Busqueda de contenidos

obra
Gauguin representa en este lienzo una de las muchas escenas que llamaban su atención. Contemplamos a dos niños y una niña, sentados tras una mesa sobre la que hay un precioso racimo de plátanos rojos, dos recipientes, varias frutas y un cuchillo, elementos que se encuentran sobre varios manteles. Las figuras están ausentes, como asustadas ante el forastero que les observa, recortadas sus siluetas sobre una pared decorada con una cenefa. La mesa está levantada para que veamos lo que contiene, utilizando una perspectiva de arriba hacia abajo muy típica de Degas; los niños están vistos de frente, mezclando ambas perspectivas en un juego muy impresionista. Algunos elementos del bodegón de primer plano parecen estar pegados a la mesa como en el caso del cuchillo - marcando así la planitud típica de las estampas japonesas -, mientras que otros - como los plátanos o las frutas - resaltan su volumen recordando a Cézanne. El vivo colorido empleado y el primitivismo de los rostros caracterizan estos primeros años de Tahití.
contexto
Su fundador, Íñigo López de Loyola (1491-1556), era un noble vasco educado en los valores de la vida caballeresca. Habiendo sido herido gravemente en el sitio de Pamplona por los franceses (1521), decidió durante su recuperación, y tras leer la "Vida de Cristo", de Ludolfo de Sajonia, y la "Flos sanctorum", de Jacobo de Vorágine, hacer grandes cosas en servicio y gloria de Dios. En el monasterio de Montserrat, ante la imagen de la Virgen, cambió su espada y su indumentaria militar por el hábito de peregrino. Antes de marchar a Jerusalén (1523) sufrió una transformación mística y comenzó a escribir los "Ejercicios", sin estar convencido aún del camino que tenía que tomar para servir a la Iglesia. A su vuelta de Tierra Santa estudió en Alcalá y Salamanca (1526-1527) y siendo objeto de sospecha por la Inquisición se trasladó a París en 1528, en cuya etapa se graduó en artes y formó un círculo reducido de amigos y compañeros (Laínez, Salmerón, Bobadilla, Francisco Javier, Rodríguez y Fabro) a quienes daba ejercicios espirituales. En 1534, reunido con aquellos compañeros en Montmartre, hizo voto de pobreza y castidad, de peregrinar a Jerusalén, de servir al Papa y de hacer apostolado por la salvación de todas las almas. La peregrinación no fue posible, pero Ignacio se dirigió a Roma con algunos de sus compañeros en 1538 (nov.). Allí fue procesado bajo sospecha de herejía. Absuelto, y en un clima favorable, decidió la fundación de la Compañía, para lo cual dirigió al papa Paulo III la "Formula Instituti" (1539), que contenía las ideas fundamentales del instituto, entre las cuales se incluía la importantísima novedad del cuarto voto, el de obediencia, sin excusa ni tergiversación, al Pontífice. La "Compañía de Jesús" fue confirmada el 27 de septiembre de 1540. Su fin es "militar para Dios bajo la bandera de la. Cruz y servir sólo al Señor y al Papa, su vicario sobre la Tierra", con rigurosa obediencia a la voluntad de Dios, por la predicación, la enseñanza y la caridad. Las constituciones de la Compañía fueron redactadas en 1541 y sufrieron algunas modificaciones posteriores hasta 1558. Regulaban la selección, admisión (los novicios eran sometidos a varios años de prueba antes de tomar los votos y de ser ordenados) y estudios (filosofía y teología) de los miembros y el gobierno de la Compañía. La constitución de la orden es monárquica. El prepósito general es elegido de por vida por la congregación general (órgano legislativo supremo) y posee poderes casi ilimitados de gobierno. Desde su fundación, la Compañía se propagó rápidamente por España, Portugal e Italia e intentó fortalecer el catolicismo en la misma Alemania, donde se fundaron colegios (Viena, Ingolstadt, Munich y Tréveris) e incluso se organizó una universidad (Dillingen, 1563). Desde 1549 había jesuitas trabajando en la India con el apoyo de la Monarquía portuguesa, y con la misma confianza pasaron a Brasil (1553), China (1555) y Macao (1562). En cambio, los progresos fueron menores en Francia y en los Países Bajos. Los primeros decenios se caracterizaron por la acción personal de sus miembros mediante el apostolado y la predicación. Después, maduró la organización prevista en las constituciones y se fundaron casas profesas, colegios y residencias en todo Occidente. Justamente, la fundación de colegios, primero para formación de aspirantes a ingresar en la orden, y a partir de 1550 también para alumnos externos con el derecho a conferir grados académicos, consagró a la Compañía de Jesús como la primera gran institución educadora de la Iglesia en los tiempos modernos. El combate de la Iglesia contra los protestantes y el proselitismo y la recuperación del catolicismo en los territorios centroeuropeos se hicieron gracias a la militancia activa y directa de la Compañía de Jesús, el gran instrumento, junto con las decisiones tomadas en el Concilio de Trento, para reformar la Iglesia católica.
