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Judaísmo

Desarrollo


Establecido como rey de los judíos tras el asesinato de César y la derrota de los conjurados magnicidas, Herodes inició un largo mandato que acabó en 4 a.C., año de su muerte. No le perdonaron los malos momentos. La presión ambiciosa de Cleopatra le puso en dificultades y le mermó los territorios durante cierto tiempo. Los últimos Asmoneos le disputaron el trono inútilmente. Logró superar también el momento más delicado de su mandato, que fue el triunfo de Octavio sobre Marco Antonio, por quien él había tomado partido. Obsequioso y hábil, Herodes consiguió convencer a Octavio Augusto de que le interesaba la continuidad en el reino de Judea. Ya en los postreros años de su vida, le tocó vivir fuertes discordias en su propia familia, que pretendió solucionar mediante la pena capital de tres de sus hijos con el visto bueno de los romanos, la última de las tres muertes ejecutada pocos días antes de que al propio rey le llegara el fin. En los largos años de reinado, encarnó Herodes una monarquía de tipo helenístico, fastuosa, sometida al poder romano. Dependía directamente de Roma, de los triunviros primero, de Octavio Augusto después, y no a través del gobernador de Siria, por quien, de todas formas, pasaban algunos asuntos de interés general para la zona. El tipo de integración en el Imperio era teóricamente envidiable, pues la condición de reino aliado se apoyaba en el carácter de no tributario.

Esa condición de aliado no le permitía, sin embargo, a Herodes libertad para llevar los asuntos a libre albedrío, sobre todo aquéllos que, al tocar la esfera de lo internacional, podían menoscabar el equilibrio que a Roma interesaba. La posibilidad de declarar la guerra por su cuenta no le estaba reconocida al rey de Judea. La alianza le convertía más bien en una pieza del aparato romano en la frontera oriental, garantía de seguridad y de actuación al dictado. Herodes cumplió esta misión a entera satisfacción de los dominadores, hasta el punto de poner sus tropas al servicio de Roma cuando se le señaló como necesario, lo que ocurrió en diversas ocasiones. Los romanos controlaron también al monarca en los momentos difíciles de sus crisis familiares. En contrapartida, Roma apuntaló el poder de Herodes y le concedió mecanismos valiosos, como el derecho a solicitar extradiciones o el de proponer a quien le sucediera. Nunca inquietaron a este instalado personaje ambiciones que preocuparan a los dominadores y le mermaran de su crédito ante ellos. Su disponibilidad ante Augusto fue incondicional y demostró continuamente al princeps su admiración o su capacidad de adulación interesada. De fronteras adentro, Herodes supo dar a su reino seguridad y prosperidad. No hubo revueltas populares que le inquietaran ni manifestaciones de descontento dignas de tener en cuenta. Un buen manejo de la propaganda, una política de evergetismo y de imagen sabiamente llevada, un nivel de vida suficiente y la eficacia policial que era del caso se encargaron de asegurar esa paz interior que en lo popular conoció su reinado.

Las perturbaciones de origen individual o de grupos reducidos -las provocadas por los asmoneos, por los saduceos- las abortó sin complicaciones, con crueldad incluso, lo que no extraña en quien pudo ajusticiar a tres hijos propios. Pero estos problemas nunca corrieron el riesgo de generalizarse. En su política de prestigio destacan grandes obras públicas, entre las que habría que señalar su palacio de Jerusalén, la torre Antonia, la reconstrucción embellecida y magnificada del templo -al templo herodiano pertenece el actual Muro de las Lamentaciones-, esa magna obra de arquitectura e ingeniería que era el Herodium, su fortaleza-mausoleo, las fortalezas de Massada y de Maqueronte, los abastecimientos de agua e infraestructuras de comunicaciones y, especialmente, la fundación de nuevas ciudades de corte helenístico, que tuvo el detalle, como buen aliado inferior, de dedicar directa o indirectamente al princeps a quien se debía. Desde características especiales, se habla normalmente de estilo herodiano para las construcciones de la época. Los aludidos problemas familiares provocaron el desmembramiento del reino cuando se produjo la muerte de Herodes. La decisión última pudo ser de Augusto, quien no sólo aceptó previamente la división, sino que se permitió modificar ligeramente el testamento del rey difunto. Arquelao -se le menciona en el Evangelio de San Mateo- quedó al frente de Judea, Idumea y Samaria; Herodes Antipas recibió Galilea y Perea en calidad de tetrarca, y a Filipo se le concedieron las regiones muy nororientales de Auranítide, Traconítide y Batanea.

