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El reinado del último monarca de la centuria se caracteriza por una profunda crisis que afectó a todos los niveles de la nación y que contribuyó lentamente a la quiebra del Estado español. Fue una crisis política ante la que los gobernantes tradicionales se revelaron impotentes para adecuar las estructuras del país a los nuevos tiempos, que preludiaban ya la caída del Antiguo Régimen, mientras los nuevos gobernantes se debatían entre avanzar en las reformas o ceder ante el avance de la oposición ultraconservadora que cada día contaba con nuevos adeptos. Al mismo tiempo, la estrecha alianza con la Francia revolucionaria supeditará en gran medida la política española. Todo ello fue creando un clima de exasperación que contribuyó a la formación de motines y conspiraciones que alcanzaron a la propia Monarquía, creando un vacío de poder y posibilitando la penetración extranjera en España. Fue también una crisis económica, reflejo del cambio de coyuntura que vivía la economía internacional, aumentada por los propios problemas de la nación, sumida en un retroceso productivo en todos los sectores, ante una acuciante necesidad de dinero para financiar las guerras del período, mientras el déficit público no cesaba de aumentar y se acudía a la presión fiscal repetidamente, lo que originó el estallido de motines de subsistencia a lo largo del territorio por el encarecimiento de los alimentos y la especulación. Por último, fue una crisis ideológica cuando los acontecimientos revolucionarios franceses despertaron el recelo hacia los ilustrados y, de paso, hacia todos los reformistas que ahora se convertirán en el blanco de la oposición.Carlos IV mantuvo en el Gobierno a Floridablanca que tuvo que afrontar las repercusiones de la crisis francesa. Apeló a una rígida censura y al establecimiento de un cordón sanitario en los Pirineos mediante una serie de decretos, dictados entre septiembre de 1789 y junio de 1791, con los que prohibía cualquier publicación o noticias referentes a aquel país. Al mismo tiempo, iniciaba esfuerzos desesperados por salvar a la familia real. Su actitud conciliadora con Inglaterra y su alineamiento en el pacifismo internacional provocaron su caída en febrero de 1792. Su sucesor, el conde de Aranda, cambió de táctica frente a Francia pero la proclamación de la república y el apresamiento de la familia real frustraron sus esperanzas de no entrar en guerra. La subida al poder de Manuel Godoy, duque de Alcudia, en 1792, abre un nuevo período de gobierno personal que, con un breve interludio entre 1798-1801 en que sus colaboradores continuaron las líneas principales de su política, durará hasta 1808. Sus esfuerzos para salvar a Luis XVI de la guillotina resultaron inútiles y la Convención francesa declaró la guerra a España poco después. La consecución de la paz en 1795 traerá consigo un período de estabilidad que será aprovechado por Godoy para retornar a los postulados de la Ilustración, activando las reformas, en una triple vía: educación, fomento de la producción y regalismo. En esta tarea se rodearía de los ilustrados más relevantes del momento, como Saavedra, en Hacienda, y Jovellanos, en Gracia y justicia.El interés por la instrucción le llevó a la reforma educativa en todos sus niveles; potenció mucho la enseñanza primaria, creándose numerosas escuelas de primeras letras y difundiéndose modernas técnicas pedagógicas; patrocinó también la creación de escuelas técnicas, para elevar la formación profesional de la población. Por último, creó muchas instituciones académicas o universitarias como la Escuela de Veterinaria (1793), el Real Colegio de Medicina y Cirugía (1795), la Escuela de Arquitectura y la de Ingenieros de Caminos. Impulsar la economía y fomentar la producción será otro de sus objetivos, así como superar la difícil coyuntura económica finisecular. En 1797 creó una Dirección General del Fomento del Reino, dependiente de la Secretaria de Estado, desde donde desarrolló una política fisiocrática, de protección a los fabricantes y al pequeño campesinado y desde donde organizó la elaboración de un Censo de Frutos y Manufacturas en 1803; aprobó la publicación del Informe sobre la ley agraria de Jovellanos y dio nueva vida a las sociedades económicas de Amigos del País, que de nuevo multiplica su actividad logrando algunos frutos. Ante la imperiosa necesidad de obtener fondos, y dado el gran déficit público existente, Godoy obligó a los municipios a la venta de los bienes raíces de propios y autorizó la de mayorazgos, siempre que su importe fuera a engrosar la Caja de Amortización de la deuda pública, pero ambas medidas se revelaron inoperantes aumentando la impopularidad del ministro. Por otra parte, en los años noventa se recurrió a la emisión de vales reales que recrudecieron la inflación, agravando la situación.El efímero período en que Godoy permaneció alejado del poder (1798-1801) no representa variaciones ya que pervivió su equipo de colaboradores donde sobresale, además de Saavedra y Jovellanos, el regalista Urquijo. Este equipo tuvo su principal obstáculo en la subida ininterrumpida de precios y en las angustias financieras y hacendísticas, para lo cual se dictó un Real Decreto en 1798 autorizando la venta de bienes raíces de hospitales, instituciones benéficas o de reclusión, y de las fundaciones piadosas o cofradías gremiales, cuyo importe se destinaría también a la Real Caja de Amortización. Esta tímida desamortización desató la oposición ultraconservadora, provocando la caída del Gobierno. Su vuelta en 1801 reforzó la acción reformista. Nombró como colaboradores a Ceballos en Estado, Soler en Hacienda y Caballero en Gracia y justicia. De nuevo las guerras libradas en el exterior condicionan la política interior, aumentándose la presión fiscal con nuevos impuestos extraordinarios, dictándose nuevos decretos desamortizadores (1805-1806), modificando el sistema de reclutamiento militar al tiempo que se vivía una aguda crisis económica a principios de la nueva centuria (1803-1804).Con respecto a la Revolución Francesa, después de que el gobierno español de Carlos IV hubiese intervenido por medio de su representante para tratar inútilmente de salvar la vida de Luis XVI, la Convención declaró la guerra a España el 7 de marzo de 1793. Godoy había ocupado el poder en noviembre de 1792 ante el fracaso de la política de Floridablanca y de Aranda y fue él quien decidió dar el primer paso. Pero los catalanes, que soñaban con recuperar el Rosellón, tomaron la iniciativa y en el mes de mayo se plantaron ante las puertas de Perpiñán. Durante los meses siguientes los revolucionarios