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La defensa de las Indias fue encomendada al principio a los encomenderos, ya que parecía innecesario sostener un ejército. Todo encomendero tenía la obligación de mantener su caballo y sus armas listas para el momento en que se le llamara a combatir. Y se le llamó pronto, pues a partir de 1530 aparecieron por América los piratas franceses, que se dedicaron a asaltar pequeñas poblaciones costeras. Los encomenderos hacían alguna defensa y protegían, sobre todo, a la población, que finalmente se internaba en la selva a esperar la partida del enemigo, cosa que solía hacerse tras el saqueo y quema de la población. Esta situación, relativamente tolerable, cambió a partir de 1569 cuando la Reina Virgen lanzó sus perros del mar contra las ciudades y barcos de Felipe II. Los ingleses, unidos a los franceses, atacaron entonces plazas importantes como La Habana, Veracruz, Cartagena, etc. sin que pudiera hacerse ninguna resistencia. La mayoría de las ciudades españolas del Caribe, sólo podían enfrentar cincuenta o cien encomenderos armados de picas y espadas, apoyados por algunos indios con flechas, contra una buena artillería naval y unas fuerzas considerables y adiestradas para combatir. Sólo el Jesus of Lucbeck, que mandaba John Hawkins, llevaba 140 hombres, fuerza militar superior a la de la mayor parte de las poblaciones del Caribe. Cuando se reunían tres o cuatro buques piratas -lo cual era bastante frecuente- desembarcaban fácilmente trescientos hombres armados de arcabuces, ante los que era inútil toda defensa. El problema se agravó tras el desastre de la Invencible, en el que España perdió su poderío marítimo, y con la presencia de los corsarios holandeses a fines del siglo XVI. En 1622 surgieron, además, los bucaneros, verdaderos piratas acriollados y origen de los posteriores filibusteros, que sembraron el terror en las ciudades del Caribe y del Pacífico durante la segunda mitad del siglo XVII. Para hacer frente al acoso de la piratería, España estableció el régimen de flotas, del que ya hablamos, y un plan de fortificaciones extraordinariamente eficaz, construyendo castillos y baluartes en algunos lugares clave. El complejo más notable fue el del Caribe, que empezaba en San Agustín (Florida) y seguía con los morros de La Habana (había otras fortificaciones en Cuba) y San Juan de Puerto Rico, los castillos y baluartes de Cartagena y se cerraba con los fuertes de Portobelo y de Veracruz. Esto se complementó con otras fortificaciones levantadas en Araya, Cumaná, la Guayra, Maracaibo, Santa Marta, el Golfo Dulce, Campeche, etc. Finalmente, se hizo lo mismo con las plazas del Pacífico: Acapulco, Panamá, Guayaquil, El Callao, Arica y Valparaíso. Algunas de estas obras constituyeron el mejor exponente de la ingeniería militar de la época, como las realizadas por Juan Bautista Antonelli y sus discípulos. El sistema fue tan bueno que aguantó el empuje de los piratas y corsarios hasta que Inglaterra, Francia y Holanda se volvieron contra la piratería que habían creado (último cuarto del siglo XVII), ya que ésta afectaba también a sus colonias. Las fortificaciones fueron muy costosas y la Real Hacienda vio aminorados por ello sus ingresos. Nadie sabe cuánto costaron. Hoffman calculó los promedios anuales de 67.347 ducados para el período 1548-63, 130.722 para el de 1564-77, y 245.558 para el de 1578-85, que se multiplicaron por tres o cuatro posteriormente. Peor aún resultó sostener la fuerza militar que servía en los fuertes, unos cuatro mil hombres, a los que había que armar, mantener y pagar sueldo. Las pagas, a un promedio de 100 ducados por soldado, superarían los 400.000. España intentó sostener estas guarniciones con tropas peninsulares, pero resultó imposible y tuvo que recurrir a los americanos (siempre que no fueran mestizos o mulatos), que entraron así a defender el territorio en que habían nacido. Los oficiales eran generalmente españoles. También se establecieron guarniciones permanentes en las fronteras vivas, como el norte de Nueva España o