La princesa Enriqueta María de Borbón contrajo matrimonio con Carlos I de Inglaterra en 1625. Con tan importante motivo, la madre de la desposada, María de Medicis, encargó a Rubens la decoración del Palacio de Luxemburgo donde se desarrolló la boda por poderes. Como soberana de Inglaterra, Enriqueta María fue retratada en numerosas ocasiones por Van Dyck, pintor de cámara desde 1632. En esta ocasión la vemos de cuerpo entero, vistiendo elegante traje de amazona en tonos azules con cuellos y puños adornados de encaje, portando un sombrero negro engalanado con plumas. A su lado se sitúa su enano, Jeffrey Hudson (1619-1682), llevando en su brazo izquierdo un mono. Jeffrey viste un jubón y calzones hasta las rodillas, confeccionado en terciopelo rojo. Las dos figuras se hallan en una escalinata de piedra que permite ver al fondo un jardín. Sobre un parapeto encontramos un pequeño naranjo y una columna acanalada, junto a la que se percibe un pesado cortinaje de brocado donde reposa una corona de perlas. Una de las razones de la presencia del enano, además de formar parte de la iconografía de los retratos reales, es hacer que la soberana parezca más alta que en la realidad, ya que su estatura no debía superar el metro y cincuenta centímetros. Incluso Van Dyck emplea una perspectiva baja para realzar la silueta real. La presencia del mono estaría motivada, según el catálogo de la exposición celebrada en Washigton en 1990 sobre el maestro flamenco, como una muestra del dominio de la soberana sobre la pasión erótica, idea neoplatónica habitual en la corte inglesa, ya que Enriqueta presiona el cuerpo del animal. Al igual que ocurre en el retrato de Carlos I con la Orden de la Jarretera, los adornos y símbolos del lienzo no hacen desmerecer el gesto y la frescura de los personajes, convirtiéndose en una excelente muestra de la calidad de Van Dyck como retratista.
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Champollion adquirió esta estatua en Tebas en 1829. De pie y en actitud solemne de andar, la esposa de Takelot II viste una túnica de ceremonia, muy ceñida al cuerpo y provista de unas mangas cortas terminadas en punta, como las alas de una ave, y cubierta de la imitación damasquinada de un plumaje. Lleva al cuello un collar de perlas y en la cabeza una peluca en forma de globo, de bucles cortos, que enmarca un rostro juvenil, de expresión grave. Las manos, hoy vacías, hacen el gesto ritual, bien documentada entre las sacerdotisas, de agitar los sistros en presencia de Hathor. Es obra de la XXII Dinastía.
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Para exaltar su reinado, la reina madre de Francia María de Medicis encargó a Rubens uno de sus ciclos decorativos más importantes: la serie destinada al Palacio de Luxemburgo, constituida por 21 grandes lienzos en los que la alegoría alcanza su máximo desarrollo. No en balde, el reinado de María de Medicis no era precisamente glorioso, ya que asumió el gobierno de Francia a la muerte de su esposo Enrique IV en 1609 y fue exiliada en dos ocasiones por su hijo Luis XIII (en 1617 y 1631, ésta última de manera definitiva). A esto debemos añadir que estuvo a punto de provocar en dos ocasiones la guerra civil, saliendo derrotada por sus adversarios. Exaltar a una figura con tan alto grado de controversia era bastante complicado por lo que el maestro recurrió a la ambigüedad.El ciclo empezaba y finalizaba con la imagen de la reina triunfante, representada como Minerva Victrix, ocupando este retrato uno de los extremos de la sala, junto a la puerta de entrada y salida. María aparece vestida con una túnica adornada con la flor de lis, mostrando un pecho y portando en su mano izquierda un cetro mientras que en la derecha presenta una victoria alada. Cubre su cabeza con el espectacular casco de Minerva, siendo coronada de laurel por dos amorcillos. A sus pies contemplamos armas y armaduras y tras ella un cañón, aludiendo al fin de la guerra y la victoria de la paz. Con esta figura, María se presenta como triunfadora, exaltando las virtudes de la monarquía absoluta y de la propia regente.La Boda de María de Medicis y el rey Enrique IV, La felicidad de la Regencia de María de Medicis y El intercambio de princesas también forman parte de esta espectacular serie.
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En los primeros años treinta Miró se inspiraba en collages casuales (Pintura, 1933) o en objetos mecánicos que veía en la prensa. Este es el caso de La Reina Luisa de Prusia, un simpático personaje inspirado en una bomba de agua que recortó de un periódico viejo. La asociación inicial, automática e inconsciente, da paso a una imagen meditada y trabajada, con dibujos de estadios intermedios, -hasta doce se conservan- como era habitual en este artista.