franceses en el este de los Pirineos sólo se preocuparon de rechazar a los españoles. Sus únicas conquistas las llevaron a cabo en las montañas, en el Valle de Arán y en la Cerdaña española. Sin embargo, a comienzos de 1794 fue puesto al frente del ejército republicano de los Pirineos Orientales al general Jacques Coquille-Dugommier, lo que coincidió con la muerte del general español Antonio Ricardos. Los franceses consiguieron expulsar a los españoles del Rosellón y penetraron en Cataluña, a la que algunos querían anexionar a Francia. Figueras, la plaza mejor defendida en el Pirineo Oriental, cayó casi sin resistencia. En julio de ese año, los franceses entraron también por la parte occidental de los Pirineos en Guipúzcoa y tomaron con facilidad Irún, Vera y Pasajes, ocupando a continuación San Sebastián. A las pocas semanas habían caído también en sus manos Bilbao y Vitoria.Al subir los jacobinos al poder en 1793 abandonaron la idea de los girondinos de extender la Revolución fuera de las fronteras francesas; sin embargo, las victorias del ejército en el sur llevó al Comité de Salud Pública a concebir la creación de repúblicas hermanas. De esa forma, Cataluña se convertiría en una república independiente bajo protección francesa, lo cual, según Georges Couthon, el representante de Robespierre en el Comité, podría ser mejor aceptado por los catalanes que la mera anexión. Se intentó preparar a la población catalana mediante la difusión de una intensa propaganda revolucionaria: Los "franceses nos están haciendo la guerra con la pluma y el dinero aún más que con las armas", se quejaba el general La Unión que había sustituido a Ricardos. Pero los catalanes hicieron caso omiso de esa propaganda, que no tuvo mucha eficacia, como tampoco la había tenido aquella que habían intentado difundir Hevia, Marchena y Santibáñez antes de la ejecución del monarca francés. Solamente se conoce una intentona revolucionaria, que además tuvo poco éxito. Se trata de la conspiración de Picornell, o de San Blas, porque iba a tener lugar ese día del año 1795. Aunque su finalidad no estaba del todo clara, parece que los conjurados tenían el propósito de proclamar una Constitución bajo el lema de Libertad, Igualdad y Abundancia. Sin embargo, los instigadores fueron descubiertos y su principal organizador, Juan Picornell, fue juzgado y deportado a América. Como advierte Richard Herr, por su adhesión al trono y al altar, el pueblo español estaba mal preparado para aprobar los acontecimientos franceses. Por el contrario, el intento de invasión del suelo español por parte de los franceses levantó un vivo sentimiento nacional y de rechazo a la revolución, y tanto en Cataluña como en el País Vasco, fue el pueblo el que se levantó y luchó entusiásticamente contra la Revolución. Sin embargo, como advierte Comellas, no todos los españoles compartían este sentimiento. Un grupo no muy numeroso pero sí influyente, aunque no era partidario de la violencia revolucionaria, sí se mostraba dispuesto a aceptar los frutos que la Revolución había introducido en Francia. Esa podría ser la explicación de los fracasos en Figueras y en San Sebastián y de la falta de entusiasmo que se registró en algunos de los mandos del ejército español.A la vista de los acontecimientos, Godoy dio un brusco giro a su política exterior y buscó la paz con la Francia revolucionaria. Parece que la expedición conjunta que se había llevado a cabo entre España e Inglaterra para asediar el puerto de Tolón, había convencido a Godoy del egoísmo británico y fue por ello por lo que se decidió a reinvertir las alianzas. Al fin y al cabo, Gran Bretaña había sido la enemiga tradicional de España en el Atlántico y durante todo el siglo XVIII los Pactos de Familia habían puesto de manifiesto las ventajas de la alianza entre las dos naciones unidas por la frontera de los Pirineos. En 1795 se firmó la Paz de Basilea, que le valió a Godoy el título de Príncipe de la Paz, y al año siguiente el Tratado de San Ildefonso. La alianza hispano-francesa no carecía de lógica, pues una vez que habían pasado los furores revolucionarios y el golpe de Termidor había calmado las tensiones en el país vecino, Godoy pensó que no era necesario prolongar más el conflicto. Además, los dos países se necesitaban mutuamente, pues Francia carecía de la armada que podía facilitarle España, y ésta podría contar con el ejército francés. Esta situación de mutua dependencia podría prolongarse hasta 1805, pues la derrota de Trafalgar a manos de la escuadra británica y la práctica desaparición de la armada española haría ya innecesaria para Francia la alianza.En octubre de 1796 se iniciaron las hostilidades con Inglaterra y los primeros enfrentamientos fueron positivos para España, que pudo defender sin muchos problemas la ruta de América de donde seguían llegando el metal precioso y los otros productos coloniales. No obstante, a comienzos de 1797 se puso ya de manifiesto la inferioridad de la flota española frente a la inglesa. Los barcos españoles no habían sido suficientemente renovados a pesar de la atención que se le había prestado a la política naval durante el siglo XVIII y comenzaron a mostrar su ineficacia frente a los más modernos navíos británicos. El 14 de febrero se produjo un ataque de la flota inglesa al mando del almirante Jarvis a los barcos españoles a la altura del Cabo de San Vicente. Los españoles fueron derrotados y los ingleses pudieron capturar cuatro de sus barcos. Sin embargo, el ataque al puerto de Cádiz que el almirante Horacio Nelson intentó llevar a cabo en los primeros días del mes de julio fracasó totalmente a causa del empeño que los marinos españoles y los gaditanos pusieron en la defensa de la ciudad. También fracasó Nelson en Santa Cruz de Tenerife, donde perdió un brazo y fue hecho prisionero. Pero el efecto de estas acciones sobre la economía gaditana, cuyo despegue se había producido como consecuencia del tráfico comercial con América, fue desastroso. Los ingleses le impusieron un bloqueo a su puerto y los comerciantes se vieron privados de la posibilidad de recibir y despachar mercancías, con lo que perdieron -según estimación de Desdevizes- el doble de la suma que España había perdido durante la guerra con Francia.En América, donde los ingleses intentaron también sacar provecho de la situación, se produjo un proceso bastante paralelo al de España. Hubo éxitos iniciales británicos, para pasar después a un afianzamiento de las defensas hispanoamericanas. El almirante Harvey se apoderó de la isla de Trinidad pero fracasó en Puerto Rico. Francia firmó la paz por separado con Inglaterra y eso provocó la caída de Godoy.