obra
Para la exposición de la Royal Academy de 1824, Constable presentó este gran lienzo en la línea de los "six-foot", es decir, escenas del valle del Stour con los que el maestro se sentía identificado. Al contrario que los otros lienzos de la serie, esta obra cosechó un importante éxito, tanto por parte del público como de la crítica especializada, vendiéndose el primer día. El comprador sería el próspero industrial James Morrison, que pagó 150 guineas por la tela -la décima parte de una obra de Turner-, al interesarse por la curiosa mezcla de elementos poéticos y pintorescos. Constable utiliza un formato vertical, extraño en su producción, viéndose influido por las obras de Claudio de Lorena, especialmente en los árboles de la zona derecha. El pintor emplea un punto de vista bajo, que repetirá en el Salto del caballo, con el que otorga mayor impacto visual a la composición, presidida por el hombre que pone en funcionamiento la esclusa. Tras él observamos la barca que espera a que el nivel de agua se iguale, episodio que está siendo contemplado por un niño y un perro. Constable no quiere que el espectador se pierda un detalle y nos presenta las aguas de la zona de la izquierda removiéndose por efecto de la apertura de la esclusa. Al fondo podemos observar la torre de la iglesia de Dedham, envuelta en luces azuladas que sirven de precedente a los impresionistas. El empleo de la espátula en algunas zonas del lienzo y los toques abruptos del pincel son claras muestras del menor interés de Constable hacia el naturalismo detallista de trabajos anteriores. Sin embargo, no renuncia a presentar un estudio de la luz matinal, su favorita, coloreando de amarillo la hierba, lo que le supuso un amplio número de críticas. El resultado es una de las obras más importantes del maestro británico que bien puede suponer todo un catálogo de su sensacional estilo.
contexto
El espacio de las gentes medievales era muy limitado. Cuando los cronistas hacen referencia a la "tierra" sólo aluden a la Europa cristiana dependiente del pontificado romano. Fuera de este ámbito espacial estaba el Imperio Bizantino y el Islam y a partir de ahí los territorios eran bastante mal conocidos, mezclándose fábula con escasas dosis de realidad. Las noticias del Lejano Oriente llegaban a través de la Ruta de la Seda, contactos muy indirectos y limitados. Africa y buena parte de Asia serían casi desconocidas para Europa. La mayoría de la población medieval no salía de su entorno más cercano durante toda su vida. Tenemos que considerar la definición de proximidad en la época medieval, relacionada con la distancia que se podía recorrer a pie entre la salida y la puesta del sol, considerando en ese tiempo transcurrido tanto la ida como la vuelta. El ámbito de relación sería, por lo tanto, local. La movilidad aumenta a partir del año 1000 cuando se produce un aumento de la seguridad en las vías de comunicación. Entre los culpables del aumento de esta movilidad encontramos el desarrollo de las peregrinaciones, especialmente a Santiago a través de la Ruta Jacobea. La puesta en marcha del Camino de Santiago por el que peregrinos de toda Europa llegarán a la costa atlántica, traerá consigo el aumento de los intercambios tanto económicos como culturales y artísticos. Bien es cierto que viajar en la época medieval no era una empresa fácil. Los medios de transporte eran tremendamente arcaicos y los caminos muy precarios. Aún la estructura medieval era heredera de las vías romanas que empezaron a tener una mayor atención a partir del siglo XII. Durante estos viajes los viajeros podían ser asaltados por bandidos y había que pagar numerosos peajes al atravesar territorios señoriales lo que motivaba que el trayecto alcanzado fuera bastante limitado. Considerando que el viajero utilizara un animal para sus desplazamientos, no recorrería más de 60 kilómetros diarios por lo que atravesar Francia llevaba del orden de 20 días. Para recorrer el trayecto entre Roma y Pisa, el monarca francés Felipe Augusto -de regreso de la Tercera Cruzada- tardó quince días lo que supone menos de 19 kilómetros diarios. Las vías fluviales serían más rápidas pero este medio de comunicación era más utilizado por las mercancías. A pesar de estos inconvenientes los viajeros eran relativamente abundantes. Por ejemplo, por la ciudad francesa de Aix pasaban una media de 13 viajeros diarios. Juglares, vagabundos, peregrinos, clérigos, soldados, prostitutas, animaban los caminos europeos y se alojaban en la limitada red de posadas existente. Los hospitales para peregrinos y albergues ampliarán esta oferta asistencial en aquellas zonas del Camino por las que el tránsito de viajeros era mayor. La mayoría de los peregrinos procedentes de Francia pasaban por el hospital de Roncesvalles en cuyo cementerio descansan los restos de un amplio número de viajeros que no pudieron cumplir su sueño de alcanzar la tumba del apóstol. Debemos advertir que a partir del siglo XII se produce en la Europa cristiana un aumento de la comunicación con el exterior. Un buen ejemplo serían los viajes realizados durante el siglo XIII por el mercader veneciano Marco Polo. De esta manera las mentalidades europeas gozan de algo de aire fresco.
contexto
La comunidad judía medieval presentaba una organización muy jerarquizada, donde cada uno cumplía su función y cuyo objetivo final era el beneficio de ésta. Funcionarios asalariados para administrar diversas actividades e instituciones, incluyendo los establecimientos educacionales y religiosos, la recaudación de impuestos o la beneficencia son algunas de las tareas que los judíos debían cumplir. Se trataba, por tanto, de una sociedad fuertemente cohesionada y blindada por ideología e intereses comunes. Existía también una fuerte responsabilidad social, pues aquellas personas con menores recursos eran ayudadas por los miembros más prósperos mediante instituciones caritativas comunes o de beneficencia individual. También contaban con una serie de prohibiciones, como la de tener esclavos o la de ingresar en los famosos gremios de etapa Medieval. Lo primero les permitió desarrollar una especialización económica y lo segundo les impidió prácticamente trabajar en el campo agrario e industrial e, incluso, formar parte del ejército, el gobierno y las "profesiones liberales", salvo la medicina. Sin embargo, en el campo donde más van a destacar, y el que les reportará también gran cantidad de problemas y odios, es el económico, pues se dedicaron al prestamismo y a las actividades comerciales, enriqueciéndose rápidamente. Ante su impopularidad tendieron a agruparse en barrios cuya unidad básica era la familia, verdadera fuerza del sistema social judío, ya que ésta era fuerte, leal y numerosa. Proporcionaba estabilidad y seguridad en todos los aspectos de la vida (económico, social, religioso, etc.) y era en el hogar donde comenzaba la religión, pues en ella se celebraban las fiestas rituales y donde se recibía su educación. Ésta imponía un estricto código de conducta sexual, cuyo propósito era la conservación y santificación de la familia. La falta de hijos y la esterilidad eran consideradas como desgracias que la propia familia intentaba mitigar. Estaba muy extendido entre las comunidades la concertación de matrimonios, dando lugar a fuertes vínculos familiares. Los viejos eran muy respetados y vistos como fuente de sabiduría, mientras los niños representaban la continuidad de la familia dentro de la comunidad, encargada de su educación. Desde el punto de vista social, el sistema favorecía a los hombres por encima de las mujeres, quedando excluidas del poder. Lo mismo sucedía con niños y niñas, las cuales apenas recibían educación, además de tener prohibida su participación en los actos religiosos que se realizaban en las sinagogas. Las normas de recato y pureza ritual eran aplicadas más estrictamente a las mujeres que a los hombres, mientras que sobre éstos recaían mayormente las observancias religiosas. Legalmente se las igualaba con niños y esclavos, no pudiendo dar testimonio ante un tribunal o quedando exentas de remuneración en los trabajos, contando sólo con cierta libertad y respeto dentro del hogar. Como podemos observar, por tanto, la sociedad judía en la Edad Media se caracteriza por una fuerte cerrazón respecto al resto de la sociedad y donde nadie nuevo entraba, salvo por nacimiento, ni salía, salvo por defunción. La comunidad estaba por encima del individuo y éste debía trabajar por el bienestar del grupo. En muchos sentidos, su vida reflejaba el carácter del mundo no judío, directamente responsable de muchas de sus características.