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Esta obra es una de las primeras muestras del arte de Tiépolo. Fue realizada en Venecia para la decoración de la Cá Zenobia y recoge la visita de la reina de Siria, Zenobia (con sus hijos e hijas) al emperador Aureliano. Tiépolo será un gran decorador de palacios por lo que posteriormente vendrá a Madrid para trabajar en el Palacio Real. Su estilo es grandilocuente, con figuras en diferentes posturas que muestran su gran capacidad narrativa. Los últimos coletazos del Barroco italiano los dará él, por lo que a veces da la impresión de ser una pintura ya pasada. Los ricos ropajes de las figuras muestran la fuerte influencia de Veronés, sin olvidar a Miguel Ángel en la definición de los cuerpos. El uso del color clásico, a base de azules y rojos, continúa en la órbita de la Escuela veneciana.
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La situación de Francia en los inicios de la última década del Quinientos resultaba especialmente alarmante por los efectos devastadores que las continuadas guerras de religión habían traído consigo. La conversión al catolicismo del hugonote Enrique de Navarra, su proclamación como Enrique IV (1594-1610), primer rey de la familia Borbón que ocupaba el trono, y sobre todo la promulgación del Edicto de Nantes (1598) que ponía punto final a los enfrentamientos religiosos, fueron algunos de los elementos que incidirían en la apertura de una fase de tranquilidad y orden en la agitada historia francesa de por entonces. La política del nuevo monarca Borbón se caracterizaría por la recuperación del poder del Estado, por la afirmación de su autoridad y la de sus ministros, por los planes de reconstrucción económica y, en el plano interestatal, por su oposición al dominio español de la Europa occidental. No obstante, la primera década del siglo XVII gozó de uno de esos extraños períodos de paz en las relaciones internacionales, no tanto por los afanes de una pretendida generación pacifista sino por efecto del cansancio, del agotamiento de las principales potencias que parecieron darse un breve respiro en sus pretensiones expansionistas. Pero incluso en esta etapa de relativo sosiego no faltaron las maquinaciones entre los Estados, las intrigas diplomáticas, las ayudas más o menos encubiertas a los rivales de los enemigos, como fácilmente pudo comprobarse en los apoyos de Enrique IV a los rebeldes holandeses, en su alianza con la Unión Evangélica de los príncipes protestantes alemanes o en los preparativos para el inicio de las hostilidades contra los Habsburgo que quedaron abortados por su asesinato. En el interior del país, los deseos de orden y de paz y el hastío de la pugna religiosa ayudaron muy mucho a la reconstrucción nacional. El Edicto de Nantes había traído la confirmación legal de la tolerancia, permitiendo que ambos bandos, aunque con reticencias y no del todo convencidos de la nueva situación, aceptaran una convivencia que se presentaba más o menos forzada según los lugares y las circunstancias particulares de los grupos hasta entonces enfrentados. El catolicismo quedaba como religión del Reino, aunque se permitía a los calvinistas la libertad de practicar su culto en las zonas de predominio hugonote y en los territorios de los señores jurisdiccionales que así lo quisieran, además de concedérseles una serie de plazas fuertes y estratégicas para su mayor seguridad. La situación continuó siendo tensa, pudiéndose romper en cualquier momento el difícil equilibrio conseguido, no faltando tampoco quienes en uno y en otro bando siguieron mostrándose intransigentes y dispuestos a modificar a cualquier precio el estado de cosas existente. El asesinato del monarca en 1610 por un antiguo miembro de la Liga, Ravaillac, no haría sino confirmar estos augurios pesimistas. Hasta el momento de su muerte, Enrique IV procuró gobernar de la forma más conveniente para atraerse el reconocimiento de la mayoría de sus súbditos. Abierto, flexible, de trato humano y cordial, no se olvidó sin embargo de dejar bien sentado el principio jerárquico de la soberanía que encarnaba. Controló a los gobernadores y a las autoridades locales, mantuvo a raya a los componentes nobiliarios que podían resultarle peligrosos, no convocó a los Estados Generales y potenció la actuación de los comisarios regios en sus labores de inspección. De esta manera se fue robusteciendo de nuevo el aparato del poder central bajo la dirección de la Monarquía por él representada. Especial interés suscitó el saneamiento financiero y la revitalización económica del país. Dos personalidades destacaron en la realización de estos objetivos: Maximilien de Béthune, duque de Sully, antiguo jefe protestante nombrado superintendente de Hacienda y gran veedor de Francia, y Barthélemy Laffemas, familiar del rey, de clara adscripción mercantilista. El primero reorganizó el sistema impositivo tradicional, se preocupó por aumentar las subsistencias, procuró