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El día de Todos los Santos de 1700 moría Carlos II. Su falta de descendencia iba a facilitar que la corona de España recayese en la dinastía de los Borbones a través de Felipe de Anjou, nieto del monarca francés Luis XIV. El nuevo rey iba a despertar muchas expectativas, algunas de las cuales fueron rápidamente frustradas ante la evidencia de que no parecía representar el monarca modélico para la vasta monarquía que todavía España representaba. Sin embargo, sería injusto hacer recaer todas las responsabilidades sobre las espaldas de Felipe V, puesto que era evidente que el legado austracista no resultaba ninguna ganga. En efecto, las estructuras de la monarquía adolecían de importantes deficiencias en la base de su funcionamiento. La agricultura era de subsistencia, estaba dominada por grandes propietarios señoriales (nobles y eclesiásticos) y centrada en pequeñas unidades de explotación familiar sin posibilidades de ahorro e inversión a causa de las diversas cargas fiscales. Bajo estas circunstancias, las condiciones climáticas adversas y las pestes diezmaron con dureza el campo español entre 1677 y 1685. Tampoco la industria tenía mejor situación. Con escasa capacidad de consumo, limitada por el parco desarrollo de la agricultura, con poca intervención del capital en las inversiones industriales y con un secular estancamiento técnico, los españoles de ambos lados del Atlántico debían recurrir a los productos extranjeros y pagarlos con metales preciosos americanos. La precariedad agraria e industrial lastraba las posibilidades comerciales. El mercado interior era débil y estaba condicionado por trabas aduaneras e institucionales. El comercio colonial se encontraba cada vez más en manos de los foráneos, por el contrabando, por el comercio directo que otros países hacían desde Europa o por la acción de los extranjeros afincados en el monopolio sevillano. Además, en la propia América el comercio intercolonial crecía paulatinamente. La situación económica general estaba asimismo deteriorada como efecto de los numerosos conflictos que la monarquía había tenido durante la centuria a causa de su política imperial, contiendas que ocasionaban un permanente drenaje de los recursos metálicos conseguidos en América. La hacienda pública vivía en la continua bancarrota: en 1680 las obligaciones del Estado ascendían a 19 millones de escudos y los ingresos únicamente a 10. Y en ayuda del tesoro público acudían innumerables capitales en forma de préstamos al Estado que naturalmente dejaban de lubrificar la economía productiva. La sociedad española no ofrecía un panorama más alentador. La nobleza no renovaba sus haciendas, se negaba a entrar en los considerados poco honorables negocios mercantiles, monopolizaba los cargos más preciados de la administración y se mantenía mayoritariamente en los aledaños de la corte procurando vivir de las ubres del Estado y de formar partidos que se disputaban encarnizadamente la dirección del gobierno. Tras el fracaso de Olivares en alejar a la gran nobleza de la vida política, el centenar de grandes de España había renovado su injerencia cortesana ante la evidente dejación del débil Carlos II. Primeros ministros como el duque de Medinaceli o el conde de Oropesa se instalaban en el vértice mismo del Estado desde el cual gobernaban con buenas intenciones al tiempo que se enriquecían clánicamente. Al igual que la nobleza, la clerecía tampoco resultaba una fuerza dinamizadora de la vida social. Gran propietaria de tierras, se dedicaba a la doble tarea de mantener su posición socieconómica y domeñar las conciencias de los españoles. Por su parte, las clases trabajadoras vivían en condiciones poco favorables y nada halagüeñas. Los burgueses eran escasos en número y dependientes de la sociedad aristocrática a la que aspiraban a pertenecer sin remilgos de clase: los comerciantes y profesionales no habían cuajado como mesocracia y tenían poca influencia tanto en los gobiernos locales como en el general de la monarquía. Los campesinos y los artesanos eran la base del trabajo nacional pero los últimos en el reparto de la renta colectiva. En estas condiciones de bipolarización social y de falta de encuadre político de la mayoría de los españoles, no es extraño que las algaradas antifiscales y los motines antiseñoriales hicieran aparición en Cataluña (1687-89), en las segundas germanías valencianas (1693) y en Madrid (1699). En medio de estas dificultades económicas y de este aletargamiento social, el poder político disfrutaba de una planta constitucional que no facilitaba el alivio de la situación. El intento del Conde Duque de hacer participar a todos los reinos por igual en las cargas y beneficios del Imperio, no había salido adelante. Tampoco tuvo mejor suerte la política de reducir las prerrogativas forales y centralizar la toma de decisiones en manos del monarca y su primer ministro. En este marco general, Carlos II no iba a ser un modelo de soberano. Influenciado por reinas de origen e intereses foráneos, por intrigantes cortesanos y por confesores reales, la debilidad del Hechizado (así bautizado popularmente por los madrileños) iba a dejar el reino al pairo de la lucha de los partidos nobiliarios y de las estratagemas de los embajadores extranjeros. Las instituciones tradicionales no sólo no suplían estas deficiencias sino que en ocasiones las agravaban. Las cortes restaban sin convocar, perjudicando a la representación de las ciudades. Los consejos reales eran lentos de funcionamiento y escasos de poder. La administración local estaba dominada por las oligarquías. La justicia era ineficaz y con unos jueces poco profesionales. La burocracia era excesiva, mal pagada y en su mayoría producto de la venalidad. El valimiento, finalmente, había derivado en una prebenda que se disputaban las camarillas de palacio. Únicamente las instituciones forales, sin resultar idílicos paisajes democráticos, guardaron algo de prestigio y una relativa vitalidad que les permitió afrontar los duros embates del siglo.
