Los grandes espacios y volúmenes de estos templos, siguiendo formas prerrománicas, se muestran más rotundos en sus estructuras prismáticas merced a los muros de grandes superficies lisas en las que apenas son perceptibles los vanos. Pero si esto es una constante en la mayoría de los edificios otonianos, también veremos, en estos momentos, cómo se inicia una experimentación arquitectónica preocupada por dinamizar los paramentos de los muros. Es un interés por la estética arquitectónica que sólo percibimos en grandes obras, donde se aprecia que el arquitecto insinúa tímidamente un deseo de ruptura con el tradicional muro inarticulado, pero sólo aplicado a puntos muy concretos del conjunto. Es una tendencia coetánea a las primeras experiencias del primer románico y ligeramente posterior a realizaciones bizantinas similares.La restauradísima fachada de San Pantaleón de Colonia nos muestra el interés de su constructor por evitar las grandes superficies paraméntales lisas y pesadas. Bandas verticales, líneas de impostas y series de arquillos dinamizan la superficie de un muro que sin ellos se vería tremendamente pesado y monótono. La sabiduría arquitectónica de este constructor le lleva a articular los volúmenes con una rica disposición escalonada de los mismos, evitando que éstos se prolonguen en exceso bajo las mismas formas volumétricas. A este respecto, obsérvese las torres laterales que, arrancando el suelo en sección cuadrada, a media altura se convierten en octogonales, para terminar circulares. Que esta concepción de fachada y volúmenes corresponde al proyecto original, y no a transformaciones posteriores o al pastiche de los modernos restauradores, nos lo confirma la abacial benedictina de Münstereifel, que la reproduce, muy fielmente, en toda la organización de sus volúmenes, a principios del XI.La iglesia benedictina de Mittelzell, en la isla de Reichnau (lago Constanza), presenta, ya a fines de la primera mitad del XI, una gran torre occidental, cuyo paramento aparece geométricamente fraccionado por el resalte de una decoración de bandas y arquitos similares a los que hemos visto en Colonia y a los que también contemplaremos en muchos de los edificios del primer románico.Pero, con toda seguridad, la gran aportación de la arquitectura otoniana a la historia del templo cristiano medieval es la preocupación por buscar una armónica disposición de los muros laterales que configuran el espacio de la gran nave central. Basta comparar las naves de templos como Hildesheim o San Jorge de Reichenau-Oberzell con la de Santiago de Compostela o la de las posteriores catedrales góticas para darse cuenta cómo se ha ido transformado este muro. En la historia de este proceso experimental, edificios como San Ciriaco de Gernrode y la catedral de Espira constituyen hitos fundamentales.Genrode se funda por iniciativa del margrave Gero en 959, poco después de la muerte de su hijo Sigfrido, para asegurar el futuro de su nuera Hedwige. La obras debieron transcurrir con cierta celeridad pues, a la muerte del fundador, 965, pudo ser enterrado en una parte de la iglesia ya construida. Para lo que aquí nos interesa, dejando aparte distintas transformaciones posteriores, antes de finalizar el X, la nave central estaría construida tal como la contemplamos en la actualidad: los muros laterales se organizan en tres niveles horizontales claramente definidos. Abajo, la arcada del intercolumnio; sobre éste, una arquería corrida como una loggia; por último, el orden de ventanas que iluminan el templo. La principal diferencia con las basílicas de tradición carolingia era la introducción de ese nivel intermedio con los vanos de la tribuna. La incorporación de este elemento funcional -la tribuna- rompe la monotonía de un muro que antes se mostraba liso desde las ventanas superiores al intercolumnio de abajo. ¿Por qué se emplea aquí?.Los especialistas han discutido sobre la pervivencia de estas tribunas en las basílicas occidentales desde época paleocristiana; la opinión más generalizada es que su uso sólo pervivió, y con gran desarrollo, en la arquitectura bizantina. Los contactos del mundo otoniano con Bizancio, que favorecen la presencia de artistas griegos trabajando en Occidente, pudieron contribuir a la introducción de su uso, máxime teniendo en cuenta que se trataba de una iglesia para una comunidad de monjas.La arcada de la tribuna hizo ver a los arquitectos que era una bella forma de articulación muraria. En. la iglesia de San Esteban Vignory (Alto Marne), hacia 1020, los vanos que separan las ventanas del intercolumnio ya no responden a la presencia material de una tribuna, sino que tienen un valor decorativo que aligeran la pesadez del muro a la vez que lo dinamizan.Antes de las grandes transformaciones ya románicas de la catedral de Espira, llevadas a cabo por Enrique IV, su nave central había sido concebida por los constructores de Conrado II (990-1039) con unos muros laterales articulados por pilares con una columna en su frente, que ascendían por el muro disponiendo un arco doblado sobre cada ventana. La conjunción de esta solución articulatoria con la de Gernrode-Vignory dará origen a las formas equilibradas de las grandes iglesias del románico pleno. También se darán en Espira experiencias sobre el escalonamiento de vanos, que permitirán, durante el románico pleno, disponer elementos esculturados en los resaltes de los vanos.