contexto
Aludida por la mayoría de los autores, al margen de teorías, la comunidad jurídica internacional tenía una estructura peculiar derivada del desarrollo del Derecho internacional. La soberanía del Estado contaba con una doble vertiente: por un lado, la lucha entre la Monarquía y los antiguos estamentos se resolvió en la mayor parte de Europa a favor de la primera, mientras, por otro, en Gran Bretaña, Suiza y Holanda se confirmaron los antiguos poderes estamentales y regionales. De hecho, en unos países se impuso la Monarquía absoluta y en otros el Estado constitucional parlamentario y la división de poderes. El Estado absolutista poseía una soberanía ilimitada, ya que los vínculos morales medievales habían sido relegados por la razón de Estado, es decir, el propio interés particular del país que regía su política. Aunque en las doctrinas iusnaturalistas aparecía cierta consideración hacia las demás naciones, en el pensamiento de los estadistas sólo existía por conveniencia, por ejemplo, tras la firma de una alianza. La comunidad cristiana de la Edad Media se había transformado en el siglo XVIII en un sistema de Estados rivales. Del reconocimiento diplomático dependía, en este régimen de potencias, la capacidad jurídica y de obrar de cada país. De hecho, los acuerdos entre los poderosos suponían la base del Derecho internacional y el equilibrio de poderes formaba el programa de la política europea. Por ello, las cuestiones de sucesión hereditaria no eran consideradas de carácter interno, sino problemas exteriores que afectaban a la comunidad internacional. Todo el siglo está cuajado de estos asuntos, columnas vertebrales de la diplomacia: la sucesión española, la sucesión austríaca, la sucesión polaca, la sucesión de los Hannover en Gran Bretaña, etc., y detrás de ellas estaba la aspiración al reconocimiento internacional, única forma de legalizar los cambios. El concepto de población del Estado quedó perfilado cuando el principio territorial triunfó sobre el personal. Era ciudadano el nacido dentro del país e hijo de padres residentes, aunque había excepciones, como en el caso de los judíos. También la territorialidad triunfó desde la supresión de las imprecisiones políticas feudales y se decantó por un carácter geográfico. Sin embargo, el territorio podía ser enajenado, cedido, permutado o transmitido por herencia en virtud de disposición testamentaria, ya que el señor y propietario, según los códigos, era el monarca. Esto explicaba que en la anexión de un territorio conquistado fuera tan importante la posterior confirmación por un tratado de cesión, pues únicamente así se aseguraba el reconocimiento internacional; por ejemplo, la apropiación de Silesia por Federico II. El poder del Estado en el absolutismo se tenía por ilimitado y abarcaba la legislación, la administración y la jurisdicción, ya que se desconocía una clara división de poderes. De cualquier forma, el Derecho internacional europeo no regía en los territorios coloniales y los pueblos indígenas se consideraban fuera de toda normativa, salvo en el caso de las posesiones ultramarinas españolas. Con un criterio tripartita, La comunidad internacional se dividía en grandes potencias, de segundo rango y menores. En el primer bloque estaban Austria, Gran Bretaña, Francia, Prusia, Rusia, España y Turquía. Las potencias de segundo rango variaban según la escala de las normas adoptadas y las consideraciones del contexto político; aquí podemos incluir a las Provincias Unidas, el Palatinado, Portugal, Saboya, Nápoles, Lorena, Baviera, Hannover, Sajonia, Dinamarca o Suecia. Si tomamos como pauta la debilidad militar y política, las potencias menores incluirían las ciudades libres imperiales, los principados eclesiásticos, Suiza, Polonia, la mayoría de los territorios alemanes e italianos, Crimea, Moldavia, Valaquia, Transilvania, Hungría o Ucrania. En Europa oriental podemos resaltar la peculiaridad de nobles polacos más poderosos, incluso en sus ejércitos, que la mayoría de los príncipes menores y hasta mantenían relaciones diplomáticas con el extranjero o utilizaban los mismos métodos dentro de Polonia, pero no formaban un Estado soberano. Sólo Rusia y Austria ganaron grandes extensiones con la Guerra del Norte y la Guerra de Sucesión española, respectivamente. Las adquisiciones austríacas fueron consecuencia de las pretensiones dinásticas, el éxito militar, la aceptación de un Borbón en España y la muerte sin hijos de José I. Entre 1721 y 1791 ninguna potencia tuvo beneficios comparables en Europa occidental, mientras Austria y Rusia se expandían por el Este. La conquista prusiana de Silesia, relevante por su tamaño y riqueza, supuso la constatación del fracaso de Viena por recuperarla y un cambio en las relaciones de poder dentro del Imperio y Europa oriental. Prusia reflejaba las ventajas derivadas de las conexiones entre la política interna y la internacional, puesto que Silesia no significaba tanto por sí misma como para que Federico II alcanzara el