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<p>Los primeros siglos de la Edad Moderna son los de la hegemonía española a nivel mundial. La creación y el sostenimiento de tan extensas y dispersas posesiones llevarán a los dos principales monarcas de la Casa de Austria hispana a enfrentarse con las principales potencias de su tiempo.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>ÉPOCA&nbsp;</p><p>1.Los Austrias mayores: Carlos I y Felipe II.&nbsp;</p><p>El reinado de Carlos I.&nbsp;</p><p>De las guerras dinásticas a las guerras confesionales.</p><p>La revuelta de las Comunidades.</p><p>Conflictos exteriores de Carlos I.</p><p>El reinado de Felipe II.&nbsp;</p><p>El problema turco.</p><p>La guerra de los Países Bajos.</p><p>Portugal, Inglaterra y Francia.&nbsp;</p><p>2.Los Austrias Menores.&nbsp;</p><p>Política exterior: de la grandeza a la decadencia.&nbsp;</p><p>De la paz de Vervins a la tregua de Amberes.</p><p>La Pax Hispánica.</p><p>Clarines de guerra en Madrid.&nbsp;</p><p>España frente a Holanda.</p><p>Esperando la paz y no proponiéndola.</p><p>El rayo sueco.</p><p>La derrota de los Habsburgo.</p><p>España y Francia, dos potencias irreconciliables.&nbsp;</p><p>Guerra de Devolución y pugna franco-holandesa.</p><p>Auge francés, ocaso español: hacia el nuevo siglo.&nbsp;</p><p>&nbsp;</p><p>BATALLAS&nbsp;</p><p>1.Victoria en Cefalonia.&nbsp;</p><p>Las guerras de Italia.&nbsp;</p><p>Cruzada contra el turco.&nbsp;</p><p>2.Ceriñola, la consagración del Gran Capitán.</p><p>Dos personajes contrapuestos.</p><p>La base de los Tercios.</p><p>Freno al rey de Francia.</p><p>A cara descubierta.</p><p>Cuerpos destrozados.</p><p>Garellano: sangre, sudor y lodo.&nbsp;</p><p>El error del Rey Católico.&nbsp;</p><p>3.Laberinto imperial.&nbsp;</p><p>Una herencia complicada.&nbsp;</p><p>La Monarquía Hispánica.</p><p>El señor del Nuevo Mundo.&nbsp;</p><p>Encaje de bolillos.</p><p>Una monarquía unida.</p><p>&nbsp;4.Carlos V conquista Túnez.</p><p>Revista de tropas en Barcelona.</p><p>El prólogo de La Goleta.&nbsp;</p><p>Muerto en África o vencedor en Túnez.&nbsp;</p><p>5.Los tercios.</p><p>Vestuario de las tropas de Carlos V y Felipe II.</p><p>Las divisas.&nbsp;</p><p>Las armas.&nbsp;</p><p>El uniforme.&nbsp;</p><p>6.La Santa Liga.&nbsp;</p><p>7.La Batalla de las Dunas.&nbsp;</p><p>La flor del ejército holandés.</p><p>Llegan los tercios.</p><p>Decisión temeraria.&nbsp;</p><p>Una victoria pírrica.&nbsp;</p><p>8.La batalla de Rocroi.</p>
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El siglo XVI ve cómo España se sitúa a la cabeza de las naciones, crea en América el primer imperio colonial y se consolida en Europa como primera potencia. Las bases del Imperio se ponen durante el reinado de los Reyes Católicos. Pero será su nieto, Carlos I, quien se convierta en el monarca más poderoso del mundo, primero mediante herencia, luego por conquista. A la edad de 16 años el joven Carlos hereda de su abuelo Fernando el Católico los estados de la Corona de Aragón: Cataluña, Aragón, Valencia, Baleares y las posesiones italianas de Cerdeña, Sicilia y Nápoles. Ese mismo año se corona rey de Castilla, tomando posesión de los territorios que ésta comprende: Castilla, Navarra, Granada, Canarias, colonias americanas y las plazas estratégicas de Melilla, Orán, Bugía y Trípoli. De su padre, Felipe el Hermoso, recibirá los Países Bajos y el Franco Condado. De su abuelo Maximiliano recibe la Corona Austriaca y la posibilidad de ser elegido emperador de Alemania, lo que sucederá en 1520. Carlos V siempre se tomó muy en serio sus responsabilidades como emperador. No es que pretendiera reinar en toda Europa, pero se consideraba el adalid de la Cristiandad frente a los avances turcos en la Europa Central y el Mediterráneo, y frente a la herejía luterana en el resto del continente. La Cristiandad, tal como la concebía el emperador, tenía un carácter marcadamente medieval. Las posesiones de Carlos V eran inmensas. Sin embargo, el gobierno de reinos tan heterogéneos resultaba tremendamente difícil. La relación de la monarquía con diferentes estamentos, como las ciudades o los nobles, provocará conflictos internos de primer orden, como la Guerra de las Comunidades y la de las Germanías, así como reivindicaciones de tipo social y económico. Sin embargo, los mayores problemas provendrán del exterior. La Monarquía hispánica habrá de enfrentarse a numerosos frentes externos, siendo Francia, con su rey Francisco I a la cabeza, su principal rival. Entre 1521 y 1526 sucederá la primera guerra entre España y Francia. La causa: disputas territoriales sobre el Milanesado, Nápoles, Luxemburgo y, muy especialmente, Navarra. Francia, aliada con Venecia y con los suizos, es rechazada en un intento de ocupar Navarra. Por su parte Carlos V, aliado al rey inglés Enrique VIII y al papa León X, ocupa Lombardía. La gran batalla se producirá en 1525, en el sitio de Pavía. La población de Pavía se hallaba guarnecida por unos 8.000 españoles. Rodeando el lugar se encontraba el ejército francés, con su rey a la cabeza, combinando tropas de infantería, artillería y caballería. El 3 de febrero llega desde Alemania un ejército de 24.000 hombres para socorrer a los asediados, que se sitúa tras los franceses después de dejar a 1.000 infantes y la artillería el