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Capítulo XLV De cómo Atabalipa entró en la plaza donde los cristianos estaban, y de cómo fue preso y muchos de los suyos muertos y presos Había mandado don Francisco Pizarro que el general Hernando Pizarro y los capitanes Soto, Mena, Belalcázar, con los españoles de a caballo, armados a punto de guerra, estuviesen sobre aviso para salir a batalla con los enemigos, porque Atabalipa le había mandado a decir que estuviesen escondidos, y aun los caballos atados; pusiéronse unos tirillos en lugar alto que estaba diputado para ver los juegos o hacer los sacrificios, y que Pedro de Candía los soltase cuando se hiciera cierta seña, que concertaron entre todos se hiciese, a la cual los de a caballo y peones habían, con determinación, de salir, estando con el gobernador hasta quince rodeleros solamente. Tenían tino a dejar entrar en la plaza a algunos escuadrones y a Atabalipa; y luego tomar las dos puertas y alancear y prender los que pudiesen; si quisiesen guerra, porque también se platicó, si Atabalipa viniese de paz, sustentársela. El cual comenzó a salir de donde había parado, alzando en breve tiempo las tiendas todas, trayendo la gente su orden y concierto en sus escuadrones: armados, muchos disimuladamente, como se ha escrito. Traían grandes atambores, muchas bocinas, con sus banderas tendidas, que cierto era hermosa cosa ver tal junta de gente movida para tan poquitos. De rato en rato llegaba un indio para reconocer el estado que tenían los españoles. Volvían con mucha alegría, que de miedo se habían todos escondido por las casas, sin parecer más que su capitán con muy poquitos.

Con esto que Atabalipa oyó le crecía más el orgullo mostrándose más brioso que lo que después pareció. Los más de los suyos le daban prisa que anduviesen o licencia les diesen para que ellos pudiesen ir a atar a los cristianos, que no parecían ya de temor de ver su potencia. Como llegase hasta un tiro de ballesta de los aposentos, venían algunos indios reconociendo más por entero como estaban los nuestros; vieron lo que habían oído, que no parecía caballo ni más cristianos que el gobernador con aquellos pocos; como si ya estuvieran presos en su poder trataban de ellos. Comenzaron de entrar en la plaza; los escuadrones, como llegaron en medio de ella, hicieron de sí una muy grande muela; entró Atabalipa después de haberlo hecho muchos capitanes de los suyos con sus gentes; pasó por todos hasta ponerse en sus andas como iba en medio de la gente; púsose en pie en medio del estrado; habló en voz alta que fuesen valientes, que mirasen no se les escapase ningún cristiano, ni caballo, y que supiesen que estaban escondidos de miedo; acordóles cómo siempre habían vencido a muchas gentes y naciones militando debajo de las banderas de su padre y suyas; certificóles que si por sus pecados prevaleciesen los cristianos contra ellos, habrían fin sus deleites, religiones: porque harían de ellos lo que habían oído que hicieron de los de Cuaque y la Puná; tomó en la mano una bandera y campeóla reciamente. Pizarro, como vio que se iba deteniendo Atabalipa, mandó a fray Vicente de Valverde, fraile dominico, que fuese a Atabalipa a le dar prisa que viniese, pues ya era tarde, que ya el sol quería trasponer, y a que le amonestase dejase las armas y viniese de paz.

Llevó el fraile a Felipillo para que su razón fuese entendida por Atabalipa, a quien contó, como a él llegó, lo que se ha dicho: y que él era sacerdote de Dios que predicaba su ley y procuraba cuanto en sí era, que no hubiese guerra sin paz, porque de ello se serviría Dios mucho. Llevaba en las manos un brevario cuanto esto decía. Atabalipa, oíalo como cosa de burla; entendió bien con el intérprete todo ello; pidió a fray Vicente el breviario; púsoselo en las manos, con algún recelo que cobró de verse entre tal gente. Atabalipa lo miró y remiró, hojeólo una vez y otra; pareciéndole mal tantas hojas, lo arrojó en alto sin saber lo que era; porque para que lo entendiera, habíanselo de decir de otra manera, y de esta manera no tenía lugar; mas los frailes por acá nunca predican sino donde no hay peligro ni lanza enhiesta; y mirando contra fray Vicente y Felipillo, les dijo que dijesen a Pizarro que no pasaría de aquel lugar donde estaba hasta que le volviesen y restituyesen todo el oro, plata, piedras, ropa, indios e indias con todo lo demás que le habían robado. Con esta respuesta, cobrado el brevario, alzadas las faldas del manto, con mucha prisa volvió Pizarro, diciéndole que el tirano de Atabalipa venía, como "dañado perro", ¡que diesen en él! Como el fraile partió de donde estaba, Atabalipa dijo a sus gentes, según nos cuentan ahora, por los provocar a ira, que los cristianos en menosprecio suyo, habiendo forzado tantas mujeres y muerto tantos hombres, y robado lo que habían podido sin vergüenza ni temor, pedían paz con pretensión de quedar superiores; que ellos dieran gran grita sonando sus instrumentos.

