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Rusia, el gigantesco Imperio de 22 millones de km2 y unos 132 millones de habitantes en 1900, era el caso opuesto. El asesinato del zar Alejandro II el 1 de marzo de 1881 (13 de marzo, según el calendario occidental), como consecuencia de un atentado con bomba perpetrado por la organización clandestina Narodnaia Volia (Voluntad del Pueblo), expresó de forma trágica el dilema de la política rusa. Parecía no existir más alternativa que la autocracia zarista o la violencia revolucionaria. El atentado fue sobre, todo un error político. Porque Alejandro II, como respuesta a la derrota de su país en la guerra de Crimea (1853-56) y a la insurrección polaca de 1861-62, había impulsado reformas esenciales como la emancipación de los siervos (1861), la autonomía universitaria (1863), la independencia del poder judicial (1864), la eliminación de la censura de prensa (1865) y la concesión de autonomía administrativa a ayuntamientos y asambleas provinciales y de distrito (1864,1870). Alejandro II era, así, la única e hipotética esperanza para una posible evolución de Rusia hacia alguna forma de constitucionalismo limitado. Sólo unas semanas antes de su asesinato, había dado su aprobación al proyecto pseudoconstitucional preparado por el ministro del Interior, conde Loris-Melikov, que preveía la creación de unas Comisiones consultivas a las que el gobierno presentaría sus proyectos económicos, administrativos y legislativos. Como consecuencia, el reinado de Alejandro III (1881-94) y los primeros años del de Nicolás II (1894-1917) supusieron una reafirmación del principio del gobierno autocrático y personal -no hubo, por ejemplo, presidente del Consejo de ministros hasta 1905- y un retorno a los principios del nacionalismo ruso y del tradicionalismo ortodoxo. Ambos zares y sus colaboradores más próximos -el poderosísimo Konstantin Pobedonostsev, procurador general del Santo Sínodo de la Iglesia Ortodoxa desde 1880 a 1905, especie de ministro de la religión; Ignatiev, el conde Dimitrii Tolstoi, Durnovo, Goremykin, V. K. Plehve, ministros del Interior entre 1881 y 1905; Nikolai Bunge y Sergei Witte, ministros de Hacienda entre 1881 y 1903; N. K. Giers, M. N. Muravev, el conde Lamzdorf que estuvieron al frente de Exteriores desde 1881 a 1906- vieron Rusia como un país eslavo y ajeno a las tradiciones sociales y políticas del mundo occidental, cuya forma natural de gobierno era, por ello, la monarquía patriarcal y benevolente en la que el Zar, la nobleza y los campesinos formaban una unidad social armónicamente integrada por el peso de la tradición y las costumbres, los rituales ceremoniosos de la Iglesia ortodoxa y la intensa religiosidad popular (expresada a través de las numerosas fiestas religiosas y sobre todo de la Pascua rusa, del culto de los iconos y de la especial devoción a determinadas Vírgenes). Alejandro III era un hombre disciplinado, modesto, valeroso y simple; Nicolás II, un carácter débil, vacilante, de gran integridad moral -él fue el promotor de la conferencia por la paz que se celebró en La Haya en 1899-, y más amante de la vida doméstica y familiar que de la vida pública y las responsabilidades del Estado. Ambos estuvieron convencidos -y Nicolás II hasta el mismo momento de la caída de la dinastía en 1917- de que el pueblo ruso, objeto de la idealización romántica de eslavófilos, populistas y anarco-cristiano-pacifistas como León Tolstoi, estuvo siempre con ellos. A partir de 1881, los proyectos de Loris-Melikov fueron retirados. La oposición revolucionaria, reducida a pequeños círculos intelectuales y universitarios carentes de apoyo popular, fue prácticamente desmantelada por la policía política, la temida "okhranka" y sólo comenzó a resurgir en la década de 1890. Un episodio como la conspiración para asesinar al Zar en 1887 -que terminó con la ejecución de los implicados, uno de ellos hermano de Lenin- fue un hecho aislado sin trascendencia política. La censura de prensa fue endurecida. En 1884, se derogó la autonomía de las universidades, que quedaron bajo control de inspectores nombrados por el ministro del Interior. En 1889, se crearon los "jefes rurales", designados también por Interior, con funciones policiales, judiciales y administrativas. Significativamente, se quiso reforzar el papel tradicional de la nobleza y se creó para ello un Banco especial para los nobles, se reservaron a éstos los cargos de jefes rurales y se reforzó su presencia en los "zemstvos" o asambleas provinciales (aunque tal vez todo ello fuera inútil: la nobleza mantenía su estilo de vida suntuario pero había perdido gran parte de su poder, incluso en la burocracia del Estado desde las reformas de los años sesenta. Un caso como el que presentó Chejov en El jardín de los cerezos, donde un antiguo siervo, Lopajín, compraba una gran propiedad a unos nobles arruinados y endeudados, no era infrecuente). Paralelamente, desde 1883 se acentuó la política de rusificación, especialmente en Polonia. El Estatuto de 1882 prohibió a los judíos establecerse en zonas rurales -aunque se respetaron los derechos de quienes ya lo estaban (por ejemplo, la familia de Trotsky)- y adquirir propiedades y luego, se limitó drásticamente su acceso a las universidades (1887) y a ciertas profesiones (por ejemplo, a la de abogado, cerrada a los no cristianos desde 1889). El régimen tenía buenas razones para pensar que aquélla era la política adecuada. La reafirmación de la autocracia zarista restableció el orden: la primera década del reinado de Alejandro III fue particularmente estable y tranquila. Y coincidió, además, con el primer despegue de la economía rusa, impulsada desde arriba por los ministros de Hacienda Bunge (1881-87), Vyshnegradskii (1887-92) y Sergei Witte (1892-1903). Bunge y Vyshnegradskii equilibraron el gasto público y estimularon las inversiones extranjeras, especialmente francesas. Witte (1849-1915), un alto funcionario de origen alemán que había mostrado energía y capacidad excepcionales en la dirección de los ferrocarriles provinciales, reforzó aquella política e hizo de la industrialización y del crecimiento económico -proyectos vistos con recelo y hasta oposición por agraristas, populistas y eslavófilos- la clave de la política zarista y del mantenimiento de Rusia como gran potencia militar y colonial (algo en lo que llevaba razón: con Alejandro III, continuó la ocupación de Asia Central y la colonización del Turkestán, facilitadas por la terminación de los ferrocarriles de Krasnovodsk, en el Caspio, a Samarkanda y de Moscú a Tashkent. La construcción del Transiberiano, 1891-1904, ya bajo Nicolás II, hizo bascular la política exterior rusa hacia Manchuria y China). La industrialización de la cuenca del Donetz, empresa de dimensiones colosales, hizo de Rusia, ya para 1899, la cuarta potencia en producción de hierro y acero; su red de ferrocarriles era a principios de siglo la más extensa de Europa. La producción textil, centrada en torno a Moscú, creció espectacularmente; Bakú se convirtió en el primer centro petrolero del mundo. Crecieron igualmente, y de forma notable, las ciudades y la población urbana y con ellos, los servicios, las profesiones liberales, las Universidades, las escuelas e institutos técnicos y especializados y también, la clase obrera industrial. En 1900, Rusia no era un país moderno, industrial y urbano. Además, la fragilidad de su desarrollo era palmaria, y así se vio, primero, en 1891 cuando la sequía y el hambre azotaron la cuenca del Volga, luego, en 1898-99, cuando de nuevo el hambre se extendió por esa región y en 1900-02, cuando el país resultó afectado por la crisis económica internacional y sacudido por graves revueltas agrarias en Ucrania. Pero existían ya importantes enclaves de modernidad y el ritmo y amplitud de las transformaciones que se habían producido, especialmente desde 1885, eran notables. Precisamente, la modernización del país y la apertura exterior que ello trajo consigo -simbolizada en la alianza con Francia de 1894- ponían todavía más de relieve la contradicción existente entre los principios sobre los que descansaba el Imperio ruso y los valores de la civilización liberal occidental. El hambre de 1891 sacudió la conciencia pública; la ineptitud que las autoridades mostraron en aquella ocasión provocó numerosos disturbios y desórdenes. El desarrollo industrial supuso la aparición de la conflictividad laboral que, no obstante las duras medidas de control y represión existentes, aumentó desde 1890: en 1897, tras una amplia huelga textil, el gobierno tuvo que limitar la jornada de trabajo a 10 horas. Reapareció, igualmente, la agitación universitaria, expresión significativa de la conciencia democrática y revolucionaria de los estudiantes (por más que numéricamente