dinamizar las tareas agrícolas ayudando para ello a los labradores y a la nobleza rural, restableció terrenos comunales, ordenó la desecación de pantanos... El segundo impulsó una política mercantilista reuniendo para sentar sus bases una Comisión del Comercio, fundó algunas manufacturas reales, promovió el cultivo de plantas para uso industrial y relanzó el comercio exterior, aunque no consiguió llegar a crear una Compañía de las Indias al estilo de las de Inglaterra y Holanda. Ante la necesidad de obtener nuevos recursos, se pusieron en venta los cargos reales y se instituyó la vulgarmente llamada "paulette", recaudación anual que permitía el reconocimiento oficial de la propiedad de cada cargo. Por este mecanismo se fue formando una nutrida nobleza de toga, integrada por nuevos funcionarios que pronto se hicieron con una parcela importante del poder, hasta el punto de convertirse casi en un cuarto Estado, colectivo mal visto y combatido por la nobleza de espada que se veía poco a poco desplazada de su posición preeminente por estos recién llegados al mundo aristocrático, a los que consideraba advenedizos. Este malestar nobiliario se unía a otras quejas provenientes de los rentistas, descontentos con su precaria situación, y de los sectores populares, presionados cada vez más por una política fiscal agobiante. La cuestión religiosa aportaba también su dosis de intranquilidad social, pues para algunos el monarca seguía siendo un usurpador que favorecía en secreto la causa de los protestantes, mientras que los jesuitas eran expulsados del Reino acusados de ser los instigadores de algún que otro atentado contra el rey, de los muchos que sufrió. No resultó extraño, pues, que Enrique IV fuese finalmente asesinado, víctima de la intolerancia religiosa y de las maquinaciones políticas por su oposición a la Casa de los Habsburgo. Su muerte se produjo precisamente cuando iba a emprender una acción militar contra España, que simbolizaba por entonces el liderazgo de la causa católica. Con la desaparición del monarca se abrió otra vez uno de esos difíciles períodos de inestabilidad que toda minoría de edad del sucesor provocaba. La gran nobleza mostró pronto su descontento y sus afanes de poder frente a María de Médicis, la viuda del rey fallecido que había asumido la regencia y que gobernaba auxiliada por sus consejeros privados, especialmente por Concini; los protestantes tomaron de nuevo las armas, dado el giro tan significativo a favor de la causa católica que la regente había impuesto, manifestado sobre todo en las buenas relaciones establecidas con España, que modificaban sustancialmente la política exterior llevada a cabo por Enrique IV y que se concretarían en el doble compromiso matrimonial del delfín Luis con la infanta Ana de Austria, por un lado, y el del príncipe de Asturias, Felipe, con Isabel de Borbón, por el otro. En este ambiente agitado se hizo necesaria la convocatoria de los Estados Generales, que se reunieron en 1614 en la que sería su última presentación hasta que los trascendentales acontecimientos de la Revolución Francesa generasen una nueva convocatoria. En contra de lo que podría haber ocurrido, teniendo en cuenta la protesta nobiliaria, las pretensiones eclesiásticas protridentinas y el malestar de los grupos burgueses por la situación económica que de nuevo se estaba padeciendo, el poder central no se vino abajo, sino que salió relativamente robustecido al asumir las funciones de arbitraje y contentar lo mejor que supo las distintas peticiones estamentales sin hacer dejación de su máxima autoridad. Los representantes del Tercer Estado apoyaron a la Monarquía frente a las pretensiones de la nobleza, la cual al no ver conseguidos sus deseos intentó un levantamiento que pudo ser sofocado por la regente no sin alguna dificultad. Las luchas por el poder, el desprestigio de la regencia y de sus asesores italianos y las presiones para imponer un nuevo rumbo a la política del Gobierno, forzaron la proclamación del joven rey Luis XIII (1610-1643), quien tuvo que tomar la iniciativa apartando a su madre del poder, anulando a la camarilla de ésta y accediendo al asesinato del favorito Concini en 1617. La situación política lejos de aclararse se complicó todavía más si cabe, pues los partidarios de María de Médicis empezaron a intrigar, los sectores nobiliarios inconformistas siguieron con sus asechanzas y de nuevo brotó el problema religioso con la cuestión de los hugonotes del Bearn, que suscitó otro más de los momentos tensos que amenazaban con reiniciar la guerra de religión. En este clima de incertidumbre y de confusión, con bandos enfrentados por la defensa de sus respectivos intereses estamentales, con una falta de definición de una política coherente por parte del aparato estatal, empezó a dejar sentir su presencia quien sería la figura clave, junto al monarca, de los destinos del Reino francés en los siguientes años: Armand Jean du Plessis, el cardenal Richelieu.