Chile, donde los indios no habían sido nunca sometidos. Para el sostenimiento de la estructura defensiva se creó el situado. Los centros neurálgicos del sistema de fortificaciones debían recibir periódicamente dinero de los territorios más ricos (México y Perú) a los que protegían, para pagar los sueldos de los soldados, el armamento, las obras de carácter militar, el sostenimiento de los guardacostas, etc. El situado no era sólo una ayuda económica para los territorios que lo recibían, sino también su mejor fuente de ingresos, su circulante casi exclusivo y la base de su sistema crediticio. Al tratarse de lugares en los que no había minas, escaseaba mucho la moneda, funcionando un complejo sistema de créditos que se reciclaba cada vez que llegaba el situado. No existía una cantidad fija para el mismo (variaba con las pagas y obras de fortificación). Los centros receptores libraron una gran batalla porque fuera fijo y periódico. México cargó con la mayor parte del situado del Caribe. Cuba y Puerto Rico comenzaron a recibirlo a mediados del siglo XVI. A comienzos de la centuria siguiente La Habana recibía 39.912 ducados y Puerto Rico (1607) 45.947. En 1608 se estableció el situado de Santo Domingo (parte del mismo se destinó al sustento de las familias canarias que se llevaron para colonizar). En 1637 el virrey de México denunciaba que se estaban enviando 400.000 pesos en situados, cantidad excesiva para las rentas novohispanas. Por estos años el virreinato septentrional enviaba, además, 200.000 pesos para la Armada de Barlovento. En 1683, remitió 25.000 pesos al puerto de Matanzas y 5.000 más en 1692, y en 1688 y 1691, envió 6.000 y 5.000 pesos a Puerto Rico. En 1689, México desembolsó los siguientes situados: 96.000 pesos al presidio de La Habana, 40.000 al de Cuba (Santiago), 58.000 al de la Florida, 50.000 a Puerto Rico, 50.000 a Santo Domingo, 360.000 a Manila, y 147.000 a la armada de Barlovento. El de Manila era tan alto porque incluía el pago de los sueldos de los funcionarios. En 1692, México pagó 180.000 pesos a las gobernaciones antillanas: 60.000 La Habana, 30.000 Puerto Rico, 70.000 a Santo Domingo, 20.000 al presidio de Santiago de Cuba. En 1695, se remitió el de Venezuela: 30.000 pesos para Cumaná y 10.000 para la isla Margarita. La Caja de Lima atendía al situado de las plazas suramericanas. El primero fue el de Chile, cifrado en 60.000 ducados anuales. En 1664 se estableció el de Panamá, valuado en 105.105 pesos anuales. Cartagena recibía 66.836 pesos, que se encargó luego pagar a Santa Fe y Quito. Ni México, ni Lima tenían capacidad para sostener esta sangría de numerario, que se añadió al drenado de plata efectuado por la Península y el Oriente y al aumento de los gastos administrativos internos. La situación se volvió insostenible desde mediados del siglo XVII, cuando se contrajo la producción de plata. Se originaron, por ello, contracciones y retrasos en los envíos del situado, que provocaban estados de penuria increíble en los centros receptores, donde se llegaba a una economía premonetaria. Aparecían los especuladores, que negociaban con la pobreza ajena, prestando dinero a altos intereses. Incluso los gobernadores recurrían a ellos después de haber agotado los fondos de la Real Hacienda. En 1643, el gobernador de Puerto Rico denunció que no había recibido el situado desde hacía cinco años y, en 1646, el gobernador de Cuba afirmó que no le habían llegado más que dos remesas de situado durante los últimos seis años, lo que tenía sumida a la isla en la pobreza. En 1691, el gobernador de Florida Pedro de Quiroga manifestó al virrey novohispano que sólo el día de precepto se dice misa, por no haber vino ni cera para más, y que lo mismo sucede con el aceite para sostener la lámpara que alumbra el Santísimo Sacramento. Estos retrasos originaron algunos motines de los soldados de los presidios, como el de las Marianas, el 21 de marzo de 1689 (donde se recibía un situado de casi 80.000 pesos para sueldos de soldados, de misioneros y el sostenimiento de un seminario), y el de Puerto Rico en 1691.