Habían llegado los demás escuadrones, mas no entraron en la plaza, por estar tan ocupada, quedáronse junto a ella en otro llano. Pizarro como entendió lo que le había pasado a fray Vicente con Atabalipa, mirando cómo no era tiempo de más aguardar, alzó una toalla señal para mover contra los indios, soltó Candía los tiros, cosa nueva para ellos y de espanto, mas fueron los caballos, que diciendo los caballeros grandes voces "Santiago, Santiago", salieron de los aposentos contra los enemigos; los cuales, sin usar de los ardides que tenían pensados, se quedaron hechos "personajes"; no pelearon, mas buscaron por donde huir. Los de a caballo se mezclaron entre ellos, desbaratándoles en breve; fueron muertos y heridos muchos. El gobernador, con los de a pie, que peleaban con rodelas y espadas, tiraron contra las andas, donde había junta de señores; se daban algunas cuchilladas que llevasen brazo o mano de los que tenían las andas; luego, con gande ánimo asían con las otras, deseando guardar su Inca de muerte o prisión. Llegó Miguel Estete, natural de Santo Domingo de la Calzada, soldado de a pie, que fue el primero que echó mano de Atabalipa para le prender; luego llegó Alonso de Mesa. Pizarro dando voces que no le matasen, se puso junto a las andas. Los indios, como eran muchos, unos a otros se hacían mayor daño, derribándose por una y otra parte, los caballos entre ellos, ni tuvieron ánimo ni industria para pelear; faltóles aquel día; o Dios los quiso cegar.

Deseaban salir de la plaza, no podían por los muchos que la ocupaban; hicieron un hecho no visto ni oído; fue, que todos con un tropel furioso fueron por una parte del lienzo que cercaba la plaza, y con ser la pared ancha, pusieron fuerza con tan gran ímpetu, que rompiéndola hicieron camino para huir. Los aullidos que daban eran grandes, espantábanse y preguntábanse unos a otros si era cierto o si soñaban; y que el Inca dónde estaba. Morirían de los indios más de dos mil, fueron heridos muchos. Salieron de la plaza, siguiendo el alcance hasta donde estuvo el real de Atabalipa. Vino un agua pesada, que fue harto alivio para los indios. El señor Atabalipa fue llevado por el gobernador, mandando que se le hiciese toda honra y buen tratamiento. Algunos de los cristianos daban voces a los indios que viniesen a ver Atabalipa, porque lo hallarían vivo, sano, sin ninguna herida: alegre nueva para todos ellos. Y así se recogieron aquella noche, pasados de cinco mil indios sin armas; los más se derramaron por la comarca de Caxamalca, pregonando la desventura grande, que les había sucedido, derramando muchas lágrimas por la prisión del señor, que ellos tanto amaban. Los cristianos se recogieron todos y se juntaron, mandando Pizarro que soltasen un tiro para que todos oyesen que quería así. El despojo que se hubo fue grande de cántaros de oro y plata, y vasos de mil hechuras, ropa de mucho precio y otras joyas de oro y piedras preciosas. Hubieron cautivas muchas señoras principales de linaje real y de caciques del reino, algunas muy hermosas y vistosas, con cabellos largos, vestidas a su modo, que es galano.

También se hubieron muchas mamaconas, que son las vírgenes que estaban en los templos. Despojos que fue tan grande el que hubieron estos ciento y setenta hombres, que si sólo supieran conocer, con no matar a Atabalipa y pedirle más oro y plata, aunque lo que dio fue mucho, que no hubiera habido en el mundo ninguno que se igualara. De los españoles no peligró ninguno; todos ellos tuvieron por milagro lo que Dios usó en haber permitido que se ordenase como se ordenó; y así le dieron muchas gracias por ello. Pasó este desbarate y prisión de Atabalipa en la provincia de Caxamalca, jurisdicción que es ahora de la ciudad de Trujillo, viernes, día de Santa Cruz de mayo del año mil y quinientos y treinta y tres años.

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