no fueran muchos: unos 40.000 hacia 1914). En febrero de 1899, hubo una huelga general que se extendió por las 11 Universidades del país. La paz política de los años ochenta terminó. El hambre de 1891 convenció a algunos moderados y liberales del propio régimen -los más de ellos, miembros electos de los "zemstvos" provinciales- de la necesidad de proceder a reformas políticas y pareció dar la razón, y legitimidad política, a los argumentos y opiniones de la oposición semi-tolerada de constitucionalistas, liberales y occidentalistas (por lo general, pequeños círculos de personalidades vinculadas a la vida intelectual y académica y a las profesiones liberales de las ciudades). La actividad clandestina renació. Algunos intelectuales influidos por el marxismo, como Plekhanov, Struve o Akxelrod, crearon en 1898 el Partido Social Demócrata Ruso, cuya actividad principal se desarrollaría en el exilio pero al que en el interior se afiliaron trabajadores y estudiantes radicales como Martov, Lenin y Trotsky. Intelectuales neopopulistas como Víctor Chernov, que seguían viendo en el campesinado y no en los trabajadores industriales la verdadera clase revolucionaria rusa, crearon a fines de 1901 el Partido Social-Revolucionario que, enlazando con la tradición terrorista y anarquista rusa, recurrió a la violencia como forma de acción política: el ministro de Educación Bogolepov fue asesinado en un atentado en febrero de 1901; los de Interior Sipiagin y Plehve, en 1902 y 1904, respectivamente; el propio tío del Zar, el gobernador-general de Moscú, Gran Duque Sergei Aleksandrovich, en 1905. El estallido revolucionario de 1905 puso de manifiesto la debilidad institucional que existía detrás de aquel aparentemente formidable entramado político -mitad, rituales imponentes; mitad, represión policial- que era la autocracia zarista. Fue precedido por el recrudecimiento de la conflictividad social: conflictos agrarios en Ucrania entre 1900 y 1904, huelgas y disturbios obreros en toda Rusia en 1902, huelga general en Bakú en julio de 1903, desórdenes de carácter antisemita (como el "pogrom" de Kishinev), nuevas huelgas en 1903 y 1904. Pero fue precipitado por las derrotas que el Ejército ruso sufrió en la guerra con Japón. La guerra comenzó el 8 de febrero de 1904, tras un ataque por sorpresa, sin previa declaración de guerra, de la marina japonesa contra barcos rusos estacionados en el puerto chino de Port Arthur, en la Península de Liaotung. La causa de la guerra fueron las diferencias entre Rusia y Japón sobre sus respectivas áreas de influencia en Manchuria y Corea, cuestión que venía siendo objeto de negociación entre ambos países desde 1903. Lograda la superioridad naval, los japoneses desembarcaron miles de soldados en Corea. El 1 de mayo, infligieron una durísima derrota al Ejército ruso en la batalla del Yalu, río fronterizo entre China y Corea, primera vez que un ejército asiático derrotaba a un ejército europeo. Luego, penetraron en Manchuria y, después de dos batallas no definitivas en el otoño, lograron, ya en febrero-marzo de 1905 una nueva victoria en la batalla de Mukden. Finalmente, el 28 de mayo, la marina japonesa mandada por el almirante Togo destruyó prácticamente en su totalidad la flota rusa. La mediación de Estados Unidos (10 de agosto) logró que se firmara la paz (5 de septiembre): Rusia cedió parte de las islas Sajalin, reconoció los derechos de Japón sobre Corea y hubo de pagar fuertes indemnizaciones de guerra y conceder derechos de pesca en Siberia a su enemigo. El desprestigio que ello supuso y las cuantiosas bajas sufridas -60.000, por ejemplo, en la batalla de Mukden- agudizaron el descontento popular en Rusia. En noviembre de 1904, se celebró en San Petersburgo un Congreso de diputados de los Zemstvos -gracias a la tímida liberalización favorecida por el ministro del Interior Mirskii-, que planteó la necesidad de convocar elecciones a un Parlamento ante el estrepitoso fracaso de la política oficial. En noviembre y diciembre la Unión de Liberación, un grupo liberal creado por iniciativa de Pietr Struve y Paul Miliukov, organizó una amplia campaña nacional con la misma exigencia. El domingo 9 de enero de 1905 (22 según el calendario occidental), tropas del Ejército dispararon en San Petersburgo contra una manifestación pacífica -portaban cruces e imágenes religiosas- de unas 200.000 personas que, dirigida por un agente de la policía implicado en la creación de sindicatos policiaco-empresariales, el padre Gapón, se dirigía hacia el Palacio de Invierno del Zar para presentar una serie de peticiones políticas y laborales como la convocatoria de una Asamblea constituyente, mejoras salariales, jornada de 8 horas y libertad sindical. Un centenar de personas resultaron muertas. El "domingo sangriento" provocó una oleada de huelgas y manifestaciones por todo el país: a fines de enero, había más de medio millón de personas en huelga (y a lo largo del año se registraron 13.995 huelgas en cifras oficiales, cuando con anterioridad no solía llegarse a los 1.000 conflictos anuales). El 18 de marzo, el gobierno cerró las Universidades. En junio, tras conocerse la destrucción de la flota, se produjeron gravísimos desórdenes en Odessa: la tripulación del acorazado Potemkin se sublevó y bombardeó distintos puertos del mar Negro antes de buscar refugio en Rumanía. En septiembre y octubre, rebrotó la actividad huelguística. La capital, donde el 13 de octubre los huelguistas constituyeron un Comité central o soviet (consejo) al que en noviembre se incorporaría desde el exilio Trotsky, quedó literalmente paralizada con casi 700.000 personas en huelga. La presión de los acontecimientos -desastre militar, reacción liberal, malestar popular- forzó a Nicolás II a realizar los cambios políticos que al menos una parte de la población demandaba. En febrero, el nuevo ministro del Interior Bulygin había ofrecido la convocatoria de una "Duma" o Parlamento de carácter consultivo y de elección indirecta. Pero viendo que aquella iniciativa sólo había servido para estimular la actividad de liberales y constitucionalistas - que en mayo habían formado una Unión de Uniones dirigida por el historiador Miliukov- y ante la extensión de las huelgas, Nicolás II, asesorado por Witte, optó por hacer amplias concesiones políticas. El 17 de octubre, publicó un breve pero explícito Manifiesto -redactado por un colaborador de Witte- que prometía la concesión de todas las libertades civiles fundamentales y la inmediata convocatoria electoral a una "Duma" o Parlamento de Estado. El Manifiesto fue recibido con grandes manifestaciones de entusiasmo y apoyo al Zar en todo el país. Se legalizaron los partidos políticos. En octubre, se creó el partido constitucional-demócrata, bajo el liderazgo de Miliukov; en noviembre, el partido "octubrista" (liberal-conservador), dirigido por Aleksander Guchkov. Paralelamente, cesaron las huelgas. El llamamiento que a principios de diciembre hizo el Soviet de San Petersburgo -cada vez más aislado, y diezmado por la represión policial- a una nueva huelga general fracasó: el intento insurreccional que, como consecuencia, se produjo en Moscú el 8 de diciembre fue aplastado por la fuerza. Luego, en los primeros meses de 1906, el Ejército, la policía y los gobernadores civiles terminaron de restaurar el orden: unas 4.000 personas fueron ejecutadas y varios miles, entre ellos Trotsky, fueron o deportados o condenados a prisión (Lenin, que regresó a Rusia tarde, en noviembre de 1905 y que se había limitado a tareas de reorganización de su partido y de divulgación ideológica, se refugió semiclandestinamente en Finlandia y en agosto de 1906, volvió a exiliarse). Pero controlada la revolución, rebrotó el terrorismo. Los social-revolucionarios desencadenaron una violentísima campaña de atentados a lo largo de 1906: sólo en los ocho primeros meses del año, murieron como consecuencia 288 personas, en su mayoría policías y gendarmes. Witte, que actuó como Primer Ministro -otra gran novedad política- hasta el 16 de abril de 1906, había planteado a Nicolás II el dilema al que se enfrentaba la política rusa: o la dictadura militar -que el Zar contempló en los días anteriores al Manifiesto de Octubre- o la apertura hacia fórmulas constitucionales. Optó por la segunda resolución. En la última semana de abril, se celebraron las elecciones a la Duma (bajo una complicadísima ley electoral que, en síntesis, favorecía a propietarios rurales y clases medias acomodadas): los constitucional-demócratas lograron 179 de los 478 escaños; un nuevo partido socialista agrario o laborista, 111; el centro (octubristas) y la derecha, 50. El día 26 (o 6 de mayo) se publicaron las Nuevas Leyes Fundamentales, una especie de pseudoconstitución conservadora, que reservaba amplísimos