Arquelao, que no supo ganarse a sus súbditos por su mal gobierno, fue desposeído y desterrado en 6 d.C., quedando su territorio convertido en provincia romana, al tiempo que se reconocía a la comunidad israelita el derecho a autorregirse en los asuntos religiosos e internos y la administración de justicia que no comportara pena de muerte. El ius gladii, la pena capital, tenía que pasar a través de la autoridad romana. Esta es, brevemente expuesta, la situación política que existiría cuando el juicio y muerte de Jesús, un cuarto de siglo después del derrocamiento de Arquelao: Judea y Samaria bajo un prefecto romano, entonces Poncio Pilato, y Galilea bajo el tetrarca Herodes Antipas. En esta nueva etapa, los judíos tenían ya la obligación de pagar tributo al Imperio romano. No fue el citado Poncio Pilato el primer gobernador de Judea. Entre el año 6 d.C. y el 26 de la misma era, que fue cuando este personaje accedió al cargo, se sucedieron cuatro prefectos: Coponio, Marco Ambibulo, Anio Rufo y Valerio Grato. De ninguno de ellos conocemos gran cosa, lo que para una fuente como Flavio Josefo significa que no hubo complicaciones dignas de mención. Los movimientos nacionalistas -dirigidos por Judas el Galileo- que estallaron tras la caída de Arquelao debieron ser sofocados por Coponio, pero desconocemos los detalles de una aventura que, sin duda, no llegó demasiado lejos. De Anio Rufo se conserva parte de una inscripción conmemorativa que ni dice nada ni tiene especial significación.

Por su parte, Valerio Grato, de prolongado gobierno, no destacó más que por su afanado manejo de sumos sacerdotes, pues, tras desposeer a Anás, hizo varios cambios sucesivos hasta que encontró uno a su gusto, el yerno del anterior, Caifás, quien se mantendría en el cargo durante todo el mandato del prefecto posterior, Poncio Pilato. Diez años ocupó Pilato la prefectura, entre 26 y 36 d.C., según los cálculos más verosímiles. Hombre de Sejano, el valido de Tiberio, pudo llevar a Judea como misión la de domeñar políticamente a los judíos, apretarles el cerco y hasta humillarles; conocido es el antijudaísmo de Sejano, su protector. Nuestra información al respecto de Pilato no contradice esta suposición. Por carácter, era capaz de sentirse cómodo en tal tarea. Lo que de él se nos narra en concreto bien parece apuntar en el sentido antedicho. Si Filón de Alejandría no exagera, en Pilato había un hombre cruel y testarudo, que no encaja en la imagen de debilidad que le prestan los Evangelios. Episodios resonantes, recogidos por Flavio Josefo y el propio Filón, le dejan más cerca del retrato que hace este último que del de los textos evangélicos. Se trata de una serie de provocaciones y de represiones que no lo muestran ni como flexible ni como benevolente con sus administrados. Se atrevió a amonedar con símbolos paganos, lo que no habían hecho sus predecesores, ni repetirían quienes le siguieron.

Introdujo en Jerusalén las efigies imperiales, lo que provocó la indignación judía, por lo que aquello tenía de atentado a sus convicciones religiosas, la protesta en Cesarea, el bloqueo militar y la amenaza de muerte a los manifestantes, la resistencia de éstos y la claudicación final del gobernador. Dispuso del tesoro del templo, a fin de construir una acometida de agua para el abastecimiento de Jerusalén, con la consiguiente revuelta judía y la represión militar sobre la muchedumbre, ordenada por el propio Pilato, que acarreó numerosas víctimas. Más intento de provocar que afán de dar honra al emperador hubo, según Filón, en la colocación de los escudos dorados en el palacio de Herodes, episodio no identificable con el de las efigies militares, citado más arriba. Sería de recordar, por último, la masacre de los samaritanos, acto de crueldad gratuito y premeditado por el que hubo protestas contra Pilato ante Vitelio, el gobernador de Siria. Habría, pues, que interpretar la intervención del prefecto de Judea en el proceso y muerte de Jesús a la luz del talante que reflejan los episodios anteriores. No podía el Sanedrín judío condenar a Jesús a la pena de muerte, porque el ius gladii correspondía al prefecto; a él se acude en demanda de tal castigo, y cede. Menos por debilidad o miedo a las autoridades judías y a la muchedumbre, que no era cosa que él conociera, que por convencimiento de conveniencia política, romana o personal.