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Este grupo es la obra cumbre del clasicismo escultórico español. Por su belleza formal y por su contenido se adscribe dentro de lo sublime. Alvarez Cubero sublima plásticamente un hecho sucedido durante los Sitios de Zaragoza en la guerra de la Independencia. Uno de los defensores que luchaba junto a su padre, al ver caer herido a éste, acudió en su auxilio y lleno de furor y venganza combatió bravamente hasta caer herido de muerte. Para su ejecución se inspiró en diversas esculturas romanas, como el Gálata suicidándose y uno de los Tiranicidas, y también tiene en consideración el Creugante de Canova. En 1818 lo expuso en Roma en un vaciado en yeso, cobrando gran popularidad y admiración de hombres como Metternich y el emperador de Austria, quien quiso adquirirlo. Álvarez Cubero recurrió a Fernando VII para que éste sufragara los gastos de llevarlo al mármol, lo que haría en 1823. Álvarez dotó a su obra de nueva fuerza expresiva y originalidad en un modelado de fuertes contrastes y volúmenes sólidamente definidos.
obra
En 1846 Pelegrí Clavé es contratado como profesor de la Academia de Bellas Artes de México, permaneciendo el país azteca más de veinte años. Durante esta estancia pintará su obra más famosa, una pintura de historia en la que se evoca la demencia de la reina Isabel de Portugal, segunda esposa de Juan II de Castilla y madre de Isabel la Católica. El pintor convierte a la futura reina de Castilla en la verdadera protagonista de la composición al narrar la difícil infancia y adolescencia de la princesa Isabel en compañía de su madre loca en el castillo de Arévalo. La reina Isabel de Portugal aparece sentada en un trono, con dosel adornado por el escudo de Castilla sujeto por dos leones rampantes. La soberana apoya su cabeza sobre un grueso almohadón, con la mirada de sus grandes ojos absolutamente perdida en el vacío, sin reaccionar a las caricias de sus dos hijos, refugiados en el regazo materno y con una profunda tristeza en sus miradas. La joven Isabel aparece viste un trajea de raso y se arrodilla junto a su madre, apoyando sobre su pecho las manos, mientras el infante Alfonso apoya la cabeza sobre el hombro de su madre y coge una de sus manos. A un lado del trono se sitúa doña Beatriz de Bobadilla, cubriéndose el rostro con la mano para ocultar su dolor. Al otro lado se encuentra una camarera que se asoma y el médico real, Cibdarreal, contemplando impotente la tierna escena. Por la puerta del fondo se presta a entrar una camarerea portando la medicina para la reina y más allá vemos a un alabardero de la Guardia Real y un militar. La impactante mirada de la reina se convierte en el verdadero eje de la composición. la modelo será la propia esposa del pintor, María del Carmen Arnou Vargas. Los personajes se sitúan en un espacio muy limitado y cercano al espectador, guardando en su ubicación una simetría casi perfecta, destacando especialmente las reacciones afectivas de los personajes ante la desgraciada situación de doña Isabel. También conviene resaltar la minuciosidad en el tratamiento de las telas, el perfecto y seguro dibujo y el brillante y rico colorido empleado por el pintor. El resultado es una obra de gran calidad para la que Clavé realizó nada menos que 23 bocetos preparatorios.