poderes a la Corona, que seguía afirmando que el "poder autocrático supremo" correspondía al "Emperador de todas las Rusias", pero que sancionaba el sistema parlamentario -sobre la base de dos cámaras-, si bien negaba a la Duma poder legislativo y sólo le reconocía capacidad de interpelación al gobierno y para aprobar el presupuesto y vetar iniciativas gubernamentales. Se trató, pues, en el mejor de los casos, de una ambigua apertura. Pero entre 1906 y 1914, Rusia tuvo al menos su primera experiencia de carácter parlamentario y constitucional. Esto no fue ciertamente un hecho desdeñable. Por más que desde junio de 1906, con la llegada al poder de Stolypin se produjera, como enseguida veremos, un evidente giro a la derecha, por más que el Zar siempre se mostrara incómodo incluso con aquel ensayo de constitucionalismo limitado, las reformas de 1905 parecían, en 1914, irreversibles. Además, las Dumas -hubo cuatro elegidas en abril de 1906, febrero y noviembre de 1907 y noviembre de 1912- desempeñaron un papel mayor del previsto en las Leyes Fundamentales. Las dos primeras Dumas estuvieron dominadas por la izquierda. Ya acabamos de ver la composición de la primera, dominada por los constitucional-demócratas (o "cadetes") y los laboristas (o "trudoviki"). En la segunda -la anterior fue disuelta al cabo de dos meses a la vista de la política de confrontación sistemática seguida por los diputados de la oposición- se compuso de 98 cadetes, 104 laboristas, 65 social-demócratas (de ellos, 18 bolcheviques) y 37 social-revolucionarios; el centro y la derecha sumaban 104 diputados. Precisamente, fue para reconducir hacia posiciones más conservadoras un proceso político que parecía incontrolable por lo que Nicolás II encargaría a finales de junio de 1906 la jefatura del Gobierno a Peter Stolypin (1862-1911), un miembro de la pequeña nobleza terrateniente tradicionalmente vinculada a la burocracia y un hombre fuerte, frío, enérgico y autoritario, culto y buen conocedor de los temas agrarios, como había demostrado como gobernador en varias provincias y como ministro del Interior en los meses de abril-junio de 1906. Y en efecto, Stolypin puso en marcha una política a la vez autoritaria y reformista como vía hacia el desarrollo económico y la modernización gradual y controlada de Rusia. En la práctica, ello se tradujo, primero, en un endurecimiento considerable de la represión judicial y policial: 16.440 personas fueron juzgadas por crímenes políticos en 1908-09, y de ellas 3.682 fueron condenadas a muerte (aunque también, unas 4.500 personas fueron víctimas del terrorismo de la extrema izquierda en los años 1906-07); y segundo, en una revisión conservadora y restrictiva de la ley electoral, materializada en la ley de 3 de junio de 1907, para muchos un verdadero golpe de Estado. En la nueva Duma, elegida en noviembre de ese año, los octubristas (liberal-conservadores) lograron 154 escaños; la derecha, que en 1910 se uniría en la Unión Nacional Rusa, 97; la oposición, 86 (54 cadetes, 13 laboristas, 19 social-demócratas). Restablecido el orden público y garantizada la mayoría de la derecha tradicional y conservadora en la nueva Duma, Stolypin, que al llegar al gobierno había dicho que el retorno del absolutismo era imposible, inició resueltamente el plan de reformas que se había impuesto: establecimiento de un sistema moderno de gobierno por consejo de ministros, reforma en profundidad de la educación primaria y secundaria, creación de un sistema de seguros de enfermedad para los trabajadores, mejoras en el Ejército y la Marina (lo que haría que Rusia, pese a la derrota ante Japón en 1905, tuviera en 1914 uno de los más grandes ejércitos de Europa), extensión del ya gigantesco sistema ferroviario y sobre todo, la reforma agraria. Esta última, anunciada en noviembre de 1906, era la gran apuesta de Stolypin y la iniciativa más importante que se tomaba en el país desde las reformas de Alejandro II a mediados del siglo XIX. Stolypin sabía que los problemas de la agricultura -excedentes de población rural, carencia de capitales e inversión, gigantesca extensión de las tierras comunales explotadas a través de parcelas individuales dispersas de bajísima o nula productividad y técnicas de trabajo primitivas- eran el gran problema de Rusia. Su reforma -venta de tierras comunales, abolición de las tasas de redención que los campesinos debían pagar por abandonar la comuna y de los impuestos de capitación sobre éstas, creación de bancos de crédito rural- aspiraba a introducir la economía de mercado en el sector, desarrollar una especie de capitalismo rural sobre la base de propietarios medios y crear, así, un nuevo campo ruso competitivo, moderno y volcado a la exportación. Los resultados no fueron escasos. Entre 1907 y 1915, unos 2,4 millones de campesinos adquirieron derechos de propiedad sobre sus tierras; en 1915, había en torno a 6 millones de propiedades de tipo medio en manos privadas; la tierra arable aumentó en un 10 por 100; entre 1905 y 1914, las propiedades de la nobleza disminuyeron en un 12,6 por 100 (por lo que más del 50 por 100 del total de la tierra arable del país pertenecía, en 1914, a los campesinos). Pero no se logró la gran transformación ambicionada. En 1914, todavía un 80 por 100 de la tierra se explotaba en diminutas parcelas dispersas y por sistemas de rotación anticuadísimos y sin animales de carga. La reforma de Stolypin habría necesitado, según él, unos veinte años para ser efectiva. La Guerra Mundial y luego, la revolución de octubre de 1917 la interrumpieron. Pero la reforma era una indicación de las inmensas posibilidades modernizadoras que se abrían ante el país. El progreso que Rusia había experimentado durante el reinado de Nicolás II y sobre todo, entre 1905 y 1914, era impresionante. En veinte años, la población había crecido en un 40 por 100. La producción de grano (centeno, trigo, cebada) pasó de unos 36 millones de toneladas en 1895 a unos 74 millones en 1913-14. Las reservas de oro del Estado, de 648 millones de rublos (1894), a 1.604 millones (1914); los depósitos en los bancos de ahorro, de 300 millones a 2 billones, en las mismas fechas. La producción de carbón y acero se cuadruplicó y la de petróleo aumentó en un 60 por 100 en el mismo tiempo (ya quedó dicho que la producción industrial creció entre 1880 y 1913 a una tasa anual del 5,72 por 100). Maurice Baring, el escritor inglés que vivió años en Rusia, escribió en 1914 que "quizás, nunca ha habido un periodo en que Rusia fuese materialmente más próspera que ahora, o en que la gran mayoría del pueblo pareciese tener menos razones para el descontento". El resurgimiento cultural de Rusia parecía ratificarlo así. La contribución de sus escritores y artistas -Chejov, Gorky, Bely, Blok, Kandinsky, Chagall, Malevich, Scriabin, Stravinsky, Mandelstham, Akhmatova, Fokine, el coreógrafo de los ballets de Diaghilev, Nijinsky, la figura de éstos, Stanislavsky, el director del Teatro del Arte de Moscú- a las vanguardias antes de 1914 fue decisiva. El hombre que sustituyó a Stolypin -asesinado el 1 de septiembre de 1911 en la ópera de Kiev- al frente del gobierno, W. N. Kokovtsov, pensaba en 1913 que Rusia sólo necesitaba buen gobierno y una economía saludable (exiliado tras la revolución de 1917, siempre dijo que, sin la guerra mundial, Rusia habría prosperado espectacularmente). Naturalmente, existían numerosas razones para el descontento e incluso, en los años 1910-14, huelgas y conflictos resurgieron a pesar de la extraordinaria prosperidad de toda la economía rusa. De 466 huelgas y 105.100 huelguistas en 1911, se pasó a 3.574 huelgas y 1.337.458 huelguistas en 1914. 270 huelguistas murieron el 4 de abril de 1912 en choques con el ejército, durante una huelga en las minas de oro de Lena. Pero el Zar parecía ser extraordinariamente popular, como demostraron los fastos celebrados en 1913 con motivo del 300 aniversario de la entronización de la dinastía Romanov. La oposición revolucionaria estaba muy dividida, infiltrada por la policía -incluido el propio partido bolchevique- y no era capaz de capitalizar políticamente lo que pudiera haber de descontento popular. En las elecciones a la cuarta Duma -noviembre de 1912-, la derecha volvió a avanzar (185 diputados, más 98 octubristas, por 58 cadetes, 10 laboristas, entre ellos, Kerensky, y 14 social-demócratas). Probablemente, Rusia no era tan próspera y estable como pensaban Baring y Kokovtsov. Tal vez la idea que el escritor Andrei Bely expuso en su novela Petersburgo (1913), de que las dos Rusias, la imperial y burocrática, y la revolucionaria, intelectual y visionaria, estaban condenadas, fuera más certera. Pero en todo caso, el espectro de la revolución, que había surgido tan amenazante en 1905, parecía en 1914 haberse desvanecido.
