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La pintura de Gentile da Fabriano está a caballo entre el Gótico Internacional y el Quattrocento, siendo el maestro más solicitado del primer cuarto del siglo XV, viajando por las diferentes cortes para realizar numerosos encargos. En la primera década del siglo trabaja en el Políptico de la Coronación de la Virgen para el convento de Valleromita, cercano a Fabriano, una de cuyas tablas laterales apreciamos aquí. La figura de la Magdalena se recorta sobre un fondo dorado, interesándose el maestro por otorgar cierta volumetría a la santa a través de los duros plegados del manto y de la túnica. La perspectiva también es una nueva preocupación al disponer bajo los pies un campo de florecillas que llega hasta el fondo dorado, campo que sirve para dotar de peso a la figura y evitar la planitud. La anatomía es muy somera y el rostro apenas muestra expresividad. No se puede decir que Gentile sea un pintor renacentista pero aportará algunas de las pautas que más tarde desarrollará Masaccio, al que conocerá en Florencia. Su arte cortesano y elegante ha dejado obras de interés como la Adoración de los Magos o una Virgen con Niño y santos.
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Gracias a la calidad cromática de su estilo, Antolínez posee un especial protagonismo dentro de la pintura madrileña de su tiempo. De su obra religiosa conviene destacar su interpretación del Tránsito de la Magdalena, tema de éxito en nuestra iconografía del Siglo de Oro desde Ribera. Soberbio, ejemplifica lo que pueden dar de sí los artistas madrileños. En el cuadro destacan los azules del lujoso manto de la santa penitente y los de los celajes del paisaje de fondo, los malvas y los platas en los que se disuelve la figura del ángel que saluda a la santa, que en su impulso ascensional describe, junto al ángel, una diagonal perfecta que atraviesa todo el cuadro. El esplendor y la delicadeza de sus vibrantes tonos testimonian su admiración por la escuela veneciana, especialmente por Tiziano, aunque su empleo de la gama plateada deriva de la paleta de Velázquez.
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La estrecha relación de esta Magdalena con el Calvario de Osuna hace pensar a los especialistas que se trate de una obra realizada por Ribera en sus primeros años napolitanos, a el calor de la protección del duque de Osuna. La Magdalena aparece de estricto perfil, destacando su pensativo rostro a través de un potente foco de luz procedente de la izquierda que resalta también la volumetría de la figura, al recortarla sobre un fondo neutro. En su manos porta una calavera que ha sido tratada por el maestro con absoluta veracidad, siguiendo la tradición flamenca, similar a los objetos de la serie de los Sentidos. Las tonalidades pardas y tostadas están tomadas, al igual que el naturalismo del personajes y la iluminación empleada, de Caravaggio, si no directamente sí a través del círculo de pintores nórdicos que vivía en Roma denominado Caravaggistas de Utrecht.
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Una de las principales aportaciones iconográficas del Barroco será la representación de santos penitentes, en sintonía con las ideas de la Contrarreforma. Ribera realizará un buen número de ellos, destacando la Magdalena que aquí observamos por su delicada belleza. La santa aparece en una cueva -aunque no existen referencias espaciales- apoyándose sobre la calavera que se sitúa sobre una piedra que acaba en ángulo -símbolo de penitencia-, mientras que en primer plano observamos el pomo de perfumes. En su meditación, la Magdalena dirige sus enrojecidos ojos al espectador, captando el maestro valenciano de manera perfecta su gesto y expresión. La figura se recorta ante un fondo neutro gracias a un potente foco de luz que acentúa el carácter tenebrista del conjunto, resaltando el brillo de los cabellos, la calavera y el pomo de perfumes. Tampoco renuncia al naturalismo con el que está tratado tanto el rostro como las manos o las calidades de las telas. Las novedades respecto a la etapa juvenil las encontramos en el tratamiento pictoricista y la brillantez cromática empleada. Pérez Sánchez considera que podría tratarse del cuadro que en el Inventario del Alcázar de Madrid del año 1666 aparece en la alcoba de la Galería del Mediodía donde falleció Felipe III.
