la especialidad que tuvo una formulación más tardía. En cambio, en la escultura, desde fecha muy temprana, se planteó la experimentación de un nuevo sistema de representación. Durante la centuria anterior los pintores italianos se habían planteado una renovación de la pintura en la que la representación de la naturaleza y el espacio pictórico alcanzan una nueva dimensión. Las obras de Giotto, de Simone Martini o los Lorenzetti evidentemente supusieron la introducción de una práctica inédita de la pintura. Sin embargo, la perspectiva, como sistema de representación se basaba en una concepción y desarrollo empírico. La obra de Cennino Cennini, "El Libro de Arte", escrita a finales del siglo XIV, es un ejemplo elocuente de esta concepción empírica de la práctica de la pintura basada en una atención primordial por los componentes técnicos frente a los principios teóricos. Por todo ello las experiencias artísticas del Trecento no constituyen los prolegómenos de la renovación artística del Quattrocento. Aunque en algunos aspectos puedan ser consideradas como un precedente, es evidente que sus planteamientos no conducen por evolución a la invención del sistema de representación renacentista que se formula en el siglo XV. Muchos de los planteamientos en los que se fundamenta esta invención se caracterizan por su actitud crítica y negativa con respecto a la tradición inmediatamente anterior. A este respecto, no debe olvidarse el hecho de que, cuando se producen las primeras afirmaciones del nuevo lenguaje, el arte que mantenía su vigencia no era la tradición trecentista sino el Gótico internacional. Modalidad frente a la que se observan actitudes contradictorias: por un lado una evidente reacción; por otra, una aceptación y persistencia de sus formas hasta bien entrado el siglo XV. El sistema de representación desarrollado por los artistas del Quattrocento se basa en la aplicación sistemática de determinadas leyes geométricas al problema de la representación. A diferencia de las experiencias precedentes, el cuadro y el relieve se entienden como una unidad captada desde un solo punto de vista -el ojo del pintor- en relación con el cual se articulan las diferentes referencias de distancia y dimensión. La pintura y el relieve se convierten en un escenario, en una ventana abierta, según Alberti, en la que los objetos y figuras se ubican en función de sus distancias con respecto a un punto de visión único, captado todo en un instante, a diferencia de la multiplicidad de puntos de visión y tiempos de las escenas del relato, propia de la representación anterior. Debido a sus fundamentos científicos, esta perspectiva se planteó desde el principio como una investigación orientada a alcanzar unos principios desde los cuales pudiese desarrollarse un método de representación. Esto equivalía a que, una vez desarrolladas las experiencias e investigaciones previas para alcanzar su definición, este método pudiese codificarse y plantearse desde un punto de vista teórico. En este sentido, la obra de L. B. Alberti, "De Pictura" (1435) constituye el primer tratado en que se sistematiza y codifica el nuevo sistema de representación. Como hemos notado, aunque este sistema se aparta de la práctica empírica preexistente y tiende a fundamentarse en unos principios científicos, las primeras experiencias fueron la conjunción de la aplicación de unas fórmulas geométricas y una experiencia práctica. Experiencia en la que intervinieron de forma independiente o conjunta, arquitectos, escultores y pintores. Aunque aparentemente este sistema de representación podría parecer, por su íntima relación con los problemas figurativos, algo propio de escultores y pintores, lo cierto es que en su formulación intervinieron también los arquitectos. Antonio Manetti, en su "Vita di Filippo di Ser Brunellesco", atribuye a este arquitecto la invención de la perspectiva. A este respecto tenemos noticia de dos tablas realizadas por Brunelleschi que representaban el Baptisterio y la Plaza del Duomo, y la Plaza de la Signoria, en las que Brunelleschi plasmó por primera vez una representación monofocal tomando como referencia una vista urbana. Algo que no ha de extrañar si se tiene en cuenta que la nueva arquitectura también se concibió desde unos planteamientos igualmente figurativos. Filippo Brunelleschi, uno de los iniciadores de la nueva arquitectura fue también escultor. En 1401 se convocó en Florencia un concurso para adjudicar la realización de las segundas puertas del Baptisterio -las primeras, de 1336 se deben a Andrea Pisano-. En él participaron diversos artistas: Jacopo Della Quercia, Filippo Brunelleschi, Lorenzo Ghiberti, realizando para el concurso un relieve con forma lobulada sobre el tema de El Sacrificio de Isaac. Tanto la obra de Ghiberti, que resultaría vencedora, como la de Brunelleschi, muestran una clara inclinación por introducir citas y referencias al arte clásico. Y también, en ambas se aprecia, aunque todavía con numerosos elementos procedentes del lenguaje preexistente, el intento de plantear una nueva forma de representación. En Ghiberti la disposición del paisaje y de las figuras crea una sugerencia espacial nueva que, en el caso de Brunelleschi, se convierte, como se ha notado, en una construcción espacial de nuevo signo. No obstante, una formulación coherente del nuevo sistema de representación no se producirá en el relieve hasta algo más tarde.