Campo Imperial. A las 5 de la mañana del día 24 comienza el ataque español, tomando el Castel Mirabello. En respuesta, Francisco I ordena disparar a su artillería y, más tarde, lanza una carga de caballería por el ala derecha. El ataque logra hacer huir a parte del flanco español, pero la caballería francesa ha quedado aislada. A las 7,50 de la mañana los franceses se retiran hacia la Torre del Gallo, mientras la guarnición de Pavía lanza un ataque simultáneo. Los franceses no aguantan el embate imperial y son aislados en pequeños grupos, aniquilados unos tras otros. A las 8,30 de la mañana comienza la desbandada del ejército francés. La batalla ha terminado. La victoria en Pavía permite a Carlos V expulsar a los franceses del Milanesado. El mismo rey francés cae prisionero y es llevado a Madrid, en cuya Torre de los Lujanes permanecerá cautivo hasta la firma de la paz, en 1526. Reanudadas sin embargo las hostilidades, el episodio más dramático será el asalto y saqueo de Roma por las tropas imperiales. Además del francés, Carlos V tiene otros frentes abiertos. En 1529 el corsario Barbarroja toma Argel y amenaza las posesiones españolas en Italia. Carlos V envía una expedición contra Túnez, exitosa, y otra contra Argel, en 1541, que fracasará. El último campo de combate de Carlos V estará en Centroeuropa, donde la reforma protestante de Lutero amenaza la unidad religiosa y política del Imperio. En 1547 el emperador derrota en Mühlberg a sus adversarios, aunque no logra evitar la división religiosa. La amargura del fracaso explica la abdicación de Carlos V, que se producirá en 1556. Felipe II, sucesor de Carlos V, heredará los territorios de éste, excepto el Imperio, aunque añadirá más tarde Portugal. Rey poderoso, hubo de enfrentarse sin embargo a numerosos problemas, tanto internos como externos. En el interior, el principal será la Guerra de las Alpujarras, entre 1568 y 1571. En el exterior, el Mediterráneo es un campo de batalla, pues los corsarios berberiscos atacan desde el norte de Africa a las poblaciones cristianas del levante español, Cerdeña y Sicilia. En respuesta, España, Venecia y los Estados Pontificios forman la Liga Santa, reuniendo en Messina un total de 80.000 hombres y más de 200 barcos de guerra, mandados por don Juan de Austria. La gran batalla contra el turco se producirá en 1571, en el golfo de Lepanto. Al amanecer del 7 de octubre la flota cristiana avistó a la turca y se dispuso en formación de combate. En el flanco derecho se situaron las naves venecianas; en el izquierdo, la flota papal capitaneada por Andrea Doria, mientras que en el centro quedó el grueso de la flota, con don Juan de Austria al frente. En la retaguardia se situó el marqués de Santa Cruz. Los turcos inicialmente se dispusieron en forma de media luna, separándose rápidamente en tres secciones. Don Juan abrió la batalla disparando sus cañones contra las naves del centro turco, cayendo pronto al menos siete galeras turcas. En respuesta, los turcos hicieron avanzar su flanco central contra las naves de don Juan, produciéndose una encarnizada batalla. Tomada la nave capitana, el centro musulmán se rompió y batió en retirada. El flanco derecho turco, por su parte, rodeó a las galeras venecianas, aunque la ayuda de la retaguardia cristiana provocó la huída de los otomanos. La línea izquierda turca realizó una maniobra similar, abriéndose un hueco que le permitió llegar al corazón de la flota cristiana. Desde la retaguardia, Santa Cruz acudió en ayuda de los cristianos, obligando a los turcos a retirarse. Tras más de cuatro horas de batalla, la victoria cayó del lado cristiano, contándose al menos 25.000 muertos entre los turcos. Además, el control otomano sobre el Mediterráneo sufrió un grave daño, aunque no pasarán muchos años antes de recuperar su poderío naval. El imperialismo de Felipe II le llevó también a chocar con Inglaterra. Contra ella partirá de La Coruña en 1588 una gran armada, llamada más tarde Invencible de forma irónica, que resultará desastrosamente derrotada. Francia será vencida en las batallas de San Quintín y Gravelinas, acabando el conflicto en 1598 con la Paz de Vervins. Sin embargo, la revuelta independentista en los Países Bajos será el mayor problema de la política exterior de Felipe II. La cuestión se convertirá en un verdadero quebradero de cabeza para el monarca y sus sucesores. A la muerte de Felipe II en 1598 le sucede su hijo, Felipe III, iniciando una etapa llamada de los Austrias Menores, con Felipe IV y Carlos II como últimos monarcas de esta dinastía. El nuevo soberano hereda un país empobrecido, aunque con inmensos dominios territoriales. Desde la corte de Madrid se gobierna sobre el resto de reinos peninsulares, además de los Países Bajos y el Franco Condado. En Italia, los Habsburgo dominan el Milanesado y los reinos de Nápoles y Sicilia. Orán, Melilla y las Canarias son las posesiones africanas. En el Nuevo Mundo se dominan extensos territorios, así como las islas Filipinas, en Asia. Desde 1581 y hasta 1640 el reino de Portugal se integra en la Monarquía Hispánica, lo que suma las posesiones del Brasil y numerosas e importantes escalas a lo largo de las rutas marítimas hacia Asia. Sin embargo, pese a tan vasto imperio, son éstos años de decadencia. Durante el siglo XVII se