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El deterioro político se dejó sentir desde muy pronto. Ya Felipe II fue consciente del problema que para la dirección del Estado iba a suponer que la Corona recayera en un personaje poco apto para ello, como en efecto lo fue su continuador en el trono. Al poco tiempo de la coronación, Felipe III abandonó las tareas de gobierno en manos de su hombre de confianza, el duque de Lerma, quien a partir de entonces sería el encargado de dirigir y controlar los asuntos de la Monarquía hispana. Tomaba cuerpo de esta manera el fenómeno del valimiento, tan característico de aquella época, no sólo en España sino también fuera de nuestras fronteras, ya que no fue un factor exclusivo de la política española, manifestándose de igual manera en otros ámbitos europeos. El Gobierno de Lerma supuso el triunfo de la corrupción, de la venalidad, de la ineficacia. El afán por el rápido enriquecimiento personal fructificó por doquier en los ambientes cortesanos y burocráticos, dando buena muestra de ello la actuación en tal sentido del propio valido. Rodeado de parientes, con miras muy egoístas y deseoso de no complicar su mandato con grandes proyectos ni guerras inútiles, Lerma llevó a cabo una política de cortos vuelos, transcurriendo sus años de gobierno sin apenas incidencias notables, salvo la expulsión de los moriscos, decidida en 1609 por motivos al parecer de índole política (temor a que pudieran ayudar desde el interior peninsular a los enemigos de la Monarquía, ya fueran los turcos, los norteafricanos o incluso los franceses), medida que supuso la salida del territorio hispano de aproximadamente unas 300.000 personas y que afecto mayormente a los Reinos de Valencia y Aragón, donde la presencia de esta minoría religiosa era muy cuantiosa. La política exterior también estuvo caracterizada por la ausencia de conflictos importantes, teniéndose que resaltar precisamente lo contrario, es decir, la apertura de una fase de paz a raíz de los acuerdos que se firmaron con los, hasta entonces, principales enemigos de España. En 1604 se establecía con Inglaterra un tratado de paz que liquidaba los enfrentamientos que en los últimos tiempos se habían producido entre ambas naciones; lo mismo supuso el tratado de Vervins pactado con Francia (en 1598); y con Holanda se llegó a la firma de la tregua de los Doce Años (1609-1621), que en parte venía a reconocer la independencia de las Provincias Unidas. Estos hechos son los que han dado pie para hablar de una posible política pacifista del gobierno de Felipe III, valoración que hay que matizar mucho, pues los inicios del reinado contemplaron distintos planes bélicos y, posteriormente, si se llegó a una situación de relativa paz exterior no fue tanto por una decidida política pacifista, sino más bien porque distintos factores la hicieron posible, pudiéndose haber roto en cualquier momento, sobre todo en las relaciones con Francia hasta que se produjo el asesinato de Enrique IV. Tras un período en el que concentró gran poder, a Lerma le llegó la caída. En 1618 fue sustituido en la privanza regia por su hijo, el duque de Uceda, que no pudo alcanzar el grado de fortaleza política que había tenido su padre. Se avecinaba el hundimiento del clan familiar y de su clientela, que se produjo inmediatamente después de la muerte del monarca.
contexto
La muerte de Luis XIV, en septiembre de 1715, abrió una nueva era en la Monarquía francesa; al monarca conocido como Rey Sol, símbolo del absolutismo y del poderío europeo, que recientemente había logrado imponer a un miembro de su familia en la vecina España, ahora le sucedía un niño de apenas cinco años, hijo de los duques de Borgoña, dotado de una precaria salud que difícilmente podría hacerse cargo de su herencia y que muy pronto sería un mero juguete en mano de sus colaboradores; la debilidad de la institución real fue aprovechada por aquellas fuerzas, anteriormente citadas, opuestas a la centralización que desencadenan una permanente oposición para salvaguardar sus antiguos privilegios, fundamentalmente miembros de la alta nobleza y los parlamentos. Esta actitud obstruccionista por parte de los grupos conservadores mantuvo a la Monarquía francesa en un estado de conflicto latente a lo largo de toda la centuria que nos ayuda a entender cómo, tras la irrupción de nuevas fuerzas sociales, se inicia un proceso revolucionario que acabaría derrumbando el Antiguo Régimen. La situación política creada por la minoría de edad del rey hizo que el presidente del Consejo de Regencia, Felipe de Orleans (1715-1723), con el apoyo de la alta nobleza y del Parlamento, se convirtiera en el hombre fuerte del Gobierno, con Dubois como consejero de Estado. A cambio de su apoyo, el Parlamento obtuvo la restitución de sus antiguas prerrogativas, en especial el derecho de protesta o remonstrance, revocado por Luis XIV, lo que le convirtió en una de las instituciones más poderosas, capaz de oponerse al poder absoluto del monarca, e incluso al propio regente, cuando se rompió la comunidad de intereses entre ambos. La sustitución de las secretarías por los consejos dio ocasión a la alta nobleza de participar nuevamente en el Gobierno, pero la inoperancia del sistema hizo que pronto se tuviera que recurrir al esquema gubernamental anterior. En esta época, Francia estaba virtualmente arruinada: la enorme deuda pública había impuesto un sistema fiscal cada vez más oneroso que no sólo empobrecía al campesinado y a los grupos más débiles de la sociedad sino que impedía el desarrollo de la