papel de árbitro continental. Por otro lado, las potencias de segundo rango dependían de los soberanos poderosos en su actividad diplomática y militar, aunque también ejercían cierta influencia sobre ellos, como sucedió con Sajonia al condicionar las acciones de británicos y austriacos en los años cuarenta y cincuenta. Las coaliciones con los dos últimos bloques, de segundo rango y menores, permitían a sus príncipes buscar o recibir asistencia de las grandes potencias, más tolerantes cuanta más presión soportaban. Ahora bien, dichas situaciones de tensión podían volverse en contra de los países débiles, al verse comprometidos en guerras contra terceros o abandonados después de pasados los peores momentos. De cualquier forma, existía una tendencia al pacifismo y a la neutralidad frente a los poderosos y evitar, así, ofender a esos monarcas, aunque hubiera diferencias por motivos fronterizos o económicos, lo que no significaba escapar a sus políticas manipuladoras cuando exigían, por decisión propia, reclutamientos y contribuciones forzosas o intervenían en el nombramiento de los gobernantes, como sucedía en los principados eclesiásticos. Irónicamente, no faltaban las quejas de las grandes potencias contra las inferiores, al tachar a sus príncipes de egoístas y perversos porque obstaculizaban la buena marcha de las relaciones internacionales. Tan presente en los primeros siglos de la Edad Moderna, el arbitraje dejó paso a la mediación de los Estados poderosos en la prevención o conclusión de guerras o en la resolución de conflictos. Este papel fue detentado, sobre todo, por las potencias marítimas, Gran Bretaña y Holanda. Tampoco en el siglo XVIII se elaboró un concepto de neutralidad que fuese reconocido de forma general, a pesar de las polémicas al respecto. Las discusiones partían de las opiniones de H. Grocio, que consideraba compatible la neutralidad con la toma de un cierto partido por una de las partes combatientes, pero terminaban con la idea de que un país neutral debía conducirse por igual con ambas partes, por lo que numerosos polemistas defendían la imparcialidad. Tales debates se mezclaron con otros puntos igualmente controvertidos, por ejemplo, la exigencia de libertad del comercio neutral, la coacción por las grandes potencias sobre las pequeñas neutrales, condenada por el Derecho internacional pero practicada de forma ininterrumpida, la licitud o no del derecho de tránsito, etc. Un tema peculiar dentro de este apartado fue la neutralidad de Suiza y de los Países Bajos, confirmada en Westfalia, y aceptada como realidad política. Suiza consiguió convertirla en una parte de la doctrina jurídica internacional, pero Holanda, arrastrada al intervencionismo por multitud de factores, renunció a ella a cambio de las fortificaciones en los Países Bajos españoles, denominados la barrera, que también pasó al Derecho europeo por medio de tres tratados en 1709, 1717 y 1715 y se mantuvo durante el Setecientos. En conexión con la política holandesa de la barrera estaba el cierre del Escalda para el comercio, evitándose la competencia de Amberes; este punto, de la misma manera, formaba parte de las regulaciones internacionales y se convirtió en un principio jurídico reconocido. Las uniones de Estados, consecuencia de políticas de gabinete, de enlaces dinásticos y de guerras de sucesión, eran muy frecuentes por la existencia de territorios federales, uniones reales y uniones personales. Algunas de las grandes potencias del momento, Gran Bretaña, Austria y Prusia, fueron, precisamente, resultado de una unión real. Por el contrario, la constitución del Imperio alemán no figuraba en los códigos jurídicos internacionales y resultaba aún más excepcional porque el poderío del emperador estribaba en la preponderancia de sus Estados patrimoniales y no en sus facultades constitucionales. La diplomacia francesa velaba por las libertades germánicas garantizadas en Westfalia, pero era el modo de perpetuar la separación y aislar a sus componentes. Con los mismos objetivos se vigilaban las libertades polacas por la mayoría de las potencias, siendo una excusa para el intervencionismo. Por otro lado, los frecuentes tratados internacionales perseguían alianzas, convenios comerciales, garantías reciprocas de situaciones posesorias, cesiones y divisiones de territorios o intervenciones diplomáticas y militares. La insistencia en las garantías territoriales evidenciaba lo cuestionable de los fundamentos morales de la política, aunque se cumpliesen fielmente las estipulaciones externas de los tratados.
obra
Realizado íntegramente a pluma, en un tipo de trazo que suele definirse como dubitativo, puede encuadrarse en el momento en que el artista estudia el tema y las figuras de La Eucaristía, de Los Sacramentos Chantelou. No se conoce con precisión el tema o asunto concreto representado, dudándose entre Santa María Egipciaca recibiendo la comunión, María Magdalena o, simplemente, una evocación directa, sin base narrativa, sobre la comunión.