manifiesta en toda su crudeza el derrumbe de un Imperio forjado mediante conquistas y herencias. Francia e Inglaterra se muestran dispuestas a ocupar un lugar hegemónico que España abandona paso a paso. En 1635 Francia declara la guerra a España. Las tropas españolas amenazan París y vencen en Fuenterrabía. Pero en 1640 comienzan sendas rebeliones en Cataluña y en Portugal, apoyadas por Francia e Inglaterra. Para aliviar la presión francesa sobre Cataluña, los españoles invaden el norte de Francia desde Flandes. El gran enfrentamiento se producirá en 1643, en los campos de Rocroi. El campo de batalla era una llanura, entre un bosque y un pantano. Allí los franceses situaron a sus 23.000 hombres, con la infantería en el centro y la caballería a los lados, apoyados por la potente artillería. Los españoles, por su parte, contaban con unos 22.000 efectivos. En el centro formaron los famosos tercios y la infantería, con las alas protegidas por la caballería. En primera línea, los cañones. Al amanecer del día 19 la caballería francesa ataca el flanco izquierdo español, pero es rechazada. Una segunda carga, sin embargo, cae sobre la caballería española del ala izquierda, que se rompe. Entre tanto, el flanco izquierdo francés realiza una nueva carga, rechazada por los españoles, que toman ventaja por ese lado. Sin embargo, la debilidad del ala izquierda española permite a la caballería francesa caer directamente sobre los tercios imperiales, que apenas pueden sino resistir. En una maniobra sorprendente, la caballería francesa ataca la retaguardia española, que se ve acosada por dos lados, pues la izquierda francesa se ha rehecho y ha conseguido lanzar su ataque. Rodeados, los tercios no tardan en caer. Las bajas entre los imperiales debieron cifrarse en unos cuatro mil muertos, la mayoría españoles, y entre 2.000 y 2.500 prisioneros. En el bando francés fueron unos 2.500 muertos. La derrota en Rocroi puso de manifiesto la crisis del poderío militar español. Sin embargo, era éste un proceso que ya se venía gestando desde hacía tiempo y al que aún le quedan capítulos por escribir. La culminación de esta descomposición es el acto final de los Austrias: una Guerra de Sucesión, a la muerte de Carlos II, en la que España no tiene sino un papel pasivo. La guerra de Sucesión española dividió España entre los partidarios de Felipe V y del archiduque Carlos, ambos candidatos al trono. Francia, con su rey Luis XIV al frente apoyó al primero; Holanda, Inglaterra, Austria y Portugal se aliaron con el archiduque. En 1713 finalizó la guerra, con la firma del Tratado de Utrecht. La paz dio lugar a un nuevo mapa europeo, negociado por unas potencias entre las que ya no contaba España. Inglaterra consiguió Terranova, Gibraltar y Menorca. El Imperio austriaco se quedó con el Milanesado, Flandes, Nápoles y Cerdeña. A Saboya, por último, le corresponde una pequeña expansión en su frontera y la isla de Sicilia, que entregará a Austria a cambio de Cerdeña. El gran vencedor es el rey francés, Luis XIV, quien consigue a cambio que las potencias europeas reconozcan a su nieto, Felipe V, como rey de España, aunque en ningún caso las coronas de Francia y España podrán unirse en el futuro. Lejos queda ya el recuerdo de la casa de Austria y de un imperio español que se extendía por todo el orbe conocido, donde nunca se ponía el sol.
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Galería de imágenes de la época. Carlos V a caballo en Mühlberg. La Rendición de Breda. Defensa de Cádiz. Toma de Brisach. Socorro de Génova. Victoria de la tropas españolas de Gonzalo de Córdoba en Fleurus. Saqueo de Amberes por los tercios españoles. Batalla de San Quintín, anónimo. Gonzalo Fernández de Córdoba ante el cadáver del duque de Nemours. Del saqueo de Roma. Combate entre la "Invencible" y los ingleses, atribuido a Aert van Antum. Combate naval de Lepanto. Revista de tropas en Barcelona. Soldados imperiales saqueando Túnez. El sitio de Ostende, por Vranc. Infantería española del siglo XVI.
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Los inicios de la casa de Austria en España suponen un momento clave en la evolución histórica. El siglo XVI es un siglo de hegemonía hispana y de primer esplendor. La Monarquía de Carlos I y de Felipe II se extiende por todos los confines del mundo. Tal imperio fue construido gracias a la fuerza de la política, la diplomacia y las armas. Carlos V recibió por herencia un extenso territorio, con posesiones en media Europa y el norte de Africa. Felipe II, hijo y sucesor de Carlos I, heredará los territorios de éste, excepto el Imperio, si bien más adelante añadirá Portugal. Además, el siglo XVI ve cómo se incrementa la presencia española en América y Filipinas. Carlos I y Felipe II, los Austrias Mayores, gobernaban sobre un conjunto de múltiples territorios que, sin unirse entre sí, reconocían particularmente su dominio. Sin embargo, por fuerza habría de resultar enormemente complicado atender al gobierno de naciones y pueblos tan heterogéneos. Así, entre los críticos años de 1598 y 1700 la hegemonía política y militar de España cede al empuje de otros países como Fancia e Inglaterra, que ya se anuncian como potencias en el panorama europeo. Ha pasado ya, de modo definitivo, la hora de España como imperio universal.