manufactura y entorpecía las transacciones comerciales, redundando negativamente en el conjunto de la economía del país. Por otra parte, la tradición heredada imponía un sistema de aduanas interno que tampoco favorecía el comercio, y la vigencia de las corporaciones gremiales era un obstáculo al desarrollo industrial. Sin embargo, el principal problema para estimular la economía era la ausencia de dinero. El regente, para remediar la situación se apoyó en John Law, personaje oriundo de Escocia, experto conocedor de las actividades bancarias que, primero, con un banco de su propiedad, después transferido al Estado, y más tarde, con una compañía de comercio, pretendió remediar la aguda crisis por la que atravesaba la Hacienda. Los frutos logrados con sus empresas le hizo escalar puestos en la Administración, llegando a ser nombrado miembro de la Academia de Ciencias y, tras su conversión al catolicismo, interventor general y superintendente de Hacienda. El sistema ideado por Law partía de la base de que las existencias monetarias en Francia eran bastante menores de lo que exigía la demanda y las necesidades de los sectores productivos. Pensaba que las "mejores leyes, cuando falta el dinero, no proveen al pueblo de trabajo remunerado, ni fomentan la producción, ni amplían las industrias, ni desenvuelven el comercio", por lo que era prioritario contar con importantes remesas de capital. El problema radicaba en dónde encontrarlo. Concibe entonces la idea de crear una gran institución bancaria que centralizara las especies monetarias circulantes en el país y que suministrara los créditos necesarios para el comercio y la industria conforme las circunstancias lo requirieran, y para ello el papel moneda sería ideal puesto que agilizaría las transacciones financieras y no sería objeto de tesaurización. Paralelamente, debían desaparecer las trabas existentes sobre los sectores productivos, erradicar la usura y estimular el comercio exterior y colonial. Aunque su proyecto, por lo novedoso, despertó reticencias entre los comerciantes y hacendistas, que canalizaron sus discrepancias a través del Parlamento. Orleans confiaba en él y en 1716 fue autorizado a crear un banco particular de descuento y depósito, con la facultad de emitir billetes de banco. Un año más tarde dichos billetes podrían ser recibidos por los agentes del fisco y recaudadores provinciales, con lo que el papel moneda empezó a tener un curso corriente y aceptado cada vez más. El éxito obtenido hará que poco después esta institución se convirtiera en banco real, y sus billetes en la moneda corriente de todo el reino. Para facilitar sus operaciones, se crean cinco sucursales en las provincias más importantes. En agosto de 1717, Law va más allá, al crear la Compañía del Oeste, para comerciar con Luisiana, dotada de amplios privilegios. La ampliación de sus operaciones mediante la compra al Estado del monopolio del tabaco, el derecho a acuñar moneda por nueve años y la asimilación de las demás compañías existentes -Compañía de las Indias Orientales, Compañía Africana, Compañía de Guinea y Compañía de Santo Domingo- la convierten en la institución más dinámica y poderosa del país, lo que permite a Law intentar acabar con otro de los graves problemas del Gobierno, su endeudamiento. Para ello propuso prestar, al Estado 150.000 libras con un interés del 3 por 100 y el beneficio sería general: los acreedores de aquél podrían hallar una inversión más lucrativa de su dinero colocándolo en acciones de la compañía, y el Gobierno vería reducir su deuda. La emisión de acciones favoreció la especulación, generándose enormes beneficios y fabulosas fortunas. El prestigio de Law traspasó las fronteras y toda Europa miraba con expectación sus medidas y buscaba su asesoramiento. Pero la especulación tenía sus limites, y cuando se notaron los efectos de una emisión indiscriminada de moneda y acciones se produjo la crisis. El banco y la compañía se vinieron abajo y tras el pánico generalizado se cerró el banco por orden gubernativa. A pesar de las indemnizaciones concedidas a los acreedores, mucha gente se arruinó, y el desastre económico alcanzó al propio regente y a Law, que sería desterrado. Los roces con el Parlamento surgieron muy pronto, casi siempre por cuestiones fiscales: la negativa de Bretaña a votar un impuesto demandado por el Gobierno en 1717, y el levantamiento de Rennes un año después, por el mismo motivo, acabó con la disolución de los parlamentos. Este conflicto coincidió con una negativa de los parlamentarios parisinos a registrar el edicto de las monedas, seguido de la prohibición sobre la fabricación y circulación de las mismas. La respuesta del regente, en agosto de ese año, fue retirar la remonstrance y desterrar a los parlamentarios más beligerantes. Otro motivo de discordia social fue la alineación de los parlamentos con el jansenismo, frente a la actitud projesuítica y antijansenista de la camarilla del rey, alineada junto al partido devoto. A la muerte del regente se proclama la mayoría de edad del rey, que contaba ya trece años, nombrando primer ministro al duque de Borbón (1723-1726), quien sólo permaneció tres años en el poder al ganarse la animadversión de todos los grupos sociales. Fue un período enormemente conflictivo al combinar una política de ortodoxia religiosa, que implicaba la aplicación estricta del Edicto de Fontainebleau de 1685, con un recrudecimiento de la presión fiscal. La cincuentena, nuevo impuesto creado en 1725, gravando la propiedad territorial, la producción industrial y demás bienes, pagadero