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Ante la elección de sucesor de Juan XXII, el cónclave se plantea, entre otras cuestiones, la del regreso a Roma; algo siempre aceptado pero que los hechos del nuevo pontificado parecen rechazar. Fue elegido (20-XII-1334) Jacques Fournier, Benedicto XII, un cisterciense que había sido abad del monasterio de Fontfroide, maestro en teología en la universidad de París y, desde hacía siete años, cardenal, elevado por Juan XXII. El nuevo Papa es un buen teólogo, experimentado en la lucha contra la herejía en el sureste de Francia, y en las controversias doctrinales de la época, interviniendo en los más importantes debates y combatiendo en sus escritos las ideas heterodoxas. Estos méritos fueron parte decisiva en su elección. Una de las primeras preocupaciones de su pontificado fue la de abordar un programa de reforma, tanto en la propia Curia, como en el clero secular y en el regular. En cuanto a la Curia, abordó la corrupción administrativa, bastante extendida; combatió el nepotismo, e incorporó activamente a los cardenales a la tarea de gobierno. Se preocupó de la reforma de las costumbres del clero: instó a los obispos a realizar las visitas pastorales y a reunir sínodos, terminó con el sistema de expectativas y estableció un sistema de examen de quienes recibían una prebenda, aunque no dio los resultados esperados. Las medidas de reforma de las órdenes religiosas revelan que se trata de un buen conocedor de la vida regular y un legislador minucioso. Se ocupa de la recuperación de los monjes vagabundos, de mejorar la administración de los monasterios, y de fomentar la formación intelectual, al más alto nivel, de los monjes. Las reformas queridas para los mendicantes produjeron serías tensiones entre los franciscanos, gravemente divididos por la cuestión de los "fratricelli", y una tenaz resistencia a su aplicación por parte de los dominicos; como vino a demostrar mucho después el Concilio de Trento, la reforma pensada por Benedicto XII era imprescindible. Bajo la dirección de Benedicto XII, el Pontificado aparece, políticamente, más sometido a los intereses franceses, en parte porque seguía en pie la querella con el Imperio, en la que Benedicto XII se mostró conciliador, pero poco hábil. En abril de 1335, Luis V de Baviera inició conversaciones con el Papa tendentes a resolver los problemas pendientes entre ambos poderes, pero Felipe VI, el monarca francés, estaba interesado en el mantenimiento de las hostilidades e impuso a la Corte de Aviñón una línea de dureza; en el Imperio el ambiente era tenso a causa del prolongado entredicho y la postura de Benedicto XII, considerada intransigente, puso de parte del emperador a los electores imperiales y al clero renano. Luis de Baviera logró la alianza con Eduardo III (julio de 1337), y la Dieta imperial proclamó la legitimidad de cualquier emperador simplemente electo, sin precisar la coronación y confirmación pontificias (Dietas de Rense y Francfort, julio y agosto de 1338). A pesar de ello, la opinión alemana consideraba necesario restablecer las buenas relaciones con el Pontificado, tarea que se prolonga durante varios años; por su parte, Benedicto XII buscó el acercamiento al emperador, pretendiendo alejarle de la alianza inglesa que perjudicaba a Francia en momentos en que Eduardo III de Inglaterra reclamaba para sí la Corona de Francia. La política de Benedicto XII estuvo presidida por la idea de lograr la paz internacional; fue, en líneas generales, un fracaso, en gran parte porque era imposible evitar el enfrentamiento franco-inglés, motivado por tantos y tan arraigados problemas; logró sin embargo aplazar los enfrentamientos, suspender las hostilidades en alguna ocasión y suavizar algunas consecuencias de la guerra. Su postura de apoyo a Francia suscitó acusaciones de parcialidad, aunque su política de apaciguamiento acabó siendo favorable a Inglaterra. Tampoco pudo obtener ventajas del cambio diplomático de Luis de Baviera que abandonó, en cuanto pudo, la alianza inglesa: en marzo de 1341, en Vincennes, Felipe VI y Luis de Baviera se convertían en aliados, pero ello no modificó las fricciones entre el Pontificado y el Imperio. La causa del nuevo choque es la actitud abiertamente cesaropapista de Luis de Baviera para lograr un ventajoso matrimonio para su hijo Luis: la decisión de anular un primer matrimonio de la condesa de Tirol, Margarita Maultasch, para que contrajese con aquél, irrumpiendo anacrónicamente en la jurisdicción eclesiástica, provocaron la indignación incluso entre partidarios del emperador. Si tenemos en cuenta la actividad constructora de Benedicto XII, habría que deducir una voluntad de permanencia en Aviñón; su predecesor, tras residir en el convento de los dominicos, se había instalado en el palacio episcopal de Aviñón, que ocupara años antes siendo obispo de esta sede. Con ese motivo Juan XXII había realizado obras y adquirido edificios para ampliar unas instalaciones que, pese a todo, resultaban insuficientes. Benedicto XII trasladó la residencia del obispo de Aviñón a lo que hoy se llama Pequeño palacio, y acometió después un amplio programa de construcciones, que componen el hoy denominado Palacio viejo, caracterizadas por la austeridad y simplicidad de líneas, que requirió la demolición de la mayor parte de las construcciones anteriores. La muerte de Benedicto XII (25 de abril de 1342) daba paso a la elección de su sucesor, Pedro Roger, Clemente VI; un excelente teólogo y extraordinario predicador, nacido súbdito del monarca inglés, que había desarrollado una importante labor como consejero de Felipe VI, y actuado como mediador entre ambos, labor que se esperaba pudiera proseguir con eficacia. Desarrolló a lo largo de su pontificado modos principescos que tuvieron su reflejo, por una parte, en la rápida disminución de las reservas económicas acumuladas, y, por otra, en la imponente ampliación del palacio de Aviñón que confirma la sensación de permanencia ya apuntada en el anterior pontificado. Esa sensación de que la estancia en Aviñón se convertirá en definitiva queda subrayada por la compra de la propia ciudad por Clemente VI. La ciudad de Aviñón era propiedad de los condes de Provenza, convertidos en reyes de Sicilia; en el momento de la venta, 1348, es Juana I la soberana, que se ha visto obligada a huir de Nápoles tras el asesinato de su esposo, Andrés de Hungría, del que se responsabiliza a la reina. Viajó a Aviñón, obtuvo la plena exoneración respecto al asesinato y, con el producto de la venta de la ciudad a Clemente VI, armó una flota con la que logró recuperar su reino napolitano. La adquisición de Aviñón daba al Pontificado una mayor autonomía y tuvo gran importancia en el proceso de construcción de la Monarquía pontificia. Por otra parte, venía a ser, para muchos, la demostración de que se había decidido la permanencia en la ciudad de modo definitivo: en amplios sectores de opinión, especialmente italianos, la medida mereció las más duras expresiones. El análisis de la situación italiana situará, sin embargo, en sus justos términos las acusaciones que se hacen al Pontificado: precisamente durante el de Clemente VI los asuntos italianos volverán a situarse en el centro de atención de la política pontificia y en el pozo sin fondo en el que se hunden, como en época de Juan XXII, ingentes sumas de dinero. No fue Italia el único objetivo de su atención, aunque sí el más complejo. Su posición política le distanció de Eduardo III de Inglaterra, que le acusó de colaborar abiertamente con Francia en el conflicto que enfrentaba a ambas potencias. Menos contemporizador que su predecesor, volvió, en sus relaciones con el Imperio, a la línea de dureza preconizada por Juan XXII: el 10 de abril de 1343 solicitaba la dimisión de Luis de Baviera en el plazo de tres meses. El emperador, cansado de la lucha, solicitó condiciones de paz, pero fueron tan duras, que le forzaron a mantener la resistencia. Por esta razón, Clemente VI declarará depuesto a Luis de Baviera, 13 de abril de 1346, e instará a los electores, previamente ganados por el abundante dinero aviñonés, a la elección de un nuevo emperador, haciendo recaer sus votos en la persona de Carlos de Moravia, comprometido con el Pontífice en una estrecha alianza que haría a ambos poderes sinceros colaboradores y que entregaba los asuntos italianos en manos del Papado. En los años siguientes, no hay sumisión del Imperio al Pontificado, sino la inhibición de aquél en la cuestión italiana, que coincide con el proyecto de crear una autentica Monarquía alemana, renunciando a cualquier proyecto de monarquía universal.