La resistencia previa a la condena no parece que responda a sentido íntimo de la justicia, del que Pilato no parece anduviera muy sobrado. La caída de Sejano y el cambio de política del emperador Tiberio, con respecto a los judíos, propiciaron a la larga la remoción de Pilato, quien fue convocado a Roma para dar explicaciones y resultó condenado. Tras él ocuparon la prefectura de Judea dos gobernadores, Marcelo y Marulo, que no parecen ser, contra lo que algún autor ha dicho, una sola y única persona. El mandato sucesivo de ambos corrió entre 36 y 41 d.C. Previamente al nombramiento del primero, Vitelio viajó de Siria a Judea para tranquilizar los ánimos y convencer a los judíos del rechazo de Roma a cuanto había significado la detestable política de Pilato. No duró demasiado la calma recobrada. El nuevo emperador de Roma, Cayo Calígula, continuador, al principio, de una política benevolente por su amistad con Herodes Agripa, bajo quien unificó en calidad de reino las dos tetrarquías que habían sido de Herodes Antipas y de Filipo, fue luego endureciendo su actitud como efecto de su cada vez más decidida exigencia del culto imperial. Tuvo problemas con las comunidades judías de diversos lugares, entre ellos algunos de Palestina, y concibió el plan de desacralizar el templo de Jerusalén. Pudo Agripa salvar la situación in extremis, mediante persuasión y argumentos que calmaron a Calígula y le forzaron a dar contraorden, pero no fue sino el asesinato del emperador lo que evitó males mayores.

Claudio, el nuevo princeps, suprimió la prefectura de Judea en el año 41 y añadió el territorio al reino de Agripa hasta la muerte de éste, en 44. No quiso Claudio reconocer a Agripa II como sucesor y restauró la provincia, por la que fueron pasando hasta siete gobernadores, unos incapaces, otros corrompidos, que no pudieron o quisieron evitar el malestar judío, rayano en desesperación, que provocaría en 66 la revuelta conocida como primera guerra judaica; el último de ellos fue Gesio Moro, cuyo mandato no pasó de simple anarquía y pillaje sobre un pueblo en práctica rebelión. Quedan por decir algunas cosas al respecto del gobierno romano de Judea, su estatuto, su territorio, el título de los gobernadores y los poderes que tenían atribuidos. Era una provincia imperial, no senatorial, gobernada por prefecto de rango ecuestre. Su territorio no permaneció invariable entre el momento de su constitución y la primera guerra judaica. Entre 6 y 41 d.C. integraban la provincia Samaria, Judea e Idumea, pues los restantes territorios palestinos estaban bajo responsabilidad de los tetrarcas. El reino concedido a Herodes Agripa I, entre 41 y 44, sumaba la extensión de las tetrarquías y de la provincia romana. Al recuperarse el estatuto de provincia, Galilea y Perea quedaron incorporadas al territorio gobernado por los prefectos romanos, mientras que los territorios transjordanos más excéntricos pasaron a Herodes Agripa II, a quien Roma no quiso conceder sino un reino muy mermado.

Hubo, con el paso del tiempo, algunas modificaciones de límites escasamente significativas. El título oficial latino de los gobernadores de Judea era el de praefectus, por lo que carece de rigor el de procurador, que algunas fuentes antiguas, tal vez por mala adaptación desde el griego, han impuesto hasta nuestros días. Una inscripción de Cesarea, dada a conocer en 1962, atribuye a Pilato el título de praefectus Iudaeae, y este testimonio, por su carácter, prácticamente oficial, deja zanjado el problema del término que se debe utilizar. Residían estos prefectos en Cesarea, ciudad moderna, helenística, más adecuada al gusto de los ocupantes romanos, pero además sin los inconvenientes de Jerusalén, la ciudad santa, en la que era muy fácil herir la susceptibilidad de los judíos. Cuando los prefectos subían a Jerusalén se alojaban en el palacio que había sido de Herodes, más posiblemente, contra lo que la tradición ha dicho, que en la fortaleza Antonia. Las funciones de los prefectos, enumeradas con toda la brevedad que se nos impone, eran las de mando militar sobre tropas auxiliares, pues las legiones no quedarían estacionadas en la región hasta mucho más adelante; amonedación; administración de justicia en asuntos que excedieran de las competencias que tenía el Sanedrín, como los litigios que afectaran directamente a Roma, las penas capitales y los casos que tuvieran que ver con etnias no sujetas a los órganos judíos; poderes financieros, en especial la percepción y el control de los impuestos y la custodia del vestido de ceremonia del sumo sacerdote, atribución humillante para los judíos por cuanto significaba, que tuvieron los primeros prefectos, entre ellos el propio Pilato.