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El final de Tula ocurrió entre 1.168 y 1.178 d.C., y pudo estar motivado por una dramática destrucción del centro originada por el empuje de poblaciones chichimecas del norte de México. La mayor sequedad ambiental, que devolvió la aridez a las tierras del corredor hacia la Gran Chichimeca, y el abandono de la red comercial hacia el norte, presionaron sobre la cuenca de México, de manera que la ciudad terminó saqueada e incendiada, y algunas de las manifestaciones más arquetípicas de esta cultura -como los atlantes de la estructura B- enterradas. Huémac había trasladado la capital a Chapultepec hacia 1.156, de manera que Tula quedó desprotegida y a merced de las invasiones bárbaras, que se produjeron tan sólo doce años más tarde, dejando tras de sí un halo de prestigio y de poder que, si bien alejado de la realidad, sirvió para que los principales linajes del Postclásico pretendieran estar emparentados con la antigua nobleza tolteca. En cuanto a Chichén Itzá, parece ser que la naturaleza de su decadencia fue la resistencia de la población indígena al poder de los itzá, y una alianza entre Izamal y Mayapán que les permitió expulsarlos de Chichén en 1.187. Estos iniciaron una diáspora, que les llevó hasta el lago Petén, donde resistieron a la invasión española hasta 1.697 en que decayó su capital, Tayasal.
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No les faltaba razón a los responsables de la política exterior británica cuando pensaban que su aliado Francia era, desde 1934-35, un aliado débil. Ello contó, y mucho, en la decisión de los gobiernos británicos -y sobre todo, del gobierno Chamberlain- de responder al desafío de las dictaduras nazi y fascista mediante una política de concesiones oportunas. La Gran Bretaña de los años treinta era también un país, un Imperio, en declive. Pero la solidez y prestigio social de sus instituciones (Corona, Parlamento), el empirismo desideologizado y pragmático que impregnaba su tradición política, la ausencia de doctrinarismos ideológicos, y el carácter reformista y moderado del laborismo y de los sindicatos, impidieron que el extremismo político pudiera polarizar la vida política y social y deteriorar la convivencia civil. En los años treinta, muchos jóvenes escritores se politizaron y militaron en la izquierda. Evelyn Waugh y P. G. Woodehouse escribieron, cada uno a su manera, sátiras feroces de la sociedad británica. Orwell hizo en toda su primera obra una implacable crítica social del país y de su clase dirigente. Pero, en el fondo, escritores e intelectuales asumían los valores últimos de su realidad nacional, las tradiciones y la historia británicas y la herencia de su cultura, como Orwell puso de relieve al escribir, ya en 1941, su precioso ensayo titulado El león y el unicornio. El consenso nacional no se rompió. Las instituciones y valores democráticos no hicieron crisis. Esa estabilidad debió también mucho, como enseguida veremos, a la solución -original y controvertida- que se dio a la crisis de gobierno de agosto de 1931, a su vez provocada por la crisis económica. Esta tuvo en Gran Bretaña una gravedad manifiesta. El crash de la bolsa de Nueva York de 1929 repercutió de inmediato en la banca de Londres. La retirada de capitales y el cese de préstamos causó una grave crisis financiera. La depresión del comercio mundial golpeó muy duramente al comercio y a la producción británicos. Las exportaciones disminuyeron entre 1930 y 1932 en un 70 por 100. El Producto Nacional Bruto bajó de 4.910 millones de libras en 1929 a 4.639 millones (a precios constantes) en 1932. La producción de carbón descendió de 243,9 millones de toneladas en 1930 a 222,3 millones en 1935; la de acero, de 9,7 millones de toneladas en 1929 a 5,3 millones en 1932; e1 tonelaje de los barcos construidos, de 950.000 toneladas en 1930 a 680.000 en 1935. El desempleo, que en 1929 se estimaba en torno a 1.200.000 parados, alcanzó la cifra de 2.500.000 para diciembre de 1930 y superó los 3.000.000 en 1932. En una localidad como Jarrow, centro de los astilleros Palmers, el paro alcanzó al 70 por 100 de los trabajadores: la marcha que muchos de ellos realizaron desde allí hasta Londres en octubre de 1936 conmocionó a la opinión pública. Las repercusiones políticas fueron también notables. El gobierno laborista que, presidido por Ramsay MacDonald, dirigía el país desde las elecciones de mayo de 1929, preparó un presupuesto rígidamente equilibrado que le obligó a aumentar los impuestos sobre la renta y a renunciar a los planes de inversiones públicas -clave para el empleo- que había prometido. Mosley, canciller del ducado de Lancaster, dejó el gobierno en mayo de 1930 en desacuerdo con las medidas. Cuando al año siguiente, los responsables económicos del gabinete decidieron proceder a la reducción del subsidio de desempleo para controlar el déficit y cumplir las exigencias impuestas por los bancos de Nueva York (que habían concedido un préstamo de 80 millones de libras para mantener la libra), el gobierno se dividió y finalmente dimitió el 23 de agosto de 1931. La solución a la crisis fue la formación de un "Gobierno nacional" presidido por el propio MacDonald e integrado por otros tres ministros laboristas, cuatro conservadores y dos liberales. Fue una solución en extremo polémica. Desde luego, abrió una muy grave crisis en el partido laborista, que provocó la expulsión de MacDonald y que causó un irreparable daño político al partido. En las elecciones de octubre de ese año, los laboristas perdieron un total de 241 escaños (obtuvieron sólo 52); los laboristas-nacionales de MacDonald lograron 13 escaños. Dirigido desde 1932 por George Lansbury (1859-1940), un pacifista radical, un idealista candoroso de honestidad intachable, el partido laborista dejó de ser una alternativa de gobierno. MacDonald, un hombre de aspecto y gustos aristocráticos, espléndida figura, orador formidable, de ideas moderadas, carácter reservado e hipersensible a la crítica, obsesionado por hacer del partido laborista un partido "respetable", había sacrificado el socialismo (que él identificaba vagamente con una acción gradual contra la injusticia y el privilegio) al consenso nacional. Pudo haber actuado, como se dijo, "seducido por el éxito social"; pero no careció de visión de Estado. En cualquier caso, la fórmula del "gobierno nacional", que se prolongó hasta 1937 con dos gobiernos presididos respectivamente por MacDonald y Baldwin, dio el poder de hecho a los conservadores. En las elecciones de octubre de 1931, lograron 473 escaños (11.978.745 votos o 55,2 por 100 del total de votos emitidos) y en las de 1935, 432 escaños (11.810.158 votos; 53,7 por 100). Eso les permitió dominar la coalición nacional que habían formado con liberales y laboristas-nacionales. La hegemonía conservadora dio una gran coherencia y continuidad a toda la acción del gobierno entre 1931 y 1940, evidenciada por la presencia de Neville Chamberlain al frente de Hacienda de noviembre de 1931 a mayo de 1937, y al frente del gobierno, desde esa fecha hasta mayo de 1940. El resultado no pudo ser más positivo, porque la política conservadora contra la crisis, aun con altos costes sociales, fue eficaz. Esa política, diseñada precisamente por Chamberlain, que en algún momento conllevó la reducción del subsidio de paro y de otras prestaciones sociales, consistió de una parte en una rígida política presupuestaria -que recortó drásticamente los gastos del Estado- y de otra, en una política de estímulos a la inversión mediante la baja de los tipos de interés y el abaratamiento de los créditos y del dinero. Además, si en 1931 el primer gobierno nacional -con el laborista Snowden en Hacienda- abandonó el patrón-oro y devaluó la libra (medidas que reactivaron las exportaciones), en 1932 el gobierno procedió a aprobar un arancel del 10 por 100 para todas las importaciones, excepto las procedentes del Imperio; y tras la conferencia imperial de Ottawa (julio-agosto de 1932), a establecer un sistema de preferencia imperial. O lo que era lo mismo: a hacer del Imperio británico un área de libre comercio bajo fuerte protección arancelaria. Los gobiernos nacionales de MacDonald y Baldwin, y el gobierno conservador que Chamberlain formó en mayo de 1937, procedieron además a subvencionar algunos precios agrarios, a racionalizar los sectores del carbón y del acero, a estimular la construcción naval con contratos del Estado e, incluso a nacionalizar el transporte de Londres (1931) y las compañías aéreas (1939). La reactivación económica fue evidente desde 1932-33. Industrias como la construcción, el automóvil, la electricidad y los transportes experimentaron sensibles mejorías. El desempleo siguió siendo alto, pero disminuyó. Pasó de 2.036.000 parados en 1935 a 1.514.000 en 1939. La renta nacional, que había caído desde 1929 a 1932, se recuperó y en 1936 era ya un 7 por 100 superior a su valor de 1929. De hecho, puesto que los precios bajaron hasta 1932 y luego subieron muy ligeramente, el salario real per cápita mejoró (para la población con empleo). Pese al desempleo y a la existencia de importantes bolsas de pobreza y marginalidad, el consumo de masas (ropa, muebles, bicicletas, aparatos de radio, bebidas, tabaco, cine...) aumentó considerablemente. Debilitados por el paro y la pérdida de afiliados -el número de afiliados al TUC bajó de 3.719.401 en 1929 a 3.294.581 en 1933-,los sindicatos estuvieron a la defensiva. El número de jornadas perdidas por huelgas descendió de 8.290.000 en 1929 a 1.830.000 en 1936. El gobierno Chamberlain, además, introdujo una gran conquista social: en 1938 autorizó que empresarios y sindicatos negociaran vacaciones pagadas de una semana para todos los trabajadores, unos once millones, de los cuales pudieron disfrutar ya en 1939. Gobiernos nacionales y políticas conservadoras habían, pues, sacado a Gran Bretaña de la crisis. El fracaso del extremismo político fue patente. El Partido Comunista de Gran Bretaña sólo obtuvo un diputado en todas las elecciones celebradas en los años treinta, Willie Gallagher, elegido en 1935 por el distrito de West Fife. El fascismo británico fue un fracaso. A Oswald Mosley, su inspirador y líder, sólo le siguieron media docena de diputados cuando en 1931-después de salir del gobierno y dejar el partido laborista- creó el Nuevo Partido, que al año siguiente rebautizó como Unión Británica de Fascistas. Todos los candidatos del Nuevo Partido salvo Mosley fueron derrotados en las elecciones de octubre de 1931; la UBF optó por no concurrir a las de 1935. La estabilidad política del país hizo que la Crisis de la Abdicación -planteada cuando el 16 de noviembre de 1936, el rey, Eduardo VIII, anunció su deseo de casarse con una divorciada, la norteamericana Wallis Simpson, lo que era incompatible con su condición de cabeza de la Iglesia de Inglaterra- pudiese superarse sin que se dañaran ni el prestigio de la Corona ni el orden constitucional. Hábilmente manejada por Baldwin -entonces primer ministro-, la crisis se resolvió con la abdicación voluntaria del Rey y su sustitución, previa recomendación a la nación del propio Eduardo, por su hermano, el duque de York, que le sucedió como Jorge V. A la Gran Bretaña de los años treinta, todavía el mayor Imperio del mundo y la primera potencia de Europa, le faltó en cambio liderazgo. MacDonald y Baldwin eran hombres acabados. Chamberlain, que como ministro de Hacienda había mostrado autoridad y competencia, no supo ser, una vez que llegó a la jefatura del gobierno en mayo de 1937, el líder nacional y aun europeo que las circunstancias internacionales requerían. Ciertamente, acertó a resolver con tacto el problema que se planteó en mayo de 1937 cuando Irlanda, hasta entonces un Dominio, declaró formalmente la independencia. El gobierno británico aceptó la situación de hecho y logró en cambio que Irlanda admitiera la partición del Ulster. En Palestina, donde también hubo de hacer frente a una grave situación, no llegó a tener éxito, pero las propuestas del gobierno Chamberlain - creación de un Estado árabe y de un Estado judío e internacionalización de Jerusalén- parecían las únicas que tenían en cuenta los derechos y aspiraciones de las distintas minorías implicadas. Pero Chamberlain fue la encarnación de la "política de apaciguamiento" hacia los dictadores que dominó la vida internacional de los años 1937-39 (por más que ni fuera el único responsable de ella y por más que se tratara de una política altamente popular en su país). Chamberlain cometió el error de creer que Hitler y Mussolini aspiraban únicamente a lograr la revisión del Tratado de Versalles. Convencido de que Gran Bretaña no podía luchar al mismo tiempo contra Alemania, Italia y Japón, creyó que una política que satisficiera las reclamaciones de los dictadores garantizaría la paz. Churchill, el principal crítico de esa política en el Parlamento británico, era quien tenía razón: la paz exigía firmeza y rearme.