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La Linea Gótica se extendía a lo largo de casi cuatrocientos kilómetros, serpenteando entre las montañas y colinas de los Apeninos, desde la costa del Tirreno hasta la del Adriático. Esta abrupta zona servía de forma perfecta para el establecimiento de un fuerte sistema defensivo, que el alto mando alemán había previsto con bastante antelación, aunque hasta ahora no se había decidido a terminar y reforzar. En las obras fueron empleados, junto a elementos germanos, trabajadores forzosos italianos, pero éstas se venían continuamente atrasando ante la incrementada acción de partisanos. Una vez terminada la construcción, la Línea disponía de 2.376 nidos de ametralladores, 479 emplazamientos de cañones anticarro, posiciones para morteros y armas automáticas individuales y varios kilómetros de zanjas anticarro, además de unos 120 defendidos con alambre de espino. Kesselring pensaba que el ataque aliado vendría dirigido contra la parte izquierda de estas defensas; sin embargo, Alexander consideraba la conveniencia de dirigirse contra el sector central, que se encontraba peor guarnecido, y era por tanto más vulnerable. A partir del 12 de julio, fue iniciada una serie de bombardeos aliados, con el fin de hacer creer a los alemanes que con ella daba comienzo la definitiva ofensiva. Pero de hecho no se trataba más que de una maniobra de distracción que les permitía ganar tiempo. Para entonces; el mando aliado había comprobado las dificultades materiales que tendrían para actuar sobre el centro, que, debido a su naturaleza montañosa, precisaba de la presencia de unas fuerzas especializadas de las que por el momento no disponían. Se decidió, por tanto, elegir la vía más oriental, donde las alturas descendían hacia el litoral adriático y facilitaban el tránsito hacia el norte. Sin embargo, la manifiesta superioridad alemana en todos los órdenes retrasaba una y otra vez la decisión aliada de iniciar el ataque. A pesar de ello, el día 25 de julio es elegido para el comienzo de la ofensiva, pensada según un esquema de punzón de doble punta, es decir, mediante el ataque simultáneo sobre el enemigo, lo que le obligaba a dividir sus fuerzas y conseguía debilitarlo en alto grado. Ello obligaba, como contrapartida, a los angloamericanos a emplear la totalidad de las fuerzas disponibles, lo que también podía tener unas consecuencias negativas. En la noche de ese día, cinco divisiones aliadas atravesaron el río Metauro, último obstáculo natural situado antes de la Línea. Las mayores fuerzas alemanas se encontraban situadas más al oeste de la zona de ataque, frente al sector correspondiente a los norteamericanos, ya que el ataque era esperado precisamente en este espacio. En dos jornadas, los británicos habían conquistado las posiciones clave de la región, situados a unos treinta y cinco kilómetros de las fortificaciones alemanas. En su avance, apenas hallaron resistencia y tomaron gran cantidad de prisioneros. La víspera había sido liberada la histórica ciudad de Urbino. El 29, mientras tropas canadienses, hindúes y polacas hallaban ya un cierto grado de resistencia, Winston Churchill visitaba el frente y mostraba su satisfacción ante el desarrollo de los hechos. Los alemanes se habían visto sorprendidos por la ofensiva aliada y por la potencia de la artillería empleada. Pero en el fondo Kesselring pensaba que el ataque no tendría más que limitado alcance, destinado a servir como instrumento de distracción de tropas ante un previsible desembarco en el sur de Francia. Estos iniciales éxitos sirvieron sin embargo para poner de manifiesto las divergencias existentes en el plano político-militar entre las dos potencias anglosajonas. Churchill, crecientemente preocupado ante el avance soviético por la Europa central, pretendía que, una vez atravesada la Línea Gótica, la totalidad de las fuerzas aliadas se dirigiesen por Venecia hacia Viena, para llegar a ésta antes que el Ejército Rojo. Por el contrario, los norteamericanos estaban interesados en conducirlas hacia el oeste, con ánimo de enlazar con las que desembarcasen en el Mediodía francés. Mientras tanto, se mostraban en toda su realidad las grandes dificultades de carácter natural -alturas escarpadas, tortuosos cursos fluviales, etc.- que venían a unirse a las planteadas por la acción del enemigo. Sin embargo, a finales de agosto, el VIII Ejército realiza todavía un afortunado avance. Los combates ganan en intensidad, de la cual es perfecta muestra la lucha que supuso la toma del pueblo de Tavoleto, en la cual las fuerzas gurkhas se baten cuerpo a cuerpo con las alemanas. Los mandos de la Wehrmacht, al tomar conciencia de que se enfrentaban a una ofensiva en toda regla, deciden oponerse a ella con todos los medios a su alcance. Esto decide finalmente la detención de los avances iniciales debido a la acción de la artillería enemiga, que causa gran cantidad de bajas. Con todo, llegado el mes de septiembre, la situación seguía siendo positiva para los atacantes, ya que los alemanes continuaban realizando retiradas estratégicas que permitían un continuo avance. A pesar de ello, las posibilidades de tránsito hasta el valle del Po se veían todavía muy alejadas. El optimismo que había reinado en los primeros momentos se iba apagando, y desaparecía a partir del momento en que los alemanes lanzasen sus fuerzas blindadas a partir del día 4 de septiembre de 1944.