En el judaísmo palestino de época romana surge uno de los episodios de mayor trascendencia en la historia religiosa universal: la predicación y muerte de Jesús. La vida pública de esta figura y el fracaso humano que supuso la muerte en la cruz, debieron de conmocionar no poco en la Palestina gobernada por Herodes Antipas y Pilato, aunque es, con mucho, mayor la significación que los hechos de Jesús adquirirían con el tiempo en la fe de los creyentes que lo que pudieran captar los contemporáneos directos. La enseñanza de un líder religioso reformador y la ejecución de quien se presentaba -o de aquél a quien se veía- desde pretensiones mesiánicas, no podía ser en la época hecho sobresaliente en el ámbito judío, un caso más, y mucho menos fuera de él; salvo para quienes le siguieron de cerca y quedaron conmovidos por su doctrina y su carisma o por ambas cosas, le temieron. Resonancia en el Imperio, ninguna. Si Tácito (Anales, XV, 44) escribe: "El autor de este nombre, Cristo, fue mandado ejecutar por el procurador Poncio Pilato durante el imperio de Tiberio", no tiene el hecho por significativo en sí, lo que hace es remontarse a la raíz del fenómeno al que concede importancia, que es la existencia del cristianismo cuando Nerón se embarca en la primera persecución. Jesús -hablando humanamente y prescindiendo, por tanto, de la dimensión teológica- fue un judío que predicó para judíos, que perturbó lo suficiente como para que, por una vez, hubiera acuerdo entre las autoridades de los ocupantes y de los ocupados, y muriera como tantos otros judíos por razones religiosas, políticas o de ambos caracteres a la vez.

La predicación de Jesús está enraizada en el judaísmo y tiene por puntos fundamentales el verdadero sentido de la ley, el amor y el reino de Dios, cuestión esta última estrechamente relacionada con dos dimensiones del espíritu propio de la época, la apocalíptica y el mesianismo. De su vida no sabemos demasiado de absolutamente cierto, aunque es posible que sean históricas, si no a la letra, sí en aproximación, muchas de las cosas que se le atribuyen por la tradición posterior; el problema está en discernirlas. Sí es cierto que procedía de Nazaret, en Galilea; que fue bautizado por Juan en las aguas del Jordán; que en su torno se reunieron discípulos y seguidores; que predicó lo dicho más arriba; que se le atribuían prodigios; que se enfrentó a las autoridades judías por el tenor de su enseñanza, y que la autoridad romana le tuvo, al final, por peligroso y accedió a la pena de crucifixión que le demandaron los judíos. No se puede negar tampoco, afirma L. García Iglesias, que a los pocos días de su muerte la tumba apareció vacía y un grupo de seguidores comenzó a proclamar el convencimiento de que había resucitado. Cuestión que nunca ha dejado de interesar es la razón de su muerte y a quién habría que atribuir la responsabilidad última. La tradición cristiana ha sido contraria a los judíos y ha tendido a descargar en lo posible a Pilato, achacando su claudicación final a debilidad y al miedo a que Roma entendiera que descuidaba los intereses del Imperio.

La investigación judía, contrariamente, ha minusvalorado la intervención de la muchedumbre y de sus dirigentes para presentar al prefecto como único culpable. Quedó ya dicho que el Pilato de la historia no coincide en sus rasgos con el de los Evangelios, por lo que no pudo actuar como en éstos se nos presenta. Su intervención hubo de ser más directa y activa, más voluntaria. Los judíos no se aprovecharon de las dubitaciones de Pilato; u ocurrió lo contrario o, lo que es más fácil, hubo confluencia de intereses entre el uno y los otros. Los sectores judíos que chocaron con la doctrina de Jesús y tuvieron su actividad por peligrosa fueron, según los Evangelios, los sumos sacerdotes, los escribas, los ancianos, los herodianos y los fariseos. Hay que reconocer, no obstante, la escasa fidedignidad de tales referencias. En cuanto a Roma y sus razones para ejecutar a Jesús, sería de señalar la apariencia de contestación política que pudiera haber en lo que Jesús decía y hacía. Desde un conocido libro de Brandon, sobre todo, se ha manejado mucho la posibilidad de que Jesús tuviera simpatía por los zelotas, nacionalistas violentos, o fuera incluso uno de ellos, cosa que otros niegan con calor. Es la afirmación o negación, más interesada en el primer caso, parece, de Jesús como revolucionario. Aun concediendo que no hubiera en Jesús sino mesianismo espiritual nada impide que desde fuera pudiera ser interpretado como político por los romanos y además como impostura por los judíos, y que obraran todos en la ya conocida consecuencia.

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