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Básicamente, la transformación consiste en una nueva estructuración del sistema tribal en el que, por un lado, se introduce el cálculo decimal como modo de racionalización. Las tribus pasan a ser diez y en ellas se encuadra toda la población sin tener en cuenta el antiguo sistema de cuatro tribus. En efecto, según Aristóteles, la reforma buscaba la anameixis, la mezcla de toda la población, prescindiendo de los vehículos tribales por donde se ejercía la influencia aristocrática. Clístenes, en efecto, ha triunfado gracias a su apoyo en el demos, no en los lazos representados por los hetairoi. Anteriormente, el sistema tribal consistía en cuatro tribus, dividida cada una de ellas en tres phratríai. Éstas se fundamentan en un conjunto indeterminado de gene. Los Eupátridas eran, de hecho, los eugeneis que controlaban el sistema a través de la estructura de la phratría. Clístenes recupera como fundamento el demos, unidad territorial donde se agrupaba, al estilo de las comunidades aldeanas, la población campesina. De este modo, la libera de las dependencias gentilicias al mismo tiempo que amplia el sistema y lo adecúa a la ciudad, con lo que agrupa en demoi las poblaciones de la ciudad (asty), de los territorios costeros (paralia) y de la mesogaia, las tierras del interior. Hay, pues, tres tipos de demos, que se agrupan a su vez en treinta trittyes. Cada una de estas trittyes está formada por un demos de un solo tipo, del asty, de la paralia, o de la mesogaia. De este modo, la trittyes se configura como un simple modo de agrupación, sin fundamento gentilicio. Por otra parte, cada una de las tribus está formada por tres trittyes (tercios), una de cada tipo, de tal manera que la tribu obtiene una estructura heterogénea y sirve de crisol para la mezcla de la población. Desde ahora, la onomástica ática se transforma para dar paso, frente al genos, al demos, de modo que Clístenes Alcmeónida queda sustituido por una fórmula del tipo Sócrates (hijo) de Sofronisco, del demos de Alopece. Los jefes militares de la tribu pasan a mandar sobre unidades heterogéneas de hoplitas, como phylarchoi, con tendencia a convertirse en los verdaderos jefes políticos de la polis. Los que eran orgeones, de estirpe desconocida, y los gennetai quedan integrados en una sola unidad. La nueva estructura permite a Clístenes inscribir en la tribu a quienes antes eran extranjeros y esclavos metecos, es decir, a quienes por no tener la ciudadanía quedaban al margen de los derechos cívicos y podían transformarse en esclavos. Ahora se garantiza el estatuto de meteco para quienes no siendo ciudadanos se consideran dignos de protección frente al creciente sistema esclavista. El sistema decimal influyó en el calendario político y en la boulé, ahora de quinientos, cincuenta por cada tribu. Si Aristóteles comparaba, en el antiguo sistema, a las tribus con las estaciones del ano y a las phratríai con los doce meses, porque en cada uno se ejercía la pritanía o presidencia permanente por una de las fratrías, con residencia en el Pritaneo, pequeño edificio dentro del ágora, ahora las pritanías corresponden a las diez tribus, en un calendario político de diez meses que se superpone al de doce, vigente todavía en el plano religioso para festivales y rituales. El origen antitiránico del sistema se tradujo en la institución del ostracismo. Cada año se votaba en la asamblea si era preciso que la ciudad se preservara de alguna amenaza tiránica y, de ser así, se celebraba algún tiempo después una sesión específica en que cada uno escribía sobre un óstrakon, o fragmento cerámico recogido del suelo del ágora, el nombre de la persona a la que consideraba peligrosa. Era necesario un alto quorum para que alguien fuera condenado al ostracismo, es decir, a permanecer diez años alejado de la ciudad, conservando, sin embargo, sus derechos y propiedades. Hasta el periodo conflictivo coincidente con las guerras médicas no se conoce la aplicación del sistema, usado ahora como arma en los conflictos políticos, tanto que la arqueología ha detectado en los depósitos de fragmentos la utilización de mecanismos para influir en los votantes, a través de la inscripción de un determinado nombre en un número considerable de óstraka que debía de estar dispuesto para repartirse entre los ciudadanos en el momento de la reunión.