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Sir Hyde Parker, sin embargo, no recibió el nombramiento con júbilo alguno. Contaba ya sesenta y dos años, se acababa de casar y no deseaba separarse de su joven esposa y, además, le fastidiaba el mal tiempo del Báltico e intuía problemas con su famoso segundo en el mando. Para moverle fue preciso que Nelson escribiera una nota al Primer Lord del Almirantazgo, Sir John Jervis, Lord Saint Vincent. Las presiones del viejo zorro Jervis hicieron zarpar, finalmente, a Parker. Aquel febrero de 1801 hacía un tiempo muy frío y desapacible. Con los cabos y las cubiertas cubiertos de hielo y nieve, los veintitrés barcos de Parker -acompañados por un número similar de transportes- cruzaron el mar y alcanzaron el estrecho del Skagerrak. Desde allí, el 21 de marzo, Parker envió un ultimátum a los daneses, lo que impacientaba a Nelson, que renegaba en su buque insignia Saint Georges, porque consideraba que aquellas delicadezas eran una tontería, que los cañones devolverían la sensatez a los daneses y que la mejor solución era forzar el paso de los estrechos, cruzar el Báltico, y destruir a la famosa pero débil flota rusa en su propia base: sin barcos, la Liga se diluiría como azúcar en agua. Pero Parker se negaba, pues deseaba negociar, y le fastidiaba la belicosidad de Nelson, que le había alejado de los brazos de su esposa, y ahora le empujaba a un posible desastre. La tirantez entre ambos jefes llegó a tal punto, que el comandante en jefe se negó a recibir a su segundo. Desde Elsinore, el 29 de marzo, Parker quiso negociar con el gobernador danés de Kronborg, cuyo castillo cerraba el acceso al estrecho de Sund, paso obligado hacia Copenhague. Nelson, entonces, dio muestras de su genialidad y flexibilidad. Despachó a un bote a pescar una buena cena para obsequiar a Sir Hyde. Sus marineros consiguieron un rodaballo magnífico, y Nelson, con una amable nota, lo envió a su superior, conocido sibarita. Tras la opípara cena, Parker convocó a Nelson a una reunión. Entre tanto, los daneses rechazaron airados el ultimátum y advirtieron a los británicos de que si entraban en el Sund, serían bombardeados. Era necesario combatir y Parker cedió el mando a Nelson. Éste se dispuso de inmediato a atacar. Copenhague se encuentra en una bahía ante el estrecho de Sund, en cuyo centro existía un enorme banco de arena longitudinal, el Middle Ground, que dividía el puerto en dos canales: el más cercano a la costa, la propia entrada a la rada, era el Paso del Rey, de unos mil cuatrocientos metros de anchura, guardado por el fuerte de Crown. Al otro lado del Middle Ground se abría el Paso de los Holandeses. La flota danesa se encontraba acoderada, e incluso literalmente encallada, en el Canal del Rey, bajo el apoyo de las baterías del puerto. Por de pronto, era preciso forzar la única entrada en el Báltico, el estrecho del Sund, que separa las costas danesa y sueca. La primera estaba bien defendida por la fortaleza de Kronborg; pero la de Suecia, que se replanteaba su permanencia en la Neutralidad Armada, lo estaba mucho menos. La noche del 29 de marzo, Nelson trasladó su insignia al navío de 74 cañones Elephant, más ligero y de menor calado que el Saint Georges. La flota británica, formada en hilera, entró ciñéndose a la costa de Suecia. Las baterías danesas de Elsinor y Kronborg abrieron fuego a las 7 de la mañana, pero los ligeros y escasos cañones suecos de Helsingborg permanecieron mudos. Los buques de Parker pudieron entrar en el Sund fuera del alcance de los cañones daneses y, a mediodía del día 30 de marzo, fondeaban entre la isla de Kwen y el puerto de Copenhague, a unas doce millas de éste. Nelson y el vicealmirante Graves reconocieron las defensas danesas. El puerto, defendido por fuertes baterías, se extendía a lo largo de la costa. Ante ella se alineaban 25 unidades de la flota danesa. De Norte a Sur, en la entrada del Paso del Rey, estaban situados cuatro navíos y una fragata, cercanos a los fuertes de Crown y de Trekroner. A ellos seguía la línea de navíos, veinte viejos barcos, fondeados, algunos incluso encallados en el fango, con las proas dirigidas al Sur, a lo largo de unas dos millas. No todos eran grandes buques: había nueve navíos de línea, dos de cuarenta y ocho cañones, diez fragatas y muchas embarcaciones menores (bricks y goletas) armadas, sin mástiles y aprestados como auténticas baterías flotantes. Su extremo sur se acercaba a las baterías de la isla de Amack. Al Norte, esta fila se apoyaba en la fortaleza de Crown, con 88 cañones de veinticuatro libras, y en la de Trekroner, con otros 78 de treinta y seis y veinticuatro libras. Además, la flota danesa poseía otros diez barcos, nuevos, pero sin dotaciones, fondeados dentro del puerto; su salvación pesaría en la futura rendición de los daneses.