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La reacción soviética al reformismo surgido como consecuencia de la etapa de Kruschev en la Europa del Este consistió en un endurecimiento que duró hasta mediados de los setenta. En el caso de los países que previsiblemente podían causar mayores problemas, como fue el de la Checoslovaquia posterior a 1968, se firmó un Tratado con la URSS que de hecho implicaba una especie de derecho de intervención de la última en la política interna. Pero ésta era ya una reacción puramente defensiva que, en realidad, testimoniaba que el sistema soviético estaba ya resquebrajándose en esta parte del mundo. Para la política exterior de la URSS seguía siendo absolutamente central tener la situación en este glacis defensivo perfectamente controlada. Siempre había existido un conflicto potencial entre la necesidad sentida de que los países sovietizados de esta parte del mundo, por una parte, tuvieran una vida propia y una autosuficiencia desde todos los puntos de vista y, por otra, permanecieran fieles, pero ahora resultaba mucho más importante, en la mentalidad del equipo de Breznev y sus sucesores inmediatos, la cohesión con la metrópoli que la viabilidad o coherencia interna como Estados. De hecho, la Europa Central y del Este se caracterizaba ya en los años setenta, como escribió Rothschild, por haber vuelto a su diversidad tradicional y a su particularismo histórico. A mediados de los años ochenta Polonia estaba gobernada por una dictadura militar, Checoslovaquia por un progresivo dogmatismo, cuyo paradójico comienzo había sido una actitud realista adoptada de cara a la invasión soviética, en Hungría había una gerontocracia presidida por un cierto paternalismo postotalitario, en Rumania un régimen sultánico dominado por un clan familiar, en Yugoslavia una confederación con progresivos indicios de disolución y en Bulgaria y Albania unos regímenes comunistas muy convencionales. Esta disparidad era el producto de factores muy diversos como, por ejemplo, la ausencia de una estalinización radical en un momento pasado. Un progresivo despertar nacional había planteado ya, desde fines de los años sesenta, los posibles problemas de una federalización, en especial en Yugoslavia y Checoslovaquia, que era inevitable dada la composición cultural plural de esos países. Pero a esta realidad hubo que sumar que la eclosión de las tendencias nacionales, siempre muy fuertes en algunos de estos países, tuvo como consecuencia la persecución de minorías nacionales, en especial en Bulgaria y Rumania. Al mismo tiempo, aunque en un grado muy variable según los países, en todos ellos era perceptible una creciente influencia cultural occidental. "Tenemos la sensación de habernos caído del tren del progreso", escribió el escritor checo Jan Prochazka. Con mayor renta que los soviéticos, los países de Europa central se sentían especialmente atraídos por los de Europa occidental. Los turistas (doce millones en Yugoslavia en 1966) influyeron de forma considerable en este cambio de mentalidad. Gran parte de la sensación de despego respecto al sistema soviético derivaba de la diferencia entre los resultados de la evolución económica entre Europa occidental y la sovietizada. Hasta mediados de los cincuenta la segunda creció a buen ritmo pero desde esa fecha en adelante la diferencia fue abismal. El consumo aumentó el doble en la occidental mientras que en la sovietizada surgían los consabidos problemas como el declinar de la agricultura y la calidad en la producción. Los intentos reformistas por llegar a una economía más sujeta a reglas racionales no pasaron de ser muy tímidos. No se puede decir, sin embargo, que éste se tradujera de forma radical en las instituciones políticas, aunque sí tuvo mucho que ver con la forma en que éstas fueron juzgadas por los ciudadanos. Aunque se concretó en realidades muy diversas hubo un general declinar del monolitismo, del culto a la personalidad e incluso de la represión. Eso no implicó, sin embargo, que a menudo no se pudiera caminar en distinto sentido -en Polonia una relativa liberalización fue sustituida por un régimen mucho más férreo- pero la propensión parecía ser a la dilución de la dictadura totalitaria por una dictadura paternal e ilustrada como la de Kádar en Hungría. El partido, carente de ilusiones revolucionarias, se había convertido en un instrumento de gestión y había tolerado que otras instancias, como las Asambleas legislativas, recuperaran cierto protagonismo. La "nomenklatura", carente de propiedad y de capacidad de transmitir por herencia sus privilegios pero monopolizadora del poder político, estaba mucho más desprestigiada que en la Unión Soviética frente al conjunto de la sociedad. En gran medida se debía al desarrollo de una "cultura de resistencia", principalmente entre los intelectuales. Siguiendo la pauta de la URSS, todos los regímenes de la Europa central y del Este tendieron a identificarse con un "socialismo maduro". Eso que, en teoría, quería indicar una mayor proximidad con el destino final comunista significaba, en la práctica, un desarrollo creciente de la civilización de consumo, aunque sólo fuera una caricatura de la occidental. Pero así como las décadas anteriores habían concluido con la crisis del comunismo ideo lógico estos años, ya en los setenta y primeros ochenta, supusieron la crisis del comunismo de consumo. Para que esta fórmula hubiera sido posible habría resultado imprescindible, por ejemplo, un desarrollo cualitativo y la existencia de un capital que fuera empleado en las nuevas tecnologías y la innovación. En realidad, una parte de estas últimas y de los mismos productos de consumo inmediato pudieron ser importados mediante préstamos del mundo occidental pero eso supuso incremento en la deuda pública y la crisis mundial de 1973 transformó la situación. Los préstamos se convirtieron en más difíciles y el propio petróleo soviético subió de precio. Entonces acabó por descubrirse, en fin, que los Estados comunistas de Europa oriental habían empleado los préstamos occidentales para evitar la reestructuración económica y no para hacerla. La colaboración económica occidental, realizada sin un propósito predominantemente político sino como resultado de la propia opulencia y de un vago deseo de progresiva confluencia final de los dos sistemas políticos, tuvo un resultado letárgico para la Europa sovietizada. Cuando se produjo la crisis económica, los desprestigiados gestores políticos se sintieron totalmente incapaces de solucionarla. De todos los modos esta descripción genérica de lo sucedido debe ser concretada en cada uno de los países. En Checoslovaquia la purga del partido no revistió los caracteres brutales de otras épocas pero la depuración fue incluso más brutal en los medios intelectuales y universitarios, mientras los diversos cuerpos de seguridad