obra
No es muy habitual que Goya pinte escenas alegóricas, aunque sí realizó alguna a lo largo de su carrera. Su faceta más conocida como retratista hace que estas imágenes adquieran un mayor valor por su originalidad. Sobre un fondo nebuloso encontramos tres figuras: el Tiempo - con las alas desplegadas - nos trae a España a primer plano, mientras con su mano izquierda sujeta un reloj de arena con la ampolla superior llena para indicarnos que comienza una nueva era; España, vestida de blanco y con un pronunciado escote, porta en su mano derecha un pequeño libro - la Constitución de Cádiz del año 1812 - y en la izquierda un cetro, dando a entender la superioridad de la Carta Magna sobre el poder monárquico; en primer término aparece la Historia, desnuda al ser también la imagen de la Verdad, tomando nota del acontecimiento mientras pisa los antiguos textos legales de una época ya pasada. Goya nos muestra su carácter liberal de manera abierta, sin ningún tipo de tapujos, poniendo todas sus esperanzas en el Texto Constitucional que rompía con el Antiguo Régimen e inauguraba la España liberal. Desgraciadamente, Fernando VII no la aplicó y la famosa "Pepa" - llamada así porque la Constitución se promulgó el día 19 de marzo de 1812, festividad de San José - cayó en saco roto. Aunque la temática de la obra tenga tintes neoclásicos al emplear figuras alegóricas, el estilo al que recurre Goya es el característico de los años de la Guerra de la Independencia - véase las Majas al balcón -. En dicho estilo se observa un interesante contraste cromático, las pinceladas son muy rápidas sin preocuparse de los detalles y la luz empleada baña a las figuras produciendo una sensación atmosférica que recuerda a Velázquez. La forma de trabajar del aragonés está demostrando su peculiar evolución hacia un estilo totalmente personal, que tendrá escasos adeptos entre los miembros de la aristocracia, los cuales elegirán como nuevo retratista a Vicente López.
contexto
Al morir Carlos II, el 1 de noviembre de 1700, la Monarquía hispánica seguía siendo, por su extensión, el mayor imperio colonial; las posesiones del último de los Habsburgo madrileños se extendían a lo largo de más de 12 millones de kilómetros cuadrados: en América, desde la frontera norte del Virreinato de Nueva España (actuales Estados del sudoeste de EE.UU.) hasta el estrecho de Magallanes; en el Pacífico, los archipiélagos de las Marianas, las Carolinas y las Filipinas, y en Europa, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milanesado, Luxemburgo y los Países Bajos del sur. Pero la Monarquía que había heredado Carlos II en 1665 había perdido ya la condición de primera potencia europea y mundial, cediendo el testigo de la hegemonía continental a Luis XIV. Y las sucesivas derrotas ante Francia, desde 1668 hasta 1697, no hacían sino confirmarlo. Ahora bien, aunque España estaba todavía débil y empobrecida, se encontraba ya en un proceso de recuperación política, demográfica, cultural y económica iniciado en algunas regiones de la periferia peninsular en las dos últimas décadas del siglo; proceso que ayuda a explicar mejor la regeneración española del XVIII, tradicionalmente atribuida a la mera llegada de la nueva "dinastía borbónica reformista". El éxito a medio plazo de las durísimas medidas de política monetaria tomadas en Castilla en los años ochenta, la evolución positiva de las curvas de natalidad o la presencia de núcleos de estudiosos preocupados por hacer brotar en España la Ciencia moderna que estaba cambiando el panorama intelectual europeo, son alguna de las pruebas inequívocas de que se estaba produciendo un cambio de coyuntura y de que la "centuria de la decadencia" no duró esos cien años, pese a lo que se viene aseverando desde hace tres siglos por una historiografía que quiere ver cómo, desde la muerte de Felipe II (1598) hasta la llegada del primer Borbón en 1700, únicamente se suceden derrotas militares, crisis económicas y catástrofes demográficas en la malhadada España de los peyorativamente llamados "Austrias menores". Como resultado de la profunda revisión que en los últimos años se viene haciendo sobre el siglo XVII, en general, y sobre el siglo XVII español, en particular, hoy sabemos que también la España de Carlos II, al margen de la triste y lamentable figura del monarca, estaba atravesando una época de transformaciones económicas, demográficas y culturales, si bien la mayoría de sus contemporáneos no fueron conscientes de que el futuro que se les avecinaba era mucho más próspero que la dura realidad por la que estaban pasando. Precisamente esa distinta autopercepción del momento en que vivían positiva para un gran número de habitantes de la Corona de Aragón y negativa para muchos de los súbditos de la Corona de Castilla- contribuirá a explicar los porqués del alineamiento de unos y otros españoles en el bando austracista o en el borbónico durante la Guerra de Sucesión española. La experiencia de los últimos reinados -considerada nefasta por los castellanos y feliz por los aragoneses- y la realidad económica -una Corona de Castilla aún empobrecida frente a una Corona de Aragón que ya muestra perceptibles síntomas de recuperación-, junto con la pervivencia del secular odio catalán a Francia (por las luchas fronterizas y la competencia comercial entre países vecinos), son las razones que Domínguez Ortiz apunta para explicar el austracismo de muchos catalanes, valencianos, mallorquines y aragoneses y la fidelidad de la mayoría de los castellanos hacia el rey Borbón. Porque la extendida afirmación de que "desde el mismo momento de su llegada a España de Felipe V todos los catalano-aragoneses lucharon contra la nueva dinastía en defensa de sus fueros, en peligro de ser revocados por el centralismo borbónico", no puede ser mantenida hoy; si Felipe V juró los fueros, libertades y privilegios de Cataluña antes de partir a la guerra contra los austriacos en Italia, confiado en que no peligraba su trono en la Península que le había jurado fidelidad y recibido sin problemas en 1701, no hay razón para pensar que tenia decidido abolir los fueros de los reinos no castellanos de su Monarquía, como no abolió la peculiaridad foral de vascos y navarros tras la conclusión de la guerra. De hecho, hasta 1705 no se dieron levantamientos austracistas en la Península, azuzados e inducidos por la presencia de tropas anglo-austro-holandesas en los territorios levantinos. Por otro lado, frente a lo que había sucedido en 