contexto
El auge que las ciencias sociales experimentaron a lo largo del siglo XIX, y que culminó en la última década del mismo, respondía precisamente a eso: a la necesidad de explicar, en palabras de Max Weber, lo que el hombre era y cómo había llegado a ser lo que era. Dios todavía no había muerto, contrariamente a lo que había dicho Nietzsche en 1882 (en La gaya ciencia): la religión seguía proporcionando la única razón de la vida para la inmensa mayoría de la humanidad. Pero de alguna forma, sus explicaciones resultaban progresivamente insuficientes, y su papel social -al menos, en las sociedades desarrolladas- parecía cada vez menos relevante. Por eso que antropólogos, sociólogos e historiadores se planteasen por primera vez y a fondo su estudio. Tal vez fuese el antropólogo británico Edward B. Tylor (1832-1917) el primero en hacerlo. Al menos, en su libro Primitive Culture (1871), Tylor quiso estudiar el nacimiento de las religiones primitivas -origen de toda religión- y concluyó que lo que las caracterizaba era la creencia, fruto de su primitivismo cultural, en seres espirituales, lo que incluía tanto las almas de los individuos como otros espíritus. Para Tylor esa idea de alma -a la que llamó "animismo"-, que en la religión primitiva poseían tanto los seres humanos como la naturaleza, era el origen de toda creencia religiosa, de toda deidad; y por tanto, la religión en última instancia no era, en su interpretación, sino un tipo de explicación que había sido modelado por el propio hombre. Tylor creía, por añadidura, que existía una fuerte semejanza entre las religiones primitivas y las civilizadas, salvo por una diferencia: por el papel que en estas últimas tenía la religión como fundamento de la ética colectiva (por lo que Tylor apuntaba ya la idea que luego recogerían muchos antropólogos y sociólogos, como el ya citado Durkheim: que la religión era, sencillamente, un instrumento de cohesión social). Algo después, en 1890, se publicó la primera edición de La Rama Dorada, el extraordinario libro de sir James Frazer (1854-1941), de la universidad de Cambridge, un estudio comparado -escrito con erudición, mesura y elegancia insuperables- de ritos, creencias religiosas, costumbres y mitos de numerosos pueblos, con el que Frazer quería dilucidar el origen de la magia y de la religión, y las relaciones entre ambas. Frazer, que en parte continuaba los argumentos de Tylor, era aún más explícito. Primero, dejaba dicho claramente que magia y religión constituían estadios "insuficientes y erróneos" en la evolución de la humanidad, que quedarían superados mediante el desarrollo de la ciencia; segundo, colocaba la religión cristiana -algunos de cuyos rituales, como por ejemplo, la natividad, muerte y resurrección de Cristo le parecían simple adaptación de los festivales paganos anteriores- en plano de igualdad con las restantes religiones. El libro de Frazer tuvo un éxito excepcional e hizo de la Antropología una verdadera ciencia. Sobre todo, y aunque las tesis de Tylor y Frazer fueran, luego, revisadas y especialmente, su concepción peyorativa de lo primitivo, dos ideas parecían abrirse camino irreversiblemente. En primer lugar, la idea de que la religión constituía un tipo de explicación propia de mentalidades elementales y primitivas; con ella, la idea de que la religión, lejos de ser un conjunto de verdades reveladas susceptible de análisis teológico, era una mera creación humana cuyas tradiciones, dogmas, creencias y rituales podían y debían ser estudiados empíricamente. La religión empezaba a ser, por tanto, una curiosidad antropológica. La misma Biblia fue puesta en revisión (eso, al margen del impacto que sobre la idea de la creación del mundo tuvieron el darwinismo y las teorías de la evolución de las especies en toda la segunda mitad del siglo). En efecto, fue el historiador alemán Julius Wellhausen (1844-1918), profesor de la Universidad de Gotinga, hombre de formación protestante y racionalista, el primero en publicar, aunque existieran precedentes desde el siglo XVIII, una interpretación convincente de la cronología y autoría de los textos bíblicos, cuestión teológicamente explosiva puesto que suponía la negación del origen divino y revelado de aquéllos, y, por tanto, la negación de los fundamentos mismos de la tradición judeo-cristiana. En su amplia obra, Wellhausen precisó la antigüedad de las distintas partes de la Biblia y pudo determinar el orden en que aquéllas habían sido escritas y reelaboradas (al servicio, según su tesis, de un proceso de justificación histórico-política de la nación judía). Estableció, en suma, que la Biblia era un libro de historia, y no un texto sagrado. Por el mismo camino se orientó William Robertson Smith (1846-1894), ministro de la Iglesia Libre escocesa, hombre de erudición portentosa, gran conocedor del hebreo y del árabe -lengua de la que sería catedrático en Cambridge, universidad de la que fue también principal bibliotecario-, y especialista en exégesis del Antiguo Testamento. De hecho, Robertson Smith, autor de El Antiguo Testamento en la Iglesia judía (1881), Los profetas de Israel (1882) y La religión de los semitas (1889), hizo para el Deuteronomio lo que Wellhausen había hecho para el Pentateuco: fijar su composición y su cronología. Y los resultados fueron parecidos: afirmar la naturaleza histórica de la Biblia. No se trataba, además, de una cuestión meramente erudita. En la década de 1870, Robertson Smith escribió varios artículos de temas bíblicos para la Enciclopedia Británica y, en su calidad de redactor asociado, encargó otros a Wellhausen. Algunos de ellos escandalizaron: Robertson Smith fue acusado de herejía por miembros de su propia Iglesia y se vio forzado a dejar su cátedra en la facultad en la Iglesia Libre de Aberdeen. Era inútil. La idea misma de la creación divina del mundo y del hombre estaba en crisis. La tesis de la creación no pudo resistir, como ya se ha mencionado, el impacto de las teorías evolucionistas