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La gran síntesis de la colonización y del arte griego en España, a la que hoy los investigadores acudimos aún, es la monumental "Hispania Graeca" de Antonio García y Bellido, publicada en 1948. Arte y colonización -es decir, referencias textuales y arqueológicas, consideradas en su particular vertiente de obras de arte cargadas de información histórica- son los dos pilares en los que se apoya esta obra. En ella se incluyen, junto con documentos indudablemente griegos, como el Asclepio de Ampurias, otros de forma y gusto helenizante que conforman el horizonte griego en España como son, por un lado, determinadas esculturas ibéricas y, por otro, obras de carácter grequizante realizadas por pueblos mediterráneos como los fenicios de Cádiz o los púnicos de Ibiza. Ello nos plantea de nuevo la pregunta del principio: ¿qué debemos hoy entender por arte griego en España?, ¿exclusivamente el arte realizado por los griegos?, ¿o aquél otro arte de tipo y de gusto griegos, realizado tanto por ellos mismos como por otros pueblos que adoptan la moda imperante de su lenguaje, su modo prestigioso de expresión?, ¿dónde -y con qué criterios- se establecen los limites de uno y otro ámbito? ¿Es un problema de enfoque o de nomenclatura? Pues una u otra postura han conllevado unas determinadas y precisas actitudes ideológicas en torno a la cultura, como la concepción misma del carácter normativo, modélico, del arte y su supuesta vinculación étnica. De este modo, García y Bellido incluye en su "Hispania Graeca" como griegas obras claramente ibéricas como son la Esfinge de Agost, o el Grifo de Redován, halladas en Alicante. Su forma, su lenguaje es, según el autor, griego. Pero hoy vemos estas obras como una manifestación propia de la cultura ibérica del Sureste influida por la moda helenizante y mediterránea que aceptan como signo distintivo, de clase y de poder, los aristócratas locales. Sin embargo, García y Bellido consideraba que las hicieron griegos "sin duda para servir a los clientes connacionales de las colonias del Sudeste". Asimismo la diadema de oro de Jávea (Alicante), parte de un espléndido tesoro de orfebrería local, la clasifica de nuevo este autor como una obra griega occidental pues, según su criterio, sería demasiado perfecta y fina para su degustación indígena. Se asocia aquí de nuevo la presencia de colonias a las obras de arte, en el viejo esquema conceptual de A. Schulten o de R. Carpenter, y la calidad y la belleza se atribuye a lo griego y lo imperfecto y tosco a lo ibérico, un pueblo incapaz incluso de valorar lo bello. Sin embargo, quedaba ya también en aquella época, latente o claramente planteado, el importante tema de los modelos y las imitaciones, que hoy reconsideramos con nuevos criterios dentro de complejos procesos de aculturación, de mímesis de determinados segmentos sociales, de interrelaciones mutuas. Y en la Bicha de Balazote -que probablemente formó parte de un monumento funerario ibérico- García Bellido había visto modelos directamente griegos, concretamente una imagen del dios fluvial Aqueloo, resaltando en la Bicha esa misma mixtura de toro humano con rostro antropomórfico del ser mítico griego. Se operaba, pues, sobre todo con similitudes formales, buscando la referencia griega. Se apoyaba además la similitud en la representación, más tardía, del Aqueloo en monedas de la ceca de Arse-Sagunto (Valencia) con la representación, claramente helenizante, de un toro con cabeza humana, probablemente la imagen del río que da de beber a la ciudad. Una variante de esta concepción helenizante del arte mediterráneo concebido como un todo que se interrelaciona a través del arcaísmo jonio la encontramos desarrollada en los trabajos de los años 60 del profesor de Maguncia Ernst Langlotz. Consideraba Langlotz en esta escultura ibérica helenizante un derivado de la escultura colonial, al modo de una expresión occidental o provincial del mundo foceo. En cierto modo se traspasaba anacrónicamente el concepto provincial, justificado en el mundo imperial romano, al impropio ámbito de la Grecia arcaica. De nuevo, mediante los conceptos del arte, el investigador alemán quería dar una entidad cultural propia al debatido aspecto de la talasocracia o expansión marina focea. Langlotz buscó definir un arte particular foceo cuyo perfil y características no están aún hoy claros. Así, al poder político y al impulso colonizador se asociaba, mecánica y forzadamente, una cultura relevante, expansiva y civilizadora. El arte, tangible, parecía el vehículo más apropiado. Paradójicamente, en nuestro ámbito peninsular hemos vivido hasta momentos muy recientes las implicaciones de todos estos esquemas coloniales de la cultura europea que hunde sus raíces en ideologías y posturas científicas de comienzos de siglo. De hecho, estas ideas, matizadas o transformadas por el pensamiento tantas veces circular de los investigadores, se han mantenido vivas durante décadas. Son concepciones recurrentes que llegan hasta estos últimos años en trabajos como los de José María Blázquez y J. González Navarrete sobre los grupos escultóricos ibéricos de Porcuna (Jaén), que estos autores llaman foceos. Queda aún pendiente, en la investigación actual, precisar cómo el arte ibérico incorpora y transforma el lenguaje griego y a través de qué cauces -técnicos, productivos, sociales- se realiza ese proceso: ¿por medio de artistas griegos itinerantes?, ¿por mediación de los mercenarios ibéricos que conocen las obras de arte griego en el Sur de Italia, en Sicilia y hasta en la misma Grecia?, ¿mediante los influjos de las mismas obras de arte menores que llegan con el comercio, o -en algún caso- a través de modelos que se importaron para reproducirlos localmente? Estos aspectos se relacionan directamente con nuestro tema si entendemos el arte griego como un proceso dinámico y abierto y, por tanto, deben quedar aquí señalados.