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Fue en Alemania donde la debilidad de la nueva democracia de la posguerra fue más evidente. La República de Weimar padeció de una doble ilegitimidad de origen. Para la extrema izquierda, representó "la derrota de la revolución", por la represión de los intentos insurreccionales de los meses de diciembre de 1918 a abril de 1919 y por el aplastamiento de los nuevos intentos revolucionarios de marzo de 1920 ("alzamiento espartaquista" en los distritos mineros del Ruhr) y de octubre de 1923 (disturbios comunistas en Sajonia). Para la extrema derecha, el régimen de Weimar significó la traición nacional, los "traidores de noviembre" -según la propaganda hitleriana-, la aceptación del humillante tratado de Versalles. La derecha nacionalista alemana no aceptó la República. El 13 de marzo de 1920, hubo ya un conato de golpe monárquico en Berlín, encabezado por Wolfgang Kapp y el general von Lüttwitz, que fracasó al declarar los sindicatos la huelga general. Erzberger, el líder del partido católico, fue asesinado el 29 de agosto de 1921; Rathenau, el dirigente demócrata y ministro de Asuntos Exteriores, el 24 de junio de 1922. El voto de la derecha nacional, representada por el Partido del Pueblo Nacional Alemán (DNVP), heredero de la Liga Pangermánica de la preguerra y dirigido por Alfred Hugenberg, no fue en absoluto desdeñable. En las elecciones de enero de 1919, el DNVP logró 44 escaños y el 10,3 por 100 de los votos; en las de diciembre de 1924, 103 escaños y el 20,5 por 100 de los votos. La ultraderecha, representada por el partido nazi, el Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP), creado en febrero de 1920 y enseguida dirigido por Adolf Hitler, hizo también pronto su aparición. El NSDAP pasó de 64 afiliados en el momento de su fundación a 55.787 en 1923. En las elecciones de junio de 1920, logró 4 diputados; en las de 4 de mayo de 1924, 32 y el 6,6 por 100 de los votos. La República de Weimar fue, además, un régimen políticamente débil. El sistema proporcional elegido hizo que ningún partido tuviese nunca la mayoría absoluta. El mejor resultado de los socialistas, del SDP, el partido más votado entre enero de 1919 y septiembre de 1930, les dio 165 escaños de un total de 421. Todos los gobiernos republicanos fueron gobiernos de coalición. Ello fue una de las causas de la inestabilidad gubernamental: entre 1919 y 1930, hubo un total de 11 gobiernos. Además, por el colapso del Partido Democrático de Rathenau, el partido de las clases medias profesionales (75 escaños en 1919, 39 en 1920, 28 en 1924, 25 en 1928), las coaliciones tuvieron que hacerse entre el SPD, el Zentrum católico -que estuvo en todos los gobiernos desde 1919 a 1932- y el partido liberal-conservador o popular (DVP) de Gustav Stresemann. Ello perjudicó sobre todo al SPD, eje de la República: nunca pudo desarrollar plenamente su propia política y hubo de gobernar haciendo continuas concesiones al centro-derecha. Ni el ejército ni la justicia, por ejemplo, pudieron ser reformados. Al contrario, la doble amenaza de la extrema izquierda y de la ultra-derecha, hizo que el régimen de Weimar tuviera que apoyarse en un ejército mayoritariamente conservador y ajeno a los valores democráticos del nuevo orden político. La crisis económica de la posguerra erosionó profundamente la legitimidad de la República. La deuda por la financiación de la guerra se estimó en 150.000 millones de marcos. Por el Tratado de Versalles, Alemania perdió el 14,6 por 100 de su tierra cultivable, el 74,5 por 100 de su producción de mineral de hierro, el 26 por 100 de la de carbón y porcentajes igualmente elevados de su producción de zinc y potasio. Vio, además, incautadas gran parte de sus flotas mercante y pesquera. En esas condiciones, unidas a la inseguridad política creada por el hundimiento de la monarquía, la proclamación de la República y la amenaza revolucionaria de 1918-19, la industria alemana quedó paralizada. Las importaciones excedieron con mucho a las importaciones. El déficit de la balanza de pagos se disparó. El marco se devaluó aceleradamente: 100 marcos pasaron de valer 5 libras en 1914, a valer 0,2 libras a principios de 1921. La fijación