de Darwin y sus discípulos. El más brillante de éstos, además, el naturalista Thomas H. Huxley (1825-1894), dedicó los últimos treinta años de su vida a promover lo que, al menos en Inglaterra, fue una muy exitosa cruzada de divulgación social y popular del darwinismo, dirigida sin disimulo alguno contra los portavoces de la ortodoxia religiosa. El conocimiento sobre la aparición del hombre se transformó radicalmente a la luz del desarrollo de la Prehistoria y de la Arqueología. Los primeros hallazgos decisivos fueron anteriores a la época aquí estudiada. El hombre de Neanderthal fue encontrado por Fuhlrott en el verano de 1856; el de Cro-Magnon por Louis Lartet, en 1868; las cuevas de Altamira por Sautuola, en 1875. En 1865, en su libro Prehistoric Times -obra que se reeditó siete veces antes de 1914-, John Lubbock distinguía ya entre edades de Piedra y de los Metales, y entre Paleolítico y Neolítico, en la primera, y Bronce y Hierro, en la segunda: sobre todo, advertía que la aparición del hombre era muy anterior a lo que la tradición y la historia habían supuesto. Y en efecto, a partir de la década de 1880, se produjo un salto cualitativo, irreversible y definitivo en la percepción que el hombre tenía de su propio origen y antigüedad. Ello se debió a los numerosísimos hallazgos -restos humanos, instrumentos y útiles de todo tipo, animales fosilizados, cuevas con pinturas y grabados- que, a partir de entonces, se produjeron, una vez que se sistematizaron las técnicas y fundamentos de la Prehistoria y de la Arqueología; el más espectacular fue el descubrimiento en 1889, en Java, por el profesor holandés Eugene Dubois del que se llamaría Pithecantropus erectus en el que se quiso ver el "eslabón perdido" entre el hombre y el mono de las teorías darwinistas. Luego se sabría que no lo era y que la cuestión de la aparición del hombre era mucho más compleja de lo que se pensó al principio. Pero el hallazgo de Dubois, objeto de apasionados debates que se prolongaron hasta bien entrado el siglo XX, y otros posteriores -como el del hombre de Chu-ku-tien, junto a Beijing, hallado por Davidson Black en 1930- hicieron que las estimaciones sobre la aparición del hombre se elevaran hasta los 500.000 años antes de Cristo. Estaba cristalizando, pues, una nueva visión del origen del hombre y de la evolución del mundo que desafiaba los supuestos de la religión cristiana. Tanto, que el profesor de la universidad de Jena, Ernst Haeckel (1834-1919), principal exponente del darwinismo en Alemania y el hombre que, convencido de la existencia del "eslabón perdido", había enviado a su ayudante Dubois a Java, escribió en 1899 un libro, El misterio del mundo, que proponía una interpretación radicalmente materialista de éste, en el que la vida se explicaba, no en virtud de un Dios creador, sino en razón de la evolución mecánica de la materia y de la naturaleza: lo significativo fue que el libro se tradujo a numerosos idiomas y que se convirtió en uno de los grandes "best-sellers" internacionales del fin de siglo. No era casual que historiadores y prehistoriadores protagonizaran algunas de las tormentas intelectuales de la época. El siglo XIX fue el siglo de la Historia (inicialmente popularizada por las novelas de Walter Scott), y ello suponía un cambio radical en la concepción que el hombre tenía de la vida y de su propia naturaleza. Fue el filósofo alemán Wilhelm Dilthey (1833-1911), biógrafo de Schleiermacher, profesor en las Universidades de Basilea, Kiel, Breslau y Berlín, el primero en hacer de ello el punto central de su reflexión filosófica. Porque, para Dilthey, la revolución historiográfica que se había producido en Alemania a lo largo del siglo XIX -que él atribuía a la labor de Humboldt, Savigny, Grimm, Ranke, Niebhur y Mommsen-, obligaba a investigar la naturaleza y la condición de la historia y a emprender, según escribió en 1903, "una crítica de la razón histórica", que hiciese entender la dimensión histórica de la vida: "sólo la Historia -escribiría- puede decirnos qué es el hombre"; "la totalidad de la naturaleza humana -diría en otro texto- sólo se halla en la historia". La Historia adquiría, así, una dimensión trascendente. El hombre tomaba "conciencia histórica", según la expresión favorita de Dilthey; es decir, el hombre sólo se explicaba a sí mismo a través de su propia historia, y la vida sólo podía entenderse desde la vida misma. La Historia resultó, pues, objeto de máximo interés para el análisis filosófico, al menos para el pensamiento alemán. La obra de Wilhelm Windelband (1848-1915), Heinrich Rickert (1863-1936), Georg Simmel (1858-1918) y la del propio Max Weber (1864-1920) vino a constituir una verdadera teoría alemana de la Historia. Ellos, al menos, fueron los primeros en plantearse cuestiones realmente esenciales a la naturaleza de la comprensión histórica, a la lógica (leyes y causas) de la Historia, a la objetividad y los valores en Historia, a la singularidad y unicidad de los hechos históricos. Y fueron los primeros en afirmar, al hilo de todo ello, una convicción esencial: "que el hombre -en palabras de Dilthey- es un ser histórico". Ese interés era paralelo al propio desarrollo de la Historia. El hecho fue idéntico en todos los países europeos (y en Estados Unidos): en todos hubo una similar explosión de estudios históricos, materializada en la creación de cátedras de Historia, aparición de publicaciones periódicas, organización de archivos, reunión de grandes congresos, publicación de grandes repertorios históricos, fuentes y libros de referencia, y en el desarrollo de las ciencias auxiliares de la Historia. E incluso en todos se produciría un mismo fenómeno: la aparición, junto a los historiadores profesionales, de divulgadores de la Historia, como los casos, en Inglaterra, de un Chesterton o un H. G. Wells, cuyo libro The Outline of History, una historia del mundo desde sus orígenes hasta el presente en un solo volumen, publicada en 1920, vendió más de