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Desarrollo


CAPÍTULO XI De las fiestas que al gobernador hicieron en Santiago de Cuba De este caso tan notable y extraño quedó la ciudad de Santiago muy escandalizada y temerosa, y, como sucedió tan pocos días antes que el gobernador llegase al puerto, temió que era el corsario pasado que, habiendo juntado otros consigo, volvía a saquear y quemar la ciudad. Por esto dio el mal aviso que hemos dicho, para que se perdiesen en las peñas y bajíos que hay en la entrada del puerto. El gobernador se desembarcó, y toda la ciudad salió con mucha fiesta y regocijo a le recibir y dar el parabién de su buena venida, y, en disculpa de haberle enojado con el mal recaudo, le contaron más larga y particularmente todo el suceso de los cuatro días de la batalla del francés con el español y las vistas y regalos que se enviaban, y le suplicaron les perdonase, que aquel gran miedo les había causado este mal consejo. Mas no se disculparon de haber sido tan crueles y desagradecidos con Diego Pérez, como el gobernador lo supo después en particular, de que se admiró no menos que de la pelea y comedimientos que los dos capitanes habían tenido. Porque es cierto que le informaron que, demás de la mala respuesta que habían dado al partido que Diego Pérez les había ofrecido, habían estado tan tiranos con él que en todos los cuatro días que había peleado, con ser la batalla en servicio de ellos y con salir toda la ciudad a verlo cada día, nunca se había comedido a socorrerle mientras peleaba, ni a regalarle siquiera con un jarro de agua cuando descansaba, sino que le habían tratado tan esquivamente como si fuera de nación y religión contraria a la suya.

Ni en propio beneficio habían querido hacer cosa alguna contra el francés, que con enviar veinte o treinta hombres en una barca o balsa que hicieran muestra de acometer al enemigo por el otro lado, sin llegar con él a las manos, sólo con divertirle dieran la victoria a su amigo, que cualquier socorro, aunque pequeño, fuera parte para dársela, pues las fuerzas de ellos estaban tan iguales que pudieron pelear cuatro días sin reconcerse ventaja. Mas ni esto ni otra cosa alguna habían querido hacer los de la ciudad por sí ni por el español como si no fueran españoles, temiendo que, si el francés venciese, no la saquease o quemase, trayendo otros en su favor, como habían sospechado que traía; y no advertían que el enemigo de nación o de religión, siendo vencedor, no sabe tener respeto a los males que le dejaron de hacer, ni agradecimiento a los bienes recibidos, ni vergüenza a las palabras y promesas hechas para dejarlas de quebrantar, como se ve por muchos ejemplos antiguos y modernos. Por lo cual, en la guerra (principalmente de infieles), el enemigo siempre sea tenido por enemigo y sospechoso, y el amigo por amigo y fiel, porque de éste se debe esperar y de aquél temer, y nunca fiar de su palabra, antes perder la vida que fiarse de ella, porque como infieles se precian de quebrantarla y lo tienen por religión, principalmente contra fieles. Por esta razón, no dejó de culpar el gobernador a los de la ciudad de Santiago que no hubiesen ayudado a Diego Pérez, pues era de su misma ley y nación.

Como dijimos, fue recibido el general con mucha fiesta y común regocijo de toda la ciudad, que, por las buenas nuevas de su prudencia y afabilidad, había sido muy deseosa su presencia. A este contento se juntó otro, no menor, que les dobló el placer y alegría, que la persona del obispo de aquella iglesia, fray Hernando de Mesa, dominico, que era un santo varón y había ido en la misma armada con el gobernador y fue el primer prelado que a ella pasó. El cual se hubiera de ahogar al desembarcar de la nao, porque al tiempo que Su Señoría se desasía del navío y saltaba en el batel, la barca se apartó algún tanto, de manera que, no la pudiendo alcanzar (por ser las ropas largas), cayó entre los dos bajeles y al descubrirse del agua dio con la cabeza en la barca, por lo cual se vio en lo último de la vida. Los marineros, echándose al agua, lo libraron. Viéndose la ciudad con dos personajes tan principales para el gobierno de ambos estados, eclesiástico y seglar, no cesó por muchos días de festejarlos, unas veces con danzas, saraos y máscaras que hacían de noche; otros con juegos de cañas y toros, que corrían y alanceaban; otros días hacían regocijo a la brida, corriendo sortija. Y a los que en ella se aventajaban en la destreza de las armas y caballería, o en la discreción de la letra, o en la novedad de la invención, o en la lindeza de la gala, se les daban premios de honor de joyas de oro y plata, seda y brocado, que para los victoriosos estaban señalados, y, al contrario, daban asimismo premios de vituperio a los que lo hacían peor.

No hubo justas ni torneos a caballo ni a pie por falta de armaduras. En estas fiestas y regocijos entraban muchos caballeros de los que habían ido con el gobernador, así por mostrar la destreza que en toda cosa tenían como por festejar a los de la ciudad, pues el contento era común. Para estos regocijos y fiestas ayudaban mucho (como siempre en las burlas y veras suelen ayudar) los muchos y por extremo buenos caballos que en la isla había, de obra, talle y colores, porque demás de la bondad natural que los de esta tierra tienen, los criaban entonces con mucha curiosidad y en gran número, que había hombres particulares que tenían en sus caballerizas a veinte y a treinta caballos, y los ricos a cincuenta y a sesenta, por granjería, porque para las nuevas conquistas que en el Perú, México y otras partes se habían hecho y hacían, se vendían muy bien y era la mayor y mejor granjería que en aquel tiempo tenían los moradores de la isla de Cuba y sus comarcas.

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