incrementaron sus efectivos incluso hasta el 90%. Así como Kádar aceptó en Hungría a quienes se limitaban con estar pasivamente a favor del sistema, el chescoslovaco Husak incrementó la dureza represiva mediante la redacción de un nuevo código criminal. Como compensación, como para narcotizar a la sociedad, entre 1970 y 1978 el consumo privado creció un 36% gracias a que los soviéticos permitieron que disminuyera la acción revolucionaria en el Tercer Mundo de Checoslovaquia, que en el pasado había tenido un protagonismo muy importante en ella. Parece que así se consiguió diluir la protesta porque la oposición de momento se limitó a reducidos núcleos intelectuales mientras que las organizaciones de masas relacionadas con el régimen parecían boyantes. En 1977 se hizo público un manifiesto de los intelectuales, que fue conocido como la "Carta de 1977", entre cuyos firmantes figuraban Vaclav Havel y Jan Patocka. Se trató de un movimiento minoritario que ni siquiera pretendió crecer ni obtener el apoyo obrero como "Solidaridad" en Polonia. Otro sector que resultó muy propicio al disentimiento frente a lo oficial fue el de la cultura popular, vinculada con el jazz o el rock, que no sólo contribuyó a la importación de modas extranjeras sino también a la difusión de los derechos humanos. Hungría superó el endurecimiento gracias a un conjunto de reformas económicas introducidas de forma sucesiva por Kádar y su equipo pero a partir de 1972 hubo una detención de este proceso. Un sector del mundo intelectual que lo había defendido y auspiciado -Hegedus, Feher, Heller...- y lo quería radicalizar perdió a continuación sus puestos e ingresó en la oposición. Pero el régimen siguió siendo relativamente confortable en aspectos cotidianos como la posibilidad de viajar al exterior e, incluso, la de que hubiera varios candidatos en las elecciones internas del partido. En 1972-82 el crecimiento porcentual en la producción agrícola, logrado gracias a la tolerancia con la propiedad privada, fue el segundo en el mundo y el nivel de consumo era mejor que en cualquier otro país de la zona. Pero la crisis de 1974 afectó mucho a Hungría no sólo por el incremento del precio del petróleo, del que carece, sino también por la disminución de los precios de otros productos agrícolas propios o materias primas destinados a la exportación. En Yugoslavia existieron protestas relacionadas con la general conmoción de la Europa del Este durante el año 1968. Parte de ellas tuvieron un contenido nacionalista y lograron, por ejemplo, que la región de Kosovo fuera reconocida como república autónoma. De todos modos, el movimiento descentralizador tuvo especial importancia en Croacia, quejosa porque no recibía todos los beneficios derivados del turismo, ya que debía imponer sus ingresos en divisas en el Banco Central. En 1971 fueron cesados los líderes del comunismo croata y hubo 400 detenciones pero esto no solucionó nada a medio plazo. En 1974 se aprobó definitivamente una nueva Constitución, la más larga del mundo. Las repúblicas autónomas adquirieron derecho de veto sobre la legislación y Tito, además, sugirió para después de su muerte un acuerdo tendente a establecer una presidencia rotatoria entre los componentes de la Confederación. Fue esto lo que dio a Yugoslavia una cierta paz interna hasta los ochenta pero no sin incidentes como, por ejemplo, la muerte en supuesto accidente de uno de los abogados del Movimiento Croata Independentista. Tito murió en mayo de 1980 y con ello desapareció un vínculo unitario de Yugoslavia que luego se descubriría como indispensable. Con el paso del tiempo se volvió modificar el sistema de autogestión flexibilizándolo aún más pero el gran problema en el terreno económico era ya la diferencia existente entre los componentes más dinámicos de la federación -Croacia, Eslovenia...- y los más retrasados -Kosovo, Macedonia. En Bulgaria se introdujo una cierta reforma económica en los sesenta pero después de la Primavera de Praga se difuminó cualquier pretensión de seguir por este camino. Siempre presidida por Zhivkov, Bulgaria fue el país mejor tratado por los soviéticos de cualquier parte de Europa del Este. En Rumania Ceaucescu siguió con su línea de independencia. Como consecuencia, condenó la invasión soviética de Checoslovaquia y visitó China en 1971; también criticó la invasión de Afganistán y la de Camboya por Vietnam. Como contrapartida, dado el interés occidental por estos cambios, recibió la visita de Nixon y visitó Estados Unidos hasta tres ocasiones. Rumania se declaraba un Estado "multilateralmente desarrollado", terminología semejante a "Estado socialista maduro". La oposición no jugó papel alguno de importancia pues, aunque hubo protestas entre los mineros, fueron duramente reprimidas. Un aspecto peculiar de la política seguida por el "Conducator" rumano fue la suspensión del control de la natalidad en octubre de 1966 debido a razones derivadas del papel que se quería atribuir al país en el concierto internacional. Otro rasgo del comunismo rumano fue el nepotismo: se dijo que Ceaucescu estaba construyendo el socialismo no en un sólo país sino en una única familia. Pero probablemente lo que tuvo consecuencias más importantes para el futuro del país fue que Rumania trató de multiplicar su capacidad de refino petrolífero y para ello se endeudó con el exterior. El resultado no fue positivo e incluso fue agravado por un terremoto en 1977. Siempre obsesionado por el prestigio del Estado que presidía, Ceaucescu intentó entonces devolver la deuda y, mientras que para ello reducía brutalmente el nivel de vida, lanzarse por el camino de una espectacular urbanización monumental de Bucarest. Las consecuencias se pagaron a fines de los ochenta. Albania era semejante a Rumania en el culto a la personalidad y la paranoia de sus dirigentes quienes, a partir de 1974, impulsaron un nuevo endurecimiento. En la segunda mitad de los setenta se produjo una ruptura con China por la disminución de la ayuda económica y por su acercamiento a los norteamericanos, lo que convirtió a Albania en un país por completo aislado con un mínimo nivel de desarrollo. En Alemania del Este Ulbricht se vio desplazado en 1971 por Honnecker. Fueron los soviéticos los que convencieron a la dirección del partido de que aceptara las ofertas de apertura de la Alemania Occidental; gracias a ellas la Alemania del Este en 1973 consiguió la entrada en la ONU. La mejora del nivel de vida fue patente, entre otros motivos debido a la ayuda más o menos directa de la Alemania occidental, pero en 1976, cuando se pusieron en marcha los acuerdos de la Conferencia de Helsinki, unas 100.000 personas pidieron abandonar Alemania del Este, lo que demostraba la fragilidad de este Estado. La crisis multiplicó por diez la deuda de Alemania oriental a pesar de los subsidios indirectos que recibía de la otra Alemania.