dos millones de ejemplares. En Alemania, la labor de los hombres citados por Dilthey -y junto a ellos, Droysen, von Sybel, fundador de la Historische Zeitschrift (1859), y Treitschke- fue ahora continuada por la llevada a cabo por Wellhausen en el ámbito de los estudios semíticos; E. Delitzsch, en el campo de los estudios asirios y sumerios; Schmoller, von Bellow y Brentano, en historia económica; Max Weber, Werner Sombart (1863-1941), autor de El capitalismo moderno (1902) y de El burgués (1913), y Ernst Troeltsch (1865-1923), en historia social de las ideas, o mejor, en el estudio de la relación entre ética religiosa (el calvinismo, el judaísmo, el luteranismo) y desarrollo económico; Karl Lamprecht (1856-1915), en historia social y psicológica; Friedrich Meinecke (1862-1954), en historia política y del Estado, y Theodor Mommsen (18171903), en historia del mundo romano. En Francia, donde también la Historia tuvo formidables exponentes a lo largo del siglo XIX -Guizot, Tocqueville, Thiers, Michelet, Renan, Taine, Fustel de Coulanges-, lo significativo fue tal vez que la III República crease en 1886 una cátedra de Historia de la Revolución francesa en la Sorbona, que ejerció, primero, Alphonse Aulard (1849-1928), pues ello revelaba también que aquel régimen quería hacer de la Historia uno de los pilares de la educación pública. En 1876, Gabriel Monod había creado la Revue Historique; con Ernest Lavisse, Charles Seignobos y Charles -Victor Langlois la Historia quedó definitivamente establecida como una disciplina rigurosa y académica, afirmando su identidad frente a otras ciencias sociales como la Sociología, al hilo del intenso debate que, sobre la naturaleza de ambas disciplinas, sostuvieron entre 1903 y 1908 Seignobos y Durkheim. Más aún, por iniciativa de un no-historiador, Henri Berr (1863-1954), profesor de Retórica en un instituto de París, la Historia adquirió en Francia una nueva dimensión. Porque Berr no veía en ella un mero ejercicio de erudición sino la síntesis por excelencia de todas las ciencias humanas, y como tal, la creía inseparable de la Geografía, de la Sociología, de la Economía y de la Psicología Social. Al servicio de esa concepción, lanzó en 1900 la Revue de Synthése Historique, precedente de Annales d`Histoire Economique et Sociale que en 1929 editarían dos historiadores, Lucien Febvre y Marc Bloch, marcados por su influencia. En 1920, Berr promovió la publicación de la Evolución de la Humanidad, un ambiciosísimo proyecto que pretendía, a través de síntesis monográficas de gran calidad, abarcar toda la historia del mundo: que para 1940 se hubiesen publicado unos 40 títulos de los 100 proyectados confirmaba la estimación social que la Historia había ya adquirido. Con los nombramientos para las cátedras de Historia de Oxford y Cambridge de William Stubbs (1825-1901) y John Seely (1834-1895), en 1866 y 1869 respectivamente, y la aparición en 1886 de la English Historical Review, la historia alcanzó también su estatus como disciplina académica en Gran Bretaña, que se consolidó por la labor en Oxford de Edward A. Freeman, J. A. Froude y Samuel R. Gardiner y sobre todo, por la que realizaron en Cambridge Lord Acton (1834-1902), J. B. Bury (1861-1927), F. W. Maitland (1850-1906) y George M. Trevelyan (1876-1962). En 1902, Bury podía decir, en el discurso de toma de posesión de su cátedra, que la Historia era "simplemente una ciencia, nada menos y nada más". La mejor expresión de ello fue tal vez la Historia Moderna de Cambridge, la gran obra múltiple, en doce volúmenes, planeada por Lord Acton y publicada entre 1902 y 1910, comparable por su importancia y significación a las empresas de Berr en Francia. Al margen de la historia oficial -demasiado apegada a la historia política y a la interpretación liberal de Inglaterra-, J. L. y Barbara Hammond publicaron entre 1911 y 1919 una serie de libros sobre la vida de los trabajadores (El trabajador rural, El trabajador urbano y El trabajador especializado), que hacían de las clases obreras y de la revolución industrial -término popularizado tras la aparición en 1884 del libro de ese título escrito por Arnold Toynbee (padre)- el eje de la historia británica moderna. R. H. Tawney (1880-1962), profesor de la Escuela de Economía de Londres y militante laborista, dio con sus estudios sobre los problemas agrarios de la Inglaterra del siglo XVI (1912) y sobre la relación entre religión y capitalismo (1926), un considerable impulso a la historia social. El empirismo británico y el desarrollo que en el país tenían los estudios de Economía hicieron que naciera allí la historia económica (como algo radicalmente distinto de la historia social-geográfica de Berr y los Annales): J. H. Clapham (1873-1946) publicó en 1907 un libro sobre las industrias de la lana y del estambre, y en 1921, otro sobre el desarrollo económico de Francia y Alemania entre 1815 y 1914. En 1926, se fundó la Economic History Review, la gran revista de la especialidad, y dos años después, se dotó en Cambridge la primera cátedra de Historia Económica (que le fue atribuida justamente a Clapham). Luego, ya en la década de 1930, el espíritu revisionista y crítico de Lewis B. Namier (1888-1960), un judío polaco establecido en Oxford en 1908 y catedrático en Manchester desde 1931, provocaría en el ámbito de la historia política y biográfica una revolución equiparable, aunque de significación muy distinta, a la que la revista Annales representó en Francia en el ámbito de la historia social. En 1902, se concedió el Premio Nobel de Literatura a Mommsen, el historiador de Roma, editor del Corpus Inscriptionum Latinorum, y autor de una obra de casi 1.500 títulos: era un reconocimiento del papel que la Historia, como se ha visto, había ido adquiriendo. Cuando en 1936 Friedrich Meinecke publicó su libro El historicismo y su génesis, la idea del carácter histórico, de la historicidad del hombre y del mundo, era ya, probablemente, una firme y amplia creencia colectiva.