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El término gótico comenzó a adquirir sentido positivo cuando a mediados del siglo XVIII surgieron dudas acerca del valor absoluto del orden clásico en arquitectura y, ya en el siguiente (segundo cuarto), se generalizó su uso aplicado a un periodo histórico determinado y a las construcciones levantadas durante el mismo que participaban de características comunes. Hay que subrayar que el término no se hizo extensible al campo de las artes plásticas hasta algo después.El siglo XIX descubre y se entusiasma por el mundo medieval, y con él por el gótico, en sintonía con el ideario romántico. Sin embargo, ya algunos eruditos del siglo XVIII habían apreciado la belleza de sus construcciones. Antonio Ponz es buen ejemplo de ello. Se siente subyugado por las catedrales e iglesias francesas cuando las conoce de camino hacia Inglaterra y habla con admiración de Notre-Dame de París o de la Sainte-Chapelle, entre otras, pero se muestra también orgulloso de la importancia de las fábricas españolas contemporáneas con las que a veces las compara (Toledo, Burgos, León...). Si bien hallamos en ciertos ilustrados este reconocimiento por el arte medieval, su reivindicación definitiva hay que asignarla a los románticos, aunque muchos de ellos no compartan estrictamente la misma ideología y, como consecuencia, contemplen desde distinto prisma el medievo. Es diferente, por ejemplo, la visión de Víctor Hugo (realista y creyente) de la de Prosper Merimée (teñida de inquietudes sociológicas) y, ambas, de la adoptada por el gran teórico de la arqueología francesa Viollet-le-Duc, anclado en un positivismo laico.El arte que se gesta en el periodo denominado gótico no es en absoluto homogéneo. Existen contrastes, muy acusados en ocasiones, entre unas zonas y otras de la Europa occidental. Los dos únicos lugares donde se detecta unidad en todas las artes y es factible hablar, en consecuencia, de la existencia de un modelo gótico, es en el norte de Francia y en la Toscana. En ambos casos la arquitectura y las artes plásticas tienen caracteres muy definidos y, por tanto, es fácil seguir su rastro tanto en la zona que les es propia como en ámbitos geográficos distintos a ésta. Porque si bien uno y otro modelo, a pesar de reflejar ciertas influencias mutuas, se muestran fundamentalmente impermeables entre sí, tendrán no obstante una gran capacidad de irradiación hacia su periferia. Así, el gótico francés del norte se expande hacia Inglaterra, Alemania, Hungría, Península Ibérica..., y el toscano, en su caso principalmente en el capítulo de las artes figurativas, irrumpe en la Europa central, Provenza y también en nuestra Península.Evidentemente, esta difusión se vio favorecida por la voluntad de determinados clientes que optaron decididamente por el prestigio de un arte de vanguardia frente a la tradición local, y también por la itinerancia de los artífices que ofertaban, en lugares alejados de sus puntos de origen, fórmulas absolutamente novedosas y, por ello, altamente atractivas. Aunque no conozcamos con exactitud dónde trabajó, el periplo de Villard de Honnecourt que descubre su álbum (1230-1240) es muy significativo. El arquitecto, de origen picardo, visitó Hungría y en Francia tomó apuntes de las catedrales de Laon, Reims, Cambrai, etc. Otros ejemplos pueden sumarse a éste. Es el caso del maestro de obras Guillermo de Sens, reclamado para reconstruir el coro de Canterbury en 1174, o de otro, de idéntico origen y llamado Etienne de Bonneuil, que en 1287 partió para dirigir las obras de la catedral sueca de Upsala.
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Las muertes de Saturnino y Glaucia habían restituido al Senado la apariencia del poder. Pero el funcionamiento de la equilibrada constitución que tanto había admirado Polibio, se había alterado definitivamente. Así se demostró muy poco después, con motivo de la delegación senatorial enviada a la provincia de Asia. Esta delegación, encabezada por el senador Escauro, presentó al Senado un informe sobre la negativa administración romana de la provincia y las nefastas consecuencias que ésta podría ocasionar en el mantenimiento del equilibrio de la zona. Los publicanos, a los que Cayo Graco en el 123 había concedido el cobro de los impuestos de Asia, habían cometido todo tipo de depredaciones con total impunidad y las tensiones que tales saqueos producían en la población eran seguidas muy de cerca por los estados limítrofes, especialmente por Bitinia y el Ponto, cuyos monarcas esperaban el momento de levantarse como libertadores de la opresión romana. Para resolver la situación, el Senado envió un gobernador de rango consular, el jurista Q. Mucio Escévola, acompañado por P. Rutilio Rufo, también experto en temas de jurisprudencia. La actividad organizativa que emprendieron fue muy positiva pero, obviamente, ésta implicaba la oposición a los abusos de los publicanos que durante años habían hecho de Asia un coto exclusivo de explotación. Cuando regresaron a Roma, los caballeros llevaron a Rufo ante los tribunales con falsas acusaciones y, puesto que el tribunal estaba controlado por los caballeros, condenaron a Rufo al destierro. Este hecho provocó una fuerte tensión entre los senadores y los caballeros, enfrentados otra vez por el asunto del control de los jurados y rota ya la armonía que coyunturalmente los había unido frente a Saturnino en el año 100.Por otra parte, tras las fallidas reformas graquianas, que habían puesto de manifiesto las contradicciones políticas a las que conducía la política de la ciudad-estado respecto a los itálicos, las exigencias de éstos en entrar a formar parte de la ciudadanía romana eran cada vez más apremiantes, fundamentalmente para participar de los intereses económicos que la política expansionista de Roma generaba. Era un sentimiento creciente de los itálicos el de pasar a ser copartícipes de los beneficios del imperialismo. Durante el censo del 97 a.C. se había aceptado la inserción en la ciudadanía de algunos oligarcas itálicos. Pero las disensiones internas del Senado hicieron que dos años después la facción más obtusa del Senado promulgase la ley Licinia-Mucia que excluía del cuerpo cívico a los itálicos que habían sido introducidos abusivamente, iniciando al respecto una investigación sumamente severa. Esta fue, sin duda, una más de las razones que condujeron a la guerra social.
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Es probable que a lo largo de este periodo se desarrolle una exogamia entre las comunidades, para obtener una mayor seguridad ante los riesgos de mala subsistencia, sobre todo a escala local (expansión a zonas nuevas, mayor riesgo de fracaso económico). Para esta fase de transición cabe pensar también en la aparición de diversos tipos de jerarquías, en la presencia de centros jerarquizantes. Ejemplos claros de esta nueva situación son los monumentos funerarios de Irlanda. Allí se construyeron grandes tumbas circulares de corredor, agrupadas, en Boyne, Lougherew, Carrowkecl y Carrowrnore; de estos puntos destacan dos grandes monumentos -Knowth y Newgrange-, con túmulos enormes (diámetro máximo de 80 metros y 15 m de altura), construidos con turba, arcilla, guijarros y tierra, con una arquitectura muy cuidada (decoración de las estructuras internas) y la práctica de la incineración y una selección de ajuares muy significativa. Todo este conjunto podría indicar una centralización social, una mayor organización; pero de todas formas nos siguen faltando datos sobre el tipo de poblamiento, por lo que también cabría la posibilidad que se tratase de construcciones graduales y de carácter comunal. Lo mismo ocurriría con la complicación, sobre estas mismas fechas, de los tipos constructivos en los centros ceremoniales (como, por ejemplo, las fases finales de Stonehenge). Por otro lado, disponemos de la información proporcionada por los poblados fortificados que se extienden por muchas zonas, lo que haría pensar en la jerarquía evidente entre asentamientos. Se sitúan, generalmente, en lugares estratégicos, donde se construyen zanjas, empalizadas, muros de cierre, etc. Pero su tamaño no siempre es grande, y entonces es cuando podríamos interpretarlo como la presencia de jefes de linajes poco extensos, con poderes muy locales (quizás existían problemas de rapiñas locales). El cambio en el mundo funerario se producirá con la aparición de las inhumaciones individuales, juntamente con las cerámicas cordadas, ante las sepulturas colectivas del III milenio, muy extendidas y que en determinadas áreas perduran hasta el segundo milenio. Destacamos también la existencia de lugares centrales de enterramiento, con la distribución de lugares de habitación a su alrededor (por ejemplo, la Vallée de l'Aisne).