1640, en 1705-1714 no hubo una guerra de independencia. Cataluña creyó que combatía por España en una guerra civil. Y es preciso advertir que, como en toda contienda civil, en el conflicto que enfrentó a los partidarios de Felipe de Anjou, nieto del rey Luis XIV de Francia, con los de Carlos de Habsburgo, hijo del emperador Leopoldo de Austria, el deseo de que triunfe una de las facciones o, cuando ello es posible, la decisión de incorporarse activamente a las filas de uno u otro bando, vienen determinados la mayoría de las veces por motivaciones tan personales y subjetivas que cualquier generalización es necesariamente peligrosa o inexacta. Sabemos, por ejemplo, que hubo muchos catalanes partidarios de Felipe de Borbón y que no faltaron pueblos castellanos que lucharon a favor de Carlos de Austria. Y si bien se dieron casos en los que el pueblo seguía el ejemplo de sus autoridades y notables locales, no pocas veces en una misma comarca el pueblo llano era borbónico, mientras que la nobleza defendía la causa austracista. Tal vez porque alguno de los estamentos privilegiados deseaba el triunfo de un pretendiente, los pecheros se situaban en el bando contrario. Tampoco eran desinteresados los motivos que llevaron a ingleses, holandeses, portugueses o saboyanos a luchar en la alianza antiborbónica. No se trataba de restituir unos derechos sucesorios presuntamente conculcados, aunque se esgrimieran en alegato de cada postura argumentos jurídicos; cada país -como cada persona- defendía sus pretensiones diplomático-militares o sus intereses económico-sociales. Si la Guerra de Sucesión a la Corona de España en tanto que conflicto internacional terminó con las paces de Utrecht-Rastatt que veíamos anteriormente las consecuencias en España vienen marcadas por la aplicación de los Decretos de Nueva Planta que modificaron radicalmente el sistema político-administrativo español. De una Monarquía Hispánica de Reinos, entidad supranacional en la que, bajo los reyes de la Casa de Habsburgo, cada uno de sus territorios tenía sus propias cortes, monedas y leyes, se pasa a una Monarquía española borbónica que tendía -si bien es verdad que imperfectamente- hacia un centralismo uniformizador. Argumentando que los "Reynos de Aragón y de Valencia, y todos sus habitadores por el rebelión que cometieron, (habían) perdido todos los fueros y libertades que gozaban...", desde el 29 de junio de 1707 (fecha del primero de los Decretos de Nueva Planta, firmado por Felipe V dos meses después de la victoria de sus ejércitos en la crucial batalla de Almansa) se inicia el camino hacia la unificación: "Siendo Mi Voluntad que estos (fueros) se reduzcan a las leyes de Castilla y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y se ha tenido en ella y en sus tribunales, sin diferencia alguna en nada..." Los reinos de la Corona de Aragón (Cataluña, Valencia, Aragón y Mallorca) acabarían por ver radicalmente alteradas sus instituciones de gobierno y su articulación dentro del conjunto de la nueva Monarquía borbónica. Se suprimía el Consejo de Aragón y sus funciones se atribuían al poderoso Consejo de Castilla, el único de los otrora decisivos organismos de la administración polisinodial de los Habsburgo que no perdía competencias sino que acrecentaba su poder en el nuevo organigrama político-administrativo de la España del siglo XVIII, caracterizado porque en él se potenciaban las instituciones unipersonales en detrimento de las colegiadas (los secretarios de Estado -precedentes de los actuales ministros- irán adquiriendo atribuciones que anteriormente correspondían a los multipersonales Consejos). También eran modificadas con un inequívoco sesgo centralizador numerosas instituciones de gobierno local y regional de los demás territorios españoles y del propio poder central: Intendentes, capitanes generales, etc. La excepción y la prueba, a la vez, de la imperfección, las limitaciones y contradicciones del absolutismo centralista- estuvo en la persistencia de la particularidad de Navarra y el País Vasco, que consiguieron preservar intactas sus libertades, leyes e instituciones de autogobierno pese a los deseos y presiones ejercidas desde el poder central durante todo el Antiguo Régimen. La fuerza que mostraron los españoles durante la Guerra de Sucesión sorprendió a unos europeos que ya habían enterrado definitivamente a España considerándola incapaz de volver a ocupar un papel relevante dentro de las potencias. El hecho de que Felipe V se asentase en el trono de Madrid con la ayuda de unos renovados y numerosos ejércitos españoles y lograse, con ello, triunfar parcialmente sobre la poderosa coalición antiborbónica y, más aún, el que la España de los años posteriores a 1713-1714 se convirtiera en lo que Gaston Zeller llamó el aguafiestas de Utrecht, demuestra que "no estaba (..) sobrada de recursos, pero tampoco tan falta de ellos que no pudiera hallarlos un gobierno enérgico" (Domínguez Ortiz). Por otra parte, la pérdida en Utrecht de todas las posesiones extrapeninsulares en Europa permite a España readaptar su política diplomático-militar y hacer compatibles, desde el realismo, sus recursos con sus fines. El esfuerzo por preservar unidos a la Corona territorios tan alejados logísticamente de la Península como los Países Bajos, Luxemburgo, el Franco-Condado o el Milanesado, había sido superior a los medios que la Monarquía hispánica podía poner en juego y desde los años centrales del siglo XVII al deterioro de la situación militar en los frentes europeos se unía el empobrecimiento castellano, incapaz de soportar dicho esfuerzo. Por eso, perdidos aquellos territorios, los nuevos gobernantes se vieron libres de la necesidad de mantenerlos a cualquier precio y pudieron dedicarse a reorganizar lo que quedaba de la Monarquía, que era muchísimo. Utrecht significó, también, el nacimiento oficial de España. Porque, "antes del siglo XVIII no existió una denominación para el conjunto de territorios que, enlazados por mera unión personal, obedecían a la rama española de la Casa de Austria (..). España era un término culto, de raigambre clásica, divulgado por el Renacimiento (..) ignorado casi por completo de la terminología oficial (..). España era una expresión geográfica sin contenido político..." Y desde Utrecht, "más chica que el Imperio, más grande que Castilla, España, la más excelsa de las creaciones de nuestro siglo XVIII, sale del estado de nebulosa y toma contornos sólidos y tangibles" (Domínguez Ortiz).