por todos los estamentos durante doce años, desencadenó el malestar social: la asamblea del clero se negó rotundamente a pagarlo y en las provincias, castigadas por malas cosechas consecutivas, aparecieron motines de subsistencia (1725). La caída del duque permite al antiguo preceptor del monarca, el cardenal Fleury (1726-1743), dirigir la política francesa como un primer ministro sin título, hasta su muerte, a los noventa años; partidario del absolutismo real tuvo una gran habilidad para situarse al margen de las facciones cortesanas y rodearse de colaboradores eficaces. Su etapa de gobierno representa una enorme transformación de las estructuras productivas y sociales, marcando el desarrollo económico y favoreciendo la prosperidad general. Los estímulos al crecimiento se traducen en nuevas roturaciones por doquier, la multiplicación de establecimientos manufactureros, la elevación de los precios y la difusión de determinados cultivos, como la vid. El comercio interior se agilizó con la creación de ferias y mercados por todas partes, la supresión de peajes y la política de obras públicas que mejoran las comunicaciones y el transporte. El comercio exterior se desarrolló aún más; en 1731 la Compañía de las Indias abandona el monopolio, decretándose el comercio libre con las Antillas que consigue multiplicar los intercambios y propicia el apogeo de puertos como Burdeos, Nantes y Saint-Malo; las rutas con Senegal, India y China también se agilizaron llegando a tener un gran florecimiento. Todo ello fue posible gracias a la estabilización monetaria, realizada en 1726, fijando el precio del luis de oro en 24 libras y el escudo de plata en seis. En el campo de la hacienda hay que destacar a P. Orry que, sin ser un gran reformador, puso en orden el sistema. El Estado renuncia a la administración directa de los impuestos y vuelve al sistema de arrendamientos: La Ferme Générale asume la recaudación, a cambio de una suma global pagadera por adelantado, en periodos de nueve años; abolió algunos impuestos y redujo la taille aunque obligó a los municipios a reclutar vecinos para trabajar en las obras públicas realizadas en ellos -carreteras y caminos, fundamentalmente- a modo de una corvea real. Aunque a nivel económico su mandato resultó ser un éxito, la armonía social se fue resquebrajando, sobre todo en relación al jansenismo y la postura de los parlamentos, ahora aunados en su protesta por las mismas reivindicaciones. Ante la fuerza creciente del jansenismo y la imposibilidad de obtener el apoyo del Parlamento, el rey promulgó los decretos de 1731 que crisparon los ánimos. Ello, unido a las medidas discriminatorias contra los hugonotes y al descontento dentro de la propia Iglesia católica del bajo clero crearon un clima propicio para que, cuando en 1746 varios obispos se nieguen a administrar sacramentos a jansenistas, explote la protesta por todas partes. El Parlamento se alinea con los descontentos y en abril de 1753 proclama la Gran Amonestación -Grandes Remonstrances- donde afirma su galicanismo y la defensa de las leyes fundamentales, siendo respaldado por los parlamentos provinciales. La crisis es agudísima, se temía una nueva Fronda, y el monarca, aterrorizado por los ataques provenientes de todos los sectores, ha de ceder una vez más, reforzando el prestigio de la institución parlamentaria. La muerte de Fleury permite al rey asumir personalmente el gobierno, animado por su favorita, madame De la Tournelle. Sin embargo, su profunda indiferencia ante los asuntos políticos abrió paso al despotismo ministerial, aunque no le faltaron buenos colaboradores. Machault d`Arnouville, antiguo consejero del Parlamento e intendente, sucede a Orry como secretario de Finanzas, entre 1745-1754. Ante el endeudamiento del erario, provocado por la guerra austriaca, concibe una reforma impositiva basada en un impuesto general, el vigésimo, consistente en una cuota del 5 por 100 sobre todos los ingresos (propiedades, cargos y oficios) a pagar por todos los estamentos. Cuando se anuncia el nuevo gravamen, en 1749, la protesta se desata en todas partes: Languedoc y Bretaña se oponen al pago, los obispados incorporados a la Monarquía más tardíamente se negaron también y el ministro contesta con un Edicto de Manos Muertas limitando las propiedades eclesiásticas. La asamblea del clero, reunida en 1750, apeló a sus privilegios y afirma su decisión de no contribuir, ante lo cual el rey dispensó al grupo concediéndole de nuevo la inmunidad fiscal. La nobleza también protestó pero sus mecanismos de evasión fiscal eran muy eficaces y no se preocupó demasiado. Esta contestación a las reformas demuestra la existencia de una vasta oposición en el seno de los grupos privilegiados a los proyectos reformadores, que provocó la caída de Machault en 1756. Desde la cancillería, Machault concibe una serie de proyectos de ley destinados a ampliar las prerrogativas regias en detrimento de la institución parlamentaria, dada la obstrucción sistemática que venía realizando. El marqués D´Argenson (1744-1747) es colocado al frente de la Secretaría de Asuntos Exteriores. Su hermano, el conde D`Argenson (1743-1757), secretario de Guerra, realizó una reestructuración a fondo del aparato militar, aumentando los efectivos humanos, creando el Cuerpo de Granaderos (1749), una Escuela Militar en París (1751) y la Academia Real de Marina (1752), donde se adoptaron las técnicas científicas más avanzadas de su tiempo. El duque de Choiseul (1758-1770), secretario de Estado y más tarde hombre fuerte del Gobierno al asumir