el 27 de abril de 1921 de la cantidad a pagar por reparaciones de guerra en la cifra de 6.500 millones de libras (132.000 millones de marcos-oro) hundió, como muy bien vio Keynes, las expectativas de recuperación de la economía alemana. Para agravar las cosas, en enero de 1923 los gobiernos francés y belga, alegando retrasos en el pago de las cantidades de carbón impuestas y ante el temor de un aplazamiento en la entrega de las reparaciones en metálico, decidieron la ocupación militar del Ruhr y la confiscación de las minas y ferrocarriles de la región. La población alemana, con el apoyo del gobierno, respondió con una política de resistencia pasiva. La producción cayó espectacularmente; la escasez aumentó y los precios se desorbitaron, estimulados por el aumento de la circulación de billetes provocado por el gobierno para de alguna forma sostener la demanda interna. Alemania experimentó el primer proceso de hiperinflación conocido en la historia. El valor de su divisa bajó a 35.000 marcos por libra en 1922 y a 16 billones de marcos por libra a finales de 1923. El dinero carecía de valor. El índice de precios al por mayor había pasado del valor 1 en 1913 a 1,2 billones en 1923. La gente llevaba los billetes en cestos y hasta en carretillas. La situación, con todo, tuvo solución rápida y brillante. El gobierno alemán, que nombró a Hjalman Schacht (1877-1970), un prestigioso banquero y miembro del Partido Democrático delegado de la moneda y luego presidente del Reichsbank, procedió a crear un nuevo marco, el rentemmark, equivalente a un trillón de marcos viejos, y a tomar drásticas medidas de ahorro y contención del gasto. Al tiempo, solicitó a los aliados una investigación sobre la economía alemana y el estudio de nuevas fórmulas para el pago de las reparaciones. El resultado fue el Plan Dawes (que tomó el nombre del presidente de la comisión nombrada al respecto, el norteamericano Charles G. Dawes) que en abril de 1923 recomendó fijar los pagos anuales en dos millones y medio de marcos-oro y la concesión a Alemania de créditos internacionales por valor de 800 millones de marcos-oro. Hasta Francia se dio por satisfecha y retiró sus soldados del Ruhr en 1925. Pero el daño político y social que la hiperinflación y la ocupación causaron a la nueva democracia alemana fue irreparable, a pesar de la prosperidad -ala postre, ficticia- que Alemania tendría de 1925 a 1929. La hiperinflación destrozó las economías de las clases medias (pequeños empresarios, ahorradores, inversores en rentas fijas, pequeño comercio, etcétera): eso explicaría en parte el retroceso del Partido Democrático y el auge de la derecha. El líder nazi, Hitler, creyó llegado el momento para promover un golpe contra la República. El 8 de noviembre de 1923, intentó, con la colaboración de otros grupos ultranacionalistas y el concurso personal de Ludendorff, tomar Munich, bastión de la derecha alemana y del regionalismo bávaro, y forzar así la proclamación de un gobierno nacional. El "putsch de la cervecería", como se le conoció por el lugar donde empezaron los hechos, fue un disparate. La policía abrió fuego contra la manifestación nazi y mató a 17 personas. El Ejército apoyó al gobierno. El mismo gobierno regional bávaro -cuyas tensiones con el gobierno central Hitler quiso capitalizar en favor de la intentona- se volvió contra los golpistas. Hitler fue detenido y procesado. Pero todo el episodio fue significativo y premonitorio. La estabilidad de la democracia en la Europa de la posguerra -en Alemania y en otros países- habría necesitado que los valores y la cultura democráticos estuvieran profundamente enraizados en la conciencia popular. Precisamente, la I Guerra Mundial había provocado una profunda crisis de la conciencia europea. Ya se verá también que, en esa crisis, el nacionalismo, el "ethos" de la violencia revolucionaria, las tentaciones fascista y comunista, las filosofías irracionalistas, adquirieron vigencia social extraordinaria. Burckhardt, el gran historiador suizo, había dicho allá hacia 1870, que el siglo XX vería "al poder absoluto levantar otra vez su horrible cabeza". La I Guerra Mundial creó el clima moral para que aquella sorprendente premonición fuese cierta.