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La Magdalena -símbolo de la belleza arrepentida- protagonizará un buen número de lienzos al permitir representar un rostro juvenil y sugerente, ajeno a las tristezas de los martirios tan comunes en el cercano Barroco. Veronés nos transmite una de sus imágenes más interesantes, en la que muestra su predilección por las calidades de las telas. La santa aparece en primer plano, elevando su mirada hacia Dios, en un maravilloso gesto de ternura y arrepentimiento por su anterior vida de lujo y prostitución. Viste un elegante traje carmesí, cubriéndose el amplio escote con sus manos y sus largos cabellos, postura muy del gusto de la época. A su alrededor encontramos una calavera, un libro y un crucifijo, elementos que aluden a su vida de contemplación en el desierto, como una eremita más. La luz divina ilumina su bello rostro, provocando un ligero claroscuro. La pincelada empleada por el maestro es bastante suelta, apreciándose la rapidez de la factura en algunas zonas del vestido o del cabello.
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Entre las diversas Magdalenas penitentes pintadas por El Greco a lo largo de su vida destaca ésta por su originalidad, tratándose de la última salida de sus pinceles. La santa viste túnica azul y manto rojo, está de frente y se lleva la mano derecha al pecho mientras con la izquierda señala al libro y la calavera, sobre una roca. A la izquierda, un paisaje característico de algunas obras del cretense - San Martín y el pobre o San José y el Niño - mientras a la derecha muestra la entrada de la cueva, elemento habitual de los eremitas. Su pasado como prostituta queda aludido cuando muestra su hombro derecho al descubierto, su cabellera rubia que cubre el escote o su bello rostro, cuyos ojos cubiertos de lágrimas recuerdan a San Pedro. La figura es alargada, como corresponde al canon habitual de estos años en la producción de Doménikos, acentuando los músculos y alargando las manos y los dedos para unir el anular y el corazón en una postura que podría servir como firma, aunque aquí recurra una vez más a plasmar su firma en letras griegas en un papel sobre la roca. El modelado recuerda la Escuela veneciana, con una factura suelta y empastada en algunos lugares, que baña de luz a Magdalena y resalta la carnación blanquecina de su cuerpo, suprimiendo el color en aquellas zonas de los paños donde impacta. La santa inspira misticismo y espiritualidad en sintonía con las demandas de la sociedad toledana de la Contrarreforma. El Greco supo ofrecer a sus clientes lo que demandaban; ahí está el secreto de su éxito.
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Quien mayor importancia tiene hoy en día entre los pintores franceses del Barroco que trabajaron bajo una órbita caravaggesca es Georges de La Tour. Sin embargo, este pintor ha estado olvidado desde poco después de su muerte hasta principios del siglo XX, habiéndose atribuido sus obras a otros artistas. En 1915 Hermann Voss descubría su personalidad y desde entonces paulatinamente se ha ido ampliando el horizonte de su obra. En su segunda etapa La Tour se acerca mucho más a los caravaggistas holandeses con la introducción de una candela para iluminar las composiciones, lo que por otra parte le permite obtener determinados efectos lumínicos derivados de la localización de este foco de luz dentro del lienzo. A ello hay que añadir la tonalidad rojiza que baña todo el conjunto debido al tipo de iluminación, todo lo cual asemeja estas obras con las de Honthorst, las cuales pudo haber conocido en un supuesto viaje a Holanda. Están estos cuadros envueltos en una gran oscuridad cortada bruscamente por una candela, que puesta en un candelabro o sujeta en la mano por un personaje, ilumina fuertemente la zona próxima a ella, variando así con respecto a su etapa anterior, cuyas obras estaban más próximas al tenebrismo italiano al no percibirse el foco de luz, que quedaba fuera del lienzo. En estas composiciones se entremezclan extrañamente aspectos muy naturalistas como los espejos o las candelas, con otros tratados de forma más esquemática, como ocurre con algunas partes del cuerpo de la Magdalena que casi parece un maniquí y que de esta forma ya adelantan lo que será propio de su última etapa.