las Secretarías de Marina y Guerra, marcará una nueva etapa. En su mandato podemos señalar tres épocas claramente diferenciadas: la primera, entre 1758-1761, marcada por la Guerra de los Siete Años, con una aguda crisis financiera que resulta imposible financiar las acciones militares y un ejército anticuado, mal dirigido y poco operativo, de ahí que en estos años se vuelque sobre la reforma militar y de las finanzas. La segunda, entre 1761-1766, viene caracterizada por los conflictos internos, una vez firmada la Paz de París, materializados en la oposición parlamentaria y la disolución de la compañía de Jesús, y la tercera, entre 1766-1770, donde se centra en las acciones diplomáticas, reforzando los lazos de Francia con las potencias tradicionalmente alineadas en el este europeo, Polonia, Turquía, Suecia y Prusia. La reforma militar era la más urgente, ya que los fracasos en Centroeuropa y en los espacios coloniales fueron la tónica dominante de la guerra. Promulgó unas ordenanzas militares basadas en el restablecimiento de la disciplina, reglamentó un nuevo sistema de reclutamiento y ascensos, cuidó mucho la preparación técnica de los oficiales, modernizó el armamento, transformando a la artillería en un cuerpo propio y creó escuelas militares y academias. Como complemento creó nuevos arsenales donde se empezó la construcción de barcos y se mejoró la infraestructura portuaria. En la reforma de las finanzas tuvo como colaboradores al intendente general Silhouette, que elaboró en 1759 un proyecto de imposición universal sobre la tierra, que no pudo ser aprobado por la oposición de los grupos privilegiados; a Bernis, que en 1763 propuso realizar un catastro de la propiedad rústica y urbana que provocó el enfrentamiento con los parlamentarios de Bretaña, y después la negativa del Parlamento a registrarlo, y a L´Averdy, que concibió una reforma de las municipalidades, en las ciudades de unos 5.000 habitantes, basada en la elección de sus cargos por las elites urbanas, ajenas a los grupos privilegiados. La oposición social a la compañía de Jesús iba en aumento, agravada por la pugna que mantenía contra el jansenismo, y cualquier pretexto era válido para criticarla. Los negocios realizados por el P. Lavalette, director de una misión en América, a través de una compañía comercial se vinieron abajo como consecuencia de la Guerra de los Siete Años, arrastrando a la ruina a muchos negociantes franceses que habían invertido en ella; esos hombres de negocios decidieron demandar a la compañía de Jesús, como última responsable, y tanto el Tribunal de Marsella como el Parlamento de París, en segunda instancia, la condenaron como responsable subsidiario al pago de las deudas. De paso, el Parlamento aprovechó la ocasión para revisar las constituciones internas de la orden. Sus conclusiones afirman que es "perversa, destructora de todos los principios religiosos, injuriosa para la moralidad cristiana, perniciosa para la sociedad civil, sediciosa, hostil a los derechos de la nación y del poder del rey", por lo que se hace necesario disolverla. A continuación, en agosto de 1762, dictan un decretó aboliendo la compañía y confiscando sus bienes. Finalmente, en diciembre de 1770, Choiseul cayó en desgracia al haber provocado una nueva guerra con Inglaterra y haberse ganado la antipatía de los parlamentarios por su política interior. A su cese, el rey establece un triunvirato, que dirigirá los asuntos gubernamentales hasta su muerte, en mayo de 1774. Maupeou contaba con la protección de madame Du Barry, la nueva favorita del monarca. De familia ligada al Parlamento y él mismo parlamentario, fue nombrado canciller en 1768. Partidario del absolutismo real, se enfrentó a la política obstruccionista realizada frecuentemente por los parlamentarios, y tras suprimir algunos provinciales (Ruan, Dovai, Metz), en 1771 disolvió el de París, desterrando a sus líderes más destacados. Sus atribuciones son depositadas ahora en seis consejos, formados por miembros elegidos por el rey, que se convierten en las instancias jurídicas superiores del Estado. A continuación sometió los tribunales señoriales a la justicia real, suprimió la venalidad de los cargos públicos, declaró la gratuidad de la justicia, agilizó los procesos, erradicando la tortura y simplificando el derecho, y eliminó los sobornos de los jueces, declarándoles funcionarios. En la misma fecha suprimió la Cour des Aides, tribunal encargado de los casos fiscales, y el Chatelet, tribunal criminal central, para favorecer el centralismo de los consejos. Gracias a este golpe de Estado, el rey, por primera vez, se veía libre de la Magistratura y de sus intentos para torpedear las iniciativas gubernamentales. Terray era inspector general de Finanzas desde 1769, y su gestión coincidió con una aguda crisis económica y financiera a la que se sumó la enorme deuda pública heredada. Su política fue tradicional, sin introducir grandes cambios en el sistema impositivo, aumentó algunos impuestos pero, sobre todo, perfeccionó el sistema de recaudación de los antiguos (vigésimo). Declaró la bancarrota del Estado para aligerar la deuda y acudió a los empréstitos con relativa frecuencia. Se opuso al libre comercio de cereales y procuró que el Estado hiciese acopio de grandes cantidades para evitar el desabastecimiento, pero esta política fue mal interpretada, desatando grandes críticas en todos los sectores sociales. Por último, D`Aiguillon, que sucedió a Choiseul en Asuntos Exteriores, continuó la obra del anterior, sin poder evitar el primer reparto de Polonia.