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Al período de tranquilidad en la Europa danubiana sucedieron en la segunda mitad del siglo nuevos movimientos de fronteras, propiciados por los cambios internos ocurridos en las distintas potencias de esta zona. La debilidad de Polonia la convertirá en víctima propiciatoria de las renovadas apetencias expansionistas de otras potencias. A pesar de abarcar aún enormes territorios, su debilidad interna no sabrá defenderlos, cayendo presa de las ambiciones ajenas. Tras las cesiones territoriales de la paz de Oliwa, Polonia había renunciado al dominio del Báltico, y los enfrentamientos en Ucrania con Rusia no habían sido más afortunados. Las pérdidas aumentaron con la cesión a Rusia, por el Tratado de Andrusovo (1667), de la Ucrania oriental y parte de la Rusia blanca, con Smolensk. La elección como rey de Miguel Korybut Wisniowieski (1669-1673) no detuvo el fracaso de su política exterior. En 1672, por el Tratado de Bucacz, los turcos consiguieron de Polonia la cesión de Podolia y la Ucrania polaca hasta el Dniéper y un tributo anual. Sólo la elección del eficaz general Jan Sobiesky (1673-1697) como nuevo rey supuso un freno a las ambiciones extranjeras y aportó a la historia de Polonia un último momento de esplendor. Por el contrario, el Imperio otomano vivió un nuevo resurgimiento debido a la política reformista de los grandes visires Köprülü, que permitió pasar del absoluto desgobierno al reforzamiento del poder interior y devolvió al ejército y la marina la eficacia perdida. Ello le permitió rematar con éxito la guerra pendiente con Venecia desde 1645 y tomar Creta (1669). En el Continente europeo, la insurrección de Transilvania dio lugar a una invasión turca, prolongada en 1663 a Hungría, Moravia y Silesia, aunque pudo ser detenida por el ejército del emperador Leopoldo I, con ayuda francesa, en la batalla de San Gotardo (1664). Los éxitos exteriores animaron a la Sublime Puerta a emprender una vez más el avance por territorio habsburgués, y en 1683 su ejército llegó a Viena. El emperador Leopoldo sólo pudo salvar la situación con la ayuda del rey polaco, Jan Sobiesky, que con su victoria de Kahlenberg obtuvo la retirada otomana. La derrota animó a Austria, Polonia y Venecia a formar una Liga Santa (1684), por iniciativa de Inocencio X, a la que se unió dos años más tarde Rusia, países todos ellos con intereses inmediatos sobre territorios otomanos. Los siguientes años fueron desastrosos para un imperio que había sido capaz de mantener de forma ficticia una apariencia de gran potencia militar. Polonia recuperó Podolia (1686), Venecia, Dalmacia, el Peloponeso y Atenas, y Austria conquistó Hungría (1687) e impuso al fin su soberanía sobre Transilvania (1690), situación que se mantendrá hasta el siglo XX. El último de los Köprülü, Mustafá Zadé, consiguió una recuperación temporal en el sur de los Balcanes de 1689 a 1691, año en que muere en el campo de batalla. Desde entonces, la claudicación es inevitable. En 1699, el Tratado de Karlowitz obligó al sultán Mustafá II (1695-1703) a ceder los territorios que ya le habían ocupado Austria (toda Hungría y Transilvania, salvo el banato de Temesvar), Polonia (Podolia y Ucrania occidental) y Venecia (Dalmacia y el Peloponeso), más Azov, que en 1696 había conquistado Pedro I el Grande. Rusia conseguía así una importante salida al Mar Negro y por dos siglos las pretensiones de ambas potencias sobre esta zona serán permanente fuente de conflicto. Los acuerdos de Karlowitz serán determinantes para los Habsburgo de Viena y para toda la historia europea posterior. Eliminadas desde Westfalia sus posibilidades como emperadores efectivos en el Sacro imperio, logran ahora convertirse en una gran potencia del sudeste europeo, donde son reconocidos definitivamente como reyes de Hungría y Transilvania. Con propiedad se podría empezar a hablar de Austria-Hungría, pues son estos Estados patrimoniales, junto con el Reino de Bohemia, los que le darán fuerza a partir de entonces y convertirán el conjunto en una de las grandes potencias del siglo XVIII. A ellos añadirán no mucho después, en la paz de Utrecht de 1713, además de los Países Bajos del Sur y Luxemburgo, la mayor parte de los territorios españoles en Italia: Milán, los presidios de Toscana, Nápoles y Cerdeña trocada a renglón seguido por Sicilia. Este enorme conjunto convertirá a Austria en una de las grandes potencias del siglo XVIII, aunque la yuxtaposición de tan variados territorios donde coexisten diversas etnias, lenguas y tradiciones sea campo propicio para el surgimiento de fuerzas centrífugas.