contexto
Paul Cézanne (1839-1906) había decidido aislarse en la Provenza y vivir para pintar, pues su economía holgada se lo permitía. Ni viajes al Pacífico, ni Roma e incluso cada vez menos París. En Aix, después de haberse sentido decepcionado en sus exposiciones con los impresionistas, vivía dedicado a la búsqueda infatigable, fiel a las pequeñas verdades y a esa petit sensation que le daba fuerzas para seguir intentando rehacer a Poussin del natural. Necesitaba cambiar la imprecisión por la solidez. El había notado la solidez, la sensación de espacio, la había aprehendido observando la naturaleza. Y lo quería plasmar con los medios plásticos que tenía a su alcance. Sobre todo tenía una fe ciega en el color. Quería pintar lo que veía y pintar también las formas subyacentes. Los impresionistas habían sido sinceros, pero ¿y el equilibrio y la armonía? ¿Cómo plasmar el orden de la naturaleza que aparecía ante sus ojos? "Este objeto tiene una solidez, yo la veo, pero no quiero recurrir al dibujo ni al sombreado" ¿Cómo compaginar en el color la fortaleza, la intensidad con la diafanidad? ¿Cómo plasmar sensaciones que sean al mismo tiempo inmediatas y definitivas? Quería "convertir al impresionismo en algo más sólido y duradero, como el arte de los museos". Lo quería conseguir todo sin sacrificar nada. Para ello el contorno debía ceder y dejar que las formas emergieran desde la profundidad a la superficie. Pues sólo eso era un cuadro, sin engaños: superficie. Por ello es el padre del arte moderno. El hecho de pintar no reproduce las sensaciones, sino que las produce. Se trata de que la inteligencia organizadora encuentre el nexo entre lo que se conoce, entre lo que se ve y lo que se siente. La tensión entre la realidad y la ilusión y esa voluntad de afirmarse en un lenguaje específico, con leyes propias, le lleva a alejarse de criterios subjetivos. Sus obras son registros acumulativos de sucesivas instantaneidades: más allá de la experiencia temporal y sin embargo vitalmente ligado al tiempo, más allá de la experiencia sensible y sin embargo radicalmente ligado a ella. El estudio del objeto, paciente y constantemente desde todas las posiciones y en distintos momentos, obliga a descomponer la perspectiva tradicional. El cuadro es un "registro del presente continuo, de la experiencia del espacio en el tiempo, que es a su vez una experiencia que requiere tiempo para revelarse" (Hamilton). Trabaja obsesionado por la composición y decidido a negar la distinción entre dibujo, línea, plano y color. Como le diría a Bernard: "Dibujo y color no son distintos. Uno pinta al mismo tiempo que dibuja. Cuanto más armonioso el color, más preciso el dibujo. Cuando el color es más rico, más completa es la forma. El secreto del dibujo y del modelado está en los contrastes y en las relaciones entre los tonos". Los jugadores de cartas (1890-1892) es una construcción de masas y volúmenes mediante el color que se desarrolla en el espacio. Ese intercambio entre los objetos -que intervienen además unos en la vida de los otros- y el espacio necesita de una distorsión de la perspectiva, incluso de un abandono de lo tridimensional en aras de la bidimensionalidad. Quizá lo importante sea sólo introducir "una cantidad suficiente de tonos azulados para que se pueda sentir la atmósfera". La relación entre lo superficial y lo profundo será un tema fundamental entre 1886 y 1900. El espectador se enfrenta a un cuadro en el que se le ofrecen igualmente a la visión el fondo y los personajes. Logra al mismo tiempo fragmentar e integrar sus objetos en la globalidad, jugar con las distancias, alterar las relaciones espaciales modernizando la visión tradicional. Nos hace sentir el volumen. (Naturaleza muerta con cortina, frutero, jarra y fruta, 1895-1900). "Esta nueva atribución de valores a determinados aspectos de nuestro entorno conduce a una definición de nuevos objetos, a la vez reales e imaginarios. Según la voluntad del artista, la manzana se hará inaprehensible o la montaña manejable y ligera" (Francastel). Le preocupa el modo de fundir e identificar experiencia (la sensación) y pensamiento. Pensamiento vivido. Como dice Rilke: "Lo convincente, el hacerse cosa, la realidad que, gracias a su propia vivencia del objeto llega hasta la indestructibilidad: esto era lo que le parecía el propósito esencial en su recóndito trabajo". Cuando trata a la naturaleza "según el cilindro, el cono, la esfera", dice tratar y no reducir. Es un proceso y no un resultado. El artista descubre relaciones. Las formas geométricas son formas históricas de pensar el espacio. Los colores se invaden unos a otros al mismo tiempo que se sostienen entre sí, se expanden hasta que son detenidos por otra forma coloreada: el verde de los árboles invade los cielos y el azul de éstos las praderas, como en La Montagne Sainte-Victoire (1904-1906).
monumento
<p>Edificio situado en las orillas del Sena, forma parte del Palacio de Justicia. Se utilizó como prisión desde 1391 hasta 1914 y, por ejemplo, François Ravaillac, asesino de Enrique IV, fue encerrado y torturado aquí en 1610. Su nombre deriva de la palabra "concierge", nombre del gobernador real bajo cuya dirección estaba el edificio. Su construcción se remonta a finales del siglo XIII o principios del XIV, bajo el reinado de Felipe El Hermoso, Tras ser prisión de Estado, durante la Revolución Francesa pasó a albergar a multitud de ciudadanos que vivían allí antes de ser guillotinados. Una de sus prisioneras más célebres fue María Antonieta, encerrada hasta su ejecución en 1793. La Cociergerie posee una hermosa sala gótica de cuatro naves, donde se alojaban los guardias de la Casa Real. Fue renovado durante el siglo XIX, a pesar de lo cual todavía conserva su sala de torturas y la torre del reloj, del siglo XIV. En 1816, fue transformada en capilla por la única hija sobreviviente de Luis XVI, la duquesa de Angulema.</p>