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El conocimiento de la cultura ibérica en nuestros días ha alcanzado un desarrollo y un nivel considerables, de forma que el arte ibérico, lo que ahora más directamente nos interesa, puede ser contemplado y valorado con posibilidades muy distintas a las que hace no mucho se tenían. En principio, se dispone ya de secuencias arqueológicas y culturales bien definidas para el conjunto de las manifestaciones ibéricas, determinantes de una civilización cuyo proceso de formación y consolidación, sus rasgos internos y sus débitos con civilizaciones de otros ámbitos, aparecen ya bastante aclarados. Muy sucintamente, la configuración y la evolución de la cultura ibérica pueden presentarse como sigue. Es preciso tener inicialmente en cuenta el desarrollo de la civilización tartésica. En la zona que puede considerarse principal para la cultura ibérica, esto es, el Levante y Sudeste, se repite en sus líneas básicas el esquema evolutivo propio del ámbito de Tartessos. En la región levantina, la Edad del Bronce, con la facies propia del Bronce Valenciano, se cierra con una etapa de recesión reconocible como del Bronce Tardío o de la primera etapa del Bronce Final, hacia fines del segundo milenio antes de nuestra Era. La consolidación de este Bronce Final significa una ruptura con las fases anteriores y el comienzo de una renovación cultural de gran impulso, animada por los influjos de las culturas de los campos de urnas, de origen centroeuropeo y extendidas más acá de los Pirineos, y, sobre todo, por la irradiación de la brillante cultura tartésica. La intensidad de la impronta tartésica se empezó a comprobar hace algunos años en los yacimientos de los Saladares, en Orihuela (Alicante), y de Vinarragell, en Burriana (Castellón), y se ha confirmado posteriormente en muchos otros: la Peña Negra de Crevillente (Alicante), los Villares de Caudete de las Torres (Valencia), Puntal del Llops, en Olocau (Valencia), entre ellos. En esto, la investigación arqueológica no venía sino a confirmar aspectos de la realidad cultural que las fuentes literarias sugerían, pero eran miradas con recelo. En efecto, en la "Ora Marítima" se sitúa el límite de los tartesios en las inmediaciones de la desembocadura del río Sicano (el Júcar), por donde se hallaba una ciudad limítrofe, Herna, que ha de identificarse con alguno de los centros de la zona alicantina, quizá el de la Peña Negra de Crevillente. En definitiva, los pueblos de la fachada mediterránea y un amplio "hinterland" -sobre todo hacia la alta Andalucía- experimentan una verdadera revolución en el progreso de su cultura por la irradiación de la cultura tartésica, sobre todo en su fase de madurez, a lo que se sumó paralelamente el efecto directo de la acción de los colonizadores fenicios, muy activos en la costa. En la importante ruta que desde Ibiza conducía hasta Cádiz, hubieron de disponer de no pocos puntos de apoyo, que a los muy conocidos de las costas andaluzas hay que sumar los que van detectándose en las costas del Sudeste, como el localizado en las dunas de Guardamar del Segura (Alicante). De nuevo cabe recordar que, según la "Ora Marítima", también esa zona fue poblada por los fenicios. Sobre esta base, con los nuevos y decisivos impulsos llegados con los colonos griegos, las culturas ibéricas del Sudeste y Levante alcanzaron una notable madurez desde fechas bastante tempranas, y ya en el siglo VI a. C. aparecen perfectamente definidos rasgos esenciales de su carácter. Desde entonces, sus centros principales estarán en condiciones de ofrecer algunas de las más vigorosas creaciones de toda su cultura, entre ellas su mejor escultura. En este sentido, y en relación con la importancia que inicialmente tuvo el desarrollo de formas culturales superiores a partir de la irradiación de la civilización tartésica, no ha de extrañar que los focos más activos en las fases tempranas de la cultura ibérica se encuentren hacia la alta Andalucía y las zonas albaceteña y murciana. Aquí se hizo sentir primero la corriente vitalizadora que discurría aguas arriba del Guadalquivir, apoyada en una vía de comunicación ilustre, la Vía Heraclea, que apoyada en el curso del Guadalquivir se abría paso hacia la costa mediterrránea. Su protagonismo en el flujo cultural y económico convirtió a esta importante arteria en verdadera columna vertebral de las culturas tartésica y, sobre todo, ibérica. De otro lado, en relación con la importancia del sustrato tartésico, tampoco ha de ser casualidad que algunas manifestaciones principales del arte ibérico, como la escultura, no traspasasen por el norte la región valenciana, aproximadamente hasta donde se supone alcanzó la civilización de Tartessos. A grandes rasgos, por tanto, cabe hablar de una primera y vigorosa etapa de la cultura ibérica en el siglo VI a. C. Durante los siglos V al III a. C. se desarrolla la que puede considerarse época clásica, con un período principal para el arte mayor en el siglo V, en el que se produjeron las principales obras maestras del arte ibérico, entre ellas el gran conjunto escultórico de Porcuna y, seguramente, la Dama de Elche. Se cierra este siglo con una extraña y aún no explicada etapa de convulsiones, en la que fueron destruidos multitud de monumentos y esculturas, entre fines del siglo V y los comienzos del IV. Después, la cultura y el arte ibéricos continúan su andadura, aunque el arte no recuperó su vigor anterior. A partir del siglo III a. C., el mundo ibérico se incorpora a la corriente helenística, que vitalizó todas las civilizaciones mediterráneas, corriente que se intensifica y adquiere tintes propios como resultado de la conquista romana y la incorporación al Imperio de Roma. Desde entonces, la romanización se convierte en el rasgo cultural determinante del rumbo que, en todos los órdenes, adquirirá la cultura ibérica, aunque durante los dos siglos finales del milenio, en la época republicana, aún desarrollarán los pueblos ibéricos algunas de las facetas más personales de su arte, en la alfarería, en la escultura, en la menuda producción artística contenida en las monedas, y en otras manifestaciones. Ya en época imperial romana, la organización cultural ibérica resulta incorporada en bastantes cosas a la nueva situación propiciada por Roma y su tradición artística se va desvaneciendo, aunque aún encontrará refugio en ciertas facetas del arte romano provincial o en el del artesanado popular.