contexto
Si las reinas propietarias fueron muy pocas, las reinas consortes fueron más numerosas. Se llamaron así en cuanto esposas del rey y, al mismo tiempo, madres del futuro rey. Así pues, estas consortes fueron ante todo, como la inmensa mayoría de las mujeres de la Época Moderna, esposas y madres, pero no de cualquier persona sino de sujetos muy singulares. Para asegurar la sucesión, las princesas o infantas se casaban muy jóvenes. Doce reinas consortes se casaron con menos de veinte años, entre las cuales las más jóvenes lo hicieron con doce años. En estos casos a veces se retrasaba la consumación del matrimonio, como sucedió con Isabel del Borbón, esposa de Felipe IV, no en cambio, con María Luisa Gabriela de Saboya, primera esposa de Felipe V. La de mayor edad fue María Tudor, segunda esposa de Felipe II, fue este un matrimonio político destinado a sellar una alianza con Inglaterra, más que a asegurar la continuidad de la dinastía. Gráfico La conducta de las reinas debía ser intachable, tanto como buenas cristianas como por ser reinas. Además era de suma importancia para la dinastía garantizar estrictamente la paternidad de los hijos del rey. No hubo reproche alguno en ese sentido hacia las reinas de la España moderna. Sólo a finales de aquella época, María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, fue acusada de infidelidad atribuyéndosele amores con el favorito del rey, Godoy. También Isabel II, ya en la Época Contemporánea, fue gravemente censurada. La ejemplaridad exigía que la reina fuera en todo fiel a su esposo el rey, aunque la fidelidad a la inversa no era exigida con el mismo imperativo. Los matrimonios reales no siempre fueron acertados ni felices. Las reinas, como los reyes, debían casarse por Razón de Estado. Sin embargo, en algunos casos los matrimonios acabaron por convertirse en matrimonios de amor, como se dice que fueron el de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos, el de Carlos V e Isabel de Portugal, el de Felipe II con Isabel de Valois y Anna de Austria, los dos matrimonios de Felipe V, primero con María Luisa Gabriela de Saboya y después con Isabel de Farnesio (14), el de Fernando VI con Bárbara de Braganza o el de Carlos III con María Amalia de Sajonia; concertados por motivos políticos y diplomáticos, acabaron convirtiéndose en matrimonios felices y unidos. El deber principal de una reina era dar un heredero al trono, cuestión clave porque la continuidad era esencial para la monarquía. Tal obligación estaba por encima de cualquier consideración, incluso del riesgo de su propia vida. Fueron varias las reinas que murieron como consecuencia de malos embarazos o malos partos, como sucedió con la emperatriz Isabel, Isabel de Valois y Margarita de Austria. María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo, esposas de Carlos II, fueron duramente criticadas por no haber tenido hijos. La maternidad de una reina iba mucho más allá del ámbito personal y familiar, afectaba no a una familia cualquiera sino a una dinastía y a un pueblo entero. Gráfico Además del deber biológico de la reina, dar un hijo, debía criarlo, educarlo y convertirlo en un rey. De la crianza biológica se ocupaban las nodrizas, las damas y las criadas de palacio, pero era misión de la reina educarlo, naturalmente con la colaboración del rey y la asistencia del ayo y los preceptores. Y la responsabilidad no se limitaba al heredero, debía también ocuparse del resto de sus hijos e hijas, como madre y como reina, y formarlos para ser príncipes de la dinastía, futuros reyes y reinas, en caso de faltar el heredero o posibles consortes de otros príncipes y reyes. El ideal era tener una familia numerosa para asegurar la continuidad de la monarquía contra cualquier azar. La alta mortalidad infantil acosaba a todas las familias, también a las de la realeza. El resto de los hijos, especialmente las infantas, cumplían la importante misión de contribuir a extender y reforzar las redes dinásticas y diplomáticas, por lo que muchas de ellas acabaron ocupando tronos en otros países. Gracias a todos estos matrimonios de Estado existían estrechos vínculos que unían a las diferentes familias reales europeas, hasta crear un selecto y privilegiado núcleo dirigente, como una gran familia que reinaba en Europa y gobernaba no sólo Europa sino gran parte del mundo.