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Desde comienzos del siglo XVII, mientras los católicos, especialmente los franceses, vivían una evolución intensa y favorable de su espiritualidad, los protestantes sufrieron un importante retroceso político, al mismo tiempo que conocían un cierto agotamiento doctrinal y pastoral. En concreto, en el seno de la comunidad luterana se produjo una disparidad de opiniones acerca de la Fórmula de Concordia (1580) que había codificado y confirmado los principios doctrinales de Lutero. Los calvinistas, por su parte, aunque apostólicamente más activos, sufrieron graves disensiones en sus comunidades a causa fundamentalmente de la disputa teológica en torno al problema de la predestinación. En efecto, en las Provincias Unidas, Arminius (1560-1641) sostenía en su debate contra Gomar (1565-1641) que Dios no había querido la caída de Adán, a pesar de que Calvino mantenía la tesis contraria. Esa discusión dio lugar a la división de las iglesias calvinistas de las Provincias entre arminianos y gomaristas. La causa arminiana fue acusada de favorecer con su actitud, por su aproximación teológica, las ideas papistas; y por ello, con ocasión de la reanudación de las hostilidades contra España, el estatúder Mauricio de Nassau sometió a persecución a los arminianos. Concretamente, el pensionario de Holanda Oldenbarnevelt fue arrestado y ejecutado en 1618, mientras el sínodo convocado por los calvinistas de todos los países se reunía en Dordrecht ese mismo año para condenar el arminianismo y para volver a ratificar y proclamar la predestinación absoluta. Idéntico problema doctrinal y teológico fue el motivo de las polémicas en las iglesias calvinistas francesas. El pastor y profesor Moisés Amyraut (1596-1664) fue censurado en varios sínodos por haber defendido un semiarminianismo tanto en sus escritos (Breve tratado de la predestinación, 1634), como en sus lecciones. El resultado de tales polémicas teológicas no fue otro que un debilitamiento de la fe protestante, en retroceso en toda Europa frente al espiritualismo católico, que se tradujo, bien en numerosas conversiones al catolicismo, bien en un progreso del indiferentismo religioso. En cualquier caso, las ideas de Arminius y de Amyraut se difundieron por otras iglesias calvinistas: en Ginebra muchos pastores decidieron seguir sus principios. A diferencia del Continente, en Inglaterra la vida espiritual de los protestantes conoció una clara intensidad, y las doctrinas reformadas experimentaron profundas modificaciones durante el siglo XVII. Junto al anglicanismo y, en ocasiones, por oposición a él, los protestantes ingleses crearon numerosas sectas, unas influidas por las nuevas corrientes continentales como el arminianismo y otras totalmente originarias de las islas. De este modo, fructificaron el baptismo, derivado del anabaptismo, y muchas sectas puritanas, algunas moderadas y otras radicales: independientes, niveladores, congregacionistas, quintamonarquianos, etc. Algunas de ellas, como las últimas, representaron una corriente apocalíptica, mientras que otras nacieron de un quietismo piadoso, semejante al que se practicaba en Francia por las mismas fechas entre ciertas comunidades católicas. Precisamente, los cuáqueros nacieron con este espíritu. Del puritanismo tomaron, en cambio, la negativa a todo vínculo jerárquico y rechazaron de Calvino el sacerdocio y la fórmula eclesiástica de organización, pues, como quietistas, únicamente aspiraban a la manifestación de la palabra de Dios en el individuo, sin necesidad de intermediarios. Esta tendencia, que ha sido considerada como una versión religiosa del anarquismo, triunfó en Inglaterra gracias a la labor de apostolado de Jorge Fox y al sentido de la organización en el desorden de Jacobo Naylors. El ideal de los cuáqueros se basaba en un espiritualismo individualista, en un deseo constante de santificación, en la práctica del pacifismo y la no resistencia frente a la opresión, en la rigidez de la conducta, en el espíritu de caridad y de apostolado. El éxito del cuaquerismo hizo posible su implantación en las colonias inglesas de América del Norte, donde Guillermo Penn (1644-1718) impulsó la comunidad de Pennsylvania (1682) como un santo experimento protestante.
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Diversos hechos mermaron la integridad territorial del Imperio a lo largo de los siglos XIV y XV. En primer lugar cabe citar la independencia definitiva de los cantones suizos. Ya en el siglo XIII grandes áreas rurales del país se gobernaban de forma autónoma, a través de la configuración de alianzas permanentes entre cantones como la Liga Perpetua de Uri, Schwytz y Unterwalden. Pero hasta el siglo XIV no se incorporaron a la lucha por la independencia ciudades como Lucerna y Zurich. A finales del siglo XV los Habsburgo, duques de Austria, reconocieron la autonomía de los cantones helvéticos, reconocimiento que contribuyó a aislar Alemania de Italia y a abandonar para siempre la ya de por sí depauperada perspectiva italiana del Imperio. Por todo ello, los Habsburgo, monopolizadores de la dignidad imperial, dieron un giro a su política, centrando sus miras expansionistas en el este europeo. En segundo término cabe señalar el avance francés y borgoñón sobre las fronteras occidentales de Alemania. Francia consiguió controlar Provenza y el Delfinado. También el duque de Borgoña Carlos el Temerario llegó a dominar numerosos territorios tradicionalmente adscritos al Imperio como el Franco-Condado, los ducados imperiales de Brabante y Luxemburgo, los condados de Zelanda, Holanda y Hainault y los obispados imperiales de Lieja, Cambrai y Utrecht. Además consiguió el ducado de Güeldres, el patronazgo del arzobispado de Colonia y los derechos sucesorios de Alsacia y Lorena. Sin embargo, gran parte de los mencionados territorios revertirán nuevamente al Imperio con el matrimonio de Maximiliano I y Maria de Borgoña en 1477. En el este de Europa las posesiones alemanas también disminuyeron, aunque la influencia de los colonos y comerciantes de origen germano siguió siendo muy importante, sobre todo en el ámbito urbano. A mediados del siglo XIV la Orden Teutónica aún controlaba todas las regiones bálticas, desde Danzig al Golfo de Finlandia. Incluso en 1346 consiguió fortalecer sus posiciones al recibir Estonia del rey de Dinamarca. Desde su cuartel general de Marienburg, fundado en 1309, los grandes maestres gobernaban sus territorios al margen de la autoridad imperial y pontificia, a la que debían obediencia nominal. Los dominios de la orden se encontraban divididos en veinte comandancias, al frente de un Komtur, y englobaban una población campesina muy heterogénea, constituida por siervos nativos y por alemanes libres. Las ciudades, de fundación germana en su totalidad, pertenecían a la Liga Hanseática y vivían un tanto al margen de la autoridad del gran maestre. Pero la aparentemente sólida estructura del estado cruzado, que había alcanzado su máximo apogeo con el maestre Winrich de Kniprode, se vino abajo con la unión de Polonia y Lituania en 1383. La derrota de Tanenberg (1410) y la segunda paz de Torun (1466) pusieron fin a la hegemonía de la Orden en los países bálticos. La Hansa también terminó por perder su influencia en el este y en el norte de Europa. Parte de su retroceso se debió a la falta de apoyo de las órdenes militares, que se encontraban en franca retirada, pero sobre todo a la entrada en escena de otras potencias mercantiles como Inglaterra u Holanda. Poco a poco su centro neurálgico, Lübeck, terminó por perder el control sobre el comercio del Mar del Norte, del Báltico y de los estrechos daneses.
Personaje Pintor
La obra de Decamps muestra elementos exóticos tomados del Romanticismo con asuntos históricos inspirados en el Neoclasicismo por lo que manifiesta una sugerente originalidad, más aún si cabe al ofrecer una tercera faceta intimista, con obras de contenido más realista, anticipándose a Millet o Courbet. Esta heterogeneidad haría de Decamps un pintor interesante si no fuera más popular por sus asuntos militares.
obra
Tabla perteneciente al banco del Retablo del altar mayor del monasterio de San Marcos de Florencia, Fra Angelico ilustra el último episodio de la vida de los santos médicos. Tras la crucifixión de los santos médicos y la nueva intercesión divina, Lisias dictamina la decapitación de Cosme y Damián y sus tres hermanos menores. El modelo de la obra procede de la misma escena del anterior Retablo de Annalena, aunque los avances en la configuración de un espacio convincente son mucho más acusados en éste. La composición se explicita a partir de las diagonales laterales que dejan más despejado el grupo del ajusticiamiento. A la decapitación de los santos asisten diferentes personajes, replegados en la parte derecha. El bloque que forman, fuga violentamente hacia el fondo, remarcando más si cabe esta formulación el paramento de la muralla de la ciudad donde se recortan sus volúmenes. A la izquierda, un camino continúa hacia el fondo, perdiéndose entre las montañas y las pequeñas edificaciones que decoran el paisaje abierto. En el centro, en medio del camino y dispuestos en un círculo muy amplio, algunos yacen en el suelo con sus cabezas cortadas, mientras el verdugo, blandiendo la espada, se aplica para seguir el ajusticiamiento. Por detrás del grupo central se levantan muy estilizados cinco árboles, similares a los que figura habitualmente Perugino, simbolizando a los santos médicos y sus tres hermanos. Al fondo, unas nubes blancas sobre el cielo gris, parecen cercenar sus copas.