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El gusto por la luminosidad, la riqueza cromática y la factura suelta que habían iniciado algunos de los pintores anteriormente citados, alcanzó su máxima expresión en la obra de un grupo de artistas que dieron el paso decisivo hacia la plenitud barroca. Francisco Rizi (1614-1685), Juan Carreño de Miranda (1614-1685) y Francisco de Herrera el Mozo (1622-1685). Los tres asimilaron con intensidad el ejemplo veneciano, el estilo de Rubens y Van Dyck, y la influencia de los boloñeses Mitelli y Colonna, fresquistas contratados por Velázquez en Italia, que a partir de 1658 realizaron varias decoraciones en el Alcázar y en el palacio del Buen Retiro con el sistema de la quadratura, y partiendo de estas enseñanzas desarrollaron un lenguaje ya plenamente decorativo, de vibrante colorido y pincelada ligera, en el que priman los efectos dinámicos y la concepción escenográfica, concediendo además especial atención a la pintura al fresco, que hasta ese momento apenas había sido tratada por la escuela española. Configuraron así las cualidades del nuevo estilo, coincidente con el decorativismo italiano, que se generalizó en las últimas décadas de la centuria, realizado fundamentalmente por pintores formados con ellos.Hermano menor de Fray Juan Rizi, Francisco Rizi fue el más decidido introductor en la corte de estas renovadas fórmulas pictóricas. Formado con Vicente Carducho, y con Mitelli y Colonna en la técnica del fresco, su estilo dinámico y efectista fue absolutamente decisivo para la evolución de la pintura madrileña. Sus cuadros de altar presentan composiciones aparatosas y movidas y una entusiasta utilización del color aplicado en ejecución rápida, casi a borrones (Virgen con San Francisco y San Felipe, 1650, El Pardo, convento de capuchinos; retablo mayor de la iglesia de Fuente el Saz, Madrid, 1655; Historias de la vida de Santa Leocadia, h. 1660-1670, Madrid, iglesia de San Jerónimo el Real). Sus Inmaculadas, concebidas con opulencia teatral y dinamismo arrebatado, dependen de modelos anteriores de Rubens y Ribera, definiendo con ellas la tipología que imperará en la pintura posterior. Especial mención merece su dedicación al fresco, técnica que le permitió desarrollar su gran imaginación decorativa (bóveda de San Antonio de los Alemanes, Madrid, h. 1665-1668; Ochavo de la catedral de Toledo, h. 1665-1670; capilla del Milagro de las Descalzas Reales de Madrid, 1678; todo en colaboración con Carreño).La producción de Carreño está integrada por decoraciones al fresco, en su mayoría ejecutadas en colaboración con Rizi como se acaba de citar, por obras religiosas y por retratos. En las primeras su estilo aparece claramente vinculado al proceso de renovación que se produjo por estos años, al que él aportó una especial blandura de modelado y una concepción elegante puesta al servicio de intensos efectos escenográficos y de un lenguaje opulento de origen rubeniano (San Sebastián, 1656, Madrid, Museo del Prado; Asunción de la Virgen, 1657, Polonia, Museo de Poznan; Santiago en la batalla de Clavijo, 1660, Museo de Budapest; Fundación de la Orden Trinitaria, 1666, París, Museo del Louvre). En sus Inmaculadas, al igual que Rizi, creó el nuevo tipo de iconografía mariana triunfante que imperó en las generaciones posteriores (Museo del Prado, catedral de Vitoria).Pintor de cámara a partir de 1671, fue el principal retratista de la corte de Carlos II, teniendo a éste y a su madre doña Mariana de Austria como sus principales modelos. Sus retratos dependen de la sobria creación velazqueña y de la distinción aprendida en el arte de Van Dyck, representando generalmente a los reyes en los salones del Alcázar, quizás para enriquecer la triste imagen final de la monarquía española (retratos de Carlos II en el Museo del Prado, Museo de Bellas Artes de Oviedo, y colección Harrach, Rohrau; retratos de doña Mariana de Austria, en Museo del Prado y Museo de la Real Academia de San Fernando, Madrid). Los retratos ajenos a la familia real le permiten lucir mejor sus dotes como colorista, así como plasmar actitudes de distinguida afectación con las que se vincula a la retratística flamenca (El duque de Pastrana, h. 1666 y Pedro lvanowitz, embajador de Rusia, hacia 1681, Madrid, Museo del Prado).La personalidad de Herrera, hijo de Herrera el Viejo, fue absolutamente decisiva para la consolidación del nuevo estilo. Formado primero con su padre y después en Italia, desde donde regresó a Madrid hacia 1654, trabajó en la capital y en Sevilla, siendo el introductor del conocimiento directo del barroco decorativo italiano en la pintura española de la época. Antes que ningún otro dominó este lenguaje, como puede apreciarse en el espléndido Triunfo de San Hermenegildo (h. 1654, Madrid, Museo del Prado), en el que muestra una perfecta utilización de los recursos efectistas de la plenitud barroca, destacando la concepción teatral, el exaltado dinamismo, la riqueza de color y los contrastes de oscuro contra claro habituales en este estilo. Poco después pintó en Sevilla un San Fernando de similares características (1657, catedral), con el que reforzó la renovación estilística que por esos años iniciaba Murillo en la capital hispalense.Francisco Camilo (1615-1673) y Sebastián Herrera Barnuevo (1619-1671) también contribuyeron con sus respectivas obras al proceso evolutivo de la pintura cortesana, en la que asimismo hay que destacar al bodegonista Juan de Arellano (1614-1676), quien influido por modelos flamencos y napolitanos, abandonó el austero esquema creado por Sánchez Cotán a principios del siglo, realizando una obra más colorista y decorativa, en la que sobresalen sus cuadros de flores